16

Era propio del Konstabel Els el que sus sentimientos al contemplar el final de Damas Blancas no fueran tan ambiguos como los del Kommandant. Si algo le pesaba, era el perfecto resultado de sus esfuerzos. Había albergado la esperanza de que las llamas hubieran hecho salir al aire libre a alguno al menos de los miembros del Club Dornford Yates para poder liquidarlos tranquilamente como a hombres o, más correctamente, como a hombres vestidos de mujeres. Lamentaba en especial que no hubiera hecho acto de presencia su antiguo amo. Le habría gustado mucho despachar a la Rosa inglesa con el grado de prolongada descortesía que creía que se merecía el coronel.

Mucho antes de que se hubieran enfriado las cenizas, Els estaba ya contando los cadáveres, asegurándose de no pasar a ninguno por alto. Cuando terminó, había conseguido recuperar los restos fundidos de las joyas de la señora Heathcote-Kilkoon y empezaba a pensar que faltaba algo.

—Sólo hay once —le dijo al sargento Breitenbach, que le miraba con cierta repugnancia.

—¿Y a quién le importa eso? —preguntó retóricamente el sargento.

—A mí —dijo Els—. Tendría que haber trece. —Hizo ciertos cálculos aritméticos—. Sigue estando mal —dijo al fin—. Todavía falta uno.

—¿Cuántos sirvientes? —preguntó el sargento.

—Yo no cuento a los cafres —dijo Els—. Sólo a las personas.

—¿Quién es el que falta?

—Creo que el coronel —dijo Els con amargura—. Un cabrón muy astuto. Muy propio de él largarse.

El sargento Breitenbach dijo que le parecía muy razonable; se encaminó luego al carro blindado y llamó a la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó soñoliento el Kommandant.

—Dice Els que el coronel se ha escapado —dijo el sargento y se asombró ante la rapidez con que reaccionó el Kommandant van Heerden.

—Preparen los perros —gritó furioso—. Preparen los perros. Hay que agarrar a ese puerco.

Mientras el sargento Breitenbach daba orden de que soltaran a los perros policía, Els se fue a las perreras y pronto llenaban el patio los gruñidores perros policía y los babeantes raposeros, disputando cada una de las jaurías a la otra su derecho a estar allí. Entre ellos, el Kommandant van Heerden intentaba evitar que le mordieran, consternado al pensar que el furioso marido de la señora Heathcote-Kilkoon estaba aún libre y lleno sin duda de nuevo resentimiento.

—Quieto, Jason; quieto, Snarler —gritaba en vano, probando a repetir la fórmula mágica que tan bien había resultado en la cañada. No era tan eficaz allí. Centrados en sus propios problemas, los perros se ladraban y gruñían unos a otros en una vorágine creciente de confusión, y cuando ya el jefe de policía estaba empezando a pensar que le matarían a mordiscos, apareció Els en su jamelgo tirando del bayo de la señora Heathcote-Kilkoon. El Kommandant saltó agradecido a la silla y miró alrededor.

—Creo que podría decir que era un MFHDP[11] —dijo orgullosamente. Els hizo sonar el cuerno y la jauría cruzó el portón y salió a campo abierto.

—¿Qué significa DP? —preguntó Els, mientras seguían a los perros.

—Perros policía, naturalmente —dijo su jefe tras mirarle con irritación, y lanzó al bayo al galope detrás de los perros, que habían dado con el rastro de la Rosa inglesa; compuesto de Chanel N.° 5 y semillas de anís, era inconfundible. Hasta los perros policía que corrían amenazadores tras los raposeros podían seguirlo. A las primeras luces del alba apretaron el paso.

También lo hizo el coronel, cuyo sueño no le había deshinchado lo suficiente para permitirle escapar del abrazo de los corsés de su esposa. Cuando se tambaleaba entre la espesura intentando librarse de las abominables prendas, oyó el cuerno de Els e interpretó correctamente su mensaje. Cuando los primeros raposeros se recortaron en el horizonte a kilómetro y medio de distancia, el coronel salió a campo abierto y se dirigió al río. Sin dejar de correr, fue dejando tras sí las prendas menos obstinadas de la Rosa inglesa. La túnica de crespón rosa claro, los manguitos, el sombrero y el minidelantal quedaron tras él en el veldt cual patéticos restos de un sueño imperial. Ya en la orilla del río, vaciló antes de zambullirse. «Tengo que borrar el rastro», pensó cuando emergió del agua, y dejó que la corriente le arrastrara.

—Ha conseguido burlarnos —gritó Els mientras los perros se arremolinaban en torno a las prendas que el coronel había dejado atrás.

—Ya lo veo —dijo el Kommandant, observando con notable desagrado las piezas sueltas color rosa—. ¿Seguro que no es el mayor Bloxham? —preguntó—. Me dijo que vestía siempre de rosa.

Pero Els estaba ya a la orilla del río con los raposeros olisqueando el aire.

—Ha huido en esa dirección —dijo al fin, señalando río abajo, y se alejó por la orilla haciendo sonar el cuerno. El Kommandant van Heerden le siguió despacio.

Salió el sol y con él embargó al Kommandant una súbita sensación de pesar. Ya no hacía falta apresurarse. Els seguía el rastro del coronel, había olido sangre y el Kommandant sabía por larga experiencia que Els jamás renunciaba. Además era ya evidente que él estaba libre de las sospechas del DSE. Los errores de Verkramp habían quedado enterrados entre las ruinas de Damas Blancas y nadie discutiría la eficacia con que había manejado todo el asunto, ahora que había doce cadáveres y ciento y pico kilos de gelignita para demostrarlo. Por fin se sentía a salvo. Y con la sensación de seguridad renació el deseo de hacer las cosas caballerosamente. Y cazar a ancianos coroneles vestidos de mujer por la campiña no era sin duda una ocupación muy caballeresca. Había en ello algo vagamente sórdido. Con una última ojeada a los cuartos traseros de los dóberman que se deslizaban amenazantes entre los sauces, hizo girar al bayo y regresó lentamente hacia la casa. En el camino se encontró con el sargento Breitenbach en un carro blindado; con su renovado sentido de la caballerosidad le indicó una dirección equivocada.

—Se fueron por allá —gritó y vio al sargento desaparecer por la ladera. A lo lejos, río abajo, Els volvió a tocar el cuerno y el Kommandant creyó oírle gritar «A por él». Y luego oyó los aullidos de los perros.

La señora Heathcote-Kilkoon había pasado la noche en la parte de atrás del taxi viendo el cielo nocturno enrojecerse por encima del hombro del taxista; había reaccionado con una agitación que acrecentó la convicción de éste de que ella estaba disfrutando activamente de lo que hacía. Cuando el reflejo del resplandor fue apagándose y desapareciendo del cielo, se fueron apagando también las contorsiones de la señora Heathcote-Kilkoon y el taxista se quedó dormido. Se separó de él; al salir del coche se le ocurrió de pronto registrarle los bolsillos para ver si tenía dinero, pero desechó tal idea. Podía conseguir mucho más en la casa. Cuando los carros blindados salían del patio en busca de su marido, la señora Heathcote-Kilkoon se arregló el vestido, atravesó a gatas el seto y se dirigió a la casa: era un montón de escombros ennegrecidos que le recordaban muy poco el pasado. De todas formas, a la señora Heathcote-Kilkoon le interesaba más el futuro. No había cambiado South London por los peligros e incomodidades de la vida en África para nada. Subió las escaleras que habían sido escenario de tantos cálidos recibimientos y que aún conservaban parte de su antigua calidez e inspeccionó las ruinas. Pasando diestramente por encima de sus viejos amigos, llegó a su dormitorio y empezó a buscar entre las cenizas.

Cuando oyó el cuerno, el coronel Heathcote-Kilkoon salió a gatas del río y se escabulló entre los árboles. Caminó tambaleante entre la maleza y a los cinco minutos estaba al borde de un risco. No podía seguir. A su espalda, del otro lado del río, los ladridos de los perros se hacían más insistentes. Escuchó un momento, jadeante, y luego se volvió y buscó un sitio en que ocultarse. Lo halló en el saliente de una roca. Se arrastró por el saliente y se halló en una especie de cueva oscura y profunda, de entrada angosta. «Si al menos pudiera tapar la entrada», pensó; y al instante, con una presencia de ánimo que le llegaba tarde en la vida, se debatía a la luz del sol con un arbusto espinoso que resistía con firmeza sus esfuerzos por arrancarlo de raíz. Bajo él, el estruendo de la jauría parecía más próximo y, azuzado por esta señal de peligro, el coronel arrancó el arbusto, proeza ésta que a no ser por los corsés de su esposa habría tenido como consecuencia indudable una hernia. Volvió a rastras al agujero, tirando del arbusto. Aquello les mantendría alejados, se dijo lúgubremente, agachándose en la oscuridad, ajeno a las pinturas de otras cacerías que centelleaban en las paredes de la cueva.

Los perros y el Konstabel Els olisqueaban el aire en la orilla del río. Nada les indicaba qué camino había seguido su presa. Els se preguntó qué habría hecho él de hallarse en el pellejo del coronel y llegó a la conclusión de que se habría metido en la espesura del otro lado del río. Arreó al jamelgo y cruzó el río; los perros se arremolinaban a su alrededor. A los pocos minutos, los raposeros que iban en cabeza habían vuelto a encontrar el rastro y corrían en fila. Els les siguió y llegó a un claro donde la jauría aullaba y ladraba a un arbusto espinoso que parecía crecer, de un modo absolutamente inverosímil, desde el interior de una cueva. Els desmontó y consideró la situación, mientras los perros policía gruñían y los raposeros recibían a su antiguo maestro con una cordialidad no correspondida. Con imprudente desdén por su vida y sus miembros, se abrió paso entre la jauría y atisbo el interior del arbusto. Al minuto siguiente, el eco de «A por él» resonaba en el frente del risco.

En su madriguera, el coronel Heathcote-Kilkoon reconoció el grito y creyó advertir algo familiar en la voz. La esperanza renació en su pecho. Si Harbinger estaba allí, no corría peligro. Empezó a empujar la zarza para salir a rastras, pero tres dóberman que se lanzaron hacia el agujero enseñando los dientes le disuadieron de sus intenciones al instante. Volvió a tapar el agujero con el zarzal y probó a gritar, pero el alboroto de la jauría apagó sus palabras.

Fuera, el Konstabel Els se sentó en una roca y encendió un cigarrillo. Ya no tenía prisa. No podía dispararle, se decía, recordando la prohibición inquebrantable del MFH en cuanto a disparar a los zorros; lo que necesitaba era un terrier. Empezó a buscar un sustituto adecuado. Al poco, estaba gateando entre las rocas a un lado del risco. Era una tarea peligrosa, el sol estaba alto y Els tardó media hora en encontrar lo que buscaba. Al fin encontró una culebra grande que tomaba el sol en un saliente, la agarró por la cola y volvió a terreno seguro. Los perros recularon y Els echó la culebra al zarzal con una risilla y se quedó viéndola desaparecer en la oscuridad. Al momento, un estremecimiento convulsivo sacudió el arbusto, seguido del grito del encorsetado coronel que salió de la madriguera y se abalanzó por la ladera pedregosa hacia los árboles. «A él», gritó Els y se quedó mirando con una sonrisa a los raposeros que corrían tras él. «Pobre imbécil —pensó—, debería saber que las culebras de hierba son inofensivas». Los gritos y los aullidos procedentes de la espesura indicaron el fin de la cacería. Els se abrió paso entre los perros y sacó el cuchillo.

El Kommandant volvió al trote a Damas Blancas. Jamás olvidaría la conmovedora escena que contempló al llegar. Le trajo a la memoria las heroínas de los libros del autor cuyo retrato había adornado en tiempos la pared del comedor. Cierto que la señora Heathcote-Kilkoon no era una niña esbelta y que la magia ligada a ella era absolutamente negra, pero tales diferencias nada significaban en cuanto a la imagen de pesadumbre trágica que ofrecía. El Kommandant dejó el caballo en el portón. Sólo cuando estaba ya a su lado, alzó la señora Heathcote-Kilkoon la cabeza teñida.

—Está enterrado… —empezó a decir; las lágrimas bañaban su rostro encantador. El Kommandant van Heerden bajó la vista hacia el cadáver que había a los pies de la mujer y movió la cabeza.

—No es Berry, Daphne, Boy —murmuró él. Pero ella estaba demasiado absorta en su dolor para atender.

—Mi preciado tesoro —gritó, y se arrojó al suelo y empezó a escarbar entre las cenizas. El Kommandant se arrodilló a su lado y volvió a mover la cabeza con tristeza.

—Se han ido para siempre, querida —susurró él y le asombró el nuevo paroxismo de dolor que atormentó el cuerpo de la mujer. Maldiciéndose por la falta de tacto que le había hecho utilizar una expresión cariñosa en un momento como aquél, tomó la mano de ella en la suya.

—Se han ido a un mundo mejor —dijo, mirándola a los ojos gris oscuro. La señora Heathcote-Kilkoon se soltó de él con firmeza.

—Mientes —gritó—. No puede ser. Son todo lo que tengo. —Y, sin preocuparse por sus delicadas manos, las hundió en los escombros. El Kommandant seguía de rodillas a su lado contemplándola sobrecogido.

En la misma actitud y postura seguía cuando apareció Els en su jamelgo blandiendo algo en la mano.

—Lo he conseguido. Lo he conseguido —gritó triunfalmente y desmontó. El Kommandant le miró con tristeza, los ojos empañados por las lágrimas, y le indicó que se fuera. Pero Els carecía del sentido de la oportunidad del Kommandant. Subió afanosamente las escaleras hasta las ruinas y agitó algo ante los ojos del Kommandant.

—Mírelo, mírelo, ¿verdad que es excelente? —gritó. El Kommandant cerró los ojos aterrado.

—¡Por amor de Dios, Els! Hay un tiempo y un lugar… —gritó fuera de sí, pero Els estaba ya embadurnándole mejillas y frente.

—¡Está manchado de sangre! ¡Está manchado de sangre! —gritó.

El Kommandant se puso de pie furioso.

—So puerco —gritó—. Puerco inmundo.

—Creí que le gustaría el rabo —dijo Els, en un tono de voz que reflejaba su perplejidad. Parecía herido en lo más hondo por el rechazo. También parecía estarlo la señora Heathcote-Kilkoon. Cuando el Kommandant se volvió hacia ella para disculparse por la asombrosa grosería del policía, la viuda del coronel intentaba ponerse en pie.

—Es mío, ladrón —gritó, y arremetió furiosa contra Els—. No tiene ningún derecho a quedárselo. Devuélvamelo ahora mismo.

El Kommandant tenía que admitir que su exigencia era muy justa, aunque deplorara que la señora Heathcote-Kilkoon deseara hacerla.

—Déselo —gritó a Els—, le pertenece por derecho.

Pero antes de que Els pudiera ofrecer su horrendo souvenir, la señora Heathcote-Kilkoon, evidentemente empeñada en obtener una reparación más práctica por la pérdida de sus derechos conyugales, se había lanzado contra el agente Els y le estaba rasgando los pantalones.

—Santo cielo —gritó el Kommandant, cuando Els cayó de espaldas en las cenizas.

—Socorro —gritó Els, que albergaba las mismas sospechas que su superior en cuanto a las intenciones de la viuda.

—Es mío —gritaba la señora Heathcote-Kilkoon, rasgando los pantalones a Els.

El Kommandant cerró los ojos y procuró cerrar también los oídos a los gritos de Els.

«Que haya tenido que llegar a este punto», pensaba; y cuando intentaba conciliar esta nueva prueba de furia femenina con la delicada imagen de la señora Heathcote-Kilkoon que había acariciado en el pasado, la viuda del coronel se puso en pie con un grito triunfal. El Kommandant abrió los ojos y contempló el extraño objeto que tenía la mujer en la mano. Le alegró advertir que no era lo que esperaba. La señora Heathcote-Kilkoon asía un bulto metálico oscuro, cuya deforme superficie estaba salpicada de grandes piedras resplandecientes. Pese a estar fundidas, el Kommandant reconoció los vestigios de las joyas de la señora Heathcote-Kilkoon. Apretando contra el pecho el gran lingote, parecía volver a ser la mujer que él había conocido.

—¡Queridas mías! —gritaba, su voz radiante de alegría frenética—, mis preciosas joyas queridas.

El Kommandant se volvió a Els, que seguía postrado y conmovido por la reciente experiencia.

—¿Cuántas veces tengo que decirle que no robe? —inquirió con firmeza el Kommandant. Els sonrió débilmente y se levantó.

—Sólo los cuidaba —le contestó, a modo de explicación.

El Kommandant se volvió y bajó las escaleras detrás de la señora Heathcote-Kilkoon.

—¿Tienes coche? —le preguntó, solícito. La señora Heathcote-Kilkoon movió la cabeza—. Entonces pediré un taxi —dijo el Kommandant.

Una nueva palidez cubrió el rostro de la señora Heathcote-Kilkoon.

—Debes estar bromeando —susurró, antes de caer desmayada en brazos del Kommandant.

«Pobrecita —pensó él—, todo esto ha sido demasiado para ella». La cogió en brazos y la llevó gentilmente al carro blindado. Cuando la depositaba en él, se fijó en que sujetaba aún el trozo de metal en la mano inerte.

«Tenacidad inglesa», pensó, y cerró la puerta.

Cuando el convoy de la policía partió al fin de Damas Blancas, la señora Heathcote-Kilkoon se había recuperado lo suficiente para sentarse. Era evidente que seguía conmocionada por su cambio de suerte, y el Kommandant procuró con mucho tacto no hablar de ello. Se ocupó del papeleo burocrático y en repasar mentalmente lo que aún tenía que hacer.

Había dejado al sargento Breitenbach y a unos cuantos hombres de guardia en el escenario de los hechos y había tomado las medidas necesarias para que hicieran fotografías del alijo de explosivos y detonadores del cuarto de los arreos para la prensa. Redactaría un informe completo de todo el asunto para el jefe superior de policía, enviaría una copia al DSE y comunicaría a la prensa que había sido abortada de raíz una nueva conspiración revolucionaria contra la República. Podría incluso celebrar una conferencia de prensa. Decidió al final no hacerlo, basándose en que los periodistas eran una ralea de individuos que no facilitaban en absoluto el trabajo de la policía, y no veía razón alguna por la que debieran contar con él para conseguir su información. Y, además, tenía cosas más importantes de que preocuparse que la opinión pública.

Estaba, por ejemplo, el problema de la viuda del coronel; aunque merecía toda su compasión en la delicada situación en que se hallaba, el Kommandant comprendía que era probable que la lamentable acción que se había visto obligado a llevar a cabo hubiera puesto fin a los sentimientos que ella le había profesado. Cuando el convoy se acercaba ya a Piemburgo, le preguntó por sus planes.

—¿Planes? —preguntó a su vez ella, saliendo de su ensimismamiento—. No tengo planes.

—Tienes amigos en Umtali —dijo esperanzado él—. Seguro que te darían alojamiento.

La señora Heathcote-Kilkoon asintió.

—Supongo que sí.

—Mejor que una celda de la comisaría —dijo él y le explicó que tendría que retenerla como testigo—. Claro que si me das palabra de no salir del país… —añadió.

Aquella noche, el Rolls se detuvo en el puesto de aduana de Beit Bridge.

—¿Algo que declarar? —preguntó el funcionario rhodesiano.

—Sí —dijo con sentimiento la señora Heathcote-Kilkoon—. Que es bueno volver a estar entre deudos y amigos.

—Pues claro, señora —dijo el funcionario Van der Merwe, y le indicó que pasara.

Mientras seguía en la noche, la señora Heathcote-Kilkoon se puso a cantar, para no dormirse, el himno nacional inglés muy feliz y aún seguía cantándolo cuando embistió con el coche a un ciclista africano lanzándole a la cuneta. La señora Heathcote-Kilkoon estaba demasiado cansada para parar. «Que aprendan a ir sin luces», pensó, y pisó el acelerador. En la guantera del Rolls se bamboleaba una fortuna en oro y diamantes.

Durante toda la semana siguiente, el Kommandant van Heerden estuvo demasiado ocupado para preocuparse por la desaparición de la señora Heathcote-Kilkoon. El equipo de hombres de Seguridad llegados de Pretoria para informar de todo el asunto fueron a investigar a Weezen.

—Hablen con el tendero —les sugirió el Kommandant.

Los hombres de Seguridad lo intentaron y les enfureció la negativa del tendero a hablar afrikaans.

—Ya he visto suficientes policías —les dijo— para el resto de mi vida. Tuve que mandar a uno que se largara de mi local y les ordeno a ustedes que hagan otro tanto. Aquí estamos en Pequeña Inglaterra, así que ya pueden largarse.

Volvieron a Pretoria sin haber encontrado nada criticable en la conducta del Kommandant en todo aquel asunto. El descubrimiento de que las víctimas de la acción policial llevaban ropa de mujer en el caso de los hombres y un suspensorio de hombre en el de La Marquise, confirmaba la versión del Kommandant de que la seguridad de la República había corrido peligro. Toda la operación mereció elogios, incluso en el Consejo de Ministros.

—Nada como una amenaza de terrorismo para tener al electorado de nuestra parte —comentó el ministro de Justicia—. Ojalá contáramos siempre con un asunto como éste antes de las elecciones.

En Fort Rapier, el Luitenant Verkramp consideraba los resultados del incidente desde otro ángulo. Ahora que la causa inmediata de su locura había desaparecido, Verkramp había recuperado sensatez suficiente para considerar su proposición de matrimonio a la doctora von Blimenstein como una prueba más de su demencia anterior.

—Debía estar loco realmente, —le dijo a la doctora cuando ésta le recordó su compromiso.

La doctora von Blimenstein le miró reprobatoriamente.

—Después de todo lo que he hecho por ti —le dijo al fin.

—¿Estás segura? —dijo Verkramp.

—Y la maravillosa luna de miel que he planeado —se quejó la doctora.

—Pues yo no iré —dijo Verkramp—. Ya he viajado suficiente para toda la vida.

—¿Es tu última palabra? —preguntó la doctora.

—Sí —dijo Verkramp.

La doctora von Blimenstein salió entonces de la habitación y pidió a la enfermera que pusiera a Verkramp bajo control. A los diez minutos, Verkramp estaba con una camisa de fuerza y la doctora von Blimenstein celebraba una consulta a puerta cerrada con el capellán del hospital.

A primera hora de la tarde, el Kommandant van Heerden, que había ido a Fort Rapier a interesarse por Aaron Geisenheimer, se encontró a la doctora von Blimenstein vestida un tanto ostentosamente, según su opinión, con pamela y traje rayón.

—¿Va a algún sitio? —preguntó. Con tantos sucesos se había olvidado de la inminente boda de Verkramp.

—Vamos de luna de miel a Muizenberg —dijo la doctora.

El Kommandant van Heerden se dejó caer en una silla.

—¿Pero está bien Verkramp? —preguntó.

Por consideración a la galantería del Kommandant la última vez que se habían visto, la doctora pasó la insinuación por alto.

—Los típicos nervios de última hora —dijo—. Pero creo que desaparecerán sin problema. —La doctora vaciló antes de seguir—: Sé que es demasiado pedir, pero me gustaría que aceptase usted ser el padrino.

El Kommandant van Heerden no sabía qué decir. La idea de ser, de algún modo, el instrumento de la unión del autor de tantas de sus desdichas con una mujer tan absolutamente desagradable como la doctora von Blimenstein tenía su lado agradable. Pero la perspectiva de la doctora como señora Verkramp no se lo aconsejaba en absoluto.

—Supongo que Verkramp habrá renunciado a toda idea de volver a la policía —preguntó, esperanzado. La doctora parecía encantada de poderle tranquilizar.

—No tiene que preocuparse usted —le dijo—. En cuanto regresemos de nuestra luna de miel, Balthazar volverá a ocupar su puesto.

—Entiendo —dijo el Kommandant, poniéndose en pie—. En tal caso, creo que será mejor que le vea ahora.

—Está en Hipnoterapia —dijo la doctora cuando el Kommandant salió al corredor—. Dígale que no tardaré.

El Kommandant preguntó a una enfermera dónde estaba Hipnoterapia. Le abrió la puerta otra enfermera.

—Ha llegado su padrino —dijo ésta y empujó al Kommandant a una sala donde estaba Verkramp sentado en una cama rodeado de un infierno de crisantemos.

—¿También usted? —gritó Verkramp al ver entrar al Kommandant. Éste se sentó en una silla junto a la cama.

—Sólo he venido a ver si necesita algo —le dijo—. No tenía idea de que iba a casarse.

—No voy a casarme —dijo Verkramp—. Van a casarme.

—Ya veo que le han regalado una camisa de fuerza limpia para la ocasión —dijo el Kommandant, deseoso de no tocar temas problemáticos.

—Dentro de un momento ya no la necesitará —dijo la enfermera—. ¿Verdad?

Y sacó una jeringuilla, retiró la ropa de la cama y colocó a Verkramp boca abajo.

—No quiero —gritó Verkramp. Pero la enfermera ya le había clavado la aguja en el trasero. Cuando se la sacó, el Kommandant se sentía visiblemente agitado, mientras que Verkramp se hallaba sumido en un extraño adormecimiento.

—Ya está —dijo la enfermera, irguiéndole y soltándole la camisa de fuerza—. Ya no necesitamos este chisme horrible para nada, ¿verdad?

—Sí —dijo Verkramp.

La enfermera sonrió al Kommandant y se fue.

—Escúcheme —dijo el Kommandant, asombrado por lo que acababa de presenciar—. ¿De veras no quiere casarse con esa mujer?

—Sí —dijo Verkramp.

El Kommandant, que estaba a punto de decirle que si no quería hacerlo no tenía por qué casarse, quedó anonadado.

—Pero creía que me había dicho usted que no —dijo.

—Sí —dijo Verkramp.

—¡Maldita sea! —susurró el Kommandant—. Cambia usted de idea con gran rapidez.

—Sí —dijo Verkramp. En este punto volvió a entrar la enfermera, que traía el anillo.

—¿Le da a menudo la manía ésta del sí sí sí? —Quiso saber el Kommandant, mientras se guardaba el anillo.

—Es un nuevo tratamiento que ha ideado la doctora von Blimenstein —dijo la enfermera—. Se llama SRQI.

—Debía habérmelo imaginado —dijo el Kommandant.

—Síndrome de repetición químicamente inducido —explicó la enfermera.

—Sí —dijo Verkramp.

—¡Santo cielo! —exclamó el Kommandant al comprender de pronto el alcance de semejante tratamiento. Si la doctora von Blimenstein podía arrastrar a Verkramp al altar contra su voluntad mediante hipnosis químicamente inducida y hacerle repetir «sí», podría conseguir cualquier cosa. El Kommandant van Heerden imaginó los resultados: cientos de ciudadanos inocentes y respetables podrían ser inducidos a confesarse terroristas, miembros del partido comunista, guerrilleros y culpables de cualquier delito imaginable. Peor aún, la doctora von Blimenstein no era el tipo de mujer que dudara si tenía que favorecer a su marido en su carrera por tan dudosos métodos. Precisamente cuando el Kommandant estaba considerando esta nueva amenaza a su posición como jefe de policía, apareció la novia con el capellán del hospital y un grupo de pacientes que habían sido elegidas damas de honor. Un magnetófono empezó a emitir las notas de la marcha nupcial y el Kommandant deslizó el anillo en la mano de Verkramp y salió de la estancia. No tenía ninguna intención de ser padrino en una boda que marcaría el final de su propia carrera. Salió al patio y paseó triste entre los internos, maldiciendo la ironía del destino que le había librado de las consecuencias de los intentos de suplantarle de Verkramp, sólo para destruirle ahora. Habría sido mejor dejar que Verkramp pagara las consecuencias de las actividades de sus agentes secretos que permitirle casarse con la doctora von Blimenstein. Se preguntaba si no se podría hacer aún algo, cuando advirtió un alboroto en Hipnoterapia. La doctora salía escoltada y llorando de la capilla provisional.

El Kommandant se acercó a toda prisa.

—¿Qué pasa? —preguntó, ávidamente.

—Dijo «sí» —dijo la enfermera. La doctora von Blimenstein lloraba desconsolada.

—¿Pero eso era lo que tenía que hacer, no? —dijo el Kommandant.

—No cuando el capellán preguntó si algunos de los presentes conocía algún motivo para que no pudiéramos unirnos en santo matrimonio —explicó la enfermera. Una sonrisa amplísima alivió el rostro del Kommandant.

—Oh, vaya —dijo jubiloso—. Después de todo, parecía que Verkramp sabía lo que quería —y, dando una palmada a la desconsolada doctora con un «No siempre se puede ganar», entró en la sala para felicitar al exnovio.

Con el Konstabel Els sus problemas fueron bastante distintos. La llamada telefónica del taxidermista del Museo de Piemburgo bordeaba el histerismo:

—Quería que se lo disecara —explicó el taxidermista al sargento de guardia.

—¿Y qué tiene de malo disecar un rabo de raposo? —preguntó el sargento, que no entendía el porqué de tanto alboroto.

—Pero le estoy diciendo que no era un rabo de zorro. Le digo que era un falo —gritó el taxidermista.

—¿Un falso qué? —preguntó el sargento.

—Un falso nada. Un falo auténtico.

—Oiga, creo que todo lo que me dice no tiene mucho sentido —dijo el sargento.

El taxidermista respiró hondo y volvió a intentarlo. Al final, el sargento le pasó con el Kommandant, que sabía perfectamente de qué hablaba el individuo.

—No se preocupe —le dijo, en tono conciliador—. Tomaré de inmediato el asunto en mis manos.

El taxidermista contempló el auricular con repugnancia.

—Hágalo, sí —dijo, y colgó aliviado. El Kommandant van Heerden mandó llamar a Els.

—Creía que ya no tendríamos que volver a ver esa cosa abominable —le dijo. Els parecía abatido.

—Quería conservarlo como recuerdo —explicó—. Había pensado montarlo.

—¿Montarlo? —gritó el Kommandant—. Como le vuelva a ver con ese chisme en la mano le mando arrestar.

—¿Por qué? —dijo Els.

—Exhibición impúdica —gruñó el Kommandant. Els se fue y se deshizo del trofeo.

A medida que transcurrían las semanas y Piemburgo volvía poco a poco a su lenta rutina, el recuerdo de avestruces detonantes y atentados terroristas pasó a las manos seguras de la leyenda local. El Kommandant van Heerden estaba muy contento de que así fuera. Volviendo a repasar los acontecimientos de aquellos días, le sorprendía la inmensa diferencia existente entre la vida y la literatura. «No hay que leer demasiado», pensó, recordando la suerte que sus afanes literarios habían reservado al coronel Heathcote-Kilkoon y a los miembros del Club Dornford Yates. Así pues, decidió llevar a la práctica las tradiciones de los caballeros ingleses. Añadió los raposeros de la jauría del coronel a las perreras de la policía, donde pronto trabaron amistad con los perros policía; y puso al agente Els a su cuidado. Els parecía tener muy buena mano con los perros. Él se compró un caballo y se encargó una chaqueta de caza carmesí y dos veces por semana podía vérsele de caza en Chaste Valley con Els en un jamelgo y un preso corriendo delante como para salvar la vida, con una bolsa de semillas de anís atada a la cintura. A veces, invitaba a la doctora von Blimenstein, bastante aficionada a montar. Era lo menos que podía hacer por la pobre mujer, ahora que Verkramp la había plantado, y además, consideraba aconsejable tenerla de su lado.

En conjunto, estaba bastante satisfecho. A pesar de todos los pesares, Los Valores de la Civilización Occidental seguían estando a salvo en Piemburgo, y como MFHDP, el Kommandant van Heerden conservaba las tradiciones que acompañaban al corazón de un caballero inglés.