Tras despedirme de Régulo crucé la ciudad con rumbo a la pista de carreras y el gimnasio de Escílax. No quería hacer ejercicio: ya bastante ejercicio hacía esa mañana sin que ese enano sádico me descoyuntara. Sólo necesitaba información.
Escílax ha vivido en Roma casi toda su vida. Júpiter sabrá qué hacía antes, de dónde vino, cuál es su verdadero nombre (Escílax es un apodo), aunque creo que ni Júpiter tendría agallas para preguntarle sin rodeos. Comenzó como entrenador de gladiadores antes de trabajar por su cuenta, y adoptarlo como cliente cinco o seis años atrás, ponerle su propio local, había sido la mejor inversión que yo había hecho. No sólo en lo económico. Ese hombre era un genio para enseñar la clase de lucha que te haría expulsar de cualquier escuela respetable de Roma, pero te garantizaba que saldrías airoso de una pelea callejera, con todos tus accesorios intactos. También tenía una red de contactos en los bajos fondos de la ciudad que haría que el servicio secreto imperial abandonara sus intrigas para dedicarse al bordado. Son ganancias que no obtienes con el comercio.
Cuando llegué al gimnasio, Dafnis, el fenómeno que era esclavo y mano derecha de Escílax, movía la arena del campo de ejercicios con un rastrillo: su ocupación normal, salvo en los días menos activos, cuando tenías que observar con mucha atención para ver si el cabrón siquiera se movía.
—Hola, Dafnis. ¿Está el jefe? —Lo saludé con una gran sonrisa. Siempre conviene llevarse bien con el personal, y ese hispano grandote no era ningún badulaque, a pesar de las apariencias.
—Sí. —El rastrillo se detuvo, aunque nadie lo hubiera notado, y Dafnis volvió la cabeza hacia los baños—. Pero tiene un cliente en la mesa. Pasa, Corvino.
Asentí y avancé entre los aspirantes a espadachín. El gimnasio estaba cobrando popularidad. Aún a esa hora, cuando la mayoría de los romanos respetables estaban trabajando, había tres o cuatro parejas que trajinaban con espadas de madera. Y en la habitación de adelante ya oía los gritos provocados por el masaje.
Escílax tenía al afortunado cliente boca abajo y le reordenaba los músculos de la espalda según un arcano principio de su propia cosecha. El cuello del hombre tenía el color del hígado crudo y a juzgar por sus gimoteos no disfrutaba de la experiencia.
Escílax alzó la vista, me vio y gruñó.
—Hola. Estaré contigo en un minuto, Corvino.
—No hay prisa. —Me senté en el banco junto a la puerta y miré mientras el hombrecillo calvo entreabría dos láminas de músculos e insertaba un nudillo. El cliente tamborileó en la mesa con los pies y masticó la toalla que Escílax había tenido la consideración de proveerle. El nudillo se abrió paso de aquí para allá y descubrí que mis genitales se encogían de compasión. Escílax sería el mejor masajista de Roma, pero también era un desalmado que disfrutaba de su trabajo más de lo que era decente. Al fin, tras reordenar la anatomía del otro a su gusto y haber frotado el aceite, lo liberó.
—Eso es todo, señor —dijo. Con absoluta cortesía.
El cliente bajó las temblorosas piernas, cogió la toalla y caminó tambaleándose hacia los vestuarios sin dirigirnos la palabra. Maldito engreído. O quizá tenía miedo de que Escílax cambiara de opinión y lo obligara a volver.
Escílax se enjugó las manos aceitosas en un trapo y me miró.
—¿Tu turno, Corvino?
—Ni lo sueñes. —Alcé las manos. Un masaje de Escílax es como el ataque de un gorila diplomado en anatomía. Aunque después te sientas estupendo, es un placer que conviene racionar—. Vengo por negocios.
—¿Quieres revisar las cuentas? ¡Corvino, habrás visto que estoy ocupado!
—No esa clase de negocios. Necesito que encuentres a alguien.
—¿Sí? —Me echó una ojeada y arrojó el trapo en la mesa—. Vale. Dime de qué se trata, pero sólo puedo dedicarte diez minutos.
No era un cliente que se especializara en ser respetuoso con su patrón, pero yo estaba acostumbrado a Escílax. Si me hubiera llamado «señor» y me hubiera lamido las botas como un cliente normal, habría llamado a un médico.
—¿Has oído hablar de un sujeto llamado Carilo?
—¿Qué clase de sujeto? ¿Gladiador? ¿Auriga? ¿Matón? —Escílax se sentó en la mesa desocupada—. ¿Chulo?
—Liberto. No sé cuál es su especialidad. Su patrón era Cneo Calpurnio Pisón, antes de cortarse la garganta.
Un largo silbido.
—¿Has vuelto a meterte en esas cosas, muchacho?
—Ajá. —No entré en detalles. Escílax lo entendería—. ¿Le conoces?
—No. Pero si era liberto de Pisón, puedo contactar con alguien que le conoce. Ya mismo, a decir verdad. —Se levantó y caminó hacia la puerta abierta—. ¡Dafnis! —aulló—. ¡Oye, Dafnis!
Hubo una larga pausa mientras el bólido hispano aparcaba el rastrillo, se aproximaba desmañadamente y sostenía el marco de la puerta con el hombro.
—Sí —dijo.
—Corvino pregunta por uno de los libertos de Pisón.
—No me digas —dijo Dafnis sin inmutarse. Nunca se inmutaba.
Escílax se volvió hacia mí.
—El primo de Dafnis lleva la litera de los Pisones. O la llevaba.
Dafnis asintió agriamente.
—Con ese pretexto, el cabrón ha estado sacando tragos gratis desde el juicio.
—¿De veras? —A pesar de todo, algún dios simpatizaba conmigo—. ¿Cómo se llama ese primo tuyo?
—Capax. Compró su libertad después de la muerte de Pisón. Trabaja con una litera en la plaza Augusto.
—Estupendo. ¿Hoy estará allí?
—Quizá. —El grandote hispano escupió cuidadosamente en la arena de afuera—. Ya conoces el negocio de las literas, Corvino. No trabajan en horario de oficina. Aguarda un tiempo en la plaza y quizá tengas suerte.
—Vaya, gracias. —Me levanté y él se hizo a un lado—. Te debo una.
—Sólo dile a Capax que yo te envié. —Dafnis ya regresaba a su rastrillo—. Y si logras embriagarlo, ese tacaño quizá se sienta obligado a devolverme el favor, por una vez.
Justo la plaza Augusto, al otro lado de la ciudad, cerca del lugar de donde acababa de venir. Podría haber cogido una litera, pero las literas no abundan en el distrito once, salvo los días de carreras. Además, se estaba haciendo tarde y me murmuraba el estómago. Decidí que primero volvería a casa para ver qué hacía Perila.
Había ido a visitar a su madre en la residencia de los Fabios, colina arriba. Pensé en ir a hacerle compañía, pero recapacité. Algunos creerán que soy un cobarde, pero ya he dicho en otra parte que no puedo lidiar con la locura, aunque sea la locura serena y ausente que sufría la madre de Perila. Cuando nos casamos, había ofrecido darle a Fabia Camila su propio sector de la casa, pero sentí alivio cuando Perila dijo que no. La anciana era feliz en casa de su prima, y Marcia cuidaba de ella. No tenía sentido que se mudara. Por suerte.
Cogí una tajada de carne, un trozo de pan y una petaca de setino y me dirigí al centro en mi propia litera. Así iría más rápido, y a los esclavos les vendría bien perder un poco de desagradable flacidez. La excentricidad está bien, pero si no los obligas a hacer ejercicio, pueden transformarse en bolas de grasa. Aun así, me bajé en el foro y recorrí el resto a pie: escoger porteadores jóvenes y guapos desde su propia litera es un deporte favorito de algunos conocidos míos, y no quería ganarme esa reputación.
Como de costumbre, varias literas aguardaban en el lado sur de la plaza. Me acerqué a la primera. El porteador delantero era nubio, lo cual lo descalificaba como primo de Dafnis, a menos que las dos hermanas tuvieran gustos muy diferentes en cuestión de hombres.
—Hola, amigo —le dije—. ¿Conoces a Capax?
El nubio me dirigió una larga y atenta mirada que estudió mi manto levemente sucio pero caro, con su angosta franja púrpura, y mi recta nariz patricia. Obviamente el hombre conocía al dedillo el número de los porteadores jóvenes. Por la mirada que me echó, él mismo podía escribirme el libreto.
—Quizá —dijo al fin—. Un hombre alto y delgado. Hispano. Respira con dificultad. Le falta un ojo.
Mierda. No parecía material apto para Porteador del Año. Cuando sus padres lo llamaron Capax, debían de tener los dedos cruzados.
—Sí, a él me refiero —dije, esperando que fuera así—. El primo de Dafnis.
El nubio se relajó; bien por la mención de Dafnis o más probablemente porque no podía imaginar a Capax como la fantasía sexual de un aristócrata.
—Salió hace una hora con un cliente hacia el Viminal, señor. Regresará pronto a menos que consiga otro viaje o se detenga en la Vía Sacra para echarse uno.
Ya. Eso también casaba con lo que me había dicho Dafnis; siempre que el nubio hablara de echarse un trago, lo cual no era necesariamente así porque los burdeles de la Vía Sacra están abiertos a todas horas. Para matar el tiempo me dirigí a los puestos que están detrás de la hilera de literas y le compré a Perila un bilioso pavo real de repostería, con ojos bizcos hechos con pasas, y a Batilo una nueva faja para la hernia. Estaba revisando una colección de amuletos, y preguntándome cuáles serían las probabilidades de ser sorprendido por un terremoto o de contagiarme la lepra, y si necesitaba o no esa precaución, cuando el nubio soltó un grito. Presté atención. Una litera se acercaba a duras penas, y el segundo hombre era obviamente Capax.
No era un espectáculo agradable. ¿Porteador del Año? Qué va. Capax ni siquiera figuraría entre los últimos cinco.
Aparté los ojos.
—Oye, amigo —le dije al tendero—. ¿Tienes algo para los pies planos?
Hurgó alrededor y alzó dos estatuillas de ojos malignos.
—Una griega, una egipcia. Ambas son buenas. ¿Cuál prefieres?
—Dame el par. Ponlas en la misma cadena. —Suponía que ese pobre diablo necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Además, no podía costar más de una pieza de plata. Los dioses que velan por los pies planos están bastante bajos en la jerarquía divina.
Le arrojé otra pieza de plata al nubio, que la atajó y sonrió. Luego me dirigí al sujeto alto y flaco de la litera recién llegada, que estaba muy ocupado tratando de mantener sus pulmones en funcionamiento.
—¿Tu nombre es Capax, amigo? —pregunté.
—Sí —jadeó—. ¿Y con eso qué?
Obviamente, uno de esos tipos afables y joviales. Ya notaba el parecido familiar.
—Éstos son para ti. —Le di los amuletos—. Y tu primo Dafnis también sugirió que te convidara a un trago. ¿Hay algún lugar por aquí cerca?
Ante la palabra «trago», su único ojo se había iluminado como el del cíclope Polifemo.
—Claro. El Álamo Blanco. En el callejón de la Galia.
—Vamos, pues. —Me volví hacia su compañero, un germano bajo y robusto que debía de ser retrasado para haberse enganchado con el Hombre Capaz—. Lo lamento, amigo. ¿Por qué no encuentras tu propia jarra en otra parte?
—Was? Was kast du gesagt?
¡Por Júpiter! Alguien tendría que enseñarles latín antes de dejarlos venir. Le arrojé otra efigie de Verruga. El germano sería lerdo, pero no tanto. La moneda desapareció al instante. Luego él también desapareció, junto con el nubio y su compañero, dirigiéndose a una tienda de comida maloliente en un lado de la plaza. Les deseé suerte. Sin duda el contenido de aquéllas, fritangas los mantendría corriendo toda la tarde.
Nos internamos en el callejón de la Galia, a una calle de la plaza, y ocupamos una mesa selecta bajo el álamo epónimo. Por el estado del suelo, los perros del vecindario también debían considerar que era un lugar estupendo, pero yo dudaba de que Capax pudiera llegar al interior y no quería que el hombre se desmayara antes de sonsacarle la información, así que decidí fijarme dónde pisaba y no respirar con mucha frecuencia. Luego pedí una jarra del mejor vino y sonreí con admiración profesional mientras Capax empinaba su copa de un trago. Probé la mía con más delicadeza. No estaba mal, en absoluto; más aún, podía ser caleño, y ese vino no se ve con frecuencia desde el deterioro de los viñedos. A pesar de la caca de perro, este lugar era un hallazgo, y decidí tenerlo en cuenta para el futuro. El Hombre Capaz sería un desastre ambulante, pero tenía alma de bebedor.
—Bien. —Se enjugó la boca con el dorso de la mano—. Conque te envió Dafnis, ¿eh? ¿Quieres decirme por qué?
No. En lo posible, no quería decirle por qué. Eludí la pregunta.
—Dijo que transportabas la litera de Calpurnio Pisón. Antes de que él tuviera su encontronazo con la navaja.
—No fue una navaja, amigo. Pero sí, en ocasiones yo transportaba la litera.
—¿Estuviste en Siria?
—No. —Se sirvió otra medida de vino y la bajó. ¡Por Júpiter! ¡Y Perila pensaba que yo bebía demasiado! Le pedí una segunda jarra al camarero—. Yo era esclavo doméstico.
Eso encajaba. Pisón se habría llevado consigo la flor y nata: mayordomo, cocinero, criada de la esposa, su ayuda de cámara. Quizá hasta un cochero. No al resto. Habría sido más barato comprarlos allá y venderlos al partir; y desde luego el palacio tendría su propia servidumbre.
—¿Pero te mantuvo en Roma? —pregunté.
—Así es. —Capax empinó otro trago. Para ser tan flaco, tenía una gran capacidad. Quizá el nombre fuera apropiado, a pesar de todo. Esperé que también supiera conservar la lucidez—. Algunos hacíamos trabajos de labranza para su hermano, pero en general remoloneábamos.
—¿Era buen amo?
—Era aceptable. Nada especial. Pero Plancina era una zorra. Lamento que se haya zafado. Eso me dio mi apertura.
—Entonces, ¿crees que lo hicieron? ¿Que asesinaron a Germánico?
—¿Cómo iba a saberlo?
Una respuesta lógica; pero a veces los esclavos oyen cosas, así que la pregunta no era tan estúpida. Probé desde otro ángulo.
—Vale. Háblame de Carilo, el liberto de Pisón.
Capax vació la jarra en su copa después de servirme unas gotas simbólicas.
—¿Carilo? ¿Por qué te interesa Carilo?
—Yo pago, amigo. ¿Recuerdas? Y hay otra jarra en camino. Sólo responde a la pregunta.
Se encogió de hombros.
—Está bien. Trabajaba en las cocinas. Pinche, no chef. Hace unos años compró su libertad. Ahora tiene una carnicería en la Suburra.
Es decir, el hombre no se había ido de Roma, como afirmaba Régulo. De todos modos, no le había creído.
—¿Sabes la dirección?
—Claro. Detrás del altar de Hermes, frente a la calle Suburra. —Conocía el lugar. No estaba mal, para tratarse de ese vecindario. Un sitio selecto, relativamente hablando—. Le va muy bien. Ahora también tiene un matadero, cerca de la calle de los Curtidores.
—¿Cuál era su relación con Pisón? Aparte de que fueran cliente y patrón.
Capax volvió a encogerse de hombros. El camarero se acercó y dejó la nueva jarra en la mesa. Esta vez me adelanté y llené mi copa antes de que ese cabrón también se la terminara. Al menos el vino no le afectaba, pero a ese ritmo el requerimiento de Dafnis de embriagar a su primo me costaría un dineral.
—Ni idea. Pero quizá tuvieran un par de chanchullos, porque Carilo siempre se traía algo entre manos. Cuando se fue, el chef le compraba la carne para la familia y sacaba su tajada. La carne no era muy buena, además.
Algo me fastidiaba.
—Dijiste que Pisón no se suicidó con una navaja.
—No. El barbero guardaba sus utensilios bajo su propio colchón. Decía que si el amo quería matarse, él no quería verse involucrado.
—¿Y qué usó? ¿Una daga?
—Una espada de caballería. La encontramos a su lado a la mañana siguiente. Yo no estaba presente, desde luego, pero se corrió la voz.
Me apoyé en el respaldo. Sentía un cosquilleo en el vello de la nuca, siempre una señal segura de que hay gato encerrado en alguna parte. Pero el análisis podía esperar.
—Bien —dije—, hablemos de otra cosa. ¿Estabas con la familia durante el juicio?
—Sí, desde el momento en que desembarcaron. —Capax se sirvió una generosa medida—. Nos enteramos de que venían río abajo y debíamos recibirlos en el mausoleo. Un modo muy estúpido de hacer las cosas, sobre todo con el estado de ánimo de la plebe, pero así era Plancina.
El cosquilleo se intensificó. Traté de no pensar en ello.
—¿Dónde está la casa de los Pisones, exactamente?
—En el centro de la ciudad. —Señaló el Capitolio con la cabeza—. Una de esas casonas anticuadas que dan sobre el foro.
—Ya. —Bebí un trago de vino—. Bien. Pisón y Plancina bajan del barco junto al mausoleo de Augusto y tú los llevas al foro. ¿Cuándo fue esto?
—¿Te refieres a la hora del día? —Asentí—. Debía de ser media mañana, porque las calles estaban abarrotadas. Además, Plancina hizo aparecer a todos sus clientes y allegados. Amén de los criados.
—¿Y luego qué? Cuando llegaron a casa.
—Nada especial. Pero esa noche celebraron una fiesta. Mucha iluminación. Habrías distinguido la casa desde el otro lado del río si no hubiera habido nada en el medio.
¡Mierda! ¡Este sujeto era oro puro! Podría habérmelo llevado a casa, pero mantenerlo me habría costado una fortuna en vino.
—Una cosa más —le dije—. ¿Sabes algo sobre una carta de suicidio?
—Claro. —Capax asintió—. El amo dejó una nota dirigida al emperador. Dicen que Tiberio la leyó en el Senado.
—¿Tienes idea de cómo le llegó? ¿Al emperador?
—Ni idea, amigo. ¿Cómo se suelen entregar estas cosas? Alguien la recogió y la llevó. Nadie se entromete con la correspondencia imperial.
El cosquilleo en la nuca no era nada. Ahora sentía un garfio desgarrándome las tripas.
—¿La recogió? ¿La recogió dónde?
—Quién sabe. —Capax se sirvió otra copa de vino y la vació—. ¿Del escritorio? ¿Del suelo? ¿Dónde dejan sus cartas los suicidas?
—Un momento, amigo. —Tenía que entender esto bien—. ¿Quieres decir que la nota destinada al emperador aún estaba en la habitación cuando hallaron el cuerpo de Pisón a la mañana siguiente?
Me miró como si me hubiera crecido otra cabeza.
—Claro que sí. ¿En qué otra parte iba a estar?
¿En qué otra parte iba a estar? ¡Magno Júpiter!