Cuando el Kommandant volvía al cuartel, donde el sargento Breitenbach había reunido a los doscientos diez indignados policías, se sentía satisfecho de cómo iban saliendo las cosas, Claro que aún había problemas que resolver, pero al menos se había dado un primer paso para la restauración de la normalidad. Los suicidas tardarían uno o dos días en estar listos para la detención y el Kommandant aún no había decidido cómo realizarla. Estudiando la nuca del Konstabel Els, halló consuelo una vez más en su forma y color. Lo que la intriga y el ingenio humano no podían lograr en cuanto a la destrucción de pruebas inoportunas, lo podía conseguir el Konstabel Els con su suerte y su malicia espontánea; y el jefe de policía había acariciado muchas veces la esperanza de poder involucrar a Els en el asunto. Sin embargo no parecía factible. Al parecer, la suerte favorecía a Els. Desde luego no favorecía a aquellos con los que él se relacionaba y el Kommandant no dudaba de que Els embrollaría la detención de los once pacientes hasta el punto de desbaratar todo intento posterior de probar la inocencia de los mismos.
Cuando llegaron, el Kommandant van Heerden estaba bastante más animado. No podía decirse lo mismo de los doscientos diez policías, que se resistían a que les sometieran por segunda vez a la terapia de aversión.
—Pero, chato mío, no ves que nadie tiene ni idea de cómo saldremos esta vez —dijo uno de ellos al sargento Breitenbach—. No lo sabe nadie, ¿a que no?
En vista de lo ocurrido anteriormente, el sargento Breitenbach hubo de admitir que el agente tenía razón.
—No podéis quedar peor de lo que estáis —dijo Breitenbach compasivo.
—¿Y eso quién lo sabe? —dijo el agente con una sonrisa tonta—, podríamos convertirnos en animales completos.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr —dijo el sargento.
—¿Pero y nosotros qué, cariño? ¿Qué me dices de nosotros? Como comprenderás no es nada divertido no saber ahora lo que vas a ser dentro de un momento, ¿verdad? Es inquietante, eso es lo que es.
—¿Y el equipo que nos compramos, qué? Sostenes y bragas y todo —dijo otro sargento—. Una pequeña fortuna. Y ya sabes que eso no te lo cambian.
El sargento Breitenbach se estremeció; y cuando se preguntaba cómo conseguiría hacerles entrar en el salón, llegó el Kommandant y le liberó de esa responsabilidad.
—Apelaré a su patriotismo —dijo, mirando con evidente disgusto la peluca rubia del agente Botha.
Cogió un micrófono y arengó a los maricas.
—Hombres de la policía sudafricana —gritó; la duda resonaba en su voz, que retumbó en el patio y en la ciudad—. Agentes de la policía sudafricana, comprendo que no queráis repetir la experiencia por la que pasasteis hace poco. Sólo puedo deciros que he ordenado este nuevo tratamiento, que os volverá a convertir en los buenos policías que erais antes, por el bien de todo el país. Esta vez supervisará el tratamiento un psiquiatra experimentado y no habrá errores.
Interrumpió al Kommandant en este punto una carcajada y un policía especialmente simplón, que parecía llevar pestañas postizas, le hizo un guiño insinuante. Agotado ya por la rápida sucesión de los acontecimientos, el Kommandant van Heerden perdió el control.
—Escuchadme bien, hatajo de pendejos —gritó, exponiendo su sincera opinión con una amplificación que permitía que le oyeran en cuatro kilómetros a la redonda—, he visto muchos cretinos tarados en mi vida, pero nada comparado con vosotros. Jamás había tenido la desgracia de conocer a un montón tan repugnante de invertidos tarados. Pero cuando haya terminado con vosotros, habré conseguido que seáis seres normales —se dirigió al agente de las pestañas postizas para reprenderle personalmente, y precisamente cuando le estaba diciendo que no volvería a ver otro esfínter delante sin ponerse a morir llegó la doctora von Blimenstein y se restauró el orden. Los policías se quedaron mirando la corpulenta figura de la doctora en silencio, respetuosamente, mientras ella avanzaba hacia ellos insinuante y lentamente.
—Si me lo permite, Kommandant —dijo la doctora mientras la presión sanguínea de éste bajaba hasta un nivel próximo a la normalidad—, creo que lo enfocaré de otro modo.
El Kommandant van Heerden entregó el micrófono a la doctora y al momento los ecos de sus tonos melodiosos resonaban en el patio de desfiles.
—Chicos —dijo la doctora, utilizando un término más apropiado—, quiero que todos penséis en mí —hizo una pausa seductora— como en una amiga, no como en alguien a quien se teme.
Un estremecimiento de excitación nerviosa recorrió las filas. Era evidente que a aquellos policías la idea de ser amigos de alguien tan impregnado de sexualidad frustrada, fuera cual fuera su sexo, los encantaba. La doctora von Blimenstein siguió hablando y el Kommandant se fue, convencido de que todo estaba ya controlado, al ejercer su influencia sobre los maricas el hermafroditismo magnético de la doctora. El sargento Breitenbach estaba en la sala inspeccionando el transformador y pensó: «¡Qué mujer tan horrible!».
La doctora von Blimenstein estaba explicándoles a los policías los placeres que debían esperar de las relaciones heterosexuales.
—La futura señora Verkramp —dijo lúgubremente el Kommandant—. Se lo ha pedido él.
El Kommandant fue a atender otro asunto, dejando al sargento reflexionando sobre esta nueva prueba de la demencia de Verkramp. Una delegación de ministros de la iglesia reformada holandesa habían acudido a sumar sus objeciones a las de los policías.
El Kommandant les pasó a un despacho de la parte de atrás del edificio y esperó a que la doctora tuviera sentados a todos sus pacientes para empezar su conversación con los clérigos.
—No tiene usted derecho a alterar la naturaleza del hombre —dijo el reverendo Schlachbals—. Dios nos ha hecho lo que somos y usted está interfiriendo en la obra divina.
—Dios no hizo maricones a esos hombres —dijo la doctora; su lenguaje confirmó la opinión del ministro de que aquella mujer era un instrumento del diablo—. Fue obra del hombre y el hombre debe rectificarla.
El Kommandant van Heerden asintió para indicar que estaba de acuerdo. Creía que ella había expuesto el caso a la perfección. Pero era evidente que el reverendo Schlachbals no lo creía así.
—Si el hombre puede convertir a honrados jóvenes cristianos en homosexuales mediante procedimientos científicos —insistió—, el paso siguiente será convertir a los negros en blancos; y ¿dónde iremos a parar entonces? Estarán en peligro la civilización occidental y el cristianismo en Sudá-frica.
El Kommandant van Heerden asintió de nuevo. Era evidente que el ministro tenía su razón. No lo creía así, en cambio, la doctora.
—Está claro que tergiversa usted la naturaleza de la psicología conductista —explicó—. Nosotros lo único que hacemos es rectificar los errores que se han cometido. No vamos a alterar características esenciales.
—¿No irá a decirme usted que estos jóvenes son, ejem… esencialmente homosexuales? —dijo el clérigo—. Impugna usted los fundamentos morales de toda nuestra comunidad.
La doctora von Blimenstein se negaba a admitir tal cosa.
—¡Qué absurdo! —dijo—. Yo lo único que digo es que la terapia de aversión puede ejercer un grado de presión moral que no puede lograrse con ningún otro tratamiento.
El Kommandant van Heerden, que había estado pensando en lo de volver blancos a los negros mediante electrochoque, intervino ahora para decir que si eso fuera posible, miles de negros se habrían vuelto ya blancos.
—Siempre les aplicamos electrochoques —dijo—. Forma parte de nuestro método normal de interrogatorio.
El reverendo Schlachbals no se impresionó lo más mínimo.
—Eso es muy distinto —dijo—. El castigo es bueno para el alma. Pero la doctora interfiere en la obra divina.
—¿Intenta decirme usted que Dios ha ordenado que estos policías sigan siendo maricones? —preguntó el Kommandant.
—Por supuesto que no —dijo el clérigo—. Lo que digo es que ella no tiene derecho a emplear métodos científicos para cambiarles. Eso sólo puede conseguirse con un esfuerzo moral nuestro. Lo que hace falta es oración. Entraré en esa sala y me arrodillaré…
—Hágalo —dijo el Kommandant— y no me responsabilizo de lo que ocurra.
—… y pediré por el perdón de los pecados —concluyó el ministro.
Al final se decidió utilizar conjuntamente ambos métodos. La doctora von Blimenstein inició la terapia de aversión mientras el reverendo Schlachbals celebraba un servicio religioso con la esperanza de conseguir la conversión espiritual. El esfuerzo conjunto fue un éxito completo, aunque el reverendo Schlachbals tardó un tiempo en hacerse a la idea de tener que dirigir a la congregación en «Roca de los siglos, ábrete» con el acompañamiento de diapositivas de hombres desnudos de ambas razas proyectadas a tamaño doble del natural sobre su cabeza. El canto de la congregación era, al principio, bastante irregular también, pero la doctora von Blimenstein cogió pronto el compás y pulsaba el botón del electrochoque con más firmeza cada vez que era necesaria una nota especialmente alta. Atados a sus sillas, los doscientos diez policías daban rienda suelta a sus sentimientos con un fervor que el ministro consideraba sumamente gratificante.
—Hacía mucho que no veía una congregación tan entusiasta —le dijo al reverendo Diederichs, que le sustituyó al cabo de tres horas.
—Los caminos de Dios son misteriosos —dijo el reverendo Diederichs.
En Fort Rapier, Aaron Geisenheimer pensaba de forma muy parecida, aunque en su caso no eran los caminos de Dios los que le parecían misteriosos sino los del proceso de la historia. La llegada de once pacientes, cuya inteligencia quedaba demostrada por el hecho de que la situación política de Sudáfrica les hubiera impulsado al suicidio sin que fueran además lo bastante tontos como para llevarlo a cabo, proporcionó al eminente marxista materia de meditación. También le dio que pensar la actitud de las autoridades del hospital, que no pusieron objeción alguna a que les instruyese en las complejidades del materialismo dialéctico, sino que parecían muy deseosos de que lo hiciera. Meditando sobre este cambio extraordinario, llegó a la conclusión de que la policía andaba buscando pruebas para un nuevo juicio, aunque se le escapaba la razón de que desearan aumentar su condena que ya era de cadena perpetua. Fueran cuales fueran los motivos, decidió no darles lo que querían y evitó cuidadosamente hablar de comunismo a sus nuevos compañeros. A cambio, y para dar rienda suelta a su necesidad de conversar, ya compulsiva antes de su detención y que no habían aplacado los siete años de confinamiento, instruyó a los once hombres en historia bíblica con una eficacia tal que al cabo de una semana estaban curados de sus tendencias suicidas y los once eran cristianos convencidos.
—¡Maldita sea! —gruñó el Kommandant cuando la doctora von Blimenstein le comunicó que Geisenheimer no estaba cooperando—. Lo lógico es que ese cabrón estuviese encantado de poder envenenarles la mente con ideas marxistas. No podemos sentar en el banquillo a doce cristianos fervorosos.
—Bueno, no sé —dijo la doctora—. Después de todo sentó usted en el banquillo al deán de Johannesburgo.
—Aquello era distinto —dijo el Kommandant—. Él era comunista.
Intentó idear un modo de atajar el problema.
—¿No podría coger a esos puercos e hipnotizarles o algo por el estilo?
La doctora von Blimenstein no entendía qué podía sacarse en limpio con eso.
—Los hipnotiza y les dice que cuando despierten sean comunistas —dijo el Kommandant—. Con el hipnotismo se puede conseguir cualquier cosa. Yo una vez vi a un hipnotizador convertir a un hombre en una tabla y sentarse encima.
La doctora dijo que con las ideas era distinto.
—No se puede hacer que la gente haga cosas que en la vida normal se negaría a hacer. No se puede conseguir que actúen contra su propio sentido moral.
—Yo imagino que aquel tipo no querría ser una tabla —dijo el Kommandant—, ni en su vida normal ni nunca. Y en cuanto al sentido moral, yo diría que esos suicidas tienen mucho en común con los comunistas. Todos los comunistas que he conocido querían que se concediera el voto a los negros y si eso no es suicida, dígame qué lo es.
Luego advirtió a la doctora que tenía que hacer algo rápidamente y se fue.
—Pretoria va a enviar muy pronto un equipo de investigadores y entonces sí que estaremos todos con la mierda al cuello —le dijo.
Aquel mismo día, más tarde, tuvo el mismo problema, esta vez con el reverendo Schlachbals, por la utilización de mujeres desnudas en el tratamiento aplicado a los homosexuales.
—Esa doctora quiere traer aquí mujeres desnudas de los clubs de Durban y hacerlas desfilar delante de los chicos —se lamentó el reverendo—. Dice que quiere comprobar su reacción. Yo no lo toleraré.
—A mí me parece una buena idea —dijo el Kommandant.
El reverendo Schlachbals le miró con aire reprobatorio.
—Tal vez lo sea, pero para mí es demasiado. Lo de los hombres puedo aceptarlo, pero las mujeres desnudas ya es otro asunto.
—Eso es asunto suyo —dijo el Kommandant. El reverendo enrojeció.
—No me refiero a eso —dijo, y se fue.
El Kommandant autorizó a la doctora a seguir adelante con la prueba y aquel mismo día, más tarde, unas cuantas chicas pechugonas de varios clubs de Durban hicieron su número delante de los policías, mientras el sargento Breitenbach recorría las filas con una fusta, comprobando si todos reaccionaban correctamente. Cuando terminó, informó:
—Todos presentes y erectos, señor.
El Kommandant agradeció a la doctora su ayuda y la acompañó hasta el coche.
—No ha sido ninguna molestia —dijo la doctora—. La experiencia ha sido en conjunto muy valiosa para mí. No todas las mujeres pueden decir que logran producir un efecto tan estimulante en doscientos diez hombres a la vez.
—Doscientos once, doctora —dijo el Kommandant, con una galantería extraordinaria, dándole a la doctora la impresión de que había hecho una conquista. El Kommandant había visto de reojo a Els a punto de violar a una de las coristas.
—Una mujer asombrosa —confesó el sargento Breitenbach—. No envidio las oportunidades de Verkramp con ella.
—Ese matrimonio no lo veo bien —dijo el Kommandant.
En Damas Blancas, la señora Heathcote-Kilkoon había llegado a la misma conclusión respecto a su propio matrimonio con el coronel. Desde la primera y breve prueba de dicha en la cañada, no había dejado de pensar en el Kommandant. Tampoco el coronel.
—Maldito tipejo. Viene aquí, destroza mis mejores rosales, me mata de agotamiento a un caballo valiosísimo, contamina una pecera de peces tropicales, envenena al pobre Willy y por último se larga con un batidor extraordinario —dijo, furioso.
—Yo cogí cierto afecto a Harbinger —dijo con ternura La Marquise.
No obstante, la visita del Kommandant se olvidó en general y la breve visión de alarmante realidad que había proporcionado su presencia a los miembros del club Dornford Yates añadió un nuevo y frenético gozo a sus esfuerzos por evocar el pasado. Fueron a Swaziland para jugar en el casino de Piggs Peak en memoria del gran golpe de suerte de Berry en San Sebastián, en Jonah & Co. y cuando había ganado cuatro mil novecientas noventa y cinco libras. El coronel Heathcote-Kilkoon perdió cuarenta antes de renunciar y volvió a casa en medio de una tormenta intentando mostrar una despreocupación que no sentía. Fueron luego a las carreras, pero de nuevo sin suerte. El coronel insistió en apostar sólo a caballos negros en memoria de Chaka.
—Babuino miserable —dijo, con una voz que hizo flotar su mezcla única del Inner Circle County por encima de las cabezas de la multitud—. Ese maldito jockey iba frenando.
—Debiéramos organizar nuestras propias carreras, Berry —dijo el hombre gordo—. Había una carrera de coches en Jonah & Co.
—Por Júpiter que creo que tiene razón —dijo La Marquise, que interpretaba a Piers, duque de Padua.
—Los coches se llamaban Ping y Pong —dijo el mayor Bloxham—. Y la carrera era de Angouléme a Pau. Eran trescientos cincuenta kilómetros.
Al día siguiente, las polvorientas carreteras de Zululandia presenciaron la gran carrera de Weezen a Dagga, ida y vuelta, y a la caída de la noche el coronel, como Berry, había compensado sus pérdidas del día anterior. Aunque Weezen no era Angouléme y el parecido de Dagga con Pau se limitaba a la vista con fondo de montañas, el club salvó estas deficiencias a base de imaginación y conduciendo con un desprecio absoluto por los demás usuarios de la carretera. Ni siquiera Berry & Co. habrían puesto objeciones; y entre otros trofeos, el coronel cobró dos cabras y una gallina de guinea. En el asiento trasero del Rolls, la señora Heathcote-Kilkoon representaba lo mejor posible a Daphne, aunque sin entusiasmo. Otro tanto podría decirse del duque de Padua, que insistió en que el hombre gordo hiciera un alto en Sjambok mientras ella se compraba un aro hinchable. Aquella noche, la señora Heathcote-Kilkoon le dijo al coronel que a la mañana siguiente bajaría a Piemburgo.
—¿Otra permanente, eh? —dijo el coronel—. Bien, no hay que extremar las cosas. Mañana por la noche es «Berry prescinde de su virilidad».
—Sí, querido —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.
Al día siguiente a primera hora ya estaba camino de Piemburgo. Mientras el gran coche se deslizaba Rooi Nek abajo, la señora Heathcote-Kilkoon se sentía libre y extrañamente juvenil. La barbilla alzada, enarcadas las cejas, bajos los párpados, una levísima sonrisa aleteando en la boca chiquita, se recostaba con un aire indescriptible de eficacia natural extraordinariamente atractiva. Sólo sus labios completamente abiertos revelaban su ansiedad…
Aún estaba de buen humor cuando el sargento Breitenbach la hizo pasar al despacho del jefe de policía.
—¡Querido mío! —exclamó en cuanto la puerta se cerró; y llenó la estancia de una elegante visión de seda malva.
—Por amor de Dios —farfulló el Kommandant, retirando los brazos de aquella mujer de su cuello.
—Tenía que venir, no podía esperar —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.
El Kommandant van Heerden miró frenético por la habitación. Tenía en la punta de la lengua algo sobre cagarse en la propia puerta, pero consiguió contenerse y no decirlo. En vez de eso, preguntó por el coronel.
La señora Heathcote-Kilkoon se reclinó en una butaca.
—Está furiosísimo contigo —le dijo. El Kommandant van Heerden palideció—. No puedes culparle, ¿verdad? —continuó ella—. Quiero decir, imagina cómo estarías tú en su lugar.
El Kommandant no tenía que imaginárselo. Lo sabía.
—¿Qué va a hacer? —preguntó, nervioso. La imagen del coronel cornudo disparando contra él, se agigantó en su mente—. ¿Se ha comprado un fusil?
La señora Heathcote-Kilkoon se retrepó en el asiento y se echó a reír.
—¿Qué si se ha comprado un fusil? Pero, cariño, tiene todo un arsenal —dijo—. ¿No viste su armería?
El Kommandant se apresuró a tomar asiento, pero se levantó al instante. Para rematar la terrible situación a la que le había llevado Verkramp, esta nueva amenaza no sólo a su posición sino también a su vida era ya la última gota. La señora Heathcote-Kilkoon percibió su preocupación.
—No debía haber venido —dijo, quitándole las palabras de la boca—. Pero, claro, tenía que decirte…
—Como si no tuviera ya bastantes problemas entre manos para añadir éste —gruñó el Kommandant; su instinto de supervivencia eliminó las escasas apariencias que hubiera podido mantener anteriormente en presencia de ella. La señora Heathcote-Kilkoon adaptó su lenguaje al estado de ánimo de él.
—¿Es que mi dodó ya no quiere a su mamaíta? —dijo, en un arrullo.
El Kommandant se estremeció con una extraña satisfacción.
—Claro que sí la quiere —dijo, irritado, refugiándose en la tercera persona de la idea de extinción que le evocó el dodó. Estaba a punto de decir que ya tenía bastante a sus espaldas sin necesidad de maridos celosos, cuando se oyó una llamada a la puerta y entró el sargento Breitenbach.
—Un telegrama urgente para Verkramp, señor —dijo—. Del DSE. Supuse que querría usted verlo.
El Kommandant le arrancó de la mano el telegrama y lo miró. «Inmediata explic sub terr Piemburgo stop Urg arr interr com libs stop detalle medidas stop Enviamos equipo sub terr», leyó y miró perplejo al sargento.
—¿Qué diablos significa? —preguntó.
El sargento Breitenbach miró significativamente a la señora Heathcote-Kilkoon.
—No se preocupe por ella —gritó el Kommandant—. Dígame lo que significa esto.
El sargento examinó el telegrama.
—Inmediata explicación subversión terrorista Piemburgo stop Urgente arresto interrogatorio comunistas y liberales stop Detalle medidas tomadas stop Enviamos equipo subversión terrorista DSE.
—¡Dios mío! —gimió el Kommandant, para quien la noticia de que estaba en camino un equipo de investigadores del DSE era el golpe definitivo—. ¿Y qué hacemos ahora?
La señora Heathcote-Kilkoon escuchaba sentada, con la impresión de hallarse en el centro de la acción, donde se tomaban las decisiones importantes, donde hombres auténticos tomaban decisiones auténticas para hacer cosas auténticas. Era una experiencia extrañamente estimulante. El vacío entre fantasía y realidad que tras años de lectura de Dornford Yates y de interpretar a Daphne para el Berry del coronel por el continente negro, se había creado en su mente, se cerró súbitamente. Fuera lo que fuera, era esto y la señora Heathcote-Kilkoon, excluida durante tanto tiempo de Ello, quería participar en Ello.
—Si al menos pudiera ayudar —dijo, melodramáticamente, cuando la puerta se cerró tras el sargento Breitenbach, que acababa de admitir que él no podía.
—¿Cómo? —dijo el Kommandant, que lo que quería era que le dejaran solo para poder pensar en alguien a quien detener antes de que llegaran los hombres del DSE.
—Podría ser tu encantadora espía —dijo ella.
—No necesitamos espías encantadoras —dijo secamente el Kommandant—. Lo que necesitamos son sospechosos.
—¿Qué tipo de sospechosos?
—Once malditos lunáticos que sepan utilizar explosivos de gran potencia y odien la africanidad lo bastante para querer retrasar el reloj mil años —dijo de mala gana el Kommandant y se sorprendió al ver que la señora Heathcote-Kilkoon echaba hacia atrás su encantadora cabeza y empezaba a reírse.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, sintiéndose ya histérico del todo.
—Oh, pero qué divertido —chilló la señora Heathcote-Kilkoon—. Qué extraordinariamente divertido. ¿Pero es que no te das cuenta de lo que acabas de decir?
—No —dijo el Kommandant, mientras los rizos teñidos de ella se bamboleaban deliciosamente.
—¿Pero es que no caes en la cuenta? El Club. Once lunáticos. Boy, Berry, Jonah… oh, es extraordinario.
El Kommandant van Heerden se sentó ante el escritorio; la luz de la comprensión iluminaba sus ojos enrojecidos. Mientras la risa de la señora Heathcote-Kilkoon sorprendía al sargento Breitenbach, que estaba en la habitación de al lado y despertaba en el agente Els recuerdos de otros tiempos y otros lugares, el Kommandant van Heerden comprendió que sus problemas habían terminado.
—Dos pájaros de un tiro —susurró y pulsó el timbre del sargento Breitenbach.
Al cabo de diez minutos, la señora Heathcote-Kilkoon, un tanto asombrada por la rapidez con que la habían despedido del despacho del Kommandant, aunque riéndose aún de su broma, estaba en la peluquería.
—Creo que, para variar, hoy me teñiréis de negro —le dijo a la auxiliar con un sentido intuitivo de la oportunidad.