I

Me encontraba de vuelta en el palacio (¡albricias!) para entablar otra charla personal con la emperatriz. Hermes, el simio mensajero que me condujo hasta el despacho por el laberinto de corredores, no había cambiado desde que lo había visto por última vez, dieciocho meses atrás; ni siquiera se había cambiado la ropa interior, a juzgar por su olor a queso mohoso. Pero me guardé los sarcasmos; hay ciertos riesgos que ni siquiera yo estoy dispuesto a correr, y faltarle al respeto a los esclavos de palacio es uno de ellos. Además, no conviene enfadar a un gorila que puede llevarte a callejones oscuros para cumplir sus maléficos designios y meterte la cabeza donde no la encontrarás hasta el próximo censo.

El secretario de túnica color limón que ocupaba el escritorio tampoco había cambiado. Me miró como si fuera dolorosamente obvio que yo había pisado vómito de perro y siguió puliéndose las ya inmaculadas uñas con un trozo de piedra pómez, esperando la presentación.

El gorila habló.

—Marco Valerio Mesala Corvino, para ver a su excelencia la emperatriz.

Es asombroso lo que puedes enseñarles a estas criaturas, con paciencia y un poco de fruta. El secretario ni siquiera movió las elegantes pestañas. Consultó su lista de citas y tildó con firmeza.

—Llegas tarde, Corvino —dijo.

—Sí, bien, yo…

—No importa. Ya estamos aquí, y eso es lo que importa. —Se levantó con una sonrisa falsa. Apestaba a aceite para el cabello—. Su excelencia te verá de inmediato. Eso es todo, Hermes.

El simio asintió y se marchó sin mirar atrás. Hora de ir al comedor, sin duda.

—Por aquí, mi señor. —El secretario golpeó suavemente la puerta doble, la abrió y me cedió el paso.

Reconocí el olor al instante. Alcanfor. Me hizo sudar. Después de la última vez que había estado en esta habitación, había jurado que no permitiría que Batilo volviera a comprar más antipolilla. Vejez y viejos crímenes. Livia.

Estaba sentada al escritorio, como si nunca se hubiera movido. El mismo maquillaje sin vida, los mismos ojos muertos. Me enjugué las manos sudadas en el manto.

—Entra, Corvino —dijo—. Qué gusto volver a verte. Siéntate, por favor.

Corrí la antigua silla egipcia. Eso también era familiar.

—Salve, excelencia.

Clavó los ojos muertos detrás de mi hombro izquierdo.

—Asegúrate de que no nos molesten —dijo.

—Sí, excelencia —murmuró el secretario. Oí que las puertas se cerraban con un golpe seco y traté de no pensar en tumbas. Mierda. Ella ni siquiera pidió que nos trajeran vino. Habría matado por una copa de setino.

La emperatriz volvió los ojos hacia mí.

—¿Cómo está la encantadora Rufia Perila? —La máscara se rajó y comprendí que Livia sonreía. O lo intentaba—. Espero que bien.

—Sí, excelencia, así es.

—¿Ningún problema con el divorcio ni con la boda?

—No. —De nuevo me sudaban las palmas. Me las enjugué subrepticiamente.

—Estupendo. Me alegra haber podido ayudar. Su exesposo Sulio Rufo era muy poco adecuado. Entiendo que todavía presta servicio en Siria, ¿verdad?

—Sí. Comanda la Tercera Gálica. —Crucé las piernas, me incliné hacia atrás y traté de aparentar calma. La silla crujió peligrosamente.

—¿No le contrarió mucho, entonces? ¿La pérdida de su esposa?

—No lo sé, excelencia. —Claro que lo sabía. Por lo que me habían contado, Rufo echó chispas al enterarse de que Perila se divorciaba de él para casarse conmigo. No se había conformado con obtener un águila. Tragué saliva y me enjugué las palmas por tercera vez. En ese instante, si me hubieran dado a elegir entre una pelea a puñetazos con un leopardo del circo y una charla con Livia, habría escogido al felino, sin lugar a dudas.

—Eh… Perdón, ¿puedo preguntar por qué me mandaste llamar? Por favor.

Ella alzó una mano.

—Corvino, te ruego que tengas paciencia. Es una virtud muy valiosa y vale la pena cultivarla. —No lo verías así si estuvieras en mi lugar, pensé. Cuanto antes me largara de allí y estuviera embriagándome serenamente con una jarra de vino, mejor—. Prometo que entenderás mis razones oportunamente. Entre tanto, te aseguro que no te guardo el menor rencor por nuestro encuentro anterior. En absoluto. A decir verdad, todo lo contrario.

Seguro. La última vez que me había sentado en esa silla, Livia me había dado a entender que bailaría sobre mi tumba usando sus mejores zuecos, y yo dudaba que se hubiera ablandado desde entonces. Me fiaba tanto de ella como de una serpiente con jaqueca.

—La Tercera Gálica, has dicho. —Fijaba los ojos en el escritorio, y jugueteaba con su tablilla de escribir—. Está apostada en Antioquía, ¿verdad?

—Sí. Así es. Por lo que sé. —Me aclaré la garganta.

—Eso aclara las cosas. Rufo era un protegido de mi nieto Germánico, desde luego. Sin duda le dio el nombramiento antes de su muerte. —Alzó la vista y me miró a los ojos. Se me congelaron los genitales—. Qué lamentable, la muerte de mi nieto, ¿verdad? Qué perdida para Roma. Y para nuestra familia.

El silencio se prolongó. ¡Oh, Júpiter! ¡Magno Júpiter! Aún no sabía qué quería la emperatriz, pero sabía que no quería saber nada de ello. Había complicidad en esos ojos, y con lo que sabía sobre Livia y su relación con otras muertes «lamentables» del pasado, no me desvivía por compartir sus secretos. Y además corrían rumores. Y ella los conocía, sin duda.

—Si eso crees, excelencia —dije al fin.

Livia soltó una carcajada. Era el chirrido de un portón sin engrasar.

—Oh, Corvino, me agradas. Me agradas mucho. Eres tan transparente.

—Sí, claro. —Yo sudaba más que nunca. Bayas debía de ser agradable en esta época del año. O quizá un sitio más alejado. Como Alejandría—. En fin…

La emperatriz se levantó y buscó a tientas su bastón. Me había olvidado de cuán vieja era. Y cuán diminuta. Sentado, yo le llegaba casi a la cabeza.

—Sé muy bien lo que estás pensando —dijo—. Crees que yo misma tramé la muerte de Germánico.

Había acertado, desde luego. Claro que pensaba eso, junto con media Roma, pero no estaba dispuesto a decírselo a la cara, a pesar de su franca invitación. Por lo menos necesitaba quinientas millas de ventaja en una nave bien rauda y un pasaporte parto en el puño. Así que no dije nada, lo cual ya era toda una respuesta. También debía de parecer muy nervioso, y lo sabía.

Ella aún sonreía. En los juegos he visto felinos que sonríen así antes de abalanzarse sobre su almuerzo.

—¿Lo ves? Transparente como cristal. Claro que eso es lo que piensas. Yo misma podría esgrimir argumentos para acusarme. Primero, Germánico estaba casado con Agripina, que es de la gens Julia y a quien no soporto, como bien sabes. Sus hijos, aunque en parte son de la gens Claudia, llevan sangre de los Julios. En segundo lugar, Germánico fue envenenado, y sabes que no soy ajena a los venenos. Tercero, la opinión popular atribuye su muerte a Calpurnio Pisón, gobernador de Siria, y a su esposa Plancina, y Plancina es una de mis mejores y más íntimas amigas. De modo que tengo el motivo, el medio y, Plancina mediante, la oportunidad. En consecuencia, soy culpable. Una solución sencilla. Quod erat demonstrandum.

—Por favor, excelencia… —Tragué saliva y cerré el pico. Ahora sudaba a mares. Por Júpiter. ¿Qué demonios quería de mí esa mujer? ¿Sangre? ¿Comprensión? ¿Una ronda de aplausos?

Su sonrisa se disipó.

—Lo siento, Corvino. Me estoy mofando de ti, y no debería mofarme de ti cuando quiero pedirte un favor. Perdóname. Ahora observa lo que sucederá a continuación y escucha atentamente, porque no quiero que te vayas de aquí con la sensación de que hice trampa. —Valiéndose del bastón, se dirigió hacia el altar portátil del rincón y le apoyó la mano encima—. ¿Estás preparado?

¿Preparado para qué?

—Eh, sí. Sí, adelante.

—Juro por todos los dioses celestiales y subterráneos —dijo lentamente—, por mi esperanza de escapar al tormento en el otro mundo por los asesinatos que he cometido en éste, y por la esperanza de mi deificación, que no fui directa ni indirectamente responsable de la muerte de mi nieto Germánico César. —Yo le clavé los ojos. Ella apartó la mano—. Ahí tienes. Ahora cierra esa boca, por favor, te ves ridículo. ¿Eso te satisface, o preferirías dictar las palabras tú mismo?

—No, eso lo cubre todo. —Me daba vueltas la cabeza—. Ahora, ¿podrías explicarme por qué?

Se sentó dolorosamente en la silla. Debía de ser elevada, porque estábamos de nuevo a la misma altura.

—¿Por qué el juramento? —preguntó—. ¿O por qué te hice venir aquí?

—Ambas cosas, excelencia. Son lo mismo, ¿verdad?

—Naturalmente. Pero si comprendes eso, la respuesta a tu pregunta es obvia.

—Finjamos que no lo es. Dímelo, por favor.

—¡Ah, Corvino, me decepcionas! —Curvó los finos labios—. Ahora que sabes que no fui responsable de la muerte de Germánico, quiero que averigües quién fue.

Nos miramos. Ella ya no sonreía, y los ojos muertos eran inexpresivos. Tragué saliva dolorosamente.

—Excelencia, esto no sería… oficial, ¿verdad? —dije al fin.

Chasqueó la lengua con impaciencia.

—¡No seas necio, muchacho! ¡Claro que no! Oficialmente mi nieto murió de fiebre. Ya lo sabes.

Asentí.

—Vale. Preguntaba por si las dudas. ¿Por qué yo?

—Porque ya has demostrado cierto… talento en ese sentido. —¿De nuevo sonreía? Lo dudaba—. Y apuesto a tu curiosidad.

Me había pillado. Desde el juramento en el altar yo había dejado de sudar. En cambio, sentía ese cosquilleo en la nuca que había extrañado durante los últimos dieciocho meses. No lamentaba no sentirlo, pero lo extrañaba.

—Entiendo. Por tu parte, ¿tienes alguna idea?

Esta vez la sonrisa era inequívoca, pero se parecía a las que a veces vemos en el rostro de una estatua griega: esa sonrisa ladina que siempre quiero borrar de un martillazo.

—Varias —dijo—. Pero son sólo eso. Ideas. Preferiría no mencionarlas, para que no inicies tu investigación con prejuicios.

—Ya, claro. —Esperaba que no sonara tan agrio como a mí me parecía; no había pasado por alto su ironía—. Entonces no cuento con ninguna ayuda, ¿verdad?

—Ninguna ayuda, Corvino. Pero tampoco habrá ningún estorbo. —Hizo una pausa—. ¿Y bien? ¿Tenía razón? En cuanto a tu curiosidad. Necesito una respuesta clara.

Mierda. Odiaría jugar con ella a los dados cuando me miraba con esos ojos. Me tenía enganchado, y lo sabía. Aun así, vacilé por guardar las formas.

—Ninguna ayuda y ningún estorbo, ¿correcto?

—Tienes mi palabra.

Ya, para lo que podía servirme. Pero lo cierto es que no tenía opción.

—Sí, vale. Aceptaré eso.

La sonrisa se ensanchó.

—Bien, pensé que aceptarías. Y ahora, si me excusas, tengo trabajo que hacer.

Volvió a la tablilla que tenía delante. Era como si ya me hubiera olvidado. Me levanté. Entonces se me ocurrió un pensamiento. No era agradable, pero no podía marcharme sin expresarlo en palabras. Carraspeé, y la máscara se irguió.

—¿Sí, Corvino? ¿Qué te pasa ahora? —De pésimo humor. Como si fuera yo quien pedía el favor.

—Eh… Una cosa más, excelencia. —Vacilé—. Los rumores que circulan no hablan sólo de ti. Quizá debas añadir algo a ese juramento, después de todo.

No pestañeó.

—Te refieres a mi hijo.

—El emperador. Sí.

—Joven. —Apoyó las manos en el escritorio—. No puedo responder por Tiberio, ni pienso hacerlo. Estamos distanciados, y me niego a prestar un juramento falso cuando no tengo un conocimiento cabal. —Esperó. Yo esperé más—. Sin embargo, debo decir que los intentos de asociarlo con la muerte de Germánico me parecen malintencionados… e infundados. Mi hijo, a diferencia de mí —de nuevo la sonrisa—, no es un asesino por naturaleza. ¿Eso te bastará?

Tendrá que bastarme, amiga mía, pensé. Al menos por el momento. Pero no dije nada. Sólo asentí con la cabeza.

—Bien. Gracias, Corvino. Regresa cuando hayas resuelto nuestro pequeño misterio, por favor. Eso es todo.

Esta vez Formio el Aceitoso no estaba aguardando en la puerta para indicarme la salida. Con un breve cabeceo y unas palabras de despedida que ella pasó por alto, me retiré.

Hermes tampoco estaba a la vista, pero yo sólo quería salir disparado del palacio para volver a la vida real de la ciudad. Al trasponer las puertas, me paré un rato para respirar. Después de la atmósfera del palacio, Roma nunca había olido tan dulce.