Mientras la señora Heathcote-Kilkoon y el Kommandant van Heerden se vestían, les embargaba la depresión que sigue al coito.
—Ha sido muy agradable conocer a un auténtico hombre, para variar —murmuró ella—. No tiene idea de lo molesto que puede llegar a ser Henry.
—Creo que sí —dijo el Kommandant, que no olvidaría fácilmente su reciente galopada de pesadilla. Y además no le apetecía especialmente volver a ver al coronel al poco de haber tenido, según lo expresaba él con delicadeza, conocimiento carnal de su esposa—. Creo que regresaré directamente desde aquí al balneario.
Pero la señora Heathcote-Kilkoon no quiso ni oír hablar de ello.
—Mandaré a Boy a recogerle con el Land-Rover —dijo—. No está en condiciones de ir caminando a ningún sitio. Y menos después de la caída y con todo este calor.
Antes de que el Kommandant pudiera impedírselo, había salido del bosque, había montado en su caballo y se alejaba.
El Kommandant van Heerden se sentó en un tronco y se puso a considerar la experiencia romántica por la que acababa de pasar.
«Experiencia es la palabra para el caso», murmuró en voz alta y se asustó al oír moverse detrás los arbustos y una voz que decía:
—Delicioso pastelillo, ¿eh?
El Kommandant conocía aquella voz. Se volvió y vio a Els, que sonreía entre dientes.
—¿Qué diablos hace usted aquí? —le preguntó—. Creí que estaba muerto.
—¿Yo? ¿Muerto? Nunca. —El Kommandant empezaba a creer que Els tenía razón. Había en él algo eterno, como el pecado original—. Haciéndolo con la vieja del coronel, ¿eh? —continuó Els con una familiaridad que repugnaba bastante al Kommandant.
—Lo que haga con mi tiempo libre no es asunto suyo —le dijo enérgicamente.
—Tal vez sea asunto del coronel —dijo alegremente Els—. Quiero decir, que tal vez le guste saber…
—No me interesa lo que pueda gustarle saber al coronel —se apresuró a interrumpirle el Kommandant—. Lo que a mí me gustaría saber es cómo no murió usted en la prisión de Piemburgo con el alcaide y el capellán.
—Fue un error. Me confundí entre los presos.
—Comprensible —dijo el Kommandant.
Els cambió de tema.
—Ando pensando volver a la policía —dijo—. Ya estoy harto de ser Harbinger.
—¿Anda pensando qué? —preguntó el Kommandant. Probó a soltar una carcajada, pero no sonó muy convincente.
—Me gustaría volver a ser policía.
—Debe estar usted de broma —dijo el Kommandant.
—En absoluto. Tengo que pensar en mi pensión y está el dinero de la recompensa que gané por capturar a la señorita Hazelstone.
El Kommandant consideró lo del dinero de la recompensa y procuró dar con una respuesta.
—Murió usted intestado —dijo al fin.
—No es cierto. Usted lo sabe. Yo fallecí en Piemburgo —dijo Els.
El Kommandant suspiró. Había olvidado lo difícil que era conseguir que Els entendiera las cosas más elementales de la ley.
—Intestado significa que murió usted sin hacer testamento —explicó, y la única reacción de Els fue quedársele mirando con interés.
—¿Ha hecho usted testamento? —le preguntó, manoseando amenazadoramente el cuerno de caza. Parecía que se iba a poner a tocarlo.
—No veo qué relación tiene eso con lo que estamos hablando —dijo.
—El coronel tiene derecho legal a matarle por haberse tirado a su mujer —le dijo Els—. Y es lo que hará si toco este cuerno para que vuelva.
El Kommandant van Heerden tuvo que admitir que, por una vez, Els tenía razón. La ley sudafricana no castigaba a los maridos que mataban a los amantes de sus esposas. Durante su carrera como oficial de policía, el Kommandant había tenido ocasión de animar a muchos hombres preocupados a este respecto. Para aumentar su propia preocupación, Els se acercó el cuerno a los labios.
—Muy bien, conforme —dijo el Kommandant—. ¿Qué es lo que quiere?
—Ya se lo he dicho. Volver a mi antiguo trabajo.
El Kommandant empezaba ya a prevaricar cuando el sonido del Land-Rover acercándose resolvió la cuestión.
—Muy bien —dijo—. Ya veré lo que puedo hacer —dijo—, aunque sabe Dios cómo voy a explicar que un preso de color es en realidad un policía blanco.
—No tiene sentido preocuparse tanto por media pinta de alquitrán —dijo Els, utilizando una expresión que había aprendido del mayor Bloxham.
—Creo que ha tenido un leve contratiempo, amigo —dijo el mayor cuando el Land-Rover se detuvo junto al cadáver de Chaka—. Siempre dije que ese negro cabrón era una amenaza.
El Kommandant saltó a su lado y murmuró que estaba de acuerdo, aunque no era el caballo muerto el negro cabrón en quien él pensaba. En la parte de atrás, el Konstabel Els sonreía dichoso. Esperaba matar cafres y ahora de modo absolutamente legal otra vez.
Cuando se acercaban a la casa, el Kommandant vio al coronel y a la señora Heathcote-Kilkoon en lo alto de las escaleras esperándoles. Su actitud le sorprendió totalmente de nuevo. La mujer con la que hacía sólo una hora había disfrutado lo que sin exageración podría llamarse una intimidad conmovedora, se erguía ahora fría y distante en la puerta principal mientras su esposo daba muestras evidentes de embarazo, en completo desacuerdo con su papel.
—Lo siento extraordinariamente —murmuró, abriéndole la puerta del Land-Rover al Kommandant para que saliera—, nunca debí asignarle aquel caballo.
El Kommandant intentó dar con la respuesta adecuada a esta disculpa.
—Un agujero de oso hormiguero —dijo, recurriendo a una expresión que parecía servir para multitud de situaciones.
—Justamente —dijo el coronel—. Esos malditos chismes son peligrosos. Habría que taparlos.
Le precedió escaleras arriba y la señora Heathcote-Kilkoon dio un paso al frente para recibirle.
—Muy amable por venir —le dijo.
—Muy gentil de su parte recibirme —murmuró el Kommandant, enrojeciendo.
—Ha de procurar hacerlo más a menudo —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.
Entraron en la casa, donde La Marquise recibió al Kommandant con un comentario sobre el Flying Dutchman, que no le agradó especialmente.
—No haga caso —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Yo creo que estuvo maravilloso. Es que tienen envidia.
En los minutos siguientes, el Kommandant van Heerden se convirtió en centro de atención. El hecho de haber sido el primer hombre en saltar, aunque involuntariamente, el muro alto, provocaba murmullos de admiración de todos. Hasta el coronel dijo que tenía que quitarse el sombrero ante él; teniendo en cuenta la pérdida de Chaka y el estado de su jardín, sin mencionar el de su esposa, el Kommandant hubo de admitir que esto era sumamente generoso por su parte. Justo cuando acabó de explicar cómo había aprendido a montar en la granja de su abuela en Magaliesburg y que había montado para la policía de Pretoria, cayó la bomba.
—He de confesar que me asombra su calma, Kommandant —dijo el hombre gordo que sabía cómo conseguir descuento en los frigoríficos—; me asombra que venga aquí y vaya de caza mientras hay todos esos problemas en Piemburgo.
—¿Problemas? ¿Qué problemas? —preguntó el Kommandant.
—¿Cómo? ¿Quiere decir que no lo sabe? —preguntó a su vez el gordo—. Ha habido una oleada de sabotajes. Explosiones por toda la ciudad. Volaron la antena de radio. No hay electricidad. Un caos absoluto.
El Kommandant van Heerden soltó una maldición mientras vaciaba en el recipiente más próximo el vaso de Cointreau que estaba bebiendo.
—Lamento que no tengamos teléfono —dijo la señora Heathcote-Kilkoon al verle buscar con la mirada por el salón—. Henry no lo quiere, por razones de seguridad. Siempre está llamando a su agente de Bolsa.
El Kommandant tenía demasiada prisa para seguir escuchando las historias del agente de Bolsa de Henry… Bajó corriendo las escaleras hacia su coche, donde, como podría haber esperado, ya estaba Els al volante. Con la impresión de que la insolencia de Els era equiparable a las noticias que acababa de recibir, el Kommandant subió a la parte de atrás. El desastre se veía por doquier; se veía claramente en la franja herbosa donde Els reculó antes de dar la vuelta en el camino con un chorro de grava que parecía sugerir que estuviera sacudiéndose de los pies el polvo de Damas Blancas.
La señora Heathcote-Kilkoon les vio partir desde la galería con tristeza. «Despedirse es morir un poco», murmuró y se acercó al coronel que miraba disgustado el interior de la pecera del pez tropical, donde la bebida del Kommandant empezaba ya a producir extraños efectos.
—Eso fue lo que le pasó al pobre Willy —dijo el coronel.
Cuando entraban en Weezen, el Kommandant se maldecía por su propia estupidez.
«Tenía que haber sabido que Verkramp lo liaría todo», pensaba; ordenó a Els detenerse en la comisaría de policía del pueblo. La información que allí le dieron no hizo nada por restaurar su confianza.
—¿Qué hacen qué? —preguntó asombrado cuando el sargento al mando le explicó que Piemburgo había sido invadido por hordas de avestruces autodetonantes.
—Vuelan por la noche en grandes bandadas —dijo el sargento.
—Eso es una cochina mentira, para empezar —gritó el Kommandant—. Los avestruces no vuelan. No pueden hacerlo.
Volvió al coche y ordenó a Els arrancar. Fuera lo que fuera lo que podían o no podían hacer los avestruces, había una cosa segura: en Piemburgo había ocurrido algo que había dejado la ciudad aislada del mundo exterior. Las líneas telefónicas no funcionaban desde hacía días.
Mientras el coche avanzaba con estruendo por la polvorienta carretera hacia el puerto de Rooi Nek, el Kommandant van Heerden tenía la impresión de que se iba de un mundo idílico de paz y cordura y regresaba a un infierno de violencia en cuyo centro estaba la diabólica figura del Luitenant Verkramp. Iba tan inmerso en sus propios pensamientos, que sólo una o dos veces se le ocurrió decirle a Els que no condujera de forma tan peligrosa.
La sensación de catástrofe inminente se acrecentó en Sjambok con la noticia de que habían volado los puentes de la carretera de salida de Piemburgo. En Voetsak se enteró de que la estación depuradora de aguas residuales había sido destruida. El Kommandant decidió seguir directamente sin parar hasta Piemburgo.
Al cabo de una hora, cuando bajaban la colina del Imperial View, hallaron la primera prueba palpable de sabotaje.
Se había instalado un control de carretera en el puente provisional que sustituía al que habían destruido los agentes secretos de Verkramp. El Kommandant bajó a inspeccionar los daños, mientras un policía registraba el coche.
—Tengo que hacer un registro personal también —dijo el policía, y antes de que el Kommandant pudiera identificarse, palpó los pantalones de éste con sorprendente minuciosidad—. Sólo obedezco órdenes, señor —dijo el policía cuando el Kommandant gruñó alegando lo improbable que era que guardara allí explosivos. El Kommandant van Heerden volvió rápidamente al coche y desde allí gritó al agente:
—Y cámbiese de loción de afeitar. Apesta a cien leguas.
Siguieron hacia la ciudad y el Kommandant se quedó pasmado al fijarse en dos agentes de policía que paseaban por la acera cogidos de la mano.
—Deténgase —le dijo a Els. Y salió del coche—. ¿Puede saberse qué diablos hacen? —les gritó.
—La ronda, señor —repusieron los hombres al unísono.
—¿Cómo? ¿Cogiditos de la mano? —gritó el Kommandant—. ¿Acaso quieren que los ciudadanos piensen que son ustedes unos maricas de mierda?
Los policías se soltaron y el Kommandant volvió al coche.
—¿Pero qué diablos habrá pasado? —murmuró.
En el asiento delantero, Els sonreía para sí. En su ausencia se habían producido algunos cambios en Piemburgo. Estaba empezando a pensar que iba a disfrutar muchísimo volviendo a la Policía sudafricana.
Cuando llegaron al fin a la comisaría, el Kommandant estaba de pésimo humor.
—Que se presente el Kommandant en funciones —gritó al entrar al policía de guardia y subió las escaleras, preguntándose si le engañaría su imaginación o de verdad le habría mirado lascivamente. Su primera impresión de que se había producido un derrumbe de la disciplina quedó confirmada por el estado de su despacho. Las ventanas no tenían cristales y las cenizas de la chimenea llenaban toda la estancia. Contemplaba anonadado todo el desbarajuste cuando se oyó una llamada a la puerta y entró el sargento Breitenbach.
—¿Dígame, en nombre de Dios, qué es lo que ha pasado aquí? —gritó al sargento, aliviado al no advertir en él signo alguno de afeminamiento.
—Verá, señor… —empezó a decir el sargento, pero el Kommandant le interrumpió.
—¿Qué es lo que me encuentro al volver? —gritó, en un tono de voz que hizo dar un brinco al policía de guardia abajo y pararse en la calle a algunos transeúntes—. Maricas. Bombas. Avestruces explosivos. ¿Le sugiere algo todo esto? —El sargento Breitenbach asentía—. Yo diría que sí. Me voy unos días de vacaciones y la noticia siguiente es que hay una oleada de terrorismo. Puentes de carretera volados. No funcionan los teléfonos. Policías paseando cogidos de la mano y ahora esto. Mi propio despacho patas arriba.
—Esto fueron los avestruces, señor —farfulló el sargento.
El Kommandant van Heerden se derrumbó en una butaca y apoyó la cabeza en las manos.
—Dios mío, esto bastaría para volver loco a un hombre.
—Así ha sido, señor —dijo con tristeza el sargento.
—¿Qué?
—Que ha vuelto loco a un hombre, señor. Al Luitenant Verkramp, señor.
El nombre de Verkramp sacó al Kommandant de su ensueño.
—¡Verkramp! —gritó—. Espere a que le ponga las manos encima a ese puerco. Voy a crucificarle al muy cabrón. ¿Dónde está?
—En Fort Rapier, señor. Se ha vuelto loco.
El Kommandant van Heerden asimiló esta información poco a poco.
—¿Quiere decir…?
—Le ha dado manía religiosa, señor. Se cree que es Dios.
El Kommandant miró incrédulo al sargento. La idea de que un hombre pudiera creerse Dios cuando la suya era una creación tan caótica como la de Verkramp, evidentemente resultaba inconcebible.
—¿Se cree que es Dios? —susurró—. ¿Verkramp?
El sargento Breitenbach había pensado bastante en el asunto.
—Creo que fue así como empezó todo el problema —explicó—. Quería demostrar lo que podía hacer.
—Pues lo ha conseguido, desde luego —dijo cansinamente el Kommandant contemplando el despacho.
—Tiene esa obsesión con el pecado, señor, y quería conseguir que los policías dejaran de acostarse con mujeres negras y…
—Todo eso ya lo sé.
—Empezó sometiéndoles a tratamiento de electrochoque y mostrándoles fotografías de mujeres negras desnudas y…
El Kommandant le interrumpió.
—No siga —dijo—. Creo que no podré soportarlo.
Se levantó y se acercó a su mesa. Abrió un cajón y sacó una botella de coñac que guardaba para las emergencias y se sirvió un vaso. Cuando terminó alzó la vista.
—Ahora empiece por el principio y cuénteme lo que ha hecho Verkramp.
El sargento Breitenbach se lo contó. Cuando terminó, el Kommandant movió la cabeza con tristeza.
—¿Así que no funcionó? ¿El tratamiento? —preguntó.
—Yo no diría eso, señor. Lo que pasa es que no funcionó tal como se esperaba. Quiero decir que le resultará difícil encontrar a uno de los policías sometidos a tratamiento en la cama con una negra. Lo intentamos y se ponían malísimos, no hubo forma.
—¿Intentaron que un policía se acostara con una negra? —preguntó el Kommandant, imaginándose ante el tribunal de investigación que inevitablemente se constituiría, teniendo que admitir que se había ordenado a los policías bajo su mando tener relaciones sexuales con negras como parte de sus obligaciones.
El sargento Breitenbach asintió.
—Pero fue imposible —dijo—. Puedo garantizarle que ni uno solo de esos doscientos diez hombres volverá a acostarse con una negra en la vida.
—¿Doscientos diez? —preguntó el Kommandant, pasmado ante la escala de las actividades de Verkramp.
—Así es, señor. La mitad de los agentes de la fuerza policial son maricas —dijo el sargento—. Y ni uno aceptaría acostarse con una negra.
—Supongo que eso ya es una novedad —dijo el Kommandant, buscando algo positivo en toda la serie de desastres.
—El problema es que tampoco lo harán con blancas. Al parecer, el tratamiento actuó en ambas direcciones. Tendría que ver usted las cartas de las esposas de los agentes que hemos recibido.
El Kommandant dijo que prefería no verlas.
—¿Y qué me dice de los avestruces explosivos? —preguntó—. ¿También eso tiene que ver con la manía religiosa de Verkramp?
—No, que yo sepa. Eso es obra de los saboteadores comunistas.
—Ellos otra vez —dijo cansinamente—. Supongo que no habrá encontrado usted alguna pista, ¿eh?
—Bueno, verá, algo hemos conseguido, señor. Tenemos la descripción de los hombres que estaban dándoles condones a los avestruces… —el sargento se interrumpió.
El Kommandant van Heerden le contemplaba atónito.
—¿Dándoles condones? —preguntó—. ¿Para qué demonios lo hacían, si puede saberse?
—El explosivo iba en el interior de los preservativos, señor. Fetherlites.
—¿Cómo dice? —preguntó el Kommandant, intentando imaginar de qué tipo de basura ornitológica se trataría.
—El nombre de la marca, señor. Tenemos también una descripción perfecta del individuo que compró las doce docenas. Se han presentado doce mujeres que dicen que le recuerdan.
—¿Doce docenas para doce mujeres? —dijo el Kommandant—. Maldita sea, claro que le recordarán. Yo diría que ese tipo es inolvidable.
—Las mujeres estaban en la tienda en la que él intentó comprar esos chismes —explicó el sargento—. También cinco barberos han dado una descripción que concuerda con la de las mujeres.
El Kommandant se debatía desesperado intentando imaginarse a un hombre de gustos tan indiscriminados.
—No puede llegar muy lejos —dijo al fin—. No, después de semejante cantidad.
—No, señor —dijo el sargento—. No llegó muy lejos. Un individuo que responde a su descripción y cuyas huellas dactilares corresponden a las halladas en los condones, apareció muerto en los lavabos del Majestic Cinema.
—No me sorprende —dijo el Kommandant.
—Desgraciadamente, no podemos identificarle.
—Demasiado extenuado, supongo —sugirió el Kommandant.
—Murió a causa de la explosión que se produjo en el lugar —explicó el sargento.
—¿Así que no han detenido a nadie?
El sargento asintió.
—El Luitenant ordenó el arresto de treinta y seis sospechosos nada más producirse las primeras explosiones.
—Bueno, eso ya es algo —dijo el Kommandant más animado—. ¿Alguno ha confesado algo?
El sargento Breitenbach vacilaba.
—Verá, el alcalde dice… —empezó a explicar.
—¿Qué tiene que ver el alcalde con todo esto? —preguntó el Kommandant con un terrible presentimiento.
—Es uno de los sospechosos, señor —admitió a regañadientes el sargento—. El Luitenant Verkramp dijo…
Pero el Kommandant van Heerden se había levantado ya, pálido de furia.
—No me cuente lo que dice ese cretino de mierda —gritó—. Estoy diez días fuera y media ciudad salta en pedazos, la mitad de los hombres del cuerpo se vuelven maricones rematados, un maníaco sexual compra la mitad de las existencias de preservativos, Verkramp detiene a ese maldito alcalde. ¿Qué cuernos puede importarme lo que diga Verkramp? ¡Lo que me preocupa es lo que hace el muy cretino!
El Kommandant guardó silencio un instante. Luego concluyó:
—¿Hay algo más que deba saber?
El sargento Breitenbach movía los pies nervioso.
—Hay otros treinta y cinco sospechosos en la cárcel, señor. El deán de Piemburgo. El concejal Cecil, el director del banco Barclays.
—¡Válgame Dios! Y supongo que les han interrogado a todos, ¿no? —graznó el Kommandant.
—Sí, señor —dijo el sargento Breitenbach que sabía muy bien a qué se refería el Kommandant con lo de interrogado—. Llevan ocho días sin sentarse. El alcalde ha admitido que no le agrada el gobierno, pero insiste en que él no voló la central telefónica. La única confesión un poco útil que hemos conseguido es la del director del banco Barclays.
—¿El director del banco Barclays? —preguntó el Kommandant—. ¿Qué hizo?
—Meó en el embalse de Hluwe, señor. Significa pena de muerte.
—¿Mear en el embalse de Hluwe significa pena de muerte? No lo sabía.
—Según la ley antiterrorista de 1962. Contaminar abastecimientos de agua, señor —dijo el sargento.
—Sí, claro —dijo vacilante el Kommandant—. Supongo que es así; pero todo lo que puedo decirle es que si Verkramp cree que puede colgar al director del banco Barclays por mear en un embalse tiene que estar loco. Me acercaré a Fort Rapier a ver a ese hijoputa.
En el Hospital Mental Fort Rapier, el Luitenant Verkramp sufría ansiedad aguda como consecuencia de los resultados absolutamente imprevistos de sus experimentos de terapia de aversión y antiterrorismo. Su convicción temporal de que era el Todopoderoso, había dado paso a una fobia a las aves. La doctora von Blimenstein sacaba sus propias conclusiones.
—Un caso simple de culpabilidad sexual junto con un complejo de castración —explicó a la enfermera, cuando Verkramp devolvió la cena arguyendo que era pollo relleno y lechuga francesa.
—Lléveselo —gritó—. No puedo tomar más.
Era igualmente inflexible respecto a los cojines de plumas y, de hecho, respecto a todo lo que recordara vagamente lo que la doctora von Blimenstein insistía en llamar nuestros amigos emplumados.
—Amigos míos, no —decía Verkramp, observando asustado a un pichón que había en un árbol junto a la ventana.
—Hemos de conseguir llegar al fondo de este asunto —dijo la doctora von Blimenstein. El teniente Verkramp la miró frenético.
—No diga eso —le gritó. La doctora tomó nota de este nuevo síntoma. «Complejo anal», pensó, y sacó de quicio a Verkramp preguntándole si había tenido alguna vez experiencias homosexuales.
—Sí —dijo Verkramp en un tono desesperado cuando la doctora insistió en saberlo.
—¿Quiere contármelo?
—No —dijo Verkramp, que no podía olvidar la imagen del lanzador Botha con peluca rubia—. No, no quiero.
La doctora von Blimenstein insistió.
—No conseguiremos nada si no se pone usted a bien con su inconsciente —le dijo—. Tiene que ser usted absolutamente sincero conmigo.
—Sí —dijo Verkramp, que estaba en Fort Rapier por no ser sincero con nadie.
Si en el transcurso del día la doctora von Blimenstein había llegado a la conclusión de que la raíz del derrumbe de Verkramp era sexual, su conducta durante la noche sugería otra explicación. Mientras tomaba nota de sus divagaciones sentada junto a su cama, la doctora advirtió que surgía una pauta nueva. Verkramp pasaba gran parte de las noches gritando cosas sobre bombas y agentes secretos y era evidente que el número doce le obsesionaba. La doctora recordó que había contado con frecuencia doce explosiones durante la oleada de terrorismo y no le sorprendió mucho el que el jefe de Seguridad de Piemburgo estuviera obsesionado con aquel número. Por otro lado, de los delirios nocturnos de Verkramp podía deducirse que había tenido trabajando para él doce agentes secretos. Decidió interrogarle por la mañana sobre este nuevo síntoma.
—¿Qué significa para usted el número doce? —le preguntó cuando le visitó al día siguiente.
Verkramp se puso pálido y empezó a temblar.
—Tengo que saberlo —afirmó la doctora—. Es por su propio bien.
—No se lo diré —dijo Verkramp que, si sabía algo, era que hablar del número doce no contribuiría en absoluto a su propio bien.
—No olvide que yo actúo como su médico —dijo la doctora—. Y que todo cuanto me diga será un secreto entre los dos.
El teniente Verkramp no estaba muy convencido.
—Para mí no significa absolutamente nada —dijo—. No sé absolutamente nada del número doce.
—Entiendo —dijo la doctora, tomando nota de la alarma de Verkramp—. Entonces, tal vez quiera hablarme de su viaje a Durban.
Ya no cabía la menor duda de que estaba muy cerca del quid de la neurosis de Verkramp. Su reacción lo indicaba sin lugar a dudas. Cuando llevaron de nuevo a la cama al farfullante Luitenant y le administraron sedantes, la doctora von Blimenstein estaba convencida de que podría curarle. Y estaba empezando a pensar que podría obtener otros beneficios del desvelamiento de sus problemas; y empezó a resurgir la idea del matrimonio, que nunca había olvidado del todo.
—Dígame —preguntó, cuando volvió a acostar a Verkramp—, ¿es cierto que no puede obligarse a una esposa a declarar contra su esposo?
Verkramp dijo que así era; con una sonrisa que sugería que haría bien en considerar el asunto, la doctora von Blimenstein salió de la habitación.
Cuando regresó al cabo de una hora, el paciente tenía lista la explicación de su obsesión por el número doce.
—Había doce saboteadores y eran…
—Absurdo —dijo la doctora—. Completamente absurdo. Había doce agentes secretos que estaban trabajando para usted y usted les llevó a Durban en su coche. ¿No es cierto?
—Sí. No, no lo es —sollozó Verkramp.
—Escúcheme bien, Balthazar Verkramp, si sigue usted mintiéndome, le inyectaré droga de la verdad y antes de que se dé cuenta de lo que pasa tendré su confesión completa.
Desde la cama, Verkramp la contemplaba paralizado de terror.
—No lo hará —vociferó—. No puede hacerlo.
La doctora von Blimenstein recorrió significativamente la habitación con la mirada. Más parecía una celda que una habitación particular.
—Aquí —le contestó— yo puedo hacer lo que quiera. Usted es mi paciente, yo soy su médico y si causa usted problemas, puedo ponerle una camisa de fuerza sin que usted pueda hacer nada al respecto. Así que dispóngase a contarme sus problemas y recuerde que conmigo sus secretos están a salvo. Como su asesora médica, nadie puede obligarme a explicar lo que haya ocurrido entre nosotros; a menos, claro está, que me citen al estrado de los testigos. En tal caso, evidentemente, me hallaría bajo juramento —la doctora hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Dijo usted que no se puede obligar a una mujer a declarar contra su esposo, verdad?
Las alternativas que se le ofrecían ahora a Verkramp eran peores que avestruces explosivos y policías maricas. Tendido en la cama, se preguntaba qué hacer. Si se negaba a admitir que era responsable de todas las explosiones y de la violencia de la ciudad, la doctora usaría el suero de la verdad para que confesara y además la tendría en su contra. Si lo admitía sin más, sólo acudiendo al altar eludiría las consecuencias legales de su celo. Al parecer, no tenía muchas posibilidades. Tragó saliva nervioso, miró en torno suyo por última vez antes de decidirse y pidió un vaso de agua.
—¿Querrá casarse conmigo? —preguntó al fin.
La doctora von Blimenstein sonrió con dulzura.
—Claro que sí, cariño. Claro que querré. Y acto seguido Verkramp estaba en sus brazos y la boca de la doctora apretaba sus labios con fuerza. Verkramp cerró los ojos y pensó en toda una vida con la doctora von Blimenstein. Le parecía preferible la horca.
Cuando el Kommandant van Heerden llegó a Fort Rapier a ver al teniente, no le sorprendió hallar el camino lleno de obstáculos. En primer lugar, el empleado de recepción era claramente un inútil. El hecho de tratarse de un esquizofrénico catatónico que la doctora von Blimenstein había elegido por su absoluta inmovilidad para utilizarlo en una época de grave carestía de personal, provocó una subida instantánea de la presión sanguínea al Kommandant.
—Deseo ver al Luitenant Verkramp —gritó al inmóvil catatónico; y a punto estaba de recurrir a la violencia cuando intervino un tipo alto de rostro excesivamente pálido.
—Creo que está en la Sala C —le dijo éste.
El Kommandant le dio las gracias y se dirigió a la Sala C, que pudo comprobar que estaba llena de mujeres maníaco-depresivas. Volvió entonces a recepción y, tras otro altercado unilateral con el empleado catatónico, volvió a pasar por allí casualmente el tipo alto. Le dijo que Verkramp estaba sin duda alguna en la Sala H. El Kommandant fue entonces a la Sala H, y, aunque le resultó imposible determinar lo que padecían realmente los pacientes que había en ella, le alegró comprobar que Verkramp no se encontraba entre ellos… Volvió hecho una furia a recepción y se encontró en el pasillo al hombre alto.
—¿Tampoco está allí? —le preguntó el tipo—. Entonces tiene que estar en la Sala E.
—A ver si se aclara su mente —gritó furioso Kommandant—. Primero me dijo que en la Sala C; luego que en la Sala H; y ahora que en la E.
—Un punto interesante el que acaba usted de plantear —le dijo el tipo.
—¿Qué punto? —preguntó el Kommandant.
—Lo de aclarar la mente —le dijo—. En primer lugar, presupone una distinción entre mente y cerebro. Si hubiera dicho usted «a ver si aclara el cerebro», las implicaciones serían muy distintas.
—Oiga, amigo —le dijo el Kommandant—, he venido a ver al Luitenant Verkramp, no a hablar de lógica con usted.
Y de nuevo se fue corredor adelante en busca de la Sala E. Averiguó entonces que aquella sección era para bantúes, por lo que era muy improbable, fuera cual fuera la dolencia de Verkramp, que estuviera entre ellos. Volvió entonces a recepción jurándose que asesinaría al tipo alto si le encontraba. Se encontró, en su lugar, ante la doctora von Blimenstein, que le indicó con acritud que estaba en un hospital, no en una comisaría de policía, y que debía actuar en consecuencia. Aplacado por esta prueba de autoridad, el Kommandant la siguió a su despacho.
—Veamos, ¿qué es lo que desea usted? —preguntó la doctora, sentándose tras su escritorio y mirándole con frialdad.
—Deseo visitar al Luitenant Verkramp —dijo él.
—¿Es usted su padre, pariente o tutor? —preguntó la doctora.
—Soy oficial de policía e investigo un delito —dijo el Kommandant.
—En tal caso, tendrá usted una orden. Me gustaría verla.
—Soy el jefe de policía de Piemburgo y Verkramp trabaja a mis órdenes. Esté donde esté, no necesito ninguna orden para poder visitarle.
La doctora von Blimenstein sonrió con aire condescendiente.
—Es evidente que no entiende usted las normas del hospital —dijo—. Hemos de ser extremadamente cuidadosos con las visitas de nuestros pacientes. No podemos permitir cualquier tipo de visita, ni que les molesten haciéndoles preguntas sobre su trabajo. Después de todo, los problemas de Balthazar se deben en gran medida al exceso de trabajo y me temo que tendré que hacerle responsable a usted.
Tanto asombró al Kommandant oírla referirse a Verkramp como Balthazar, que no pudo dar con la respuesta adecuada.
—Claro que si me indica usted el tipo de preguntas que desea plantearle, tal vez pueda ayudarle —prosiguió la doctora, consciente de la ventaja que había conseguido.
Al Kommandant se le ocurrían muchísimas preguntas que plantear a Verkramp, pero consideró más prudente no mencionarlo de momento. Explicó que sólo quería saber si podría aclararle en alguna medida la serie de explosiones que se habían producido recientemente.
—Entiendo —dijo la doctora von Blimenstein—. Veamos, si he entendido bien, está usted satisfecho de cómo el Luitenant manejó la situación durante su ausencia, ¿no es así?
El Kommandant van Heerden decidió que una política de apaciguamiento era la única posible para conseguir que la doctora le permitiera ver a Verkramp.
—Sí —le dijo—. El Luitenant Verkramp hizo todo cuanto pudo para solucionar los problemas.
—Bien —dijo la doctora animosamente—. Me complace oírselo decir. Comprenda usted que es importante que no hagamos sentirse culpable al paciente. En gran medida, los problemas de Balthazar son resultado de un sentimiento de culpabilidad e inadaptación. Y no deseamos en modo alguno intensificar esa sensación, ¿no es cierto?
—Desde luego —dijo el Kommandant, que estaba muy dispuesto a creer que los problemas de Verkramp tenían que ver con la culpa.
—Así que he de entender que está usted absolutamente satisfecho con su trabajo y cree que él manejó la situación hábilmente y con un grado excepcional responsabilidad. ¿Estoy en lo cierto?
—Absolutamente —dijo el Kommandant—. No podría haberlo hecho mejor aunque lo hubiera intentado.
—En tal caso, creo que podrá verle —dijo la doctora von Blimenstein, y desconectó la grabadora del escritorio. Se levantó y avanzó por el corredor, seguida del Kommandant que ya empezaba a creer que le había ganado por la mano de alguna forma sutilísima. Tras subir varios tramos de escaleras, llegaron a otro corredor—. Espere aquí, por favor —le dijo la doctora—. Voy a decirle que ha venido a verle.
Dejó al Kommandant en una salita de espera y fue a la habitación del teniente Verkramp.
—Tenemos visita —anunció alegremente; el Luitenant se encogió en la cama.
—¿Quién es? —preguntó débilmente.
—Un viejo amigo. Sólo quiere hacerte unas preguntas. Es el Kommandant van Heerden.
Verkramp se sumió en una palidez nueva y aterradora.
—Vamos, no tienes de qué preocuparte —dijo la doctora von Blimenstein sentándose al borde de la cama y tomándole una mano—. No tienes que contestar a ninguna pregunta si no quieres hacerlo.
—Bueno, pues no quiero —dijo Verkramp con firmeza.
—Entonces no lo harás —le dijo la doctora, sacando del bolsillo un frasquito y un terrón de azúcar.
—¿Qué es eso? —preguntó Verkramp, nervioso.
—Algo que te ayudará a no contestar ninguna pregunta, querido mío —dijo la doctora y le metió en la boca el terrón de azúcar. Verkramp lo masticó y se echó.
Al cabo de diez minutos, el Kommandant van Heerden, que intentaba mantener la calma en su larga espera leyendo revistas de coches, se sobresaltó al oír unos gritos horribles procedentes del corredor. Parecía que algún paciente estuviera soportando los tormentos del infierno.
Apareció la doctora von Blimenstein.
—Ya está listo para recibirle —le dijo—. Pero he de advertirle que hay que tratarle con amabilidad. Hoy tiene un buen día y no queremos que se disguste. ¿De acuerdo?
—Claro —dijo el Kommandant, procurando hacerse oír por encima de los demenciales alaridos. La doctora abrió con llave una puerta y el Kommandant atisbo muy nervioso el interior. Lo que vio le hizo volverse disparado al corredor.
—No hay de qué asustarse —le dijo la doctora y le empujó al interior de la habitación—. Limítese a hacerle las preguntas con amabilidad y a no ponerle nervioso.
Cerró otra vez con llave la puerta y el Kommandant se encontró solo en una habitación pequeña con una criatura escurridiza y vociferante; cuando pudo tener un atisbo de su rostro, comprobó que tenía algunos de los rasgos del Luitenant Verkramp: la nariz fina, los ojos crueles y las facciones angulosas eran los rasgos de su segundo, pero ahí terminaba todo parecido con el mismo. Verkramp no se escabullía de aquel modo y, desde luego, Verkramp no se colgaba de los barrotes de la ventana así.
Cuando el Kommandant se replegó aterrado en un rincón junto a la puerta, comprendió que había hecho el viaje en balde. Aparte de todo lo demás que había aprendido aquel día, había algo seguro: la locura del Luitenant Verkramp era incuestionable.
—Oh, oh, muñeco de nieve globo llena babuino —vociferaba Verkramp. Se soltó de los barrotes de la ventana y desapareció bajo la cama para aparecer súbitamente a gatas entre las piernas del Kommandant. Éste le pateó para que se apartara y Verkramp saltó y corrió de nuevo a los barrotes de la ventana.
—Déjeme salir —gritó el Kommandant y empezó a golpear la puerta con demencia parecida a la de Verkramp. Un ojo le observaba fríamente por la mirilla.
—¿Seguro que ya le ha hecho todas las preguntas que deseaba hacerle? —le preguntó la doctora von Blimenstein.
—Sí, sí —gritó desesperado el Kommandant.
—¿Y no es posible que hagan responsable a Verkramp de lo que ha ocurrido?
—¿Responsable? —gritó el Kommandant—. Claro que no es responsable. —Semejante pregunta parecía completamente fuera de lugar.
La doctora von Blimenstein abrió con llave la puerta y el Kommandant salió corriendo al corredor. Verkramp seguía farfullando en la ventana. Los ojos le brillaban con una intensidad que el Kommandant no dudó en identificar como síntoma evidente de locura incurable.
—Hoy tiene un buen día —dijo la doctora volviendo a cerrar la puerta con llave y dirigiéndose a su despacho.
—¿Qué fue lo que me dijo usted que le pasaba? —preguntó el Kommandant, tratando de imaginarse cómo serían los días malos de Verkramp.
—Depresión suave, causada por exceso de trabajo.
—Santo cielo —dijo el Kommandant—. Yo nunca lo habría considerado suave.
—Claro. Usted no tiene experiencia con enfermedades mentales —dijo la doctora—. Usted juzga estas cosas desde el punto de vista del profano.
—No lo crea —dijo el Kommandant—. ¿Cree usted que se recuperará?
—Desde luego —dijo la doctora—. En pocos días estará bien.
El Kommandant van Heerden aceptó la opinión profesional de la doctora y con una cortesía producto de su convicción de que tenía entre manos un caso incurable, le dio las gracias por la ayuda que le había prestado.
—Si en cualquier momento puedo hacer algo —le dijo ella—, no dude en venir a verme.
Pidiendo, en una oración muda, no tener que hacerlo nunca, el Kommandant salió del hospital. En su habitación, el Luitenant Verkramp seguía viajando. Era la primera vez que tomaba LSD.