11

La sensación de desencanto, que había sido la primera reacción del Kommandant van Heerden ante las declaraciones del mayor Bloxham, dio paso, cuando regresaba al balneario, a nuevas sospechas. Reconsiderando sus experiencias recientes, la invitación a Damas Blancas y su posterior relegación al balneario de Weezen, el flagrante olvido de varios días después de su llegada y la sensación general de que, de algún modo, no era bien acogido, el Kommandant empezó a creer que tenía motivos de queja. Y eso no era todo. La disparidad existente entre la conducta de los Heathcote-Kilkoon y la de los héroes de las novelas de Dornford Yates era notoria. Berry & Co. no acababa borracho como una cuba debajo de la mesa, a menos que algún francés fullero le echara una droga en el champagne. Berry & Co. no invitaba a cenar a lesbianas alcohólicas. Berry & Co. no se dedicaba a cabalgar por el campo ataviado con… en fin, ahora que lo recordaba, en Jonah & Co. había una historia en la que Berry se disfrazaba de mujer. Pero, desde luego, Berry & Co. no se relacionaba con el Konstabel Els, estuviese muerto o no. Eso era seguro.

El Kommandant permaneció echado en su cama de Irrigación N.° 6, alimentando sus sospechas hasta que lo que en principio era desencanto se convirtió en irritación.

«Nadie puede tratarme así», pensaba, recordando las diversas ofensas que había tenido que soportar, especialmente del hombre gordo, en la cena «Familia colorista y demás —pensó—. Ya te colorearé yo a ti». Se levantó y se contempló en el espejo moteado.

«Soy el Kommandant van Heerden», se dijo, e hinchó el pecho, en una afirmación de autoridad, sorprendiéndose ante la oleada de orgullo que siguió a esta declaración de identidad. Por un momento, el vacío entre lo que era y lo que le habría gustado ser desapareció y contempló el mundo con toda la obstinación del hombre que se ha hecho a sí mismo. Precisamente estaba considerando las implicaciones de esta nueva autocomplacencia, cuando llamaron a la puerta.

—Adelante —gritó, y vio sorprendido a la señora Heathcote-Kilkoon en el quicio—. ¿Y bien? —preguntó perentoriamente, incapaz en tan poco tiempo de pasar del tono brusco y autoritario al de normal cortesía que sin duda exigía la nueva situación. La señora Heathcote-Kilkoon le miraba con aire sumiso.

—Oh, querido —murmuró—. Oh, querido mío. —Se detuvo mansamente ante él y bajó la vista hacia sus inmaculados guantes color malva—. Estoy tan avergonzada. Tan terriblemente avergonzada. Pensar que le hemos tratado de un modo tan horrible.

—Sí. Bueno —dijo él dubitativo, pero aún en el tono de estar interrogando a un sospechoso.

La señora Heathcote-Kilkoon se acercó a la cama y se sentó en ella, mirándose los zapatos.

—Es culpa mía. No debería haberle pedido que viniera. —Contempló el horroroso cuarto al que su invitación había condenado al Kommandant y suspiró—. No tenía motivos para suponer que Henry iba a portarse decentemente. Tiene esa obsesión con los extranjeros, comprenda.

El Kommandant comprendía. Por un lado, explicaba la presencia de La Marquise. Una lesbiana francesa atraería normalmente a un coronel travestido.

—Y luego está ese detestable Club suyo —prosiguió la señora Heathcote-Kilkoon—. En realidad es más una sociedad secreta que un club. Oh, ya sé que usted cree que es todo absolutamente inocente e inofensivo, pero no es tan fácil soportarlo. No sabe lo horrible que es todo. La simulación, la pretensión, la vergüenza.

—¿Quiere decir que no es real? —preguntó el Kommandant intentando captar todo el sentido de las palabras de la señora Heathcote-Kilkoon.

La señora Heathcote-Kilkoon alzó la vista hacia él, asombrada.

—¿No me diga que también a usted le han engañado? —dijo—. ¡Claro que no es real! ¿Es que no lo entiende? Ninguno de nosotros somos lo que aparentamos ser. Henry no es coronel. Boy no es mayor. Ni siquiera es un chico, si vamos a eso, y yo no soy una dama. Todos representamos papeles, somos farsantes —mientras hablaba, sentada al borde de la cama, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Entonces qué es usted? —demandó el Kommandant.

—Oh, Dios mío —gimió la señora Heathcote-Kilkoon—, ¿tiene que preguntarlo?

Siguió sentada llorando, mientras el Kommandant llenaba un vaso de agua de uno de los muchos lavabos.

—Vamos, tome un poco de agua —dijo, ofreciéndole el vaso—. Le sentará bien.

La señora Heathcote-Kilkoon tomó un sorbo y miró al Kommandant furiosa.

—No me extraña que esté estreñido —dijo al fin, posando el vaso en la mesita de noche—. ¿Qué va a pensar de nosotros? Dejarle en este espantoso lugar.

El Kommandant, cuyo día parecía haberse convertido en una larga confesión, consideró más oportuno no decir lo que pensaba, pero tenía que admitir que el balneario de Weezen no era un lugar muy agradable.

—Dígame —dijo—, si el coronel no es coronel, ¿qué es?

—No puedo decírselo —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. He prometido no decirle nunca a nadie lo que hizo en la guerra. Si sospechara que se lo había dicho, me mataría. —Alzó suplicante la vista hacia él—. Por favor, olvide lo que acabo de decir. Ya he hecho bastante daño.

—Entiendo —dijo el Kommandant, sacando sus propias conclusiones de la amenaza del coronel de matarla si revelaba su secreto. Cualquier cosa que hubiera hecho Henry en la guerra, debía ser sin duda algo muy secreto.

Considerando que sus lágrimas y la declaración que acababa de hacer reparaba con creces la incomodidad del alojamiento del Kommandant, la señora Heathcote-Kilkoon se secó los ojos y se levantó.

—Es usted muy comprensivo —murmuró.

—No lo crea —dijo verazmente el Kommandant.

La señora Heathcote-Kilkoon se acercó al espejo y empezó a reparar los calculados estragos de su maquillaje.

—Y ahora —dijo, con una animación que sorprendió al Kommandant— le llevaré a Puerto Sani a tomar el té. A los dos nos sentará bien salir y a usted no le vendrá mal un cambio de aguas.

Aquélla fue una tarde que el Kommandant no olvidaría nunca. Mientras el gran coche se deslizaba en silencio por las estribaciones de las montañas dejando un gran penacho de polvo a su paso remolineando sobre los campos y las chozas de los cafres, el Kommandant recobró parte del ánimo que había perdido. Iba en el coche que había pertenecido en otros tiempos al gobernador general y en el que había viajado dos veces el Príncipe de Gales durante su gira triunfal por África del Sur en 1925; y junto a él se sentaba, si no una dama, una mujer que poseía todos los atributos externos de una dama. Su forma de conducir admiró al Kommandant, a quien impresionó en especial el perfecto dominio que demostró siguiendo sin que se diera cuenta a una negra que llevaba un cesto a la cabeza, antes de tocar la bocina y hacer a la mujer saltar a la cuneta.

—Estuve en el Ejército durante la guerra y allí aprendí a conducir —dijo cuando el Kommandant alabó su pericia—. Conducía un camión grande. —Se rió al recordarlo—. Sabe, todo el mundo dice que la guerra es horrible, pero yo lo pasé fabulosamente. Nunca me he divertido tanto.

No era la primera vez que el Kommandant van Heerden consideraba el extraño hábito de los ingleses de disfrutar en los lugares más extraños.

—¿Y el, ejem, coronel? ¿También él lo pasó bien en la guerra? —le preguntó, pues le intrigaba muchísimo la ocupación del coronel durante la guerra.

—¿Qué? ¿En el Metro? Yo diría que no —dijo la señora Heathcote-Kilkoon antes de darse cuenta de lo que hacía. Echó el coche a un lado del camino y paró. Se volvió al Kommandant—. Eso ha sido una jugarreta —dijo—, hacerme hablar de ese modo y luego preguntarme qué hacía Henry durante la guerra. Supongo que es una treta profesional de policía. Bien, ya está dicho —siguió hablando, pese a las protestas del Kommandant—. Henry era guardia del Metro, en Inner Circle. Pero, por amor de Dios, prométame no decirlo nunca.

—Claro que no lo diré —dijo el Kommandant, cuya admiración por el coronel había aumentado considerablemente al enterarse de que había pertenecido al círculo interno del movimiento clandestino[8]—. ¿Y el mayor? ¿Trabajaba con el coronel?

La señora Heathcote-Kilkoon se echó a reír.

—No, por Dios —dijo—. Era barman del Savoy. ¿Dónde cree que aprendió a hacer esos combinados mortíferos que prepara?

El Kommandant asintió comprensivo. Nunca había considerado al mayor Bloxham un tipo legal, aunque suponía que era posible que lo fuera.

Siguieron la ruta y tomaron el té en el Hotel Puerto Sani antes de regresar a Weezen. Cuando se acercaban al pueblo, el Kommandant hizo al fin la pregunta que había estado rondándole en la cabeza todo el día.

—¿Conoce usted a alguien llamado Els? —preguntó. La señora Heathcote-Kilkoon negó moviendo la cabeza.

—No —dijo.

—¿Está segura?

—Claro que estoy segura —dijo—. Es bastante difícil olvidar a alguien con semejante nombre.

—Sí, claro —dijo el Kommandant, pensando que cualquiera que conociera a Els bajo el nombre que fuera, no olvidaría fácilmente a semejante bestia—. Es un hombre delgado, de ojos pequeños y tiene la parte posterior de la cabeza aplastada como si alguien le hubiera golpeado con un objeto contundente varias veces.

La señora Heathcote-Kilkoon sonrió.

—Ésa es la descripción exacta de Harbinger —dijo—. Es curioso que lo haya mencionado. Es la segunda persona que me pregunta por él hoy. La Marquise dijo algo extraño de él en el desayuno cuando salió a colación su nombre. Dijo: «Yo podría explicar una historia». Un comentario curioso refiriéndose a Harbinger. Quiero decir que no es precisamente una persona culta, ¿verdad?

—No, no lo es —dijo con firmeza el Kommandant y comprendió con un estremecimiento el comentario de La Marquise.

—Henry le trajo de la cárcel de Weezen, ya sabe. Contratan presos por unos centavos al día. Y desde entonces ha estado con nosotros. Es nuestro hombre para todo.

—Sí, vaya, seguro que lo es —dijo el Kommandant—. Le tendré vigilado, a pesar de todo. No es precisamente el tipo de individuo que querría ver merodeando por el lugar.

—Es curioso que diga eso —dijo la señora Heathcote-Kilkoon otra vez—. Una vez me dijo que había sido verdugo antes de dedicarse a la delincuencia.

—¿Antes? —preguntó el Kommandant asombrado, pero la señora Heathcote-Kilkoon estaba demasiado ocupada maniobrando a la entrada ya del recinto del balneario de Weezen para poder oírle.

—¿Vendrá mañana de cacería con nosotros? —preguntó cuando el Kommandant bajó del coche—. Sé que es un abuso que se lo pida después de lo que ha tenido ya que soportar, pero me gustaría mucho que viniera.

El Kommandant la miró fijamente sin saber qué contestar. Había disfrutado del paseo y no deseaba ofenderla.

—¿Qué le gustaría que llevara puesto? —preguntó con cautela.

—Oh, claro —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Oiga, ¿por qué no se viene ahora conmigo y miramos a ver si le vale algún avío de Henry?

—¿Avío? —dijo el Kommandant, preguntándose qué extraño atuendo femenino iría a ofrecerle.

—Ropa de montar —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.

—¿Y qué tipo de ropa usa Henry para montar?

—Calzones normales, calzones de montar.

—¿Normales?

—Pues claro. ¿Pero qué diablos cree que va a ponerse si no? Ya sé que es bastante raro, pero no se dedica a galopar por ahí en pelota, ni nada por el estilo.

—¿Está segura? —preguntó el Kommandant.

La señora Heathcote-Kilkoon le miró con dureza.

—Claro que lo estoy —dijo—. ¿Pero qué demonios es lo que le hace pensar lo contrario?

—Nada —contestó él, diciéndose que debía tener unas palabras con el mayor Bloxham en la primera oportunidad. Volvió a subir al coche y la señora Heathcote-Kilkoon enfiló hacia Damas Blancas.

—Perfecto, fíjese —dijo al cabo de una media hora. Ambos estaban en el cuarto de vestir del coronel—. Le sienta a la perfección.

El Kommandant se contempló en el espejo y tuvo que admitir que los pantalones le sentaban de maravilla.

—Incluso se viste del mismo lado —siguió diciendo la señora Heathcote-Kilkoon, con ojo de experta.

El Kommandant miró por la habitación con curiosidad.

—¿En qué lado se viste usted? —preguntó, y le sorprendió la carcajada que provocó su pregunta.

—Qué piropo —dijo al fin la señora Heathcote-Kilkoon y, para gran sorpresa del Kommandant, le besó levemente en la mejilla.

El problema de los picaros era algo que estaba empezando a preocupar al Luitenant Verkramp en Piemburgo. La desaparición de sus once agentes secretos no había puesto fin a sus problemas. Cuando llegó a su despacho a la mañana siguiente de haber despedido a sus agentes, encontró al sargento Breitenbach agitadísimo.

—En buen follón nos ha metido usted ahora —le dijo cuando Verkramp le preguntó qué pasaba.

—¿Se refiere a lo de los avestruces? —inquirió Verkramp.

—No, no me refiero a eso —dijo el sargento—. Hablo de los policías que ha tenido usted sometidos a tratamiento de electrochoque. Ahora son maricas.

—Ya me pareció a mí que esos avestruces eran bastante raros —dijo Verkramp, que aún no había olvidado la imagen de uno explotando prácticamente bajo sus narices.

—Todavía no ha visto usted a los policías —dijo el sargento Breitenbach y se acercó a la puerta—. Agente Botha —gritó.

El agente Botha entró en el despacho.

—Ahí lo tiene —dijo el sargento Breitenbach sombríamente—. Eso es lo que ha conseguido su maldita terapia de aversión. Antes jugaba rugby en el equipo de Zululandia.

Sentado ante su mesa, el teniente Verkramp se dio cuenta de que se estaba volviendo loco. Lo que había sentido al ver explotar el avestruz no era nada comparado con lo que sentía al ver al famoso jugador. El Konstabel Botha, lanzador del equipo de rugby de Zululandia, casi dos metros y noventa kilos, entró en el despacho caminando con aire remilgado, con peluca rubia y con los labios horriblemente pintarrajeados.

—Hola, precioso —le dijo a Verkramp, sonriéndole bobaliconamente y paseándose por la oficina como un elefante cursi.

—No me pongas las manos encima, so cabrón —gruñó el sargento, pero el Luitenant Verkramp no prestaba atención. Las voces internas volvían a hablarle, y esta vez no callaban. Empezó a gritar y se derrumbó en la silla, lívido, con los ojos fijos. Seguía gritando y farfullando que era Dios, cuando llegó la ambulancia de Fort Rapier; y mientras le bajaban por las escaleras, se debatía furioso.

El sargento Breitenbach fue sentado a su lado en la ambulancia; cuando llegaron al hospital, los estaba esperando la doctora von Blimenstein, radiante con su bata blanca.

—Vamos, vamos, no hay problema. Conmigo está seguro —dijo y sujetó a Verkramp el brazo entre los omoplatos con un movimiento rápido y le cogió por las cuatro extremidades, cargándole así hacia el recinto.

«Pobre desgraciado —pensó el sargento Breitenbach, observando alarmado los anchos hombros y las grandes nalgas de la doctora— te lo has estado buscando».

Regresó a la comisaría e intentó pensar en lo que tenía que hacer. No sabía cómo podría arreglárselas con todo lo que tenía entre manos: una oleada de atentados, treinta y seis ciudadanos furiosos encarcelados y doscientos diez policías maricas de un total de quinientos. Al cabo de media hora, se cursaron mensajes a todas las comisarías de la zona pidiendo que localizaran al Kommandant van Heerden. Entretanto, como método para mantener aislados a los policías desleales, dio orden al sargento Kok de que les convocara en el patio y les tuviera haciendo instrucción. Pero descubrió que no había sido una idea feliz cuando bajó a ver cómo iban las cosas. Se encontró a los doscientos policías cabrioleando y haciendo alarmantes piruetas en el patio.

—Si no puede impedirles hacer eso, será mejor que los quite de en medio —le dijo al sargento Kok—. Las cosas de este tipo dan una mala reputación a la policía sudafricana.

—¿Qué has hecho qué? —gritó el coronel Heathcote-Kilkoon a su esposa cuando ésta le dijo que había invitado al Kommandant a la cacería—. ¿A un hombre que dispara a los zorros? ¿Con mis pantalones? Válgame Dios, pues vas a ver.

—Vamos, Henry —dijo la señora Heathcote-Kilkoon; pero el coronel ya había salido de la habitación y se dirigía apresurado hacia los establos, donde Harbinger limpiaba una yegua zaina.

—¿Cómo está Chaka? —le preguntó. Como en respuesta, un caballo de una de las casillas del establo dio una estruendosa patada a la puerta.

El coronel atisbo con cuidado hacia el interior oscuro y vio a un enorme caballo negro que se agitaba inquieto.

—Ensíllelo —dijo el coronel vengativamente y se fue, mientras Harbinger se preguntaba cómo diablos haría para ensillar a aquel animal.

—No puedes pedirle al Kommandant que monte a Chaka —dijo la señora Heathcote-Kilkoon al coronel cuando éste explicó lo que acababa de hacer.

—No voy a pedirle a ningún tipo que mata zorros que monte ninguno de mis malditos caballos —dijo el coronel—. Pero si decide hacerlo, que pruebe con Chaka y mucha suerte.

Un gran estruendo y un rumor de maldiciones que llegó de los establos indicaron que a Harbinger no le estaba resultando fácil la tarea de ensillar a Chaka.

—Si se mata, tuya será la culpa —dijo la señora Heathcote-Kilkoon, pero al coronel esto no le impresionó.

—Cualquiera que dispare a los zorros merece la muerte —fue su respuesta.

Cuando el Kommandant van Heerden llegó, se encontró en la escalinata al mayor Bloxham, esplendoroso con su chaqueta escarlata de cazador.

—Creí que me había dicho que siempre vestía de rosa —dijo el Kommandant en tono disgustado.

—Así es, amigo, así es. ¿Acaso no lo ve?

Se volvió y entró en la casa; el Kommandant le siguió preguntándose si estaría daltónico. En el salón, la gente charlaba y bebía, y el Kommandant se alegró al comprobar que todos vestían conforme a su sexo. La señora Heathcote-Kilkoon vestía una falda negra larga y, aunque un poco pálida, estaba encantadora, mientras que la tez del coronel hacía juego con su chaqueta.

—Supongo que le apetecerá otro chartreuse verde —le dijo—. ¿O prefiere uno amarillo hoy?

Contestó el Kommandant que el verde era perfecto y la señora Heathcote-Kilkoon se apresuró a llevarle a un rincón.

—A Henry se le ha metido en la cabeza que se dedica usted a matar zorros a tiros —dijo— y está hecho una furia. Creo que debo advertirle que le ha asignado un caballo espantoso.

—No he visto un zorro en mi vida —dijo con franqueza el Kommandant—. No sé de dónde puede haber sacado semejante idea.

—En fin, eso ahora no importa. El caso es que lo cree y que le ha asignado a Chaka. Puede montar, ¿no es cierto? Quiero decir que sabe usted montar realmente bien, ¿no?

El Kommandant se irguió con orgullo y dijo:

—Oh, sí, claro, claro, creo que puedo montar.

—Espero que sea cierto. Chaka es un animal espantoso. Por lo que más quiera, no le permita deshacerse de usted.

El Kommandant le aseguró que no lo haría y a los pocos minutos salieron todos al patio, donde aguardaban ya los perros. También Chaka aguardaba. Negro y macizo, permanecía un poco apartado de los otros caballos; junto a él vio el Kommandant la figura de un hombre de ojos pequeños y mentón prácticamente inexistente.

Al Kommandant van Heerden, que con el nerviosismo de la cacería había olvidado por completo al Konstabel Els, le resultó difícil decidir cuál de los dos animales le desalentaba más. Desde luego, la perspectiva de montar un caballo tan monstruoso como Chaka no era muy agradable, pero al menos era un modo de evitar, si no del todo, al menos un poquito al otro. Con una rapidez y un vigor que pilló bastante por sorpresa al coronel, el Kommandant se acercó al caballo y lo montó, observando desde aquella altura impresionante a la gente. Allá abajo se arremolinaban sabuesos y caballos mientras los otros jinetes iban montando y luego Els montó en un jamelgo e hizo sonar vigorosamente un cuerno de caza; partieron todos. Tras ellos, el Kommandant apremió vacilante a Chaka. «Voy a cazar zorros como un inglés auténtico», se dijo, al tiempo que clavaba los talones por segunda vez. Éste fue el último pensamiento coherente que tuvo en un buen rato. Con una sacudida demoníaca, el inmenso caballo negro salió disparado del patio hacia el jardín. Era evidente que el Kommandant, que se aferraba a la montura desesperadamente, fuera a donde fuera, no iba desde luego a cazar. Los sabuesos habían partido en dirección completamente distinta. Mientras una rocalla desaparecía, surgía un arbusto ornamental y se desintegraba y los rosales del coronel esparcían etiquetas y pétalos a su paso, el Kommandant sólo era consciente de que avanzaba a gran altura y a una velocidad absolutamente increíble. Ante él aparecieron los arbustos de azalea que tanto enorgullecían al coronel Heathcote-Kilkoon y, tras ellos, la estepa, el campo abierto. El Kommandant van Heerden cerró los ojos. No había tiempo para rezar. Al instante siguiente estaba volando.

La sorprendente galopada del Kommandant produjo reacciones diversas entre los cazadores. La señora Heathcote-Kilkoon que montaba impecablemente a sentadillas, con el sombrero de copa sobre sus lindos rizos azules, le vio desaparecer sobre las azaleas con una mezcla de aversión hacia su marido y admiración por él. Podría ser lo que fuera, pero desde luego el Kommandant no era un hombre que se parara ante los obstáculos.

—Mira lo que has hecho —le gritó al coronel, que contemplaba atónito la destrucción que el invitado en retirada dejaba a su paso. Para reafirmar su disgusto, la señora Heathcote-Kilkoon hizo girar a su bayo y galopó tras el Kommandant, destrozando aún más el césped a su paso.

—Líbrate de ese tipejo —le gritó el mayor alegremente.

—Maldito boer —dijo el coronel—. Mata zorros a tiros y me destroza mis mejores rosales.

Harbinger sopló otra vez el cuerno muy contento. Siempre había deseado comprobar lo que sucedería si le embutía al caballo aquel una mascada de tabaco en su gran culo negro; ya lo sabía.

También lo sabía el Kommandant van Heerden, aunque ignoraba la causa específica de la premura de Chaka. Todavía sobre la silla tras el primer salto grandioso, intentaba recordar lo que había dicho la señora Heathcote-Kilkoon de que no debía permitir a aquel caballo deshacerse de él. Parecía un consejo impropio. Si pudiera dar con un modo de que aquel caballo se deshiciera de él sin desnucarse en el proceso, se sentiría encantado. Pero su única esperanza de sobrevivir parecía ser seguir unido al animal hasta que éste perdiera el fuelle. Con toda la fortaleza del hombre que no tenía otra alternativa, se encorvó en la silla y vio abalanzarse hacia él un muro de piedra. Aquel muro debían haberlo construido pensando en las jirafas. Era evidente que ningún caballo podía saltarlo. Cuando aterrizó al otro lado, el Kommandant van Heerden tenía la clara impresión de que el animal que montaba no era en absoluto un caballo sino cierta criatura mítica que había visto representada muy elocuentemente en las gasolineras. Ante él se abría la estepa y, a lo lejos, los contornos oscuros de un bosque. Desde luego, si a algo estaba resuelto el Kommandant, era a que ningún caballo, mítico o no, iba a correr con él a la grupa entre los árboles del bosque. Más valía desnucarse en campo abierto que salir del otro lado del bosque sin piernas. Decidido a poner fin a su viaje como fuera, asió con fuerza las riendas y frenó.

La señora Heathcote-Kilkoon, que galopaba desesperadamente tras él, le veía con nuevos ojos. Ya no era el prototipo del hombre auténtico groseramente atractivo que encajaba con su imagen anterior, sino el héroe de sus sueños. La figura del Kommandant remontando aquel muro que nadie había intentado saltar jamás le evocó un cuadro que había visto una vez de Napoleón cruzando los Alpes en un brioso corcel. Con una cautela totalmente justificada por su anhelo del nuevo ídolo, la señora Heathcote-Kilkoon eligió una salida y salió al otro lado, donde, para su asombro, descubrió que el caballo y el Kommandant habían desaparecido. Galopó entonces hacia el bosque y quedó horrorizada al descubrir a Chaka y al Kommandant inmóviles en el suelo. Se acercó a ellos y desmontó.

Cuando el Kommandant van Heerden volvió en sí, descubrió que su cabeza reposaba en el regazo oscuro de la señora Heathcote-Kilkoon, que se inclinaba sobre él con expresión de admiración materna.

—No se mueva —le dijo.

El Kommandant movió los dedos de los pies para comprobar si tenía la espalda rota. Los dedos respondieron positivamente. Alzó una rodilla y la rodilla respondió. También tenía perfectamente bien los brazos. Al parecer no se había roto nada. Abrió otra vez los ojos y sonrió. Sobre él, bajo un halo de rizos teñidos, la señora Heathcote-Kilkoon sonrió a su vez y el Kommandant van Heerden creyó advertir en aquella sonrisa un conocimiento nuevo de algún vínculo profundo que les unía, el encuentro de dos mentes y dos corazones solos en campo abierto. La señora Heathcote-Kilkoon leyó sus pensamientos.

—El agujero de un oso hormiguero —le dijo con emoción contenida.

—¿El agujero de un oso hormiguero? —preguntó él.

—El agujero de un oso hormiguero —repitió amablemente la señora Heathcote-Kilkoon.

El Kommandant intentó pensar qué tendrían que ver los agujeros de osos hormigueros con sus sentimientos hacia ella y, aparte de la extraña idea de que debían entrar en uno juntos, no se le ocurría absolutamente nada. Se conformó con murmurar «hormiguero» con la mayor emoción posible y volvió a cerrar los ojos. Los muslos rotundos de la mujer formaban una deliciosa almohada bajo su cabeza. El Kommandant suspiró y acurrucó la cabeza contra el vientre de ella. Un sentimiento de dicha suprema le embargó, perturbado sólo por la idea de que tendría que volver a montar aquel horrible animal. Era algo que no le apetecía en absoluto acelerar. La señora Heathcote-Kilkoon frustró sus esperanzas.

—No podemos quedarnos aquí. Hace demasiado calor —dijo.

El Kommandant, que había empezado a sospechar que algún insecto grande estaba subiéndole por el interior de los pantalones, tuvo que darle la razón. Alzó lentamente la cabeza de su regazo y se levantó.

—Vayamos al bosque —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Usted necesita descansar y yo quiero asegurarme de que no se ha roto nada.

Ya de pie, el Kommandant comprendió a qué se refería ella con lo de hormiguero. El gran caballo negro yacía de costado, el cuello roto y una pata hundida en un agujero. Suspirando aliviado al comprender que no tendría que volver a montar al animal y de que, pese a todo, su pericia como jinete había quedado demostrada, el Kommandant permitió que le ayudara a llegar al bosque, aunque era absolutamente innecesario. Y en una cañada sombreada por los árboles, la señora Heathcote-Kilkoon insistió en que se echara para comprobar si se había roto algún hueso.

—Debe tener conmoción —le dijo, mientras le desabotonaba la chaqueta con manos expertas.

En los minutos siguientes, el Kommandant van Heerden empezó a creer que la mujer tenía razón: lo que la gran dama inglesa le estaba haciendo tenía que ser consecuencia de una lesión cerebral. Cuando se irguió a su lado y se soltó la falda, ya no dudó de que tenía visiones. Más vale que me esté quieto hasta que se me pase, y cerró los ojos.

A un kilómetro y medio de distancia, los sabuesos habían captado el olor de Fox y, con el grupo de cazadores en plena búsqueda y Harbinger tocando el cuerno de vez en cuando, se lanzaron a campo través.

—¿Qué le habrá pasado al maldito boer? —gritó el mayor Bloxham.

—Seguro que está bien —gritó a su vez el coronel—. Daphne se ocupará de él.

En seguida los sabuesos viraron a la izquierda, tomando la dirección del bosque y al cabo de diez minutos, totalmente absortos en la búsqueda, habían dejado ya el campo abierto y penetrado en el monte bajo. El olor era ya más fuerte y los perros aceleraron el ritmo. Otro tanto hacía el Kommandant, a cuatrocientos metros de distancia.

Él no estaba tan silencioso, aunque sí tan absorto como la jauría. Sobre él, ataviada únicamente con botas, espuelas y el sombrero de copa adherido flexiblemente sobre su cabello teñido, la señora Heathcote-Kilkoon gritaba animando a su nueva cabalgadura, golpeándole de vez en cuando con la fusta. Estaban tan absolutamente enfrascados el uno en el otro que no advirtieron el crujir de la maleza que indicaba que se acercaba la jauría.

—Jill, Jenny, Daphne, cariño —gimoteaba el Kommandant, todavía incapaz de librarse de la idea de que estaba interviniendo en una novela de Dornford Yates. La imaginación de la señora Heathcote-Kilkoon, agudizada por años de frustración, era más ecuestre.

—Vengan, muchachitos, vengan galopando, verán la linda dama en su caballo blanco —gritaba, y le asombró descubrir que habían aceptado su invitación.

La jauría surgió del bosque y el Kommandant, que estaba a punto de llegar al orgasmo por segunda vez, cayó de pronto en la cuenta de que la textura y el tamaño de la lengua que le lamía la cara eran bastante insólitos para pertenecer a una dama refinada como la señora Heathcote-Kilkoon. Abrió los ojos y se vio cara a cara con un gran perro raposero que babeaba y jadeaba repugnantemente. El Kommandant miró a su alrededor fuera de sí. La cañada estaba llena de perros. Un mar de rabos se movía sobre él y sobre todos ellos se erguía la señora Heathcote-Kilkoon clavada a él y dando latigazos a diestra y siniestra.

—Túmbate, Jason. Túmbate, Al Snarler. Túmbate, Graven. Túmbate, van Heerden —gritaba y el sombrero de copa se movía tan vigorosamente como sus senos.

El Kommandant van Heerden contempló enloquecido la parte inferior de Snarler e intentó sacarse la pata del perro de la boca. Nunca se hubiese imaginado que pudiera oler tan mal un perro caliente. Obediente como siempre a las órdenes de su ama, Snarler se tumbó… levantándose de inmediato cuando el Kommandant, temiendo morir asfixiado, le mordió. Libre por un momento de la amenaza de asfixia, el Kommandant alzó la cabeza; pero volvió a bajarla de inmediato. El panorama del mundo circundante que acababa de ver era tan espantoso que prefería la hedionda oscuridad bajo los perros raposeros. El coronel Heathcote-Kilkoon y todos los demás cazadores habían salido del bosque y contemplaban con asombro la escena.

—Santo cielo, Daphne, ¿se puede saber qué estás haciendo? —gritó furioso el coronel.

La señora Heathcote-Kilkoon se puso a la altura de las circunstancias.

—¿Qué diablos crees tú que estoy haciendo? —gritó, con un despliegue de justa indignación que el Kommandant juzgó extraordinariamente impresionante, aunque parecía calculada para hacer surgir en la mente de su esposo una pregunta que el Kommandant habría preferido que quedara sin respuesta.

—No tengo la menor idea —gritó el coronel, que no podía imaginarse qué podía hacer su mujer desnuda en medio del bosque.

—Estoy cagando —gritó ella, con una ordinariez que el Kommandant van Heerden consideró personalmente humillante, aunque muy oportuna.

El coronel tosió, abochornado.

—Santo Dios, lo siento, lo siento muchísimo —susurró, pero la señora Heathcote-Kilkoon estaba dispuesta a aprovechar la ventaja conseguida.

—Y si fuerais verdaderos caballeros, os daríais ahora mismo la vuelta y os iríais de aquí —gritó. Sus palabras surtieron un efecto inmediato. Los cazadores hicieron dar la vuelta a sus caballos y se volvieron por donde habían llegado.

Cuando la marea de sabuesos fue menguando, el Kommandant se encontró, desnudo y cubierto de pisadas de perro, contemplando a su dama preferida (y la del coronel Heathcote-Kilkoon). Con una desgana que le llenó de orgullo, la dama se separó de él y se levantó. Muerto de miedo y sintiendo por ella una nueva admiración, el Kommandant se puso a buscar sus pantalones a gatas. Ya sabía lo que significaba lo de la flema inglesa.

—Y se me ha quedado un labio tieso —dijo, percibiendo el efecto del pisotón de Snarler.

—Casi lo único que se te ha quedado tieso —dijo la señora Heathcote-Kilkoon con franqueza.

En los arbustos de la linde de la cañada, Harbinger reía entre dientes. Él nunca había pretendido ser un caballero y siempre había querido ver a la esposa del coronel al desnudo.