Mi falerno es bastante suave, a diferencia del especial, que al cabo de unas copas se te abalanza por detrás y te asesta un cachiporrazo. Además, Cota me llevaba media jarra de ventaja, cosa que no ocurría a menudo. El resultado fue que cuando nos libramos de él, mucho después de que encendieran las lámparas, yo aún conservaba mis facultades, mientras que el actual cónsul de Roma estaba ebrio como una cuba y repetía una de cada dos palabras. Al revés.
Dejamos que Batilo y sus asistentes se encargaran de la limpieza. Frunciendo la nariz, Perila me ofreció el hombro para que me apoyara. Le seguí el juego hasta la puerta de la alcoba. Luego dejé de fingir y la aferré en serio.
—Corvino, no te tragues mi pendiente, por favor —me dijo—. Pillarás una indigestión.
—Mmm. —Abrí la puerta con el pie. ¿Por qué diablos había pedido al arquitecto que construyera un dormitorio tan grande? La cama estaba a millas de distancia.
—Marco, por favor. Permite que me…
No le permití. Así es más divertido. Perila también lo disfruta, aunque jamás lo admitiría. Llegamos a la cama, a duras penas. Después de eso todas las protestas de matrona eran puramente teóricas y ninguna de ambas partes las tomaba en serio.
—Tendríamos que haberle pedido a Metón que preparase unas ostras —dije después de la primera vez.
—No es la temporada —dijo Perila. Al menos, creo que dijo eso. Las palabras salieron un poco ahogadas porque tenía la cara apretada entre mi hombro y mi garganta.
—Cebollas, pues. ¿O eso es para las ventosidades?
—Corvino…
—¿Mmm…?
—Cállate.
Me quedé escuchando los carros que pasaban por la calle, muy agradecido de tener a Perila abrazada a mí hasta que empezó a hociquearme la oreja y pasamos al plato principal. Por suerte, eso llevó algún tiempo. Con Perila, lento significa mejor.
—Marco —dijo cuando habíamos terminado y nos habíamos enfriado lo suficiente para hablar.
—¿Sí?
—¿Ahora podría soltarme el pelo? Siempre que no te moleste.
Le sonreí.
—Creí que ya lo habías hecho, primor.
—Jajá. —Me apartó y se levantó de la cama. Miré mientras se quitaba los pendientes, se sacaba los alfileres del cabello y dejaba su hermosa y leonada melena en libertad…
Un momento. Algo iba mal. Ninguna matrona romana que se respete se quita los alfileres. Eso es tarea de la criada.
—Oye —dije—, ¿dónde está Frine?
Frine era la sobrina bizca de la vieja Harpala, y la habíamos empleado al casarnos. Una especie de ofrenda de paz para el difunto Davo.
—Le di la noche libre. —Perila se quitó la túnica; la capa, desde luego, no había llegado a la cama.
¡Por Júpiter! Esas piernas no se deberían permitir fuera de un bronce original de Praxíteles.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Por nada en especial.
Sonreí. Nada en especial, seguro. Si Perila quería mantener su pose de doncella de hielo, aunque ambos supiéramos que era falsa como un tupé de lana, allá ella. Sin el hielo y los sarcasmos, no sería la misma.
—¿Ya estás cansada? —pregunté.
—Según lo que te propongas. —Lo que podría haber sido la obra maestra de Praxíteles había desaparecido bajo una holgada túnica para dormir. En fin.
—Sólo hablar, esta vez. —Palmeé el colchón junto a mí—. A menos que tengas una docena de ostras de contrabando y un par de cebollas guardadas para emergencias.
Regresó y se deslizó bajo la manta en su lado de la cama. O casi en su lado.
—Supongo que querrás hablar de Pisón y Plancina —dijo.
Un cuerpo maravilloso, aunque ahora estuviera embolsado, y también perspicacia. ¿Quién dice que no puedes tenerlo todo?
—Sí. ¿Te molesta?
—Claro que me molesta. Pero prefiero eso y no que estés farfullando contra mi espalda la mitad de la noche.
—¿Yo te haría eso, primor?
—Lo harías. Lo has hecho. —Me besó—. Así que preferiría los farfulleos ahora, por favor. Mientras no estoy tratando de dormir. Así no me perderé el desayuno.
—Sí. Bien. Vale. —Me senté con la espalda contra el cabezal mientras ella se acurrucaba contra mí bajo la manta—. Ante todo, la lavandera con el mal de ojo y su gusto por los venenos.
—Martina. Piensas que la emperatriz mandó matarla. —Una afirmación, no una pregunta.
—¿Tú no?
—Parecería lógico. Alguien lo hizo, ciertamente. Los suicidas no suelen ocultar ampollas de veneno vacías en el pelo cuando han terminado de usarlas.
—¿Reparaste en eso?
—No soy estúpida, Corvino. Deja de portarte como tu tío Cota. El que sujetó la ampolla a la coleta de esa mujer quería convencer a los demás de que ella la había llevado escondida de esa manera. Dicho de otro modo, de que era incuestionablemente un suicidio. Y Livia y veneno son casi sinónimos.
—Livia juró que no había participado en el asesinato de Germánico.
—Que no había participado directamente. ¿La crees?
Reflexioné.
—Sí, la creo, aunque no quiero exagerar, porque esa vieja tramposa es más perversa que un terrateniente de Ostia. Aun así, no tenía que mandarme buscar, no tenía que prestar ese juramento, y mucho menos tenía que pedirme que escarbara en la mugre.
—Pero la emperatriz no tiene que ser responsable de la muerte de Germánico para haber asesinado a Martina. Sólo estaría protegiendo a su amiga.
—Es verdad. —Saqué el brazo de debajo de ella y lo apoyé en el cabezal—. Eso es otra cosa que me preocupaba. ¿Crees que de veras se conocían?
—¿Plancina y la emperatriz? —Sonrió burlonamente—. Claro.
—Vamos. Sabes a quiénes me refiero. Martina y Plancina. Cota dijo que eran uña y carne.
—¿Y?
Suspiré.
—Perila, Plancina era la esposa del gobernador. Y más esnob que Batilo, lo cual es mucho decir. ¿Crees que intercambiaría recetas de encurtidos con una lavandera siria?
—Si la lavandera también fuera una envenenadora profesional y necesitara sus servicios, sí.
—Vale. Entonces Plancina invita a la famosa envenenadora siria al palacio de gobierno para un trago de vino con miel, se la presenta a los amigos y deja que todo el mundo se entere de que son íntimas. Un día la lleva aparte y le dice: «Por cierto, Martina, ya que estás lavando los paños menores del príncipe heredero, el gobernador y yo quisiéramos que lo envenenaras mañana. Pero cuando hayas terminado, no digas que nosotros te lo pedimos. Gracias, cariño».
Perila frunció el ceño.
—Dicho así, suena bastante sospechoso.
—¡Claro que suena sospechoso! Si Plancina usara a esa mujer, no se le acercaría ni por asomo. Y te diré otra cosa que es rara como un gato de cinco patas: la participación de Verruga.
—Te intriga saber por qué se molestó en proteger a Plancina.
—No. —Sacudí la cabeza—. Eso tuvo que ser obra de Livia. Aunque no se lleven bien, ella sigue siendo su madre. Sabe cosas sobre él que te pondrían los pelos de punta, y aún puede retorcerle el brazo cuando es necesario. Y si Verruga tiene agallas para decirle a la emperatriz que se vaya al cuerno cuando ella le pide un favor, ese hombre es más valiente que yo.
—¿Y qué te resulta raro, entonces? —Perila también se había sentado. Había logrado interesarla.
—Cota dijo que Pisón y Verruga eran amigotes. Pero Tiberio declara desde el principio que el hombre está solo. Ninguna insinuación para el jurado, ningún adorno en el pastel. ¿Correcto?
—¡Naturalmente, Corvino! El emperador tenía que demostrar imparcialidad. Aunque Pisón fuera un amigo personal, lo juzgaban por un delito contra el estado.
—¿Eso es todo?
—Y asesinato, desde luego. Pero como dijo tu tío Cota, esa acusación no se sostuvo.
Yo sonreía.
—Precisamente, primor. Para cualquiera que tenga un mínimo de curiosidad (¡incluso para el tío Cota, que no le tenía simpatía al acusado, por amor de Júpiter!), el asesinato era lo más importante de todo este asunto. Germánico es un héroe nacional cinco estrellas laminado de oro. Es Cincinato, Escévola y cualquier otra joven maravilla de ojos azules que quieras nombrar, todos en uno, y lo han liquidado. La turbamulta golpea las puertas del Senado pidiendo que le entreguen a Pisón en trocitos. Pero de pronto la muerte pasa a segundo plano. Tiberio dispone las cosas de tal modo que los senadores deben concentrarse en la acusación de traición, cuando ellos se devanaban los sesos para saber quién liquidó a su favorito. ¿Me sigues?
Perila calló largo rato.
—Sí, claro —dijo al fin—. Estás diciendo que Tiberio aseguró la condena de Pisón, pero en sus propios términos y por sus propios motivos.
—Exacto. Términos concernientes a acontecimientos posteriores a la muerte de su hijo, y que no tenían nada que ver directamente con ella, y que constituían un dato incontrovertible, como dijo el viejo Cota. No era necesario escarbar más. Punto y aparte, final del juicio.
—Eso sí que suena raro.
—¡Ya lo creo! Y además están las cartas.
—Sí. Eso también es llamativo. —Perila arrugó la frente—. ¿Por qué se negaría Tiberio a mostrar la correspondencia oficial de la provincia?
—Una correspondencia oficial privada. Entre el emperador y el gobernador. Aquí no hablamos de quejas por los impuestos y notificaciones de reparación de los baños públicos. Aquí hablamos de cosas totalmente secretas. Los asuntos que van y vienen en valija diplomática bajo el sello de la esfinge.
—Pues ahí tienes la respuesta, Corvino. El emperador no querría que se aireara material delicado en un tribunal abierto. Y Pisón compartiría ese criterio.
—Pero el juicio no se celebró en un tribunal abierto. Se celebró a puerta cerrada, sólo para gente con toga, sin inclusión de la chusma. Y Verruga sólo tenía que dar su palabra de que la información que figuraba en las cartas no era pertinente. No lo hizo. Sólo le dijo al Senado que no podían verlas. ¿Eso qué te sugiere?
—Que parte de la información era pertinente, desde luego.
—Sí, y Verruga lo sabía. Y hay algo aún más raro.
—¿De veras? —Perila ahogó un bostezo.
Le di un golpe suave en las costillas.
—¡Oye, estamos llegando a algo! ¡No me abandones ahora!
—Disculpa, Marco. Se me escapó. No te fijes en mí, sólo estoy exhausta.
—Sin sarcasmos, por favor. —Sonreí—. Tú lo has pedido, y aquí va. Entiendo la posición de Verruga, hasta cierto punto, aunque no sé qué se traía entre manos. Pisón es diferente. Se juega el pellejo y él lo sabe. Entonces, ¿por qué cierta el pico? Por lo que nos contó Cota, ni siquiera presentó una protesta simbólica, ni siquiera dijo: «Caracoles, amigos, ojalá pudiera ayudar, pero tengo las manos atadas». Conclusión: tenía tanto interés como el emperador en impedir que metieran sus patricias narices en el saco de la correspondencia.
—¡Corvino, sé sensato! —rezongó Perila—. ¿Cómo podía Pisón acceder a que entregaran sus cartas al Senado cuando el emperador ya se había negado? Si lo hacía, estaba acabado, al margen de lo que sucediera.
—Las cosas no podían empeorar. Verruga no podía hacerle nada que no pudieran hacerle sus amigos del Senado.
—Podía privar a sus hijos de su herencia.
Eso me paró en seco. Sí, claro, tenía razón. Tiberio podía haberlo hecho, y los sujetos como Cota lo habrían respaldado sin dudarlo. Pero no había hecho nada parecido. Al contrario, los había incluido en la petición especial de amnistía. Aunque el mayor había desempeñado un papel protagónico en la traición. Y eso podía significar…
—¡Tenían un trato! —exclamé—. ¡Verruga y Pisón tenían un trato! Al menos eso creía Pisón.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Perila con impaciencia—. El único miembro de la familia que sufrió consecuencias fue Pisón, y con justicia. Abandonó la provincia ilegalmente cuando todavía era el gobernador oficial y luego trató de incitar a las legiones de Siria al motín. Estoy dispuesta a aceptar que la idea del trato es viable y que Pisón aceptó colaborar a cambio de indemnidad para su familia, pero en tal caso el emperador cumplió con su parte del convenio.
—Sí, pero quizá el trato fuera muy anterior. Tal vez Verruga y Pisón se negaron a mostrar sus cartas de amor porque demostraban que eran cómplices de asesinato.
Eso surtió efecto. Perila ensanchó los ojos.
—¿Crees que Pisón asesinó a Germánico por orden del emperador? ¡Corvino, es una locura!
—¡Claro que no! —Empezaba a entusiasmarme—. Es lo que todos creen, y quizá esta vez no se equivoquen. ¿Por qué otro motivo Tiberio querría que se soslayara la acusación de asesinato? ¿Por qué otro motivo Pisón colaboraría con el asunto de la correspondencia, a menos que supiera que de un modo u otro estaba jodido? Es probable que Verruga también haya hecho liquidar a Martina. O al menos se haya puesto de acuerdo con la madre para hacerlo.
—De acuerdo. Entonces dime por qué.
Fruncí el ceño.
—¿A qué te refieres?
—¿Por qué el emperador haría asesinar a su hijo y heredero?
—¿Cómo puedo saberlo, primor? Sólo hablamos de posibilidades teóricas.
—Muy bien. —Se incorporó—. Estudiemos esas posibilidades. Primero, ¿crees que Tiberio es envenenador por naturaleza?
Abrí la boca para decir que sí, pero la cerré. Me había pillado. Verruga era un cabrón consumado, pero el veneno no era su estilo. Ya habíamos pasado por esto.
—Germánico fue envenenado —continuó—. O eso dicen sus amigos. También Martina. Eso revela cierta coherencia en el método, ¿no te parece? Creería que fue Livia, pero no el emperador. Ni siquiera por connivencia.
—Plancina planeó la primera muerte. También pudo haber planeado la segunda, por lo que sabemos. O quizá fueron Livia y ella juntas, con la bendición de Tiberio.
—No te detengas en minucias, Marco. No importa quién planeó las muertes. No en ese sentido. Pero si me pides que crea que el emperador Tiberio fue cómplice de dos asesinatos por envenenamiento, el primero por intermedio de una mujer y el segundo con una mujer como víctima y quizá con la mediación de otra mujer… lo lamento, no puedo aceptarlo.
Dicho de ese modo, yo tampoco podía aceptarlo, y eso que era mi teoría.
—De acuerdo. —Me replegué hacia mi última línea de defensa—. ¿Y qué dices de la nota? Esa nota de cuya existencia Cota no estaba seguro.
—Quizá no existió.
—Por favor, Perila. ¿Quién inventaría semejante historia?
—Mucha gente, sobre todo los que tienen una mente perversa como la tuya. Ibas a decirme que Pisón recapacitó y decidió hablar a sus abogados sobre el trato con Tiberio, y que Tiberio lo mandó asesinar. ¿Verdad?
—Bueno, sí. —Me moví incómodamente—. Sí, algo así.
—Muy bien. Entonces responde a cuatro preguntas. Primera: ¿por qué Pisón cambió de parecer y pensó que se beneficiaría si revelaba toda la verdad? Segunda: ¿la nota fue entregada, y en tal caso, a quién, y cuál era el contenido? Tercera: ¿cómo supo Tiberio que Pisón había decidido actuar por su cuenta, y a tiempo para aparentar un suicidio? Y cuarta: si Pisón estaba en su casa, rodeado por sus esclavos, ¿cómo logró el emperador que se cometiera el asesinato?
Demonios. No estaba en condiciones para afrontar esto a las dos de la mañana, y menos sin un poco de inspiración líquida. De pronto me sentí cansado. Ella tenía razón. De nuevo. Esto se estaba tornando monótono.
—Vale, Perila —dije—. Y puedes agregar una quinta, para redondear. Si Verruga descubrió que Pisón estaba dispuesto a no respetar el trato, ¿por qué salvaría a los hijos? Tiberio será justo pero no es blando. A un reo condenado por traición sólo le daría la soga para ahorcarse.
—Exacto. —Perila me besó en la mejilla y volvió a acurrucarse bajo la manta—. No te preocupes, Corvino. Con el tiempo lo resolveremos.
—Claro —dije agriamente—. Cuando los cerdos pongan huevos. —Me acosté y la estreché contra mí—. Buenas noches, primor.
—Buenas noches, Marco.
Cinco minutos después volví a sentarme. Vale, no podía responder a ninguna de las preguntas, pero al menos sabía por dónde empezar. Los abogados defensores de Pisón. Y el tipo que debía encargarse de entregar la nota fantasma, el liberto Caro, Carilo o como se llamara. Aún no habíamos terminado. De ninguna manera.
Pensé en tocarle la espalda a Perila para contárselo, pero parecía dormida. Quizá estuviera fingiendo, pero aun así no me habría arriesgado. Por mi parte, me gusta despertarme poco a poco, y no puedo lidiar con una Perila enfurruñada a la mesa del desayuno.
Me acurruqué junto a ella y cerré los ojos. Mañana sería otro día.