Si la visita del Kommandant van Heerden al Hospital Mental Fort Rapier le había permitido comprender de forma nueva y terrible los abismos irracionales de la psique humana, su visita siguiente no le ayudó lo más mínimo a librarse de la impresión de que en Piemburgo todos habían cambiado para peor durante su ausencia. Los treinta y seis hombres que salieron tambaleantes de sus celdas a recibir sus firmes excusas y expresiones de pesar ya no eran, ciertamente, las figuras destacadas y distinguidas de la vida pública de quince días antes. El alcalde, a quien había decidido visitar el primero, no podría invertir el proceso. Tenía los ojos amoratados e hinchados debido, según explicó al Kommandant el sargento de Seguridad, a los golpes que él mismo se había dado contra el tirador de la puerta de la celda. La explicación resultaba bastante inverosímil, ya que las puertas de las celdas no tenían tiradores. El resto de la persona del alcalde no se hallaba en mucho mejor estado. Llevaba los últimos ocho días de pie con una bolsa en la cabeza y no se le había permitido realizar sus funciones privadas mejor que las públicas, en la forma en que su cargo le autorizaba a hacerlo. Como resultado de esto, estaba completamente manchado; y sufría la ilusión de estar presidiendo un banquete de la alcaldía.
—Éste ha sido un incidente sumamente desdichado —empezó a decir el Kommandant, tapándose la nariz con un pañuelo.
—Es para mí un privilegio asistir a esta venerable reunión —farfulló el alcalde.
—Me agradaría ofrecerle mis… —dijo el Kommandant.
—Mi más sincera enhorabuena a… —le interrumpió el alcalde.
—Por este hecho injustificado —dijo el Kommandant.
—No todos tenemos el honor de…
—De tenerle encerrado bajo llave.
—Servir al público lo mejor posible…
—No volverá a ocurrir.
—Espero con interés…
—Oh, ¡maldita sea! —dijo el Kommandant, que había perdido el hilo de la conversación.
Por último, tres carceleros le ayudaron a firmar una declaración que ni siquiera pudo ver, mucho menos leer, que decía que no tenía ninguna queja del trato recibido y que agradecía a la policía su protección; y tras esto, le condujeron hasta la ambulancia que estaba esperando y se le permitió irse a casa.
Algunos de los otros detenidos se mostraron mucho menos razonables y alguno creyó que el Kommandant era simplemente otro interrogador aún más siniestro.
—Ya sé lo que quiere que confiese —dijo el director del banco Barclays al verle—. Muy bien, lo admitiré. Pertenezco a la Iglesia Anglicana y soy comunista.
El Kommandant le miró un tanto confuso. Tenía la cara horriblemente magullada y los tobillos hinchadísimos de permanecer tanto tiempo de pie.
—¿De veras? —preguntó inseguro el Kommandant.
—No —dijo el director, animado por su tono inseguro—. No lo soy. Apenas voy a la iglesia. Sólo cuando mi mujer insiste en que lo haga y ella es evangelista.
—Entiendo —dijo el Kommandant—. Pero es comunista.
—Oh, Dios mío —gimió el director—, ¿cree que sería director de banco si fuera comunista?
El Kommandant le acercó sobre la mesa la declaración que quería que firmara el director y le dijo irritado:
—Me tiene sin cuidado lo que sea usted mientras firme esto. Si se niega a hacerlo, le acusaré de terrorismo.
—¿Terrorismo? —graznó aterrado el director de banco—. Pero si no soy terrorista.
—Según su propia declaración, meó en el embalse de Hluwe, lo cual, según la Ley de reforma de las leyes generales de 1962, es un acto de terrorismo.
—¿Mear en un embalse?
—Contaminar aguas de consumo público. Se castiga con la pena de muerte.
El director firmó la declaración y quedó en libertad.
Cuando el Kommandant concluyó a plena satisfacción sus entrevistas con los detenidos, era ya bastante entrada la noche y aún tenía que afrontar el difícil problema de las explosiones. Cierto que no había habido nuevos atentados desde que los avestruces se autodestruyeron y destruyeron una serie de edificios públicos, pero la seguridad ciudadana no quedaría restaurada hasta que no detuvieran a los saboteadores. El Kommandant salió de la cárcel y pidió a Els que le llevara de nuevo a la comisaría.
Después de subir las escaleras y pasar junto al policía de guardia que atendía a un hombre que había ido a denunciar el robo de su coche, cayó en la cuenta de la enormidad de la tarea que tenía ante sí. Con una fuerza policial desmoralizada tenía que defender la ciudad de unos terroristas tan perfectamente organizados que habían utilizado los explosivos de la propia policía para sus bombas y que, aparte de un hombre muerto en los servicios del Majestic Cinema, eran absolutamente inidentificables. Semejante tarea desanimaría a un hombre inferior y el Kommandant van Heerden no se hacía ilusiones. Él era un hombre inferior.
Pidió una cena rápida a un café griego y mandó llamar al sargento Breitenbach.
—Los agentes secretos esos de los que andaba siempre hablando Verkramp —le dijo—, ¿sabe usted algo de ellos?
—Creo que descubrirá usted que Verkramp perdió el contacto con ellos —dijo el sargento.
—Le aseguro que no es el único contacto que ha perdido Verkramp —dijo con pesar el Kommandant. Seguía viva en su memoria la imagen de Verkramp—. ¿Alguien sabe quiénes son?
—No, señor.
—Ha de haber informes —dijo el Kommandant.
—Quemados, señor.
—¿Quemados? ¿Quién los quemó?
—Verkramp, cuando se volvió loco, señor.
—¿Todos?
El sargento Breitenbach asintió.
—Tenía una carpeta que llamaba Operación Complot Rojo. Nunca vi lo que había dentro, pero sé que la quemó la noche que explotaron los avestruces. Le impresionaron terriblemente, señor, los avestruces. Era un hombre distinto después de ver explotar uno en la calle ahí mismo.
—Sí, en fin, eso no nos sirve de mucho —dijo el Kommandant, que terminó de cenar y se limpió la boca—. Sabe, hay algo —prosiguió retrepándose en su asiento— que hace mucho que me preocupa y es por qué querrían los comunistas poner escuchas en mi casa. Según parece, Verkramp creía que querían descubrir algo sobre mí. Lo cual no resulta verosímil. Yo no hago nada.
—No, señor —dijo el sargento. Recorrió la habitación con la vista bastante nervioso—. ¿Cree usted que el Luitenant Verkramp se recuperará alguna vez? —preguntó.
El Kommandant van Heerden no tenía dudas al respecto.
—No tiene más posibilidades que una rata de plástico en el infierno —dijo, satisfecho. El sargento pareció aliviado.
—En tal caso, creo que debe saber usted que no fueron los comunistas quienes colocaron los micrófonos, señor.
Hizo una pausa para permitir al Kommandant captar las implicaciones de lo que le acababa de decir.
—¿Quiere decir…? —dijo el Kommandant, adquiriendo un color alarmante.
—Verkramp, señor —se apresuró a decir el sargento.
—¿Quiere usted decir que ese cabrón puso escuchas en mi casa? —gritó el Kommandant. El sargento Breitenbach asintió en silencio y esperó a que el Kommandant se calmara.
—Según dijo, cumplía órdenes del DSE, señor —dijo cuando el Kommandant se calmó un poco.
—¿DSE? —preguntó el Kommandant—. ¿Órdenes del DSE? —Se percibía en su tono un nuevo matiz de preocupación.
—Eso dijo, señor. Pero yo no lo creo —le dijo el sargento Breitenbach.
—Entiendo —dijo el Kommandant, intentando pensar por qué estaría interesado en su vida privada el Departamento de Seguridad del Estado. La idea no era tranquilizadora. Las personas por las que se interesaba el DSE solían caerse por la ventana del décimo piso de la sede de Seguridad en Johanesburgo.
—Creo que también eso formaba parte de su demencia, señor —siguió diciendo el sargento—, parte de su campaña de limpieza.
El Kommandant le miró indeciso.
—¡Santo cielo! —exclamó—, ¿trata usted de decirme que toda la cháchara de Verkramp sobre agentes comunistas era sólo una excusa para averiguar si yo tenía un lío?
—Sí, señor —dijo el sargento Breitenbach, resuelto a no decir con quién creía que lo tenía.
—Pues todo lo que puedo decir es que Verkramp tiene suerte de estar en el manicomio. Si no estuviera, le juro que degradaría a ese pedazo de cabrón.
—Sí, señor —dijo el sargento—. Esta noche no ha habido explosiones.
Estaba deseando pasar a un tema de conversación que no fuera la vida privada del Kommandant. Éste miró por las ventanas sin cristales de su despacho y suspiró.
—Ni la noche pasada. Ni anteanoche. No ha vuelto a haber explosiones desde que Verkramp está en el manicomio. Extraño, ¿verdad?
—Muy extraño, señor.
—Todos los atentados se produjeron mientras Verkramp estuvo al mando —continuó el Kommandant—. Y todos los explosivos procedían del arsenal de la policía. Desde luego, es extrañísimo.
—¿Está usted pensando lo mismo que yo? —preguntó el sargento.
El Kommandant van Heerden le miró atentamente.
—No estoy pensando en lo que estoy pensando, y le aconsejo que haga lo mismo —dijo—. No tiene ningún sentido.
Se sumió en el silencio y consideró la horrible probabilidad que sugería la información del sargento Breitenbach. Si no había habido agentes comunistas implicados en la vigilancia de su casa… Se negó a seguir esta vía de razonamiento. ¿Y qué interés podía tener el DSE en todo el asunto? También esta línea de razonamiento parecía peligrosa.
—En fin, todo lo que sé es que tenemos que presentar en juicio a esos terroristas y declararles culpables si quiero seguir en mi puesto. Habrá un gran alboroto público por este asunto y tiene que subir alguien al patíbulo. —Se levantó cansinamente—. Me voy a la cama —dijo—. Por hoy ya he tenido bastante.
—Sólo otra cosa que creo que debe considerar usted, señor —dijo el sargento—. He estado haciendo una serie de cálculos sobre las explosiones. —Le puso delante una hoja de papel—. Si mira usted esto, comprobará que todas las noches en cuestión se produjeron doce explosiones. ¿Correcto? —El Kommandant van Heerden asintió—. La víspera de irse usted de vacaciones, el Luitenant Verkramp encargó doce copias de la llave del arsenal de la policía —se interrumpió y el Kommandant volvió a sentarse y apoyó la cabeza en las manos.
—Siga —dijo al fin—. Cuéntemelo todo.
—Verá, señor —continuó el sargento—. He estado verificando a los hombres que recogían los mensajes de los agentes secretos y todo parece indicar que también había doce agentes secretos.
—¿Intenta usted decirme que el propio Verkramp organizó las explosiones? —preguntó el Kommandant; sabía que la pregunta era innecesaria. Era evidente lo que pensaba el sargento Breitenbach.
—Eso es lo que parece, señor.
—¿Pero por qué diablos iba a hacerlo? No tiene el menor sentido —gritó frenético el Kommandant.
—Creo que ya estaba loco, señor.
—¿Loco? —gritó el Kommandant—. ¡Loco! No sólo estaba loco, era un jodido demente.
Cuando el Kommandant van Heerden se acostó al fin aquella noche, también él estaba al borde de la demencia. Los sucesos de todo el día se habían cobrado su tributo. Pasó una noche inquieta, agitándose y dando vueltas en la cama, mientras imágenes de avestruces explotando y policías homosexuales se mezclaban perturbadoramente con las de la señora Heathcote-Kilkoon ataviada únicamente con sombrero de copa y botas montando un inmenso caballo negro en un terreno salpicado de cráteres de bombas, mientras, en segundo plano, Els sonreía diabólicamente.
También el autor de casi todas las desdichas del Kommandant pasaba una noche bastante mala en el Hospital Mental Fort Rapier. Cierto que no tan mala como el viaje que había tenido durante el día, pero sí lo suficiente para convencer a la doctora von Blimenstein de que podía haberse equivocado en cuanto a la potencia de la dosis que le había dado.
Sólo el Konstabel Els durmió bien. Acomodado en el piso de Verkramp, que aparentemente estaba vigilando, había dado con las revistas de mujeres desnudas del Luitenant y las estuvo mirando hasta que se quedó dormido, soñando con el Konstabel Botha, cuya peluca rubia le parecía de lo más atractivo. Una o dos veces se retorció en el sueño, como un perro soñando con una cacería. Por la mañana, se levantó y fue en coche a casa del Kommandant; allí, las maldiciones susurradas procedentes de la cocina le indicaron que el Kommandant no encontraba muy agradable el editorial del Zuluíand Chronicle.
—Lo sabía, lo sabía —gritaba blandiendo el ultrajante artículo que acusaba a la policía de incompetencia, de torturar a personas inocentes y de ineptitud general para mantener la ley y el orden—. Dentro de nada estarán pidiendo un tribunal de investigación. ¿Adónde diablos llegará este país? ¿Cómo diablos esperan que mantenga la ley y el orden si la mitad de mis hombres son maricas?
—Ese lenguaje —dijo con aspereza—. Las paredes oyen.
—Ésa es otra —gruñó el Kommandant—, ¿se da usted cuenta de que durante el último mes he vivido prácticamente en un auditorio? En este lugar hay cachivaches por todas partes…
Pero la señora Roussouw ya había oído suficiente.
—No le toleraré eso —dijo. Fuera, junto a la ventana, Els sonreía oyendo con gran placer la discusión que siguió. Cuando al fin el Kommandant van Heerden salió de casa, la señora Roussouw había aceptado seguir como ama de llaves sólo después de que él se disculpara por sus críticas al trabajo de ella.
Un grupo de mujeres también airadas esperaba al Kommandant en la comisaría cuando llegó.
—Una delegación de esposas de policías, señor —le dijo el sargento Breitenbach cuando el Kommandant consiguió atravesar las escaleras en que ellas estaban reunidas.
—¿Qué cono quieren? —exigió saber él.
—Es en relación con sus maridos —explicó el sargento—. Vienen a exigir una rectificación.
—¿Rectificación? —graznó el Kommandant—. ¿Rectificación? ¿Qué diablos puedo hacer yo?
—Creo que no me ha entendido usted, señor —dijo el sargento—. Ellas lo que quieren es que haga usted algo con sus maridos.
—Ah, bueno. Hágalas pasar —dijo cansinamente el Kommandant. El sargento salió del despacho y el Kommandant tuvo que habérselas con doce mujeres grandes y claramente frustradas.
—Venimos a presentar oficialmente una queja —dijo la mayor de ellas, sin duda el portavoz del grupo.
—Bien —dijo el Kommandant—. Entiendo perfectamente.
—No lo creo —dijo la mujer. El Kommandant la miró y pensó que sí entendía.
—Deduzco que están aquí por sus maridos —dijo.
—Exactamente —continuó la mujer grande—. Nuestros maridos han sido sometidos a experimentos que les han privado de su virilidad.
El Kommandant tomó nota de la queja en una hoja de papel.
—Entiendo —dijo—. ¿Y qué esperan ustedes que haga yo al respecto?
La mujer corpulenta le dedicó una mirada desagradable.
—Queremos que todo el asunto se rectifique sin demora —dijo. El Kommandant se retrepó en su asiento y la miró con fijeza.
—¿Qué se rectifique?
—Sí —repuso la mujer con energía.
El Kommandant no sabía qué hacer. Decidió probar con la lisonja.
—Creo que la solución está en sus manos —dijo, con una sonrisa insinuante. Evidentemente, aquél no era el camino.
—Qué desagradable —gritó la mujer—, qué absolutamente repugnante.
El Kommandant van Heerden se puso coloradísimo.
—Por favor, no, señoras, por favor… —dijo. Pero no contuvo a las mujeres.
—Luego nos dirá que usemos velas y zanahorias.
—Señoras, por favor, no tergiversen mis palabras —dijo el Kommandant, intentando desesperadamente calmarlas—. Yo lo único que quería decir es que si ustedes se juntaran…
En el alboroto que siguió, el Kommandant van Heerden se oyó decir que estaba seguro de que si adoptaban una postura adecuada y hacían un esfuerzo conjunto…
—Contrólense, por amor de Dios —gritaba mientras las mujeres rodeaban su escritorio gritando. Entró en el despacho el sargento Breitenbach y consiguió restaurar el orden con ayuda de dos policías heterosexuales.
Por último, un Kommandant bastante desaliñado dijo a las mujeres que haría cuanto pudiera.
—Pueden estar ustedes seguras de que haré lo imposible para que sus maridos vuelvan a cumplir con sus deberes conyugales —dijo. Las mujeres salieron de una en una del despacho. En las escaleras, el Konstabel Els preguntó a algunas de ellas si podía ayudarlas en algo y quedó citado con tres para la noche. Después de marcharse todas, el Kommandant pidió al sargento Breitenbach que consiguiera fotografías de hombres desnudos.
—Tenemos que hacer lo mismo a la inversa —dijo.
—¿Negros o blancos, señor?
—Negros y blancos —dijo el Kommandant—. Más vale no cometer nuevos errores.
—¿No le parece que debiéramos pedir consejo a un buen psiquiatra? —inquirió el sargento.
El Kommandant van Heerden consideró el asunto.
—¿De dónde cree que sacó Verkramp la idea? —preguntó.
—Estuvo leyendo un libro de un profesor, de un tal Ice Ink[9].
—Un nombre bastante extraño para un profesor —dijo el Kommandant.
—Un profesor bastante extraño —dijo el sargento—. Creo que deberíamos pedir ayuda a un buen psiquiatra.
—Tal vez —aceptó el Kommandant, indeciso. El único psiquiatra que conocía era la doctora von Blimenstein y tenía sus reservas en cuanto a pedirle ayuda.
A última hora de la mañana, había cambiado de idea. Le había visitado una delegación de hombres de negocios de Piemburgo con la idea de formar un grupo de vigilancia que ayudara a la policía en su hasta el momento infructuoso intento de proteger la vida y las propiedades contra los terroristas y había recibido una serie de requerimientos de abogados que alegaban que sus clientes, es decir, el alcalde y otros treinta y cinco ciudadanos notables, habían sido detenidos ilegalmente y torturados. Y para rematarlo todo, le había llamado por teléfono el jefe de policía de Zululandia exigiendo la detención inmediata de los responsables de los ataques terroristas.
—Le hago a usted personalmente responsable, van Heerden —gritó el jefe de policía, que llevaba años buscando una excusa para degradar al Kommandant—. Entiéndalo. Personalmente responsable de lo ocurrido. O se produce una acción inmediata o pediré su dimisión. ¿Entendido?
El Kommandant entendía. Colgó el receptor con la expresión de una rata enorme acorralada en un rincón minúsculo.
Las consecuencias de la amenaza del jefe de policía se hicieron sentir en la media hora siguiente.
—Me tiene sin cuidado quiénes sean —gritó el Kommandant al sargento Breitenbach—. Quiero que arresten a todos los grupos de once individuos.
—Vaya, ¿incluso al alcalde y a los concejales? —preguntó el sargento.
—¡No! —gritó el Kommandant—. Al alcalde y a los concejales no, pero sí a todos los demás grupos de once sospechosos.
Como siempre, el sargento Breitenbach dudaba.
—Creo que eso nos crearía problemas, señor —indicó.
—¿Problemas? —chilló el Kommandant—. ¿Qué cree que es lo que tenemos? Es mi cuello el que está en juego y si cree usted que voy a darle al maldito comisario la oportunidad de cortármelo, será mejor que cambie de idea.
—Yo pensaba en el DSE, señor —dijo el sargento.
—¿El DSE?
—Supuestamente, los agentes del Luitenant Verkramp eran hombres del Departamento de Seguridad del Estado de Pretoria, señor. No creo que el DSE tomara a bien que los arrestáramos.
El Kommandant le miró furioso.
—¿Y qué diablos quiere usted que haga yo? —preguntó, con una creciente sensación de histeria—. El comisario me dice que arreste a los responsables de los atentados. Usted me dice que si lo hago pondré al DSE en contra mía. ¿Qué diablos puedo hacer?
El sargento Breitenbach no tenía idea. Por último, el Kommandant retiró la orden de detener a todos los grupos de once individuos, mandó retirarse al sargento y se quedó en su despacho considerando aquel problema que parecía insoluble.
Al cabo de diez minutos, había dado con la solución y a punto estaba de mandar a Els bajar a las celdas a por once prisioneros negros que se estrellarían en un coche robado lleno de gelignita del arsenal de la policía (como prueba de que la policía sudafricana en general y el Kommandant van Heerden en particular podían actuar con rapidez y eficacia contra los saboteadores comunistas), cuando se le ocurrió que todo el plan tenía un fallo. Todos los hombres que habían sido vistos alimentando a los avestruces eran blancos. Soltó una maldición y volvió a considerar el problema.
—Verkramp tiene que estar demente —murmuró por enésima vez y precisamente estaba considerando la naturaleza de la demencia del teniente cuando dio con una brillante solución.
Descolgó el teléfono, llamó a la doctora von Blimenstein y concertó una cita con ella para después del almuerzo.
—¿Qué quiere que haga el qué? —preguntó la doctora von Blimenstein cuando el Kommandant le expuso su plan. Intentó poner en marcha la grabadora, pero el Kommandant se inclinó hacia adelante y la desconectó.
—Creo que no me entiende usted —dijo el Kommandant, resuelto a hacer entrar en razón a la doctora—. Debe usted cooperar conmigo o sacaré a Verkramp del hospital y le acusaré de la destrucción premeditada de propiedad pública y sabotaje y le llevaré a juicio.
—Pero usted no esperará que yo… —dijo la doctora avanzando hacia la puerta. La abrió con súbita rapidez y se encontró frente a frente con el Konstabel Els. Se apresuró a cerrarla de nuevo y volvió a su sitio—. Esto es demasiado —protestó.
El Kommandant van Heerden le dedicó una sonrisa espantosa.
—No puede detener a mi Balthazar —prosiguió la doctora, intentando mantener una cierta fortaleza frente a aquella sonrisa—. Todavía ayer me dijo usted que había manejado todo el asunto habilísimamente y con un excepcional grado de responsabilidad.
—¿Habilísimamente? —gritó el Kommandant—. Voy a explicarle lo habilísimo que ha sido el muy cabrón. Su maldito Balthazar es el responsable de la mayor oleada de terrorismo que haya visto jamás este país. Comparados con él, los guerrilleros del Zambesi están jugando a los soldados. Es responsable de la destrucción de cuatro puentes de carretera, dos líneas férreas, un transformador, la central de teléfonos, cuatro depósitos de gasolina, un gasómetro, cinco mil acres de caña de azúcar y una emisora de radio, y tiene usted el valor de decirme que ha sido hábil.
La doctora von Blimenstein se desplomó en su butaca y miró fijamente al Kommandant.
—No tiene usted pruebas —gimoteó al fin—. Y además, él no se encuentra bien.
El Kommandant se inclinó sobre el escritorio y la miró fijamente a la cara mientras decía:
—¿Bien? ¿Bien? Cuando el verdugo acabe con él, se encontrará bastante peor, créame usted.
La doctora von Blimenstein le creía. Cerró los ojos y sacudió la cabeza como para librarse de la mirada del Kommandant y de la horrible visión de su novio en la horca. Seguro de haberla convencido, el Kommandant se relajó.
—Después de todo, sólo se trata de hacer lo que los pobres tipos quisieron hacer y fallaron —explicó—. No es igual que si les pidiéramos que fueran contra sus tendencias naturales.
La doctora von Blimenstein abrió los ojos y le miró con expresión suplicante.
—Pero Balthazar y yo nos hemos prometido en matrimonio —dijo.
Ahora le tocaba sorprenderse al Kommandant. La idea de aquella doctora pechugona casada con la criatura simiesca que había visto el día antes cabrioleando por su celda le dejó sin habla. Empezaba a comprender la expresión de abyecto terror que había visto en los ojos de Verkramp.
—Enhorabuena —susurró—. En tal caso, aún hay más motivos para que haga usted lo que le estoy proponiendo.
La doctora asintió apesadumbrada y dijo:
—Supongo que sí.
—Veamos, entonces, analicemos los detalles —dijo el Kommandant—. Se las arreglará usted para colocar a once pacientes con varios intentos de suicidio incomunicados en una sala. Y utilizará usted su terapia de aversión para adoctrinarles en las ideas marxistas-leninistas…
—Pero eso es imposible —dijo la doctora—, la terapia de aversión no puede usarse para inculcar ideas a la gente. Sólo puede curarse a la gente de hábitos que ya tenga.
—Eso es lo que se cree usted —le dijo el Kommandant—. Puede venir y comprobar las ideas que su Balthazar ha inculcado en mis policías. Le aseguro que no les ha curado de ningún hábito.
La doctora von Blimenstein lo intentó de otro modo.
—Además yo no tengo ni idea del marxismo-leninismo —dijo.
—Es una lástima —dijo el Kommandant, e intentó recordar alguien que fuera entendido en el tema. La única persona que conocía que lo fuera estaba cumpliendo una condena de veinticinco años en la cárcel de Piemburgo—. No se preocupe por eso —dijo al fin—. Conseguiré traer a alguien que sí sabe.
—¿Y qué hará después? —preguntó la doctora.
El Kommandant van Heerden sonrió.
—Creo que puede dejarme usted tranquilamente el resto a mí —dijo, y se levantó. Cuando salía del despacho, se volvió y agradeció a la doctora su colaboración—. Recuerde que todo es por el bien de Balthazar —dijo, y se fue camino del coche, seguido por el Konstabel Els.
En su despacho, la doctora von Blimenstein consideraba la terrible tarea que le había encomendado el Kommandant. «Supongo que no es más que otra forma de eutanasia», pensó, y empezó a elaborar una lista de pacientes adecuadamente suicidas. La doctora von Blimenstein siempre había estado de acuerdo con la forma de tratamiento mental entronizada en el Tercer Reich.
No podría decirse en absoluto lo mismo del hombre de la prisión de Piemburgo a quien el Kommandant visitó a continuación. Condenado a veinticinco años de cárcel por su participación en la conspiración de Rovonia, de la cual en realidad no sabía nada, Aaron Geisenheimer llevaba seis años en confinamiento solitario consolándose con la idea de que estaba a punto de producirse una revolución que le llevaría a él si no a la propia, al menos sí a la revolución de algún otro. Con esta idea, y con la Biblia, que, gracias a la política religiosa de las autoridades de la penitenciaría, era el único libro que se permitía leer a aquel judío extraviado. Dado que Aaron Geisenheimer había pasado su juventud dedicado al estudio obsesivo de las obras de Marx, Engels y Lenin, y dado también que procedía de una familia de eruditos rabínicos, no era en absoluto sorprendente que tras seis años de contacto más o menos forzado con las Sagradas Escrituras, se hubiera convertido en una mina de información escritural. Y no era nada tonto además, como sabía muy bien el capellán de la prisión. El capellán solía salir de la celda de confinamiento solitario número dos, tras una hora de adoctrinamiento a Geisenheimer en el cristianismo, con ciertas dudas sobre la divinidad de Cristo y con cierta propensión a considerar Das Kapital un intermedio entre Reyes I y el Cantar de los Cantares. Para colmo de males, Aaron Geisenheimer complementaba su sesión diaria de treinta minutos en el patio de ejercicios, asistiendo a todos los servicios de la capilla de la cárcel, donde su presencia crítica obligó al capellán a elevar el nivel intelectual de sus sermones hasta el punto de que resultaban absolutamente ininteligibles para el resto de la congregación, aunque seguían permitiendo al marxista formular considerables críticas. Debido precisamente a las quejas del capellán, fue una alegría para el alcaide que el Kommandant van Heerden le dijese que estaba pensando en trasladar a Geisenheimer a Fort Rapier.
—Haga usted lo que quiera con ese cabrón —le dijo—. Será una satisfacción para mí, no verle más. Ha conseguido que algunos de los guardianes se pongan insignias maoístas.
El Kommandant le dio las gracias y bajó a la celda de confinamiento solitario número dos, donde el prisionero estaba concentrado en Amos.
—Aquí dice: «Por eso el prudente guardará silencio en tal momento; pues son malos tiempos» —dijo Geisenheimer cuando el Kommandant le preguntó si tenía quejas.
El Kommandant van Heerden echó una ojeada a la celda.
—Bastante reducido esto, eh —dijo—. No hay sitio ni para ahorcar a un gato.
—Sí, desde luego, tiene razón.
—¿Le gustaría trasladarse a un lugar más amplio? —inquirió el Kommandant.
—Timeo Danaos et dona ferentis —contestó Geisenheimer.
—No me venga con cháchara cafre a mí —gritó el Kommandant—. Le he preguntado si le gustaría un lugar más amplio.
—No —dijo Geisenheimer.
—¿Por qué diablos no? —preguntó el Kommandant.
—Dice aquí: «Es como quien huyendo del león diera con el oso; como quien al entrar en casa y apoyar la mano en la pared fuera mordido de serpiente». Parece un punto de vista razonable.
El Kommandant van Heerden no quería llevar la contraria a Amos, pero seguía perplejo.
—A veces debe sentirse bastante solo aquí —dijo.
Geisenheimer se encogió de hombros.
—Creo que eso es propio de las celdas de confinamiento solitario —dijo filosóficamente.
El Kommandant volvió al despacho del alcaide Schnapps y le comunicó que no tenía la menor duda respecto a la locura de Geisenheimer. Por la tarde, trasladaron al marxista al Hospital Mental Fort Rapier, donde se encontró con otras once camas y con las obras completas de Marx y Lenin, amablemente proporcionadas por el departamento de libros confiscados de la comisaría de Piemburgo. Cuando el Kommandant se los dio a la doctora von Blimenstein, recordó la terapia de aversión de los policías homosexuales.
—Ah, otra cosa —le dijo, cuando la doctora explicó que ya tenía una lista de once suicidas—. Me gustaría que pasara usted esta tarde a primera hora por el cuartel. Quiero su consejo para conseguir volver normales a unos cuantos maricas.