Perila se perdió el desayuno, a pesar de todo. La dejé durmiendo, hecha un hermoso ovillo, y bajé a comer mi pan remojado en aceite de oliva.
Cota no había mencionado quiénes eran los abogados de Pisón, pero yo lo sabía. Había tres: su hermano Lucio, un asistente llamado Livinio Régulo, y Emilio Lépido, una lumbrera que había sido candidato favorito para emperador cuando Augusto había estirado la pata media docena de años atrás. Lucio Pisón era un cabrón quisquilloso que alardeaba de su independencia porque así creía complacer a Verruga, aunque lo pensaba cinco veces antes de irritarlo de veras. Dicho de otro modo, un velado lameculos que había aceptado el caso porque de lo contrario quedaría muy mal socialmente, y esperaba beneficiarse con su obsecuencia. A él no lo habría tocado ni con una pértiga. Lépido era un tipo bastante razonable, pero era amigote de mi padre y no quería que se corriera la voz de que yo estaba revolviendo en la basura. Régulo era una incógnita, pero me resultaba conveniente porque era el eslabón más débil.
—¡Oye, Batilo! —El hombrecillo estaba bruñendo las estatuas del pasillo—. Por casualidad, ¿sabes dónde vive Livinio Régulo?
Qué pregunta tan tonta. Batilo sabe todo sobre todos, si tienen cierta importancia.
—Tiene una casa en el Pinciano, señor. Cerca de los Jardines de Pompeyo.
Buena dirección para un asistente: el tono de Batilo era adecuadamente respetuoso. Era evidente que Régulo iba en ascenso en la escala social.
—¿Sabes si ahora estará allí?
—En este momento está adjunto al Tesoro, señor. Si quieres verlo a horas tan tardías —frunció la nariz (¡cabrón!)—, sin duda estará en su oficina del Capitolio.
—Correcto. Gracias, amigo.
—Un placer, señor. —Siguió frotando traseros de bronce mientras yo empinaba la primera copa de setino del día (bien aguada, él se encarga de eso) y me ponía el manto.
Los esclavos esperaban junto a la litera, pero les indiqué que se fueran. Era un buen día para caminar.
En la escalinata del templo de Juno Moneta me crucé con Celio Crispo. Ha tratado de eludirme desde nuestro afable encuentro por el caso Ovidio, lo cual no me molestaba porque ese cabrón escurridizo me revolvía el estómago. Sin embargo, sabía más sobre los entresijos del edificio del Tesoro que una cucaracha sobre una tienda de comestibles, así que lo saludé efusivamente.
—¡Hola, Crispo! ¿Cómo va todo?
—Corvino. —Se lo veía muy cauto, pero ésa es su expresión natural—. ¿Qué te trae por aquí?
Se lo dije. Sin detalles, claro. Sólo que quería ver a Régulo.
—¿Está disponible en este momento?
—Quizá. —La expresión cauta se acentuó—. ¿Por qué quieres verle?
—Alguien me pasó una moneda falsa y he venido a quejarme.
—¿Ah, sí? —Movió los ojos—. Régulo está en Impuestos. Control de Calidad es otro departamento.
—Me lo recomendaron. —Crispo quería pasar de largo, pero le pisé el callo y lo apoyé contra una columna—. ¿Dónde está Impuestos?
—¿Por qué no preguntas en la recepción? Ahora tengo otras ocupaciones, Corvino, si no te molesta.
—Seguro. —Me aparté. Apenas—. Adelante.
Se escabulló en una nube de costoso aceite para el pelo. El hombre llevaba prisa; conociendo a Crispo, eso sólo podía significar una cosa. Me despertó interés. Me despertó aún más interés cuando en vez de bajar la escalinata (bajaba cuando nos encontramos) volvió a subirla.
—¿Te olvidaste algo? —pregunté.
—Mis tablillas. —Se detuvo—. Impuestos está en el primer piso. La oficina de Régulo es la última a la derecha.
—Gracias. Nos vemos, Crispo. —Pero ya corría hacia el anexo del Tesoro como si le hubieran clavado una antorcha en el recto. Lo seguí más despacio.
Quizá fuera mi mente suspicaz, pero pregunté en la recepción para confirmar las instrucciones de Crispo. El esclavo público me miró como si le hubiera entregado un gato muerto.
—¿Livinio Régulo? —dijo—. Está en Impuestos, señor. Planta baja, corredor este. Quinta puerta.
—¿No arriba?
—No. —El esclavo se escarbó la nariz distraídamente—. Arriba está el sector senatorial. Régulo es imperial.
—Gracias, amigo. —Enfilé hacia donde me había indicado. Me zumbaba el cerebro. Crispo había tratado de desviarme. ¿Qué se traía entre manos esa sabandija?
Pronto lo averigüé. Me disponía a entrar en la oficina de Régulo cuando la puerta se abrió y salió Crispo. Me miró como un conejo asustado y puso pies en polvorosa. No tenía sentido perseguirlo, aunque me habría gustado pisotearle los testículos, si los tenía, y escuchar sus alaridos. En cambio, entré.
Régulo estaba solo, pero no ante el escritorio. Obviamente también planeaba irse, porque tenía un fajo de tablillas bajo el brazo y una mirada distante en los ojos. Cerré la puerta y me apoyé en ella.
—¿Sí? —dijo.
Era un tipo llamativo, guapo y corpulento, aunque ya había iniciado su carrera hacia la gordura; una carrera corta, no una maratón. Y estaba sudando, aunque no hacía tanto calor.
—¿Eres Livinio Régulo? —pregunté.
—Así es. —Se le cayó una tablilla, la recogió—. ¿En qué puedo servirte?
—¿Estás ocupado?
Se le iluminó la cara.
—A decir verdad, sí.
—Una pena. —Me crucé de brazos, y la cara se le apagó.
—Si gustas esperar —dijo—, podré atenderte más tarde. Digamos una hora, quizá dos.
—Esto no llevará mucho tiempo. Sólo quería hacerte unas preguntas.
—¿Sobre qué?
—¿Representaste a Calpurnio Pisón? ¿En el juicio?
—Sí, sí, así es. —Yo podía oler el sudor desde donde estaba—. En parte.
—Esperaba que pudieras decirme algo al respecto.
—¿Sobre el juicio? —Sus ojos tenían una expresión que me costaba identificar. Volvió a su silla y dejó las tablillas en el escritorio—. Sí, por supuesto. Siéntate, por favor. ¿Qué querías saber?
Aquí pasaba algo raro. De pronto se había puesto muy fácil. Ni siquiera había preguntado mi nombre, ni por qué estaba interesado. Quizá ya supiera lo primero por Crispo, pero no aparentar que no lo sabía era un grave error de su parte. Demostraba que tenía algo que ocultar. Archivé ese pequeño dato para futura referencia, y me quedé donde estaba, entre él y la puerta.
—Mi tío Valerio Cota, el cónsul —dije, pues nunca venía mal insinuar que tenía mis influencias—, mencionó algo sobre una carta que Pisón escribió la noche en que se suicidó.
—Ah, sí. —Régulo sudaba mucho menos. Casi sonreía. ¿Qué era lo que yo había pasado por alto?—. Te refieres a la nota que le envió al emperador. La carta de suicidio. El emperador la leyó en el tribunal al día siguiente.
—Cota no mencionó eso.
—Valerio Cota estuvo contra mi cliente desde el principio, Corvino. —¡Conque el cabrón sabía quién era yo! Me prometí que hablaría discretamente con Crispo en un callejón oscuro antes de que fuéramos mucho más viejos—. Es improbable que él lo mencionara, me temo. La carta revelaba cierta dignidad que el cónsul no querría reconocer.
—¿Y qué decía?
—Era un alegato de inocencia. —Régulo puso una sonrisa despectiva; mi puño ardía por partirle los dientes parejos y perlados—. Personalmente, no creo que el contenido fuera veraz en todos los detalles, pero a esas alturas no tenía importancia porque Pisón ya estaba muerto.
—Creí que eras su defensor, amigo.
Régulo se encogió de hombros.
—Alguien tenía que hacerlo. Hice todo lo posible. Mis sentimientos personales no tenían nada que ver.
—Sí, claro.
—Aguarda un momento. —Abrió una gaveta del escritorio y sacó un papel—. Consigné el texto. No una versión exacta, pues la carta estaba sellada y dirigida al emperador. Pero, como he dicho, Tiberio la leyó y yo anoté lo esencial.
¡Vaya!
—Qué eficiente de tu parte.
Volvió a sonreír, y me entregó el papel con avidez. Le eché una ojeada. Esencial o no, avidez o no, era convincente:
Las conspiraciones de mis enemigos y el odio provocado por una falsa acusación me han destruido. Como de nada sirven mi honradez y mi inocencia, declaro, con los dioses por testigos, oh César, que siempre he sido fiel a ti y a tu madre, y suplico a ambos que protejáis a mis hijos. El menor ha estado en Roma todo este tiempo, y no ha participado de mis actos, fueran éstos cuales fueren. El mayor, Marco, me rogó que no volviera a Siria, y ahora desearía haber seguido su consejo, en vez de que él siguiera el mío. Ruego con fervor que él, siendo inocente, no pague por un crimen que es mi responsabilidad. Por mis cuarenta y cinco años de fiel servicio, por nuestro consulado compartido, yo, en quien confió tu padre el Divino Augusto, y cuyo amigo otrora fuiste, te suplico, César, como último favor que pediré, que seas clemente con mi desdichado hijo.
Lacrimógeno, ¿verdad? Pero estaba bien escrito, aunque sonaba muy afectado.
—¿Puedo conservarlo? —pregunté.
—Si gustas. No es la única copia.
La metí en un pliegue de mi manto. Algo no encajaba. El tío Cota había dicho que quizá la carta no existiera. Ahora este cabrón servil me entregaba una copia notarial y me decía que Verruga la había leído en el Senado. Y el Senado incluía al cónsul Valerio Cota. Una omisión era una cosa. Una distorsión de los hechos era otra. Aunque Cota hubiera estado contra Pisón, no era mentiroso y no tenía motivos para mentir. ¿Qué estaba pasando?
—¿Caro te entregó esto? —pregunté.
—¿Quién? —preguntó Régulo, desconcertado.
—El liberto de Pisón.
—Ah, quieres decir Carilo. Sí, sí, en efecto.
—¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
—No. No, me temo que en eso no puedo ayudarte. —La sonrisa se había puesto vidriosa. Yo había tocado un nervio, obviamente, pero ¿cuál? ¿Y cómo y por qué?—. No creo que Carilo siga en Roma.
—¿No? ¿Y dónde está?
—Ni idea. —Régulo se había puesto de pie y se dirigía a la puerta—. Bien, Valerio Corvino, ha sido un placer hablar contigo, pero tengo mucho que hacer y debo poner manos a la obra. Por favor, no vaciles en… es decir, si tienes más preguntas, no titubees en…
Y patatín y patatán. No escuché el resto porque sabía reconocer la verborrea de un granuja, pero ya había obtenido lo que quería por el momento. No todo lo que él podía darme, pero Régulo no se iría a ninguna parte y yo no quería levantar más polvareda de la necesaria. Había cooperado bastante, más de la cuenta, en verdad. No obstante…
—Conque conoces a Celio Crispo —dije.
Régulo me había apoyado la mano en el brazo, con sus uñas arregladas. La apartó como si lo hubiera picado un insecto.
—Nos conocemos, sí —dijo.
—¿Colegas?
Un mínimo titubeo. Crispo sabía moverse por el Tesoro, pero no era empleado. Se especializaba en escándalos y trapos sucios. Sus contactos con la gente del Tesoro, sobre todo un funcionario que estaba muy cerca de la cima, eran personales. Muy personales.
—No, no colegas. Sólo amigos.
—Ya —dije con una sonrisa—. Ya, entiendo. Dale mis saludos cuando pase. Muchas gracias, Régulo. Hasta pronto.
Con esa ironía fácil, me fui.