Reflexioné sobre el asunto en mi litera mientras regresaba a casa. Los datos eran bastante sencillos. Germánico había sido sobrino e hijo adoptivo del emperador Tiberio (alias Verruga). Al morir el año anterior, tenía treinta y cuatro años, dos más que su hermanastro Druso. Era el chico de ojos azules, el mimado de Roma. Después de sus campañas en Germania, Verruga lo había enviado al oriente para que negociara la cuestión de Armenia con los partos y pusiera en cintura a esos cabrones. Allí entraba en escena Pisón.
Calpurnio Pisón era el gobernador de Siria. La provincia de Siria linda con el imperio parto, Armenia y nuestra pantalla de reinos clientes, así que los dos tendrían que verse con frecuencia; era una lástima, porque se odiaban a muerte. Las esposas tampoco se llevaban bien. Plancina, la mujer de Pisón, era una zorra arrogante y presumida relacionada con la familia imperial, y no tenía la menor intención de quedar relegada, ni siquiera por una nieta de Augusto, mientras que Agripina podría haber dado lecciones de carácter al viejo Catón, y hacerle agradecer el privilegio. Semejante situación tenía que causar problemas. Al fin Pisón se hartó de los encontronazos, puso el grito en el cielo y abandonó la provincia.
En el ínterin, Germánico había enfermado. Empeoró (tanto él como sus amigos sospechaban envenenamiento y brujería) y murió acusando a Pisón y Plancina. Después de su muerte, Pisón cometió el error de tratar de recobrar al poder a empellones. El intento fracasó y fue capturado por el gobernador designado por Germánico y enviado a Roma para que lo enjuiciaran. Agripina también regresó, con las cenizas de su esposo.
Yo recordaba bien la parte siguiente. La comitiva fúnebre había llegado a Roma en noviembre. Toda la ciudad estaba de luto, salvo Verruga y su madre, que seguían con su vida normal. No hubo ceremoniales ni juegos especiales; más aún, la familia imperial ni siquiera se había molestado en asistir a las exequias. Raro, ¿verdad? Tan raro que hasta sus partidarios más entusiastas fruncían la nariz. Claro que yo había pensado que Livia era culpable, con el respaldo de Tiberio. Si no hubiera sido por ese juramento ante el altar, aún lo pensaría. Ni siquiera ahora habría arriesgado una apuesta grande.
Habíamos llegado al Septizodio, que es un verdadero fastidio durante las horas diurnas, y el camino estaba abarrotado. La litera aminoró el paso, y cinco minutos después nos detuvimos. No soy amante de las literas. Son inevitables cuando vas de visita y quieres llegar con el manto limpio, pero en general prescindo de ellas. Pedí a los muchachos que me bajaran y seguí a pie. Habíamos tenido un invierno largo y crudo, y una primavera fría. Pero el cielo ya se despejaba y las laderas del Palatino volvían a adquirir un aspecto interesante. Dicho de otro modo, buen tiempo para caminar, si pasas por alto las miradas reprobatorias de los gordinflones con cara de bistec que pasan de largo en su propia litera.
Pues bien. Pisón y Plancina regresaron después del festival de primavera para encontrarse acusados de asesinato y traición. No por Verruga: Tiberio tuvo la prudencia de mantener la neutralidad. El juicio se celebró a puerta cerrada en la cámara del Senado, mientras la multitud pedía sangre en las calles: como decía, Germánico era un héroe popular y todos querían la cabeza del asesino. La obtuvieron. Cuando no pudieron demostrar la acusación de envenenamiento, los amigotes de Germánico pidieron una condena por traición, basándose en la revuelta armada de Pisón después de la muerte del César, pues así obtendrían el mismo resultado. En consecuencia, Plancina se escabulló, pero Pisón fue atrapado. El cabrón se suicidó antes de la presentación del veredicto. Caso cerrado.
Pero al parecer no era así. Extraoficialmente, seguía abierto. Éstos eran los hechos, pero aún los hechos apestaban como salsa de pescado en una ola de calor. Al margen de que Pisón fuera culpable o inocente, al margen de que la familia imperial hubiera participado o no, Germánico había sido asesinado. No eran sólo los rumores. Livia lo había dicho, y no hay mayor experta en asesinatos que la emperatriz. ¿Quién había sido, y por qué?
Doblé por la calle Poplicolana, dirigiéndome a mi puerta. En la esquina había un florista y le compré un ramillete de narcisos para Perila. Digamos que era una prenda de paz por adelantado. Una dulce muchacha, Perila, pero la noticia de que Livia era mi admiradora le sentaría como una babosa en la ensalada. Ojalá hubiera pensado en una rápida incursión en el Argileto para conseguir el último tomo de filosofía especulativa, pero eso habría despertado sus sospechas. Además, lo habría leído en la cama. En voz alta. Con preferencia sobre todo lo demás.
Puedo soportar migas en el colchón. La filosofía especulativa en la cama es deprimente.
Mi esclavo principal, Batilo, abrió la puerta antes de que yo golpeara. Siempre lo hacía, Júpiter sabrá cómo; el pequeño cabrón podría haberse metido a adivino sin el menor esfuerzo. También tenía preparadas una jarra de setino y una copa de vino en el vestíbulo, siguiendo mis órdenes permanentes. Esta vez el vino era puro, porque Batilo sabía adonde iba yo esa mañana. Pero no se lo había dicho a Perila. Sólo la habría preocupado.
—Tienes un visitante, señor —murmuró.
—¿Sí? —Dejé que el néctar se deslizara por mis papilas y bajara cantando hasta las correas de mis sandalias. No sólo era setino puro, sino el especial, el más fuerte que tengo. Las facultades proféticas de Batilo estaban al rojo esa mañana—. ¿Qué visitante?
—Tu tío, el cónsul Marco Valerio Cota Máximo Mesalino, mi señor. —Recitó los cinco nombres sin un traspié. Eso explicaba su papel de mayordomo perfecto: Batilo era el esnob más grande de Roma—. Está con la señora Perila. En el atrio.
Sonreí.
—¿Guardaste las cucharas bajo llave, hombrecillo?
Batilo no se dignó responder. Sólo frunció la nariz mientras recogía mi manto y lo plegaba con pulcritud. Cuando quiere expresar su reprobación, frunce la nariz. Ojo, para la mayoría, su nariz fruncida surte el efecto de un puñetazo con manopla. No para mí, que soy inmune. Y con Perila ni siquiera lo intenta.
Llevé las flores, la copa vacía y la jarra de vino. Perila estaba sentada junto a la piscina. Aun con su sencilla túnica blanca, estaba irresistible. Al cuerno con las cucharas. Cualquiera que tuviera los gustos y la experiencia de mi tío ni siquiera se fijaría en ellas. Tendría que haber regresado más temprano.
—Hola, primor. —Le di el ramillete de narcisos y le planté un beso encima de la sonrisa—. Hola, tío Cota.
—¿Llevas esa jarra para hacer aspavientos, muchacho, o cualquiera puede beber? —Cota alzó su copa vacía.
Le serví. Perila miraba las flores. Con el ceño fruncido.
—Corvino, ¿qué es esto?
—Eh, se llaman flores. Crecen en los parques y jardines. —Me serví otro trago del especial y lo empiné—. ¿Los conoces? Grandes espacios abiertos con tierra, rodeados por murallas. Las traje de regalo.
—¿Por qué?
¡Por Júpiter! Miré al tío Cota. El cabrón sonreía como una alcantarilla. Perila no.
—Querido Marco —dijo—, puedo contar las veces que me trajiste flores con los dedos de una mano. Joyas, sí. Libros, sí. Pero no flores. No piensas en ellas a menos que te sientas muy culpable o quieras algo especial. Así que dime el porqué de las flores. Por favor. Ya.
No había escapatoria. Mandé al tío Cota a mirar el jardín y se lo conté. No todo. Sólo dónde había estado. Y añadí que estaba más que contento de haber vuelto.
—¿Y por qué no me dijiste nada? Antes de ir. —Perila se sonó la nariz mientras yo trataba de sacarme las manchas de maquillaje del frente de mi mejor túnica. Batilo tendría un soponcio cuando las viera—. Livia pudo haberte hecho cualquier cosa.
—¿A su edad? ¡Por favor!
—No bromees. —Otro moqueo, pero esta vez contenido: Perila tenía su orgullo—. ¿Qué quería?
Así que también le conté eso. Todo. Calculé que ahora era seguro decirle toda la desagradable verdad.
—¿Por qué tú? —Ensanchó los bellos ojos—. Si realmente quiere averiguar quién fue responsable de la muerte del nieto, hay muchos otros modos mejores de encararlo.
—Oye, gracias. —Me senté y me serví una tercera copa del especial—. La confianza en mi capacidad de deducción siempre fue una de tus grandes cualidades.
Me dio un beso.
—Sabes muy bien que no me refería a eso.
Sonreí.
—Sí, claro. Pues quizá yo sea más capaz de lo que crees. O quizá la vieja al fin perdió la chaveta.
—¿Pero aceptaste?
—Claro que acepté. No le dices que no a la emperatriz cuando está de ese humor. Cuando está de cualquier humor.
Perila se sentó.
—Muy bien —dijo al fin—. Supongo que es inevitable. ¿Por dónde empezamos?
Le clavé los ojos.
—¿Empezamos? El plural está de más, Perila. Livia me encargó el trabajo a mí. No mencionó que pudiera compartirlo con divorciadas elegantes que aman las flores. Además, las cosas podrían ponerse difíciles.
—Pamplinas.
—¡Créeme!
—De acuerdo, Corvino, si tú lo dices. —Arrugó la frente—. Pero si una noche te traen en una tabla con la garganta cortada o te destierran a Hispania, me gustaría conocer la razón. No discutas, por favor. Mejor hablamos luego.
En ese momento Cota regresó sediento de vino, y tuve que olvidar el asunto para oficiar de anfitrión cordial.
Entiendo cómo funciona Livia, o al menos puedo intentarlo. Pero no Perila. A ella no la entenderé nunca, aunque llegue a los noventa años.