El Kommandant van Heerden no era el único que padecía la ilusión de tener alucinaciones. En Piemburgo, los esfuerzos del Luitenant Verkramp por extirpar elementos subversivos del cuerpo político estaban produciendo lo que parecía una nueva oleada de terrorismo, ahora en las calles de la ciudad. Y de nuevo la violencia tenía sus orígenes en la tortuosa red de comunicación del jefe de Seguridad con sus agentes.
El «buzón» de 628461 para el jueves estaba en el Aviario. Para ser precisos, en el cubo de basura que había junto al recinto de los avestruces, un lugar adecuado desde cualquier punto de vista, ya que era perfectamente lógico echar cosas dentro y también era lógico que sacara de él cosas un agente de Seguridad disfrazado de vagabundo. Todos los jueves por la mañana, 628461 deambulaba por el Aviario, compraba un helado, envolvía su mensaje en el pringoso papel plateado del helado y lo depositaba en el cubo mientras observaba ostensiblemente los hábitos de los avestruces. Todos los jueves por la tarde, el agente de Seguridad van Royen, ataviado con andrajos auténticos y con una botella de jerez vacía en la mano, llegaba al lugar y atisbaba esperanzado en el cubo; siempre lo encontraba vacío. A nadie se le ocurrió nunca la posibilidad de que el mensaje hubiera sido depositado realmente allí y un tercero lo hubiera cogido. 628461 ignoraba que el agente van Royen no había cogido su mensaje; y el agente van Royen ignoraba hasta la existencia del agente secreto 628461. Todo lo que sabía era que el Luitenant Verkramp le había mandado recoger envoltorios pringosos de helados y que en el cubo no había nada.
El jueves siguiente a la marcha del Kommandant, 628461 cifró un mensaje importante en el que informaba a Verkramp de que había convencido a los otros terroristas para actuar conjuntamente, con la idea de facilitar su detención mientras lo hacían y poder así colgarles a todos. Había sugerido la destrucción del embalse de Hluwe, que abastecía de agua a todo Piemburgo y a media Zululandia; y, como nadie podía volar solo un embalse, había planteado la necesidad de actuar todos juntos. Para su propia sorpresa, los once hombres secundaron su propuesta y se fueron a casa a redactar mensajes cifrados aconsejando a Verkramp que tuviera a sus hombres en el embalse el viernes por la noche. Cuando el jueves por la mañana 628461 acudió al Aviario a depositar su mensaje, sentía un gran alivio pensando que al fin iba a poder dormir. Observó con auténtica alarma que le seguía 378550 y mientras compraba su helado advirtió, con verdadera consternación, que 88 5974 le observaba desde los arbustos de enfrente. 628461 se tomó el helado junto a la jaula de las abubillas para no llamar la atención hacia el cubo de basura que había junto al recinto de los avestruces. Al cabo de una hora, tomó otro helado mientras observaba cansinamente los pavos reales. Y otra hora más tarde, se compró un tercer helado y se dirigió hacia los avestruces. 378550 y 885974 seguían sus movimientos con gran curiosidad. También los avestruces. 628461 acabó el tercer helado y echó el papel plateado al cubo de basura; y cuando ya se iba, se dio cuenta de que todos sus esfuerzos subrepticios habían sido en vano. Con una avidez motivada por la larga espera de una hora, los avestruces corrieron hacia la valla, metieron la cabeza en el cubo y la más afortunada se tragó el envoltorio. 628461 perdió el control.
—¡Maldita sea! —dijo—. ¡Se lo ha comido! ¡Esos malditos bichos se lo tragan todo!
—¿Qué se ha comido? —preguntó 378550, que creyó que hablaba con él y estaba contentísimo de dejar su papel de espía.
628461 se dominó y miró receloso a 378550.
—Dijiste «se lo ha comido» —repitió 378550.
628461 intentó salir airoso de la situación.
—Dije «Lo he conseguido» —explicó—. «Lo he conseguido. Se lo tragan todo».
378550 seguía confuso.
—Sigo sin entender —dijo.
—Mira —dijo 628461, intentando desesperadamente explicar la relación entre la voracidad de los avestruces y su entrega a la causa del comunismo mundial—. He pensado darles de comer gelignita, soltarlos y que exploten por toda la ciudad.
378550 le miró con evidente admiración.
—¡Qué ingenioso! —dijo—. ¡Ingeniosísimo!
—Claro que —le dijo 628461— primero habría que meter el explosivo en algún envoltorio impermeable. Conseguir que se lo tragaran. Disponer una mecha y, ¡bingo!, habríamos conseguido el arma de sabotaje perfecta.
885974, que no quería que le dejaran al margen, salió de su escondite entre los arbustos y se les unió.
—Condones —sugirió, cuando le explicaron el asunto—. Metemos el explosivo en condones, los atamos bien y ya está absolutamente impermeable.
Al cabo de una hora, estaban en el Café Florian discutiendo el plan con los otros terroristas. 745396 se opuso al mismo arguyendo que aunque los avestruces se comieran cualquier cosa, dudaba que fueran tan idiotas como para tragarse un preservativo lleno de gelignita.
—Lo comprobaremos esta tarde —dijo 628461, que creía que 745396 estaba poniendo en entredicho su lealtad al marxismo leninismo; se votó la moción. Quedó aprobada, con el único voto en contra de 745396.
Mientras todos los demás pasaban la hora del almuerzo redactando mensajes cifrados para Verkramp, avisándole de que el proyecto del embalse de Hluwe se había cancelado y que esperara un ataque de avestruces explosivos, 885974, que era a quien se le había ocurrido lo de los condones, fue designado para comprar doce docenas de los mejores.
—Compra Crepé de Chine —dijo 378550, que había tenido una desdichada experiencia con otra marca—. Están garantizados.
885974 entró en una farmacia muy grande de Market Street y pidió al joven dependiente doce docenas de Crepé de Chine.
—¿Crepé de Chine? —preguntó el dependiente, que, al parecer era nuevo en el trabajo—. Aquí no vendemos Crepé de Chine. Eso lo encontrará en una mercería. Esto es una farmacia.
Ya bastante apurado por la cantidad que tenía que comprar, 885974 se puso coloradísimo.
—Oiga —susurró—, ya sabe a qué me refiero. En paquetes de tres.
El dependiente movió la cabeza.
—Se vende por metros —dijo—, pero preguntaré si tenemos —y antes de que 885974 pudiera impedírselo, preguntó a voces a una dependienta que atendía a otros clientes—: Sally, este caballero quiere doce docenas de Crepé de Chine. ¿Verdad que aquí no vendemos eso? —preguntó, y 885974 se convirtió en centro de interés de doce señoras de mediana edad que sabían muy bien lo que quería, aunque el dependiente no lo supiera, y que estaban asombradas por la virilidad que la cantidad requerida indicaba.
—Oh, por Dios, es igual, déjelo —murmuró 885974, y salió corriendo de la tienda.
Consiguió al fin lo que deseaba comprando seis cepillos de dientes y dos tubos de crema para el cabello en otras farmacias y pidiendo también Durex Fetherlites.
—Parecen más adecuados —explicó a los otros agentes cuando se reunió con ellos junto al recinto de los avestruces por la tarde.
Con una unanimidad de intenciones de la que habían carecido siempre sus reuniones, los agentes se consagraron a la tarea de conseguir que un avestruz ingiriera un preservativo lleno de explosivo.
—Probaremos primero con tierra —sugirió 628461, y se dedicó a rellenar un condón, lo cual molestó bastante a una dama que alimentaba a los patos del estanque de al lado. El agente esperó que se marchara antes de ofrecer el condón al avestruz. El ave lo cogió, pero lo escupió en seguida. 628461 consiguió recuperarlo con un palo. Un segundo intento resultó igualmente infructuoso. Y cuando el tercer intento de introducir el condón lleno de tierra en el aparato digestivo del ave falló, 628461 sugirió untarlo de helado.
—Por la mañana parecía que le gustaba —dijo.
Estaba harto de recuperar a través de la valla condones evidentemente bien rellenos. Al fin, 387550 compró dos helados y una chocolatina y embadurnaron bien el preservativo con helado y chocolate primero y con una mezcla de ambos después; y entonces tuvieron que interrumpir las operaciones porque apareció un guarda del parque avisado por la dama que alimentaba a los patos. 628461, que acababa de rescatar el condón del recinto de los avestruces por octava vez, se lo guardó apresuradamente en el bolsillo.
—¿Son estos hombres los que intentaban alimentar a los avestruces con material extranjero? —preguntó el guarda.
—Sí. Son ellos —dijo enfática la dama.
El guarda se volvió a 628461.
—¿Ha intentado usted hacer ingerir al ave una cantidad de algo contenida en lo que dice esta dama? —le preguntó.
—Claro que no —dijo 628461 en tono indignado.
—Claro que sí —dijo la dama—. Yo le vi.
—Tendré que pedirle que se marche —ordenó el guarda.
Cuando el reducido grupo se alejaba, 745396 comentó que él tenía razón.
—Ya os avisé de que los avestruces no eran tan idiotas —dijo, fastidiando aún más a 628461, que acababa de descubrir que el condón que se había guardado en el bolsillo había reventado.
—Creía que ibas a comprar Crepé de Chine —gruñó a 885974 e intentó vaciar el bolsillo de tierra, chocolate, helado y excrementos de avestruz.
—¿Qué voy a hacer yo con doce docenas de preservativos? —preguntó 885974.
Correspondió dar con la solución a 378550, que dijo de pronto:
—Miel y palomitas de maíz.
—¿Qué pasa con miel y palomitas de maíz? —preguntó 628461.
—Los cubriremos con miel y palomitas y os garantizo que se los tragarán.
En la primera tienda que vieron, 378 5 50 compró un paquete de palomitas de maíz y un tarro de miel, pidió a 885974 un condón y volvió al Aviario para probar su receta.
—Funciona a la perfección —informó al cabo de diez minutos—. Se lo zampó a la primera.
—¿Y qué haremos cuando los hayamos llenado todos y hayamos dispuesto la mecha? —preguntó 745396 dubitativo.
—Dejar un rastro de palomitas de maíz hasta el centro de la ciudad, naturalmente —le dijo 628461.
El grupo se dispersó entonces para ir a buscar sus reservas de gelignita; aquella noche a las nueve, se reunieron en el Aviario. La sensación de recelo mutuo que había impregnado todas sus anteriores reuniones había dejado paso a una auténtica camaradería. Los agentes de Verkramp estaban empezando a divertirse.
—Si esto funciona —dijo 628461—, no hay razón para que no intentemos lo del zoo.
—Estás listo si crees que voy a dedicarme a alimentar a los leones con preservativos —dijo 745396.
—No hará falta alimentarles con nada —dijo 885974, a quien no le apetecía precisamente tener que comprar más condones—. Los leones ya son bastante explosivos de por sí.
Aunque los agentes de Verkramp estaban animados, no podía decirse lo mismo de su jefe. La idea de que sus planes para acabar con la subversión comunista iban mal, había ganado peso al saber por el armero que estaban desapareciendo del arsenal de la policía grandes cantidades de explosivos y mechas.
El armero comunicó lo de sus materiales, o mejor dicho lo de la falta de los mismos, al teniente Verkramp. Esto vino a sumarse al informe del equipo policial de desactivación de explosivos, según el cual los detonantes utilizados en todas las explosiones eran de un tipo que sólo utilizaba anteriormente la policía sudafricana, por lo que la noticia del armero reforzó la leve sospecha de Verkramp de que, de alguna forma extraña, había cogido un bocado mayor del que podía tragar. Compartía esta impresión con cinco avestruces del Aviario. Lo que en principio le había parecido una ocasión maravillosa para lograr sus ambiciones, se había convertido en algo irreversible. Los avestruces debieron pensar lo mismo cuando los agentes secretos descubrieron con alarma que habían liberado del recinto a las aves cargadas. Gregarios hasta el fin, y seguramente bajo la impresión de que algo más les aguardaba en la ruta de los preservativos rebozados de palomitas de maíz, los cinco avestruces trotaron tras los agentes de Verkramp que se encaminaban hacia la ciudad. Cuando el rebaño de avestruces y el grupo de hombres llegaron al final de Market Street, éstos estaban ya realmente aterrados.
—Será mejor que nos separemos —dijo 628461, muy nervioso.
—¿Separarnos? ¿Separarnos, eh? Lo que haremos será desintegrarnos si estos malditos bichos no se largan de una puta vez —dijo 745396, que desde el principio se había opuesto al proyecto y que parecía haberse ganado la amistad de un avestruz que debía pesar lo menos ciento treinta kilos sin carga y que tenía una mecha de quince minutos. Al minuto siguiente, todos los agentes ponían pies en polvorosa por distintas calles laterales, intentando así eludir las probables consecuencias de su experimento. Impávidos e implacables, los avestruces les siguieron. En la esquina de las calles Market y Stanger, 745396 saltó a la plataforma de un autobús en marcha; por la ventanilla trasera, vio asombrado la silueta de su avestruz que galopaba tranquilamente a pocos metros. En Chapet Street comprobó, a las luces del tráfico, que aún les seguía. 745396 saltó del autobús y entró corriendo en el Majestic Cinema, donde se proyectaba Where the Eagles Dare.
—La función ha terminado —dijo el portero en el vestíbulo.
—Eso es lo que se cree usted —dijo 745396, mirando de reojo al avestruz que atisbaba inquisitivamente tras las puertas de cristal—. Sólo quiero ir al servicio.
—Bajando la escalera a la izquierda —le dijo el portero, y salió a intentar echar de la acera al avestruz.
745396 bajó a los servicios, se encerró en un cubículo y aguardó la explosión. Allí seguía cuando al cabo de cinco minutos bajó el portero y llamó a la puerta.
—¿Tiene usted algo que ver con ese avestruz de ahí fuera? —preguntó el portero; y 74 5 3 96 arrancó papel del rollo para demostrar que estaba utilizando el lugar exactamente para lo que debía usarse.
—No —dijo 745396, sin convicción.
—Verá, no puede usted dejarlo ahí —le dijo el portero—. Va a interrumpir el tráfico.
—Y que lo diga —dijo 745396.
—¿Qué diga el qué? —preguntó el portero.
—Nada, nada —gritó 745396, desesperado. No podía más, había llegado al límite. Al parecer, otro tanto le pasaba al avestruz.
—Una última pregunta. ¿Suele usted… —dijo el portero; pero no terminó la frase. Llegó hasta él una impresionante sensación de silencio, seguida de una oleada de fuego y una explosión gigantesca. Cuando la fachada del Majestic Cinema se derrumbó sobre la calle y se apagaron las luces, el agente 745396 se derrumbó lentamente en la taza resquebrajada del water y se apoyó contra la pared. Allí lo encontró al día siguiente la patrulla de rescate, cubierto de yeso y muerto.
El rumor de que la ciudad había sido invadida por bandadas de avestruces autodetonantes corrió durante la noche por todo Piemburgo como un reguero de pólvora. Igual corrían los avestruces. Se produjo un incidente especialmente trágico en las oficinas de la Asociación para la Conservación de la Vida Salvaje de Zululandia: un amante de las aves llevó allí a un avestruz que explotó mientras el veterinario de la asociación lo examinaba.
—Creo que padece algún tipo de trastorno gástrico —había explicado el hombre. El veterinario colocó el estetoscopio en el buche del ave y escuchó antes de diagnosticar.
—Ardor e inflamación —dijo, en un tono concluyente que quedó plenamente confirmado por la detonación que siguió a sus palabras.
Cuando el cielo nocturno se llenó de ladrillos, argamasa y restos diversos del amante de las aves y del veterinario, las dependencias de la Asociación para la Conservación de la Vida Salvaje, de importancia histórica y protegidas además por un edicto de conservación del Ayuntamiento de Piemburgo, desaparecieron para siempre. Sólo quedaron flotando letárgicamente frente a la luna, emblemáticos como un príncipe de Gales disipado, un penacho de humo y algunas plumas grandes.
En su despacho, el Kommandant en funciones Verkramp oía las apagadas explosiones con desesperación creciente. Fuera lo que fuera lo que acababa de convertirse también en ruinas, y por el sonido parecía ser un gran sector del centro comercial de la ciudad, su propia carrera iría pronto a hacerle compañía. En un intento frenético de calmar sus alarmantes sospechas, acababa de buscar mensajes de sus agentes secretos, y de descubrir precisamente que aunque los esfuerzos de ellos no habían fallado, el plan de él sí. El agente 378550 decía que el grupo de sabotaje estaba compuesto por once hombres. Exactamente lo mismo que decía el agente 885974. E igualmente el agente 628461. La coincidencia de los informes resultaba aterradora. Sus agentes mencionaban, en todos los casos, a once terroristas. Verkramp no tuvo más que sumar uno a once y ya eran doce. Él tenía doce hombres actuando. La conclusión era ineludible; como las consecuencias. Buscando desesperadamente alguna salida al lío en que se había metido, el Luitenant Verkramp se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. Justo a tiempo de ver a un gran avestruz trotando calle abajo. Abrió la ventana susurrando una maldición e intentó seguir al ave con la mirada. «Esto es el fin», gruñó, y comprobó con asombro que al menos una de sus órdenes se cumplía. Con un violento destello y una onda de choque que arrancó la ventana, el avestruz se desintegró y Verkramp se encontró sentado en el suelo del despacho con la certeza absoluta de que no estaba en su sano juicio.
«Imposible. No podía ser un avestruz», murmuraba; se acercó de nuevo tambaleante a la ventana. La calle estaba regada de cristales rotos y un sendero negro vacío en el centro de la calzada permitía ver dos patas: todo lo que quedaba de lo que hubiera sido aquello que había explotado. Verkramp comprendió que había sido un avestruz porque las patas sólo tenían dos dedos.
En los veinte minutos siguientes, el Luitenant Verkramp actuó con una rapidez frenética. Quemó todas las carpetas que pudieran relacionarle con sus agentes, destruyó sus mensajes; ordenó al armero de la policía que cambiara la cerradura del arsenal y salió de la comisaría en el Ford negro del Kommandant. Al cabo de una hora, y tras haber visitado todos los bares de la ciudad, encontró a dos de sus agentes bebiendo por el éxito de su último experimento de sabotaje en el Criterion Hotel de Verwoerd Street.
—La bofia —dijo 628461 cuando vio a Verkramp entrar en el bar—. Es mejor que nos separemos.
885974 acabó su bebida y se fue. 628461 le vio salir y le sorprendió que Verkramp le siguiera a la calle.
«Irá a detenerle», pensó, y pidió otra cerveza. Al momento alzó la vista y se encontró con la mirada colérica de Verkramp.
—Sal —dijo Verkramp bruscamente.
628461 bajó del taburete y salió a la calle; le sorprendió ver a su compañero de sabotaje sentado en el coche policial sin vigilancia.
—Veo que ha enganchado a uno de ellos —dijo 628461 a Verkramp, y subió al coche y se sentó junto a 885974.
—¿Ellos? ¿Ellos? —explotó Verkramp, histérico—. Él no es ellos. Es nosotros.
—¿Nosotros? —dijo desconcertado 628461.
—Yo soy 885974. ¿Y tú?
—¡Santo cielo! —dijo 628461.
Verkramp saltó al asiento delantero y se volvió y les miró malévolamente.
—¿Dónde están los otros? —siseó.
—¿Los otros?
—Los otros agentes, imbéciles —gritó Verkramp.
Pasaron las dos horas siguientes recorriendo bares y cafés mientras Verkramp despotricaba sobre los males de sabotear servicios públicos y hacer estallar avestruces en una zona habitada.
—Os mando infiltraros en el movimiento comunista, ¿y qué es lo que hacéis? —gritaba—. Destruir media ciudad, eso es lo que hacéis. ¿Y sabéis adónde os va a conducir esto? Al extremo de la soga del verdugo de la Prisión Central de Pretoria.
—Podría habernos avisado —dijo 628461, en tono reprobatorio—. Tenía que habernos dicho que había otros agentes actuando.
Verkramp estaba fuera de sí.
—¿Avisaros? —gritó—. Suponía que utilizaríais el sentido común, no que os dedicaríais a perseguiros unos a otros.
—¿Pero cómo diablos íbamos a saber que éramos todos agentes de la policía? —preguntó 885974.
—Creí que hasta unos imbéciles como sois vosotros distinguiríais a un buen afrikaner de un judío comunista.
885974 consideró este comentario.
—Si es tan fácil —dijo al fin, agarrándose precariamente a una cierta lógica—, no veo qué nos reprocha. En tal caso, los judíos comunistas deben saber que somos buenos afrikaners nada más vernos. Así que no tenía sentido enviar a unos buenos afrikaners como nosotros a buscar judíos comunistas, si los judíos comunistas pueden…
—¡Cállate de una vez! —gritó Verkramp, que estaba empezando a lamentar haber sacado el tema a colación.
Hacia la medianoche, había encontrado a otros siete agentes en diversos lugares de la ciudad y el coche de la policía iba ya atestado.
—¿Qué quiere que hagamos ahora? —preguntó 378550, cuando recorrían por quinta vez el parque en busca de los tres agentes que faltaban. Verkramp paró el coche.
—Tendría que deteneros —gruñó Verkramp—. Tendría que haceros juzgar por terrorismo, pero…
—No lo hará —dijo 885974, que había estado pensando bastante en el asunto.
—¿Por qué no? —gritó Verkramp.
—Porque todos aportaremos pruebas de que usted mismo nos ordenó volar el transformador y el gasómetro y el…
—Yo no hice nada de eso. Sólo os mandé buscar saboteadores comunistas —gritó Verkramp.
—¿Y quién nos dio las llaves del arsenal de la policía? —preguntó 628461.
Verkramp contemplaba a través del parabrisas un futuro breve y siniestro, a cuyo final se erguía el verdugo de la Prisión Central de Pretoria.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué queréis que haga?
—Que nos deje pasar los controles. Que nos lleve hasta Durban y nos dé 500 rands a cada uno —dijo 885497—. Y que se olvide de que nos ha conocido.
—¿Y los tres que faltan? —preguntó Verkramp.
—Eso es cuestión suya —dijo 885974—. Puede encontrarlos mañana.
Volvieron a la comisaría y Verkramp consiguió el dinero; al cabo de dos horas, llegaban al aeropuerto de Durban nueve agentes. El Luitenant Verkramp les vio desaparecer en la terminal y regresó a Piemburgo. En el control de la carretera de Durban, el sargento de guardia le saludó por segunda vez y tomó nota del hecho de que el Kommandant en funciones parecía ojeroso y enfermo. Hacia las cuatro de la madrugada, Verkramp estaba en la cama, en su piso, escrutando la oscuridad y preguntándose cómo encontraría a los tres agentes que faltaban. A las siete, volvió a levantarse y se fue al Café Florian. 885974 le había aconsejado que los buscara allí. A las once, el coche del Kommandant volvía a cruzar el control de la carretera de Durban y esta vez el Kommandant en funciones iba acompañado de dos hombres. Cuando regresó a la ciudad, once de sus agentes habían dejado Piemburgo para siempre. 745396 estaba en el depósito de cadáveres municipal esperando que le identificaran.
En el balneario de Weezen, el Kommandant van Heerden durmió más profundamente de lo que esperaba debido a sus alucinaciones. A la mañana siguiente despertó con un poco de resaca, pero después de un desayuno abundante en la Sala de la Fuente se sintió mejor. En el rincón del fondo, las dos ancianas damas de cabello corto proseguían su interminable charla en susurros.
El Kommandant se dirigió luego a pie a Weezen, con la esperanza de toparse con la señora Heathcote-Kilkoon, que le había susurrado algo de «mañana», cuando la llevó a la cama. Acababa de llegar a la carretera principal y caminaba por ella pesadamente cuando un fuerte bocinazo detrás le hizo saltar fuera de la carretera. Se volvió furioso y vio al mayor Bloxham al volante del Rolls de los años veinte.
—Suba —gritó el mayor—. Precisamente le andaba buscando.
Subió al asiento delantero y percibió satisfecho que el mayor no tenía muy buen aspecto.
—A decir verdad —dijo el mayor cuando el Kommandant le preguntó si se había repuesto de la diversión del día anterior—, no estoy en plena forma esta mañana. He de reconocer que ustedes los boers aguantan como nadie el licor. No entiendo cómo pudo llegar al balneario anoche.
El Kommandant van Heerden sonrió ante el cumplido.
—Hacen falta más de un par de copas para que yo caiga debajo de la mesa —murmuró, con modestia—. Por cierto —dijo mientras seguían hacia Weezen—, hablando de mesas, ¿está bien la mujer del smoking?
—¿Quién? ¿Se refiere a La Marquise? —preguntó el mayor—. Curioso que la mencione. En realidad esta mañana no parecía muy centrada, o centrado, resulta difícil saberlo, ya sabe. Comentó que se sentía como desazonada.
El Kommandant van Heerden palideció. Si la palabra «desazonada» tenía algún sentido en el contexto, y creía que sí, estaba absolutamente seguro de que La Marquise hablaba con sinceridad. No dudaba ya que había visto a Els debajo de la mesa. Quitarle los pantalones a una lesbiana borracha era el tipo de acto poco caballeresco propio de Els. Pero el agente Els estaba muerto. El Kommandant se debatió con el problema del Els resurrecto hasta que llegaron al bar de Weezen.
—Una copa para la resaca —dijo el mayor, y entró en el bar.
El Kommandant le siguió.
—Ginebra y pippermint para mí —dijo el mayor Blox-ham—. ¿Qué tomará usted, amigo?
El Kommandant dijo que lo mismo, pero estaba pensando en otra cosa.
—¿Explicó lo que había pasado? —preguntó.
El mayor Bloxham le miró con curiosidad.
—Me parece que le obsesiona bastante —dijo al fin—. ¿Curioso, eh? —El Kommandant le miró con fijeza, y el mayor prosiguió—: Veamos, recuerdo que dijo algo bastante extraño en el desayuno. Ah, ya sé. Dijo: «Me siento absolutamente sodomizada». Eso es. Resulta algo grosero en labios de una mujer.
El Kommandant van Heerden no podía estar de acuerdo. Si había visto realmente a Els bajo la mesa, no había la menor duda de que la dama sólo decía la pura y simple verdad. Le estaba bien empleado a aquella zorra estúpida por vestirse de hombre, pensó.
—Ah, por cierto, Daphne le envía un recado —dijo el mayor—. Quiere saber si irá con el grupo de cazadores mañana.
El Kommandant procuró dejar de lado el asunto de Els y la lesbiana travestida, e intentó pensar en la cacería.
—Me gustaría —dijo—. Pero tendría que pedir una escopeta.
—Naturalmente sólo es una cacería de rastreo —siguió diciendo el mayor, antes de deducir por lo de la escopeta que el Kommandant sin duda mataba zorros a tiros. Un malentendido similar existía por parte del Kommandant[6].
—¿Cacería de rastreo? —dijo, mirando con disgusto al mayor.
—¿Escopeta? —dijo el mayor Bloxham con similar revulsión. Miró inquieto en torno suyo para asegurarse de que nadie les oía; luego se inclinó hacia el Kommandant y añadió, en tono conspiratorio—: Mire, amigo. A buen entendedor, ya sabe. Pero, si acepta mi consejo, yo no andaría por ahí proclamando, bueno, ya sabe lo que quiero decir.
—¿Acaso se refiere a que el coronel Heathcote-Kilkoon…? —tartamudeó el Kommandant, intentando imaginarse al coronel vestido de mujer.
—Exacto, amigo —dijo el mayor—. Es sumamente susceptible respecto a ese tipo de cosas.
—No me sorprende, después de todo —dijo el Kommandant.
—Mejor no comentarlo —dijo el mayor—. ¿Qué tal otra copa? Creo que ahora es su turno.
El Kommandant pidió otras dos copas de ginebra y pippermint y cuando se las sirvieron había empezado a entender cuál era realmente el papel del mayor Bloxham en la familia Heathcote-Kilkoon. El brindis que hizo el mayor a continuación se lo confirmó:
—¡Culos arriba! ¡Salud! —dijo, alzando el vaso.
El Kommandant posó el vaso en la barra y le contempló muy serio.
—Es ilegal —dijo—. Supongo que lo comprende.
—¿Qué pasa, amigo? —preguntó el mayor.
Ahora le tocaba al Kommandant mirar en torno suyo inquieto.
—Ese tipo de cacerías —dijo al fin.
—¿De veras? ¡Pues hay que ver! No tenía idea —dijo el mayor—. Quiero decir que no se hiere a nadie ni nada…
El Kommandant se movió inquieto en el taburete.
—Supongo que depende del fin que se persiga —susurró.
—Un poco agotador para el pobre imbécil que va delante. Quiero decir, lo de correr todo el camino; pero es sólo dos veces por semana —dijo el mayor.
El Kommandant van Heerden se estremeció.
—Usted dígale al coronel lo que le he dicho —le dijo al mayor—. Dígale que es absolutamente ilegal.
—Lo haré, amigo —dijo el mayor—. Aunque no me explico por qué. Pero usted lo sabrá, puesto que es policía y eso.
Siguieron sentados allí hasta que acabaron de beber en silencio, cada cual concentrado en sus propios pensamientos.
—¿Está absolutamente seguro de que es ilegal, amigo? —preguntó al fin el mayor Bloxham—. Quiero decir, no es cruento ni nada de eso. De hecho, no hay una matanza real.
—Maldita sea, espero que no —dijo exasperado el Kommandant.
—Verá, nos limitamos a soltar a un cafre después del desayuno con una bolsa de semillas de anís atada a la cintura. Y al cabo de una hora salimos tras él.
—¿Semillas de anís? —preguntó el Kommandant—. ¿Para qué son las semillas de anís?
—Le dan un poco de aroma —explicó el mayor.
El Kommandant van Heerden se estremeció. Hombres de cincuenta y tantos años vestidos de mujer cazando a cafres olorosos era realmente demasiado para su estómago.
—¿Y qué piensa de todo eso la señora Heathcote-Kilkoon? —preguntó ansiosamente. No le cabía en la cabeza que una dama tan distinguida aprobara todo aquello.
—¿Qué? ¿Daphne? Oh, le encanta. Creo que es a la que más le gusta —dijo el mayor—. Monta maravillosamente, ¿sabe?
—Ah, vaya —dijo el Kommandant, que consideraba el comentario sobre la señora Heathcote-Kilkoon bastante impertinente—. ¿Y cómo se viste?
El mayor Bloxham se echó a reír.
—Es de la vieja escuela. Muy dura. Lleva sombrero de copa, ni más ni menos…
—¿Sombrero de copa? ¿Quiere realmente decir que va con chistera? —preguntó el Kommandant.
—Eso mismo, amigo; y le aseguro que no escatima el látigo. Que Dios salve al hombre que se pare ante un obstáculo. Esa mujer le dará un buen escarmiento.
—Encantador —dijo el Kommandant, intentando imaginar cómo sería lo de recibir escarmiento de la señora Heathcote-Kilkoon ataviada ni más ni menos que con sombrero de copa.
—Podemos proporcionarle una buena cabalgadura —dijo el mayor.
El Kommandant se asió con firmeza al taburete.
—Apuesto a que sí —dijo, muy serio—. Pero yo no le aconsejaría que lo intentara.
El mayor Bloxham se levantó.
—¿Le falta valor, eh? —preguntó aviesamente.
—No es precisamente mi valor lo que me preocupa —dijo el Kommandant.
—Bien, será mejor que regrese a Damas Blancas —dijo el mayor, y se dirigió a la puerta. El Kommandant van Heerden terminó la bebida y le siguió. Encontró al mayor subiendo al Rolls.
—Por cierto, sólo por curiosidad —le dijo—. ¿Cómo se visten ustedes para estas, digamos, ocasiones?
El mayor Bloxham sonrió obscenamente.
—De rosa, amigo, de rosa[7]. ¿De qué otro modo podría vestir un caballero?
Y soltó el embrague y el Rolls se alejó, dejando al Kommandant una vez más con aquella sensación de desencanto que parecía surgir siempre que comparaba las figuras ideales de su imaginación con las de la realidad.
Se quedó un momento quieto y luego se encaminó hacia la plaza; allí se quedó mirando el rostro de la Gran Reina. Por primera vez entendía la expresión de velado disgusto que veía en aquel rostro. «Es natural —se dijo—. No debe ser muy agradable ser la reina de una nación de maricones».
Considerando el simbolismo de que una paloma hubiera defecado en la broncínea frente de la reina, dio la vuelta y regresó despacio al balneario para el almuerzo.
—¿Ilegal? —gritó el coronel Heathcote-Kilkoon cuando el mayor le informó de lo que había dicho el Kommandant—. ¿Qué es ilegal cazar? En mi vida he oído una tontería semejante. Ese tipo es un embustero. No me extrañaría que tuviese miedo a los caballos. ¿Qué más dijo?
—Admitió que tira a los zorros —dijo el mayor.
El coronel Heathcote-Kilkoon explotó.
—Maldita sea, siempre dije que ese tipo era un sinvergüenza —gritó—. Y pensar que me he destrozado el hígado brindando con ese puerco.
—No grites, Henry, querido —dijo la señora Heathcote-Kilkoon que llegaba de la habitación de al lado—. Creo que mi cabeza no lo soportaría. Además, Willy ha muerto.
—¿Qué ha muerto Willy? —preguntó el coronel—. Pero si ayer estaba perfectamente.
—Id a verlo con vuestros propios ojos —dijo la señora Heathcote-Kilkoon con tristeza. Los dos hombres fueron a la habitación de al lado.
—Santo cielo —exclamó el coronel, mientras miraban la pecera de la carpa—. ¿Pero cómo puede haber ocurrido?
—Seguro que se pescó una cogorza de muerte ayer —dijo jocosamente el mayor Bloxham. El coronel Heathcote-Kilkoon le miró muy serio.
—No tiene ninguna gracia —dijo, y salió muy estirado de la casa.
El mayor Bloxham se fue desconsolado a la galería, donde encontró a La Marquise, que estaba contemplando el paisaje.
—Y únicamente el hombre es vil, ¿eh? —dijo en tono amistoso. La Marquise le miró colérica.
—Querido, tienes el don maravilloso de decir siempre la palabra justa a destiempo —dijo, con irritación, y cruzó laboriosamente el pradillo, dejando al mayor solo y preguntándose qué le pasaría, qué veneno se le habría metido en el cuerpo a aquella mujer.