15

En el cuartel, hacía tan poco escenario de conversión sexual, el Kommandant van Heerden daba instrucciones a sus hombres.

—Los saboteadores están instalados en una casa llamada Damas Blancas, cerca de Weezen —informó a sus oficiales—. El jefe es un excoronel del servicio secreto británico, uno de sus hombres más importantes que sirvió en el círculo interno de la clandestinidad durante la guerra. Su segundo es un tal Mayor Bloxham y el grupo de sabotaje ha utilizado como pantalla un club creado, en apariencia, con fines literarios. Se hallan en posesión de una considerable cantidad de armas y municiones y preveo una resistencia feroz cuando rodeemos la casa.

—¿Cómo sabemos que son los hombres que andamos buscando? —preguntó el sargento Scheepers, del departamento de Seguridad.

—Comprendo que para usted esto sea un tanto sorprendente, sargento —contestó el Kommandant con una sonrisa—. Pero los de la policía uniformada también tenemos nuestros agentes investigadores. Ustedes, los del Departamento de Seguridad, no son los únicos que trabajan en secreto —hizo una pausa para permitir que esta información fuera bien asimilada—. Durante el último año, el Konstabel Els ha estado trabajando en la zona de Weezen, corriendo un riesgo considerable y haciéndose pasar por un presidiario. —De pie a un lado del Kommandant, Els se ruborizó modestamente—. Gracias a sus esfuerzos, pudimos infiltrarnos en la organización comunista. Además —añadió, antes de que alguien pudiera aducir que Els no era testigo fidedigno—, durante las dos últimas semanas, yo mismo he investigado el asunto personalmente y sobre el terreno. He confirmado los descubrimientos del agente Els y puedo atestiguar el hecho de que todas estas personas son enemigos declarados de la República, que mantienen una lealtad incuestionable a Inglaterra y que son absolutamente despiadados. A mí mismo intentaron matarme mientras cabalgaba.

—¿Hay alguna otra prueba de que esos hombres sean los responsables de los ataques terroristas de Piemburgo? —preguntó el sargento Breitenbach.

El Kommandant asintió.

—Excelente pregunta, sargento —dijo—. En primer lugar, el Konstabel Els prestará declaración como testigo y dará pruebas de que oyó hablar varias veces al coronel y a sus socios de que era necesario un cambio de gobierno en Sudáfrica. En segundo lugar, Els confirmará que las noches que tuvieron lugar los ataques, el grupo salió pronto de la casa y no volvieron a acostarse hasta la madrugada. Y en tercer lugar, y es muy importante, uno de los miembros del grupo se presentará como testigo del fiscal y confirmará que todos estos cargos son correctos. ¿Satisfecho, sargento?

—Todo parece bastante circunstancial, señor —dijo el sargento Breitenbach, vacilante—. Quiero decir que si no hay ninguna prueba firme…

—Sí —dijo el Kommandant con firmeza y, buscando en su bolsillo, sacó un objeto pequeño—. ¿Han visto ustedes un chisme de éstos alguna vez? —preguntó. Era evidente que todos habían visto un detonador de la policía—. Bien —prosiguió el Kommandant—. Pues éste se halló en los establos de Damas Blancas.

—¿Lo encontró el Konstabel Els? —inquirió el sargento Breitenbach.

—Lo encontré yo —dijo el Kommandant; y tomó mentalmente nota de que debía enviar a Els por delante con un furgón de la policía lleno hasta los topes de gelignita, mechas, detonadores y preservativos para asegurar que hubiera suficientes pruebas concluyentes para satisfacer al sargento Breitenbach cuando el resto de la fuerza llegara. Entretanto, explicó la distribución de la casa y el jardín y ordenó que desplegaran una fuerza completa de carros blindados, doscientos policías armados con ametralladoras Sterling, perros policía alemanes y dóberman pinschers—. Y recuerden que nos enfrentamos a asesinos profesionales —dijo, para terminar—. Estos tipos no son unos aficionados.

Cuando la señora Heathcote-Kilkoon salió perfectamente lavada, con su permanente y su marcado de la peluquería, pudo ver el convoy encabezado por los cinco carros blindados arrastrándose con estruendo por la calle mayor. Se quedó un momento mirando a los policías que atiborraban los camiones y se le hinchó el pecho de admiración por la evidente eficacia del Kommandant. Cuando el último camión, lleno de perros policía alemanes, dobló la esquina y desapareció, se volvió y se dirigió a la comisaría a decirle una vez más cuánto le echaba de menos, opinión confirmada por el sargento de guardia.

—¿Pero adónde ha ido? —preguntó ella quejumbrosamente.

—Lo siento, señora —dijo el sargento—. No estoy autorizado a decírselo.

—¿Pero no hay forma de que pueda averiguarlo?

—Verá, si sigue usted ese convoy, le aseguro que le encontrará —dijo el sargento, y la señora Heathcote-Kilkoon salió a la calle disgustada y bastante hambrienta. Para consolarse, se fue a Lorna’s Causerie en Dirk’s Arcade a tomarse un té con unos pastelillos.

«Probaré más tarde —pensó—. No puede haber ido lejos». Pero cuando una hora después volvió a la comisaría, se enteró de que el Kommandant no regresaría hasta el día siguiente.

—¡Qué extraño que no me lo dijera! —dijo, desplegando un aura de encanto clase media que habría subyugado a hombres aún más fuertes que el sargento que estaba de servicio.

—No debe saberse —le dijo confidencialmente—, pero han ido a Weezen.

—¿De maniobras? —preguntó la señora Heathcote-Kilkoon esperanzada.

—A detener a los saboteadores —dijo el sargento.

—¿En Weezen?

—Eso mismo —dijo el sargento—, pero no le diga a nadie que se lo he dicho.

La señora Heathcote-Kilkoon le aseguró que no lo haría y salió a la calle asombrada ante el nuevo giro de los acontecimientos. Estaba a medio camino ya del coche, cuando cayó de pronto en la cuenta de lo que había hecho.

—¡Oh, Dios mío! —sollozó, e hizo el resto del camino hasta el Rolls corriendo, sólo para descubrir al llegar que se había dejado las llaves en alguna parte. Buscó en el bolso, pero no estaban. En un estado de absoluto aturdimiento, volvió corriendo a la peluquería y salió a los cinco minutos con las manos vacías. Cuando estaba parada en la calle sin saber qué hacer, desesperada, se acercó un taxi.

Se apresuró a tomarlo.

—A Weezen, deprisa —dijo. El conductor se volvió y movió la cabeza.

—Son más de cien kilómetros —dijo—. No puede ser.

—Le pagaré tarifa doble —dijo desesperada la señora Heathcote-Kilkoon y abrió el bolso—. Así le pago también el viaje de retorno.

—De acuerdo —dijo el conductor.

—De prisa, por amor de Dios —le dijo ella—. Es un asunto de vida o muerte.

El taxi arrancó y pronto saltaba por las ondulaciones de la carretera en dirección a las montañas. A lo lejos, un relámpago ahorquillado en el horizonte anunció que se avecinaba una tormenta.

Cuando el relámpago flameó a su alrededor y el granizo repiqueteó en el techo del furgón, el Konstabel Els puso en marcha los limpiaparabrisas y atisbo la oscuridad. Conduciendo con su habitual desprecio por los demás usuarios de la carretera, su propia vida y la de cualquier ser vivo en un kilómetro a la redonda de aquel furgón, que podía explotar, Els pensaba emocionado en la diversión de aquella noche. Sería una compensación por el tono que el coronel Heathcote-Kilkoon había empleado para dirigirse a él en el pasado. «Ya le daré yo a él Harbinger», pensaba con fruición. Cuando llegó a Weezen ya era de noche. Pasó de largo y torció en el camino de Damas Blancas. Con un despliegue de jactancia basado en su conocimiento de los hábitos alcohólicos de la casa, entró con el furgón hasta el patio de atrás y paró allí el motor. Un rostro negro atisbo el interior del vehículo. Era Fox.

—Harbinger —dijo—. Has vuelto.

Els saltó del furgón, fue a la parte trasera y abrió las puertas. Se volvió entonces y llamó:

—Fox, cafre, ven aquí.

Pero no hubo respuesta. Reaccionando al mismo instinto de conservación que caracterizaba a su homónimo el zorro, Fox había cruzado el jardín, y corría entre los árboles para poner la mayor distancia posible entre él y el hombre vestido con uniforme de la policía sudafricana al que conocía por el nombre de Harbinger. Fox identificaba la muerte cuando la veía.

En el interior de la casa estaban entretanto el coronel Heathcote-Kilkoon y sus invitados. No eran tan perspicaces.

«Qué le habrá ocurrido a Daphnee —se preguntaba el coronel mientras se vestía para la fiesta—, es propio de ella llegar tarde esta noche». Se miró en el espejo y se calmó. La túnica de crespón rosa claro, con manguitos largos acampanados y una banda de terciopelo negro atada a un lado le sentaba, era evidente, como un guante. El gran sombrero de paja toscana, con las cintas de terciopelo negro atadas bajo la barbilla, adornado con una rosa muy abierta que le caía sobre un ojo, amenazaba con ocultar su cabellera rebelde. Medias de seda blanca y unas zapatillas normales completaban su atuendo. Un diminuto mandil de muselina que llevaba estarcida la leyenda «rosa inglesa», proclamaba claramente su identidad.

—Berry del natural —murmuró y consultó el capítulo XI de Jonah & Co., para ver si faltaba algún detalle. Tomó luego su bolso de abalorios y fue a reunirse abajo con los demás, que estaban esperando que empezara la fiesta.

—Yo voy de Incroyable —le dijo el mayor Bloxham a La Marquise, que representaba a Sycamore Tight.

—Absolutamente, querido —chilló ella con voz aguda.

La entrada del coronel Heathcote-Kilkoon como Berry de Rosa inglesa fue recibida con admiración extasiada. El coronel esperó que se apagaran las risas para dirigirse a sus invitados.

—Como sabéis —dijo—, todos los años celebramos nuestra reunión anual con la representación final de uno de los grandes episodios de la vida de Berry & Co. Esta noche es el capítulo XI de Jonah & Co., «Berry prescinde de su virilidad». Me complace ver la excelente concurrencia de este año.

Tras unas palabras más sobre la necesidad de mantener ondeando la bandera en lugares del extranjero, que La Marquise tomó como un cumplido, el coronel le dijo al mayor Bloxham que pusiera en marcha el tocadiscos y luego se puso a bailar un tango con él.

—Esta ropa interior de Daphne es estrechísima —comentó cuando daban una contravuelta.

—También la de La Marquise —dijo el mayor.

Fuera, en la oscuridad, junto a la ventana, Els observaba la escena con interés. «Siempre me pregunté por qué le gustarían tanto las rosas», se dijo, contemplando al coronel con un nuevo aprecio.

Volvió al furgón y empezó a transportar las pruebas de la conspiración del coronel para derrocar el gobierno de Sudáfrica al cuarto de los arreos de las caballerías. Después de colocar varios cientos de kilos de gelignita en los estantes, que antes no contenían más elementos acusatorios que el jabón para limpiar las monturas, empezó a lamentar haber dejado escaparse a Fox. Cuando por fin colocó la última caja de condones Durex Fetherlites sin contratiempo, encendió un cigarrillo y se sentó tranquilamente en la oscuridad a considerar qué otras medidas debía tomar.

—Parece que la fiesta va a ser un éxito explosivo —oyó que decía el hombre gordo al mayor Bloxham en la terraza, donde ambos orinaban intermitentemente sobre un parterre de begonias. Els se dio por aludido y apagó el cigarrillo, pero el comentario le dio también una idea. Salió a gatas del cuarto de arreos y al momento estaba transportando cubos de queroseno del almacén de combustible por el patio y vaciándolos en la bodega del coronel, donde se esparcían inadvertidos sobre el borgoña australiano. Para sumar más elementos a la mezcla incendiaria, transportó también varios paquetes de gelignita y los echó en la bodega. Y, por último, para evitar que alguien saliera de la casa sin dejar rastro, echó una solución de semillas de anís en las esterillas antes de subir al furgón y llevarlo hasta el portón principal para esperar allí la llegada del convoy de la policía. Pasaron diez minutos y el convoy no aparecía, así que decidió volver a ver cómo iba la fiesta.

«Tengo que matar el tiempo», murmuró mientras cruzaba el huerto. Frente a él, Damas Blancas, brillantemente iluminada para la ocasión, rezumaba una atmósfera de discreto abandono. Ahora el Black Botton había sustituido al tango y el coronel descansaba sentado con La Marquise mientras el mayor Bloxham y el individuo gordo discutían los ingredientes de un combinado llamado «glándula de mono». Els rodeó a tientas la casa sin la más mínima consideración por las plantas del coronel y encontró al fin una ventana desde la que tenía una excelente vista de la fiesta; estaba observando valorativamente a la Rosa inglesa cuando La Marquise alzó la vista y le vio.

El Kommandant van Heerden, que iba en el segundo carro blindado, estaba empezando a lamentar haberle entregado a Els más de cien kilos de gelignita. Desde luego era la única persona que conocía la distribución de la casa y además, si hubiera explotado, ya lo habría oído, se decía. Se consoló además pensando que no estaría mal, en realidad, que Els destrozara el papel que le había tocado en el reparto. Ni arrestos, ni problemas con las confesiones, ni Els… y volvió a preguntarse si habría sido sensato hacerle caso a la señora Heathcote-Kilkoon. De todas formas, decidió, ya poco podía hacer al respecto. Si ella era tan estúpida como para permitir que su marido se enterara de que le había puesto los cuernos y el coronel amenazaba con matar a un miembro de la policía de Sudáfrica y además a un veterano de la misma, sólo a sí mismo podía echarse la culpa de las consecuencias. El Kommandant no podía recordar con exactitud si la señora Heathcote-Kilkoon había dicho realmente que su marido había amenazado con matarle; pero, de todas formas, bastaba la simple sospecha de que podría hacerlo. Y después había que considerar el interés que sentirían por el coronel los del DSE. Si había algún tipo de sospechoso que les agradara realmente a los del DSE, aparte de los millonarios judíos cuyos padres hubieran emigrado de Petrogrado, eran los ingleses de la vieja escuela vinculados a la Iglesia anglicana. El franco desprecio del coronel hacia los afrikaners apagaría cualquier sospecha de que pudiera ser absolutamente inocente, mientras que su experiencia durante la guerra en el movimiento clandestino y su adiestramiento en explosivos le convertían justamente en el tipo de individuo que el DSE llevaba años buscando. El Kommandant recordó la Union Jack que ondeaba delante de Damas Blancas. A ojos del DSE, bastaría con eso para condenar al coronel y a su club como traidores.

Finalmente, para apagar todo resto de duda que pudiera quedar aún en su conciencia, el Kommandant recordó que su abuelo había muerto a manos de los británicos después de la batalla de Paardeburg.

«Lo uno por lo otro», pensó, y ordenó al conductor que parase en la comisaría de Weezen, donde insistió en ver al sargento que estaba al mando.

—¿El coronel Heathcote-Kilkoon comunista? —preguntó el sargento, que apareció al fin en pijama—. Tiene que haber algún error.

—Según nuestra información es un terrorista entrenado por el servicio secreto británico —dijo el Kommandant—. ¿Ha comprobado usted sus actividades durante la guerra en los informes de seguridad?

—¿Qué inf…? —se le escapó al sargento, antes de comprender su error—. No.

—Yo siempre guardo una copia de archivo por si los de la central de seguridad pierden el informe que les envío —dijo el Kommandant—. Es asombroso las veces que han extraviado las cosas que les he mandado. —Echó una ojeada aprobatoria a la comisaría—. Hacen ustedes bien las cosas aquí, sargento. Va siendo hora de que obtenga un ascenso. Guardar siempre copias de los informes de seguridad es una cosa básica.

Salió y el sargento quedó asombrado al ver las fuerzas que eran necesarias para arrestar al coronel Heathcote-Kilkoon. Como para probar definitivamente que el coronel era en realidad un saboteador comunista entrenado por el servicio secreto británico, se oyó una súbita serie de disparos procedentes de Damas Blancas. El Kommandant van Heerden se apresuró a subir al vehículo blindado y el sargento volvió a su despacho y se sentó ante la máquina de escribir a redactar el informe sobre el coronel. Le resultó mucho más fácil de lo que había supuesto, gracias a un olvido del Kommandant, que se había dejado una copia de su propio informe sobre el escritorio.

Cuando el convoy se puso de nuevo en movimiento, el sargento formulaba por escrito sus sospechas. Fechó el informe seis meses antes.

«Más vale tarde que nunca», pensaba mientras escribía.

Punto de vista éste compartido por el conductor del taxi en que viajaba la señora Heathcote-Kilkoon.

—Hay hielo en la carretera —dijo cuando la señora Heathcote-Kilkoon le pidió que acelerara.

—Qué absurdo. Si hace una noche muy cálida.

—Pero ha caído una tormenta, señora, y si no es propiamente hielo, hay una capa fina de barro y está más resbaladizo que el demonio…

Y para confirmar sus palabras, en la curva siguiente hizo que el coche patinara un poco.

—No querrá usted acabar cayendo por un despeñadero —siguió diciendo, enderezando el coche—, no adelantaríamos nada con eso.

Sentada en el asiento de atrás, a la señora Heathcote-Kilkoon no se le ocurría nada que significase adelantar mucho. Lo que había empezado con menos esfuerzo emocional que el que le exigía su elección mensual de peinado, se había convertido en un paroxismo de incertidumbre. Una cosa eran las confesiones irónicas melodramáticas. Daban cierto aliciente al aburrimiento de la vida. Pero vehículos blindados y convoys de policías armados con rifles y acompañados por perros furibundos era ya otra cuestión.

«A veces tiene una exceso de algo bueno», pensó, comprendiendo la logística del interés de su amante. Indicaba una devoción completamente desproporcionada y una falta de sentido del humor aterradora.

«Era sólo una broma», susurró, y no la consoló el comentario siguiente del taxista.

—Parece como si hubiera pasado por aquí un ejército entero —dijo cuando el coche giró por el barro que el convoy había removido—. No me extrañaría que hubieran sido tanques.

—Es lo más probable —dijo la señora Heathcote-Kilkoon con más conocimiento y atisbo la oscuridad llena de temores.

En el salón de Damas Blancas, su marido estaba haciendo lo mismo y hasta con más temores. El súbito grito de La Marquise al ver la cara en la ventana dio a la Rosa inglesa ocasión para un despliegue de caballerosidad que tenía el propósito de devolver la confianza del coronel en su propio sexo, confianza que el interés de La Marquise en cierto modo había socavado.

—Yo me ocuparé de ese puerco —gritó y corrió al estudio con toda la rapidez que la ropa interior de su esposa le permitía, saliendo al cabo de un minuto con una escopeta—. Sólo hay una forma de tratar a los intrusos —dijo, y disparó hacia el jardín.

Al Konstabel Els, que corría por el pradillo, la precisión del disparo le sorprendió bastante. Dirigido a un arbusto perfectamente recortado a unos veinte metros a su derecha, que a los ojos del coronel tenía el aspecto de un intruso, la bala rebotó en la rocalla y pasó zumbando de un modo muy desagradable junto a la cabeza de Els. Éste se refugió en un desnivel del jardín y se aflojó la pistolera. Podía ver la figura del coronel mirando hacia fuera recortada contra la luz en una ventana. Apuntó cuidadosamente por encima del hombro del coronel y disparó; la consternación producida en la casa por aquel deliberado fallo por muy poco, le complació muchísimo. Mientras las luces se apagaban y el coronel daba órdenes de agacharse, se alejó a rastras y pronto estuvo bien oculto entre unas matas de azaleas desde donde podía vigilar la puerta de atrás. La Batalla de Damas Blancas había empezado.

—Dios Todopoderoso —gritó la Rosa inglesa cuando una tercera bala, procedente esta vez de otra parte del jardín, cortó el aire nocturno e hizo añicos un jarrón de la repisa de la chimenea—, es una insurrección. Se han sublevado los nativos.

Con una ansia de venganza que tenía su origen en la certeza de que los cafres estaban utilizando armas más precisas que azagayas y palos, se dispuso a defender su parcela de Civilización Occidental de la marea de barbarie que siempre había esperado. Detrás de él los miembros del Club Dornford Yates, serenos ante la perspectiva de una matanza, corrieron a trompicones al estudio, donde el mayor Bloxham repartía rifles y municiones. Con una autoridad militar que era para él una primera experiencia, el coronel desplegó sus fuerzas.

—Boy, a la habitación de delante. Toby, a la cocina —ordenó—. Todos los demás repartíos entre la biblioteca y el comedor y mantened el fuego.

—¿Qué hago yo? —preguntó La Marquise.

—Repartir las municiones y estar alerta —gritó el coronel con acritud.

La Marquise se arrastró hasta el estudio y empezó a desvestirse. Si iban a llegar las hordas negras, no tenía ningún sentido mantener la ficción de que era un hombre.

—No hay peor destino que la muerte —susurró en la oscuridad.

—¿Qué? —susurró el mayor Bloxham.

—Decía que de noche todos los gatos son pardos —dijo La Marquise.

—Y que lo digas —dijo el mayor, que intentaba desembarazarse de su traje de Incroyable.

En los arbustos de azaleas, el Konstabel Els escuchaba la lluvia de balas procedente de la casa. Iba a ser una buena noche. No tenía ya duda alguna al respecto.

En el segundo carro blindado, el Kommandant van Heerden se sentía menos optimista. El saber que avanzaban hacia una zona en la que Els estaba librando una guerra privada le recordaba antiguos holocaustos iniciados por Els.

«Ese imbécil cabrón seguramente disparará contra su propio bando», pensaba cuando el sargento Breitenbach llegó a pedir órdenes.

—Abran fuego a discreción —le dijo—. No quiero que nadie se acerque demasiado.

Al momento, doscientos policías habían bajado de los furgones y se habían ocultado entre los arbustos que delimitaban el término de Damas Blancas y sumaban su fuego concentrado al de Els y el Club Dornford Yates.

—¿Por qué no ordena que avancen los carros blindados? —preguntó el sargento Breitenbach.

—De ningún modo —dijo el Kommandant, consternado ante la idea de acercarse a Els y a más de cien kilos de gelignita, sin mencionar al furioso coronel y las armas que pudiera tener en su arsenal—. Primero tenemos que conseguir que se rindan, ya avanzaremos luego.

—Hacerles rendirse es buena idea —dijo el sargento mientras el fuego de la policía abría un claro en los setos ornamentales del jardín del coronel. Al fondo, los perros de la jauría de Dornford Yates habían empezado a ladrar, dando un nuevo tono de urgencia a los gruñidos de los perros policía de los furgones de retaguardia.

En el interior de la casa, la idea de estar rodeados y de que las hordas negras estaban armadas con lo último en cuanto a armas automáticas había ido apoderándose de la mayoría de los defensores de la misma. La Marquise había perdido todo interés. Abandonó su puesto y subió gateando al piso de arriba para ponerse ropa interior limpia con vistas a la prueba que se avecinaba, cuando la alcanzó el fuego de ametralladora. Fue la primera baja que hubo en la batalla.

El mayordomo zulú, que estaba en la cocina, haciendo acopio de gran presencia de ánimo, salió de la casa y consiguió llegar a la cabina de teléfonos de las afueras de Weezen y marcó el número de la centralita.

—Póngame con la policía —dijo. La operadora no admitía órdenes.

—Oye, cafre, no me hables en ese tono —le gritó—. Pide las cosas como es debido.

—Sí, señora —dijo el mayordomo adoptando el tono de servilismo requerido—. Ambulancia por favor, señora.

—¿Ambulancia para negros o para blancos? —preguntó la operadora.

El mayordomo consideró el asunto.

—Para blancos, señora —dijo al fin.

—¿No será para ti, verdad? —inquirió la chica—. Los cafres no pueden usar una ambulancia de los blancos. Luego hay que fumigarla toda.

—No, no es para mí, señora —le dijo el mayordomo—. Es para el jefe blanco.

—¿Dirección?

—Damas Blancas —dijo el mayordomo.

—¿La casa de qué damas blancas?

—Casa de Damas Blancas —dijo el mayordomo al tiempo que una nueva andanada de disparos confirmaba la urgencia de su petición.

—Eso ya lo sé, cafre —gritó la operadora—. Ya sé que las damas blancas viven en casas. Sé que no viven en chozas mugrientas como tú. Lo que quiero saber es de qué damas blancas es la casa.

—De la señora Heathcote-Kilkoon —dijo el mayordomo.

—¿Por qué no empezaste por ahí? —gritó la operadora. El mayordomo colgó el aparato y salió a la inhóspita noche en la que sus amos blancos se mataban unos a otros con una furia que le resultaba incomprensible.

«No tiene ningún sentido que me cojan en medio», pensó y se dirigió cautelosamente hacia Weezen. De vez en cuando silbaba una bala perdida sobre su cabeza. El mayordomo procuraba ir con ella agachada. En la calle principal, le paró un policía y le pidió el pase.

—Quedas detenido —le dijo cuando el mayordomo confesó que no tenía pase—. No podemos permitir a los salvajes andar por ahí sin pase en plena noche.

—Sí, baas[10] —dijo el mayordomo y subió al coche patrulla.

Para Els la llegada del convoy de la policía fue una bendición dudosa. El hecho de hallarse en una especie de tierra de nadie entre dos fuerzas contrarias, que defendían ambas la Civilización Occidental, constituía un peligro considerable. Cuando el fuego del coronel atravesó unas hojas sobre su cabeza y le siguió como respuesta fuego de ametralladora a su espalda, Els empezó a pensar que había llegado el momento de hacer sentir su presencia. Gateó entre las azaleas hasta llegar a la esquina de la casa, avanzó luego rápidamente hacia el patio y estaba a punto de encender una mecha para prender el queroseno que había derramado en la bodega cuando cayó en la cuenta que al hacerlo desaparecerían las pruebas que tan cuidadosamente había colocado en el cuarto de los arreos y ponía en peligro su propia vida. Agarró una manguera y la llevó al cuarto de arreos y roció bien la gelignita. Estaba tan abstraído en esta tarea, que no se fijó en la figura que cruzaba torpemente el patio y se perdía en la oscuridad junto a las perreras. Seguro ya de haber tomado todas las precauciones razonables, cerró la puerta del cuarto de los arreos y volvió a escabullirse cruzando el patio.

«Esto les hará salir», pensaba, mientras encendía una cerilla y la lanzaba hacia el queroseno antes de correr a cubrirse. Un segundo después, una cortina de fuego iluminaba el cielo nocturno y explotaba el sótano de Damas Blancas.

Els atisbaba con bastante satisfacción entre las azaleas contemplando su obra de artesanía. La policía dejó de disparar a su espalda. Realmente, no hacía falta que continuaran haciéndolo. Aparte del estallido fortuito de una botella explosiva de borgoña australiano enterrada bajo toneladas de escombros, los ocupantes de Damas Blancas habían puesto fin a su resistencia. La noche de «Berry prescinde de su virilidad» había concluido. El coronel Heathcote-Kilkoon no se detuvo a ver arder su casa. Estaba demasiado ocupado corriendo a trompicones a campo través en busca de refugio. Mientras corría, maldecía a su esposa por su ausencia. «No habría ocurrido si ella hubiera estado aquí», jadeaba; tributo no tanto a su personalidad como a la constricción de su faja-pantalón que estaba haciendo estragos en sus partes. Espoleado por los gritos que acogieron la explosión de su hogar y por la necesidad de dar parte a los vecinos que aún no se hubieran despertado con el estruendo de la batalla de que los nativos se habían sublevado, la Rosa inglesa se adentró dando tumbos en el bosque.

—Será mejor que me saque la faja antes de que estalle —murmuró, para decidir al cabo de diez minutos que no había problema de estallido, pese a sus vanos intentos de quitársela. Por último decidió que si dormía podría deshinchar un poco y se metió debajo de un arbusto.

Desde la torreta de su carro blindado, el Kommandant van Heerden inspeccionaba lo que quedaba de Damas Blancas con una mezcla de pesar y satisfacción.

—¿Ninguna duda ya de que son los terroristas, sargento? —preguntó al sargento Breitenbach.

—Ni la más mínima. Hay en los establos gelignita suficiente para volar medio Piemburgo.

El Kommandant van Heerden desapareció a toda prisa en el carro blindado. Se oyó su voz destemplada ordenando al conductor salir de allí pitando. El sargento Breitenbach dio la vuelta hacia la puerta posterior.

—Todo está en orden —le dijo—. No estallará. Alguien la ha regado.

—¿Está seguro? —preguntó el Kommandant. El sargento contestó que de lo contrario no estaría él allí y al fin el Kommandant se asomó y contempló el edificio en llamas—. Será mejor que venga la brigada de incendios —dijo—. No queremos más explosiones y quiero un informe sobre el número de cadáveres lo antes posible.

—¿Cuántos sospechosos espera que haya? —preguntó el sargento.

—Serán once —dijo el Kommandant, y volvió al interior del vehículo para dormir un poco.

A la entrada de lo que había sido su hogar, un sargento y varios policías armados con ametralladoras detuvieron el taxi en que viajaba la señora Heathcote-Kilkoon.

—Lo lamento, señora —dijo el sargento—, pero órdenes son órdenes; no puede pasar nadie.

—Pero yo vivo aquí, oficial —dijo la señora Heathcote-Kilkoon, consiguiendo sacar a flote una sonrisa seductora de las profundidades de su desesperación.

—Pues ya no lo hará más —dijo el sargento—. Ésta es una casa en la que no volverá a vivir usted.

Se envolvió bien en el abrigo y empezó a temblar, allí en el asiento de atrás del taxi. Para aumentar aún más sus problemas, el taxista insistió en que le pagara antes de seguir.

—¿Pero cómo voy a pagarle? —le dijo en tono suplicante—. Todo cuanto poseía está ahí —y señaló el borrón de humo que oscurecía el cielo nocturno sobre las azaleas.

—Me dijo que me pagaría tarifa doble cuando llegáramos —insistió el taxista—. Y no he hecho todo este recorrido en balde.

—Pero no tengo nada que darle —dijo cansinamente la señora Heathcote-Kilkoon.

—Eso ya lo veremos —dijo el conductor y dio la vuelta hacia la carretera. A menos de un kilómetro de allí, detuvo el coche a un lado y saltó al asiento de atrás.

—Supongo que es tarifa única —murmuró la señora Heathcote-Kilkoon mientras el taxista le quitaba las bragas con unas manos ásperas y torpes.