—¿Quién? —pregunté.
—Martina. Una lugareña.
—¿Una liberta? —Alcé la copa para que Batilo la llenara. No estaba bebiendo demasiado (lo habréis notado); en esta fase de la investigación necesitaba la cabeza despejada.
—No. Por lo que sé, había nacido libre. —Cota dejó caer el hueso del melocotón en el plato—. Una lugareña, como decía. Era siria, a pesar del nombre romano. Se encargaba de limpiar la ropa imperial, o algo parecido.
—Una criada —interpretó Perila. Sonreí.
—Exacto. Lo cierto es que Martina y Plancina eran uña y carne. Y nuestra encantadora lavandera tenía fama de especializarse en lo que podríamos llamar sustancias deletéreas.
—¿Venenos?
—Sin la menor duda. —Cota descuartizó el melocotón e hincó los dientes en uno de los trozos—. Amén de ciertos proyectos literarios igualmente nefastos. Como los que se consignan en tablillas de plomo y se sepultan a medianoche.
Germánico había acusado a Pisón y Plancina de matarlo mediante venenos y brujería. Empezaba a obtener una imagen clara y nítida; demasiado nítida. No podía ser tan obvio.
—¿Y qué pasó con Martina? —pregunté, pasándole una servilleta—. Después de la muerte de Germánico.
Se enjugó la barbilla.
—Oh, la aprehendieron. La capturaron de inmediato y la embarcaron a Italia como testigo de la fiscalía. Sólo que se las apañó para ingerir uno de sus propios mejunjes en Brindisi, y ahí se acabó todo.
Sentí un frío en la espalda. Ahí se acabó todo. Qué va.
—Pero ¿por qué…? —empezó Perila. Bajo la mesa, le apoyé una mano en el muslo. Cerró la boca de inmediato. Sí, ella también había visto las implicaciones, pero yo no quería que las mencionara ahora. No podía ser tan obvio, y no lo era. Tendría que haber confiado más en Livia. O menos.
—¿Qué decías, Perila? —Cota estaba ocupado con su segunda tajada de melocotón.
—Nada. —Ella le regaló una sonrisa brillante—. Sólo una observación atolondrada. Continúa, tío Cota.
—Pues bien —gruñó él—. De modo que nos quedamos sin testigo estrella. Encontraron una ampolla vacía sujeta a la coleta de la mujer. Una lástima. Si hubiera comparecido en el tribunal, habríamos pillado a esos cabrones. Dadas las circunstancias, Vitelio y Veranio tuvieron que abandonar la acusación de asesinato y condenar a la pareja por traición. A Pisón, al menos. —Yo sabía que Vitelo y Veranio eran los amigos de Germánico que habían preparado el caso en Siria y lo habían llevado a Roma. Con la muerte de Martina, se habían quedado boqueando—. Una vez que la acusación de envenenamiento se fue al traste, no podían condenar a Plancina.
—Y menos cuando era tan buena amiga de Livia —dije. ¡Esa zorra artera!—. Por cierto, ¿Vitelio y Veranio están todavía en Roma?
—No. —Cota miró con el ceño fruncido los dos últimos trozos de fruta y extrajo una mancha de uno de ellos con la punta del cuchillo—. Vitelio regresó a Antioquía. Veranio está en su finca de Sicilia. ¿Por qué tanto interés, muchacho?
—Mera curiosidad. —El hombre empezaba a inquietarse. Una pena. Me habría gustado hacerle preguntas sobre Martina la Hechicera Lavandera, pero él habría olido a gato encerrado, y prefería evitarlo—. ¿Así que Plancina quedó libre?
—Decidió esperar hasta el juicio para presentar su defensa. Cumplimos con las formalidades, desde luego, pero Verruga nos rogó, como favor personal para él y para Livia, que olvidáramos las acusaciones.
—¿Tiberio se valió del veto? —No pude contenerme. La pregunta fue más brusca de lo que me proponía. Perila alzó la cabeza.
—No. —Por suerte, Cota aún estaba ocupado con el melocotón—. No de forma explícita. No tiene derechos legales en un juicio penal. Pero ya sabes cómo es. Estaba allí, totalmente abochornado, con sus forúnculos reluciendo como un candelabro de cincuenta lámparas, pidiéndonos que dejáramos a la mujer en paz, y tuvimos que mostrar el debido respeto y hacerlo. ¿Entiendes?
—Entiendo. —Sí, era de esperarse. No irritas al emperador, al margen de las menudencias legales. Pero sin duda que esto apestaba—. Así que Tiberio protegió a Plancina. ¿Y qué hay de Pisón? Dijiste que eran amigos. Amigos personales.
—Claro. Pero con amigos como Verruga no necesitas enemigos. Tiberio había aclarado desde el principio que el hombre estaba solo, Marco. Sin paraguas ni red de seguridad. —Cota se metió la última tajada de melocotón en la boca y masticó—. Nada de nada. Teníamos que decidir sólo dos cosas: si podíamos acusarlo de asesinato y si Pisón había intentado subvertir a las legiones para recobrar la provincia por la fuerza. Lo primero era fácil. Con la muerte de Martina, la acusación no se sostenía, aunque quisiéramos creer lo contrario. Y lo segundo era lo que mis amigos leguleyos llaman dato incontrovertible. —Cogió otra avellana y la partió—. Claro que habría sido otro cantar si nos hubieran dado acceso a las cartas.
Se me enfrió el estómago; y noté que Perila se ponía rígida.
—¿A qué cartas te refieres, tío Cota? —preguntó.
Cota alzó la copa. Le hice una cauta señal a Batilo. Mierda, no quería que el hombre se embriagara. Tiene una cabeza tan dura como la mía, pero otra copa era demasiado.
—La correspondencia entre Pisón y Verruga, desde luego. —Batilo hizo burbujear el vino al servir: parecería más de lo que era. Me juré que aumentaría las bonificaciones del hombrecillo—. Solicitamos verla, pero nos denegaron la autorización.
—¿Quiénes? ¿Tiberio y Pisón? ¿Ambos?
—Así es. Raro, ¿verdad? —Por Júpiter, si Cota decía que era raro podías apostar tu último cobre a que era absolutamente estrambótico—. Debían de tener algún motivo, pero no lo dijeron.
—¿No dieron una justificación?
—Nada, cero. Impertérritos, los dos. Como dije, simplemente rechazaron nuestra solicitud. —Bebió—. Y después estuvo el asunto de la nota.
—¿De qué nota hablas? —Ahora se podía cortar la tensión con un cuchillo. Me asombró que Cota no se percatara. Claro que él es más egocéntrico que yo.
—Siempre que existiera. —Hurgó en el cuenco de los frutos secos y sacó un dátil relleno. Lo miró con ojos azorados, como si nunca hubiera visto uno en su vida. Eso, y la falta de ilación, me indicaban que con el último trago había cruzado el límite—. Siempre que existiera —repitió.
—Continúa, tío —urgió Perila—. Esto es fascinante. —Que me aspen si entendía cómo esa mujer podía ser tan flemática. Por mi parte, una docena de ciempiés helados zapateaban en mi espalda, y me costaba no zamarrear a ese cabrón para que hablara.
—Sí. —Cota le dirigió una sonrisa presumida, asintió y partió el dátil de una dentellada—. Siempre que existiera. —El vino se le había subido a la cabeza. Siempre tenía el hábito irritante de machacar con una frase cuando estaba borracho, como alguien que no sabe nadar y se aferra a una vejiga inflada. Era la confirmación de que había bebido demasiado y estaba a punto de desmayarse—. Quizá no existía. Júpiter sabe que nosotros no la vimos nunca.
—Finjamos que existía —dije con cautela—. ¿Vale?
—Vale. —Cota frunció el ceño—. Vale, Marco. El día en que Plancina decidió separar su defensa, Pisón fue a casa, escribió una nota para su abogado y se la dio a su liberto.
—¿Su liberto?
Me miró con ojos saltones.
—¿Quieres el nombre del sujeto?
—¡Sí, quiero su nombre!
—Caro… Carilo… Algo por el estilo.
—¿Por qué no te decides por uno?
—¡Corvino! —Perila me apoyó una mano en el brazo.
—Ya. —Me contuve—. No importa.
—De un modo u otro —continuó Cota—, Pisón escribió una nota y se la entregó al liberto…
—¿Sellada?
—¡Marco!
De nuevo los ojos saltones.
—Sellada. Luego se fue a acostar como de costumbre. O eso creyeron todos.
Sabía lo que venía a continuación. Lo sabía.
—Y ésa fue la noche en que se mató, ¿verdad?
—Verdad. —Cota asintió—. Verdad. Lo encontraron por la mañana, con la garganta cortada. Lo mejor que pudo haber hecho, desde luego. El desenlace habría sido el mismo. Al menos, así no arrastró a su familia en su caída.
—No estaría demasiado preocupado por Plancina —dijo secamente Perila.
—Ya. —Cota sonrió—. A esas alturas, ella le importaría un bledo. Con los hijos era diferente, porque habían participado en la traición. Al menos, el mayor había participado. Tiberio lo incluyó en la amnistía, y que me zurzan si sé por qué. Por mi parte, yo habría clavado el prepucio de Pisón en la Plataforma de los Oradores.
Me recosté y alcé la copa para que Batilo la llenara. Me daba vueltas la cabeza. ¡Por Júpiter! ¿Qué pasaba aquí? La historia de Cota tenía tantos agujeros como un queso rético agusanado, y apestaba aún más. Quizá Pisón fuera culpable, quizá él y Plancina hubieran asesinado a Germánico. Pero ¿dónde encajaba Verruga? ¿Hasta qué punto podía creer a esa zorra de Livia? Si estaba liada la familia imperial, ¿me convenía meterme en este asunto, aunque le hubiera hecho una promesa a la emperatriz?
La respuesta a esta pregunta era no. Y sí. Ésa era la desgracia.
De pronto noté que alguien decía algo. Nada importante, pero tuve que prestarle atención.
—Oye, Marco, qué buen falerno. —Cota agitaba las últimas gotas en su copa—. Mejor del que sirve tu padre. Mesalino tiene un paladar que parece el escroto de un camello.
Una indirecta. Qué diablos. Ya no tenía importancia. Que el hombre se emborrachara. Él se lo había ganado, y yo también. El análisis sesudo podía esperar. Le indiqué a Batilo que siguiera sirviendo y me concentré en la cháchara de sobremesa.
—¿Has visto a papá últimamente, tío Cota?
—Todos los días, muchacho. —Bebió un buen trago, lo retuvo y tragó—. Es uno de los sinsabores de este trabajo. Uno de los muchos. Él está en la comisión de suministro de grano que yo encabezo. Junto con ese viejo… ¿Cómo se llama? El tío de Sejano.
—¿Bleso?
—Bleso. Tu padre no ha perdido su talento de lameculos, muchacho. Sabe escoger a sus amigos. Y la tribu de Sejano pronto nos dirá cuándo podemos rascarnos los cojones, recuerda mis palabras. Más te vale seguir como ahora, al margen de todo.
Perilla se movió en el asiento. Vaya. Habría estrangulado alegremente al tío Cota. Mi negativa a ocupar un cargo público es causa de mi único desacuerdo con Perila. (Bien, quizá haya un par más. Como los calamares y encurtidos a altas horas de la noche, o no dejar que el barbero me arranque el vello de las fosas nasales. Pero éstas son menores). Ella piensa que eludo un deber, y supongo que tiene razón. Yo lo veo como si eludiera tener un par de glándulas anales reventadas. En todo caso, sabiendo cuánto valoraba las opiniones del tío Cota en general, la mención de esa gema en particular era como arrojarle una chuleta a un carnívoro.
—¿Como tú, Valerio Cota? —dijo dulcemente—. No tuviste que hacer campaña para llegar a cónsul, ¿verdad?
Conocía ese tono. Significaba que su interlocutor tenía como diez segundos para encontrar una fosa profunda, cubrirse de tierra y quedarse inmóvil hasta la primavera. Pero Cota ni se inmutó. Quizá el hombre se estaba volviendo sordo en su vejez. O quizá estaba tan ebrio que no le importaba. No hay premios por adivinarlo.
—No. No tuve que hacer campaña para llegar a cónsul. —Le sonrió—. Pero el rango tiene sus ventajas, querida. Te asombraría saber cuántas matronas púdicas e intachables quieren ser folladas por un magistrado provecto. Por así decirlo. ¿No es verdad, Marco?
Tuve que reírme. Aun sabiendo, a juzgar por la cara de Perila, que pagaría por ello más tarde. Quizá el tío Cota no fuera una eminencia como político o criminólogo, pero sin duda sabía apañárselas. Aun contra Perila.
Terminamos la jarra copa por copa, mientras Perila observaba con resignada reprobación. En fin. Yo tenía una excusa, al margen de que el vino lo merecía. A partir de mañana, quisiéralo o no, volvería a estar hasta las cejas en el basurero político. Y no quería afrontar esa perspectiva estando sobrio.