En el Hospital Mental de Fort Rapier, la doctora von Blimenstein ignoraba las consecuencias que su consejo sobre la terapia de aversión estaba teniendo en la vida de los policías de Piemburgo. Seguía pensando en Verkramp y preguntándose por qué no se habría puesto en contacto con ella; pero al iniciarse los atentados terroristas halló una explicación que, en cierta forma, satisfacía su vanidad. «Pobrecito, está demasiado ocupado», se dijo y procuró desahogar su desengaño atendiendo a los muchos pacientes que acudían al hospital aquejados de ansiedad aguda a raíz de las explosiones. Muchos padecían fobia de matanza y estaban obsesionados por la idea de que cualquier mañana el sirviente de la casa de al lado les haría picadillo. La propia doctora von Blimenstein no era inmune a esta infección, endémica entre los blancos de Sudáfrica, pero hacía todo lo posible para aplacar los temores de sus nuevos pacientes.
—¿Por qué el sirviente de la casa de al lado? —le preguntó a una mujer perturbada hasta tal punto de que no permitía que la enfermera de color entrara en la habitación a vaciar el orinal y prefería hacerlo ella misma, tarea ésta tan sumamente servil para una mujer blanca que constituía un síntoma clarísimo de desequilibrio mental.
—Porque me lo dijo mi pinche de cocina —dijo la mujer entre lágrimas.
—¿Su pinche de cocina le dijo que el sirviente de la casa de al lado la mataría? —preguntó en tono sosegado la doctora von Blimenstein.
La paciente luchaba por controlarse.
—Yo le dije: «Joseph, ¿matarías tú a tu señora, lo harías?» y él me dijo: «No, señora, el chico de la casa de al lado la mataría a usted y yo mataría a su señora por él». Como ve, lo tienen todo pensado. Nos asesinarán en la cama cuando nos traigan el té a las siete de la mañana.
—¿Y no le parece que sería aconsejable renunciar al té de la mañana? —le preguntó la doctora; pero la paciente no quería ni oír hablar de tal cosa.
—Creo que no podría pasar el día sin el té de la mañana —dijo.
La doctora von Blimenstein se abstuvo de indicar la incongruencia lógica entre tal afirmación y sus declaraciones anteriores. Se limitó a redactar la prescripción habitual para tales casos y la envió a ver al Instructor de Tiro.
—Terapia ocupacional —explicó a la mujer, que al poco rato se consagraba a disparar con un revólver del 38 a blancos pintados que parecían sirvientes negros con una bandeja de té en una mano y un cuchillo en la otra.
La enferma siguiente padecía «fiebre del pijo negro», dolencia ésta aún más frecuente que la anterior.
—Los tienen tan increíblemente grandes —farfulló, cuando la doctora le preguntó qué le pasaba.
—¿El qué? —preguntó la doctora, aunque había reconocido los síntomas de inmediato.
—Ya sabe, los chismes —murmuró confusamente la mujer.
—¿Chismes?
—Aparatos.
—¿Aparatos? —preguntó la doctora, que consideraba parte de la cura obligar a la paciente a expresar abiertamente sus temores. La paciente enrojeció.
—Sus varales —dijo intentando desesperadamente hacerse entender.
—Me temo que tendrá que ser más clara, querida —dijo la doctora—. No tengo ni idea de lo que intenta decirme.
La mujer hizo acopio de valor y consiguió decir:
—Tienen largas espadas de puerco.
La doctora von Blimenstein tomó nota repitiendo palabra por palabra.
—Tienen… largas… espadas… de… puerco —alzó la vista—. ¿Y qué es una espada de puerco? —preguntó, vivamente. La paciente la miraba perpleja.
—¿Quiere decir que no lo sabe? —preguntó.
La doctora negó con la cabeza y añadió mendaz:
—No tengo ni idea.
—¿No está casada? —preguntó la mujer. La doctora volvió a negar con la cabeza—. Bien, entonces no se lo diré. Ya lo descubrirá la noche de bodas —concluyó la paciente, y se sumió en un terco silencio.
—¿Empezamos de nuevo? —preguntó la doctora von Blimenstein—. Una espada de puerco es un varal, es un aparato, es un chisme… ¿correcto?
—¡Por amor de Dios! —gritó la mujer, consternada ante el catálogo de eufemismos sexuales—. Me refiero a sus bultos.
—Es un bulto —dijo la doctora tomando nota. La mujer se retorcía frente a ella, avergonzada.
—¿Qué quiere que haga? ¿Qué se lo deletree? —gritó.
—Hágalo, por favor —dijo la doctora—. Creo que deberíamos aclarar este asunto.
La paciente se estremeció.
—Pe, I, Jota, O, pijo —gritó. Al parecer lo consideraba el término definitivo.
—Quiere usted decir pene, ¿no es así, querida? —preguntó la doctora von Blimenstein.
—Sí —gritó la paciente, histérica—. Quiero decir pene, pijo, espada de puerco, bulto, todo. ¿Qué más da cómo lo llame? Todos los tienen enormes.
—¿Quiénes los tienen enormes?
—Los cafres los tienen enormes. De tres pulgadas de grosor y dieciocho de largo. Y unos prepucios que son como paraguas y…
—Vamos, tómeselo con calma —dijo Blimenstein al advertir que la histeria de la paciente aumentaba. Dado su estado emocional, el comentario fue demasiado para la mujer.
—¿Tomármelo? —gritó—. ¿Tomármelo? ¿No puedo soportar mirarlo y quiere que lo tome?
La doctora von Blimenstein se inclinó sobre la mesa hacia su paciente.
—No me refiero a eso —dijo—. Está usted desmesurando todo el asunto.
—¿Desmesurando? —dijo la mujer—. Ya le he dicho que es desmesurado. Mucho mayor de lo que yo puedo aguantar. Es histerectomía instantánea. Es…
—Tiene que intentar verlo…
—No quiero verlo. De eso se trata, me aterra verlo.
—En proporción… —gritó la doctora en tono autoritario.
—¿En proporción a qué? —gritó la mujer—. A mi delicado pasaje, supongo. Ya le he dicho que no puedo aguantarlo.
—Nadie le está pidiendo que lo haga —dijo la doctora—. En primer lugar…
—¿En primer lugar? ¿En primer lugar? No me diga que lo intentarán por segunda vez.
La paciente se había puesto de pie.
La doctora Blimenstein dejó su silla y empujó a la paciente para que volviera a sentarse.
—No podemos permitir que nuestra imaginación se desboque —dijo suavemente—. Aquí está a salvo. Vamos —prosiguió, cuando la paciente le parecía más calmada—, si quiere que la ayude, ha de entender usted que los penes no son más que síntomas. Hemos de buscar lo que se oculta tras ellos.
La mujer miró afanosamente por la habitación.
—No es difícil —dijo—. Están por todas partes.
La doctora von Blimenstein se apresuró a explicar:
—Me refiero al origen interno… Vamos, ¿qué pasa?
La mujer se había desplomado. Cuando volvió en sí, la doctora probó otro enfoque:
—No diré nada —dijo—, lo único que quiero es que me diga lo que piensa.
La mujer se tranquilizó y reflexionó.
—Se cuelgan pesos en la punta para hacerlos más largos —dijo al fin.
—¿De veras? —preguntó la doctora—. Qué interesante.
—No tiene nada de interesante. Es asqueroso.
La doctora von Blimenstein aceptó que también era asqueroso.
—Andan con ladrillos atados a la punta con trozos de cuerda —continuó la paciente—. Por debajo de los pantalones, claro.
—Claro, claro —dijo la doctora von Blimenstein.
—También se los untan con mantequilla para que les crezcan. Creen que la mantequilla sirve para eso.
—Yo creo que la mantequilla impediría que se aguantara el ladrillo —dijo la doctora von Blimenstein con más sentido práctico—. Haría resbalar la cuerda, ¿no le parece?
La paciente consideró el asunto.
—Primero se atan bien la cuerda —dijo al fin.
—Parece muy lógico —dijo la psiquiatra—. ¿Hay algo más que quiera decirme? ¿Su vida matrimonial es satisfactoria?
—Bueno —dijo la mujer vacilante—, podría ser peor, ya me entiende.
La doctora von Blimenstein asintió comprensiva.
—Creo que podemos curar su fobia —dijo tomando notas—. La terapia que le voy a prescribir puede resultar extraña a primera vista, pero pronto lo entenderá. Lo primero que haremos será lograr que se habitúe a la idea de agarrar un pene pequeño, uno blanco y pequeño y…
—¿Qué me habitúe a hacer qué? —preguntó asombrada la mujer; su expresión indicaba que creía que la doctora estaba loca.
—Agarrar penes blancos pequeños.
—Está usted loca —gritó la mujer—. Nunca hubiera imaginado algo semejante. Soy una mujer casada respetable, y si se cree usted que voy a… —se puso a llorar completamente histérica.
La doctora von Blimenstein se inclinó hacia ella sobre la mesa en actitud tranquilizadora.
—Está bien —dijo—. Para empezar eliminaremos los penes.
—Dios Todopoderoso —gritó la mujer—, y yo creía que necesitaba tratamiento.
La doctora von Blimenstein la tranquilizó.
—Quiero decir que los dejaremos a un lado —dijo—. Empezaremos con lápices. ¿Tiene alguna objeción arraigada respecto a agarrar un lápiz?
—Claro que no —dijo la mujer—. ¿Por qué demonios me iba a molestar coger un lapicero?
—¿Y un bolígrafo? —la doctora von Blimenstein observó fijamente a la mujer para detectar cualquier signo de vacilación.
—Los bolígrafos me parecen muy bien. Y también las estilográficas —dijo la paciente.
—¿Y qué me dice de un plátano?
—¿Quiere que lo coja o que me lo coma? —preguntó la mujer.
—Sólo que lo sujete.
—No hay problema.
—¿Un plátano y dos ciruelas?
La paciente observó a la psiquiatra con expresión de censura.
—Cogeré hasta una macedonia de frutas si cree usted que me beneficiará, aunque la verdad es que sus intenciones se me escapan por completo.
Finalmente, la doctora von Blimenstein inició el tratamiento habituando a la paciente a sujetar un calabacín hasta que los síntomas de ansiedad cesaron por completo.
Mientras la doctora von Blimenstein luchaba con los problemas psicológicos de sus pacientes y el teniente Verkramp servía a su Dios exorcizando demonios, el Kommandant van Heerden pasaba tranquilamente sus días en Weezen pescando en el río, leyendo novelas de Dornford Yates y preguntándose por qué no se habrían puesto en contacto con él los Heathcote-Kilkoon tras su infructuosa visita a la mansión. Al cuarto día, se tragó el orgullo y abordó al señor Mulpurgo que, siendo una autoridad en todo lo demás, parecía la persona más adecuada para explicar los misterios de la etiqueta inglesa.
Lo halló hipando suavemente para sí en una vieja rosaleda del jardín. El Kommandant se sentó en el banco junto al profesor de lengua inglesa, e inició la conversación diciendo:
—Me preguntaba si podría ayudarme usted.
El señor Mulpurgo hipó sonoramente.
—¿De qué se trata? —preguntó, nervioso—. Estoy ocupado.
—Si le invitaran a pasar unos días en el campo —dijo el Kommandant— y llegara usted al hotel y no aparecieran las personas que le habían invitado, ¿qué pensaría?
El señor Mulpurgo intentó descifrar la situación que se le planteaba.
—Si me invitaron a pasar unos días en el campo —dijo al fin—, no entiendo qué cuernos pintaría yo en un hotel, a no ser que las personas que me habían invitado fueran los dueños del mismo.
—No —dijo el Kommandant—. No lo son.
—¿Entonces qué pintaría yo en el hotel?
—Dijeron que la casa estaba llena.
—¿Y es cierto? —preguntó el señor Mulpurgo.
—No —dijo el Kommandant—. No están allá —hizo una pausa—. Bueno, quiero decir que no estaban cuando fui el otro día.
El señor Mulpurgo dijo que todo aquello le parecía muy raro.
—¿No se habrá equivocado de fechas? —preguntó.
—Oh, no. Lo comprobé —dijo el Kommandant.
—Siempre podría usted llamarles por teléfono.
—No tienen teléfono.
El señor Mulpurgo volvió a coger su libro.
—Parece que se encuentra usted en un aprieto —dijo—. Creo que yo en su caso volvería a hacerles otra visita, y si no están me iría a casa.
El Kommandant asintió, dubitativo.
—Creo que lo haré —dijo. El señor Mulpurgo volvió a hipar—. ¿Sigue con la flatulencia? —le preguntó afablemente el Kommandant—. Debería probar a contener la respiración. A veces resulta.
El señor Mulpurgo dijo que lo había probado muchas veces sin resultados.
—Pues yo una vez curé a un individuo que tenía hipo dándole un susto —dijo evocadoramente el Kommandant—. Era un ladrón de coches.
—¿De veras? ¿Y cómo lo hizo? —preguntó el señor Mulpurgo.
—Le dije que iban a azotarle.
El señor Mulpurgo se estremeció.
—Horrible, ¿no? —dijo.
—También lo era él —dijo el Kommandant—. Le dieron quince golpes. Pero se le quitó el hipo —sonrió al recordarlo. A su lado, el profesor de inglés consideraba las terribles implicaciones de aquella sonrisa y pensó, no por primera vez, que se hallaba en presencia de alguna fuerza elemental para quien, o para la que, no existían dudas sobre el bien y el mal, ni sentimientos morales, ni consideraciones éticas, sino sólo el poder descarriado. Había algo monstruoso en la simplicidad del Kommandant. Su «Lobo contra lobo» no tenía el menor matiz metafórico. Era simple y llanamente un hecho de su existencia. Ante la realidad de este mundo de fuerza bruta, las aspiraciones literarias del señor Mulpurgo carecían totalmente de importancia.
—¿Aprueba usted la flagelación? —preguntó, aunque sabía ya cuál iba a ser la respuesta.
—Es lo único realmente eficaz —dijo el Kommandant—. La prisión no es buena. Demasiado cómoda. Cuando se azota a un hombre, no lo olvida. Y tampoco olvida la ejecución en la horca.
—Eso suponiendo que haya una vida después de la muerte —dijo el señor Mulpurgo—. De otro modo yo diría que el ahorcamiento es una forma definitiva de olvido, ¿no?
—Con vida futura o sin ella, el hombre que muere colgado no vuelve a cometer ningún delito, eso es seguro —dijo el Kommandant.
—¿Y es eso todo lo que a usted le importa? —preguntó el señor Mulpurgo—. ¿Qué no cometa más delitos?
El Kommandant van Heerden asintió y dijo:
—Es mi trabajo, me pagan por eso.
El señor Mulpurgo insistió:
—¿Y la vida no significa nada para usted? ¿La sacralidad e la vida, su belleza y su alegría y su inocencia?
—Cuando como una tajada de cordero, no pienso en la oveja —dijo el Kommandant. El señor Mulpurgo hipó ante aquella comparación.
—¡Qué visión tan terrible de la vida la suya! —dijo—. Al parecer, no hay esperanza en absoluto.
El Kommandant sonrió.
—Siempre hay esperanza, amigo mío —dijo, dándole una palmada en el hombro al señor Mulpurgo al mismo tiempo que se ponía de pie—. Siempre hay esperanza.
Y se alejó caminando pesadamente. El señor Mulpurgo se levantó también y se dirigió a Weezen.
—¡Cuántos borrachos hay hoy día! —comentó a la mañana siguiente el mayor Bloxham en el desayuno—. Encontré anoche a un tipo en el bar. Enseña inglés en la universidad. No debía tener más de treinta años. Estaba como una cuba y no paraba de gritar sobre su intención de liquidarlo todo. Tuve que llevarle al hotel. Una especie de balneario.
—Quién sabe adónde llegarán los jóvenes —dijo el coronel—. Si no es la bebida son las drogas. El país se está echando a perder.
Se levantó y se fue a las perreras para ver cómo le iba a Harbinger.
—¿Balneario? —preguntó la señora Heathcote-Kilkoon cuando se fue el coronel—. ¿Dijiste balneario, Boy?
—Un lugar semirruinoso que acepta huéspedes —dijo el mayor.
—Seguro que es ahí donde está el Kommandant —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.
Terminó de desayunar y mandó que prepararan el coche. Al poco rato dejó al coronel y al mayor discutiendo sobre la distribución de los asientos en la cena del Club de aquella noche y se fue a Weezen. Las cenas del Club eran aburridísimas. Aburridísimas e irreales. En Zululandia, la gente carecía del chic que hacía la vida tan tolerable en Nairobi. «Demasiado raffiné», pensó, recurriendo al limitado repertorio de palabras francesas con las que estaba au fait y que entre sus amigos de Kenia eran de rigueur. Ahí radicaba precisamente la diferencia con el Kommandant. Nadie podría acusarle fácilmente de ser raffiné.
«Hay en él algo tan vulgar», murmuró para sí mientras aparcaba a la entrada del balneario. Entró en el establecimiento.
Había algo extraordinariamente vulgar en la habitación del Kommandant cuando al fin dio con ella y llamó a la puerta. Le abrió el Kommandant en paños menores, pues en aquel momento estaba cambiándose para ir a pescar; volvió a cerrar de inmediato. Cuando volvió a abrirla, correctamente vestido, la señora Heathcote-Kilkoon, que durante el intermedio había estado estudiando la placa esmaltada de la puerta, había sacado sus propias conclusiones sobre el origen del olor.
—Pase —dijo el Kommandant, mostrando una vez más la falta de refinamiento que tan atractiva le resultaba a la señora Heathcote-Kilkoon. Entró y contempló indecisa la habitación.
—Lamentaría haberle interrumpido —dijo, mirando significativamente los grifos y tubos.
—No, no, en absoluto. Estaba a punto de…
—Bien —se apresuró a decir ella—. Tampoco hace falta entrar en detalles. Supongo que todos tenemos nuestras pequeñas dolencias.
—¿Dolencias? —preguntó el Kommandant.
La señora Heathcote-Kilkoon arrugó la nariz y abrió la puerta.
—Aunque, a juzgar por el olor, las suyas son más graves que las de la mayoría.
Salió al pasillo y el Kommandant la siguió.
—Es el azufre —explicó él.
—Tonterías —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Es la falta de ejercicio. Bien, pronto le pondremos remedio. Lo que necesita es una buena galopada antes del desayuno. ¿Cómo monta?
—Que yo sepa, sin problema —dijo el Kommandant van Heerden un tanto enojado.
—Bien, eso ya es algo —dijo la señora Heathcote-Kilkoon.
Pasaron la puerta giratoria. Fuera, el aire era más fresco. La actitud de la señora Heathcote-Kilkoon se suavizó un poco.
—Lamento que haya tenido que estar usted aquí abandonado de este modo —dijo—. Todo ha sido culpa nuestra. Preguntamos por usted en el hotel del pueblo, pero yo no tenía idea de que existiera este lugar.
Se apoyó en la balaustrada con elegancia y contempló el edificio, con su pórtico moteado y su inscripción desvaída. Él le explicó que había intentado telefonearles y no había podido encontrar el número.
—Claro, querido —dijo la señora Heathcote-Kilkoon, tomándole del brazo y guiándole hacia el jardín—. Es que no tenemos teléfono. Henry es muy reservado, sabe. Juega a la bolsa y no puede soportar la idea de que vaya a oírle cualquiera por teléfono decirle a su agente que compre Free State Gedulds y organice una matanza de cafres.
—Es comprensible —dijo el Kommandant, absolutamente in albis.
Pasearon por el sendero hacia el río y la señora Heathcote-Kilkoon se explayó sobre la vida en Kenia y sobre lo mucho que añoraba los buenos tiempos de Thompson Falls.
—Vivíamos en un sitio precioso… Se llamaba Littlewood Lodge por… bueno, no importa. Digamos que le pusimos así por el primer gran coup de Henry. Y, claro, había acres y acres de azaleas. Creo que fue especialmente por eso por lo que Henry eligió Kenia. Le chiflan las flores, ¿sabe? Y las azaleas no se dan muy bien en South London.
El Kommandant dijo que sin duda al coronel tenían que encantarle las flores para haber recorrido por ellas todo el largo camino hasta África.
—Bueno, claro, estaba también el asunto de los impuestos —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Quiero decir que Henry había ganado en la Bolsa… quiero decir que cuando Henry se hizo rico, sencillamente le resultaba imposible seguir viviendo en Inglaterra con ese horrible gobierno laborista llevándose hasta el último penique en impuestos.
Cuando caminaban por la orilla del río, la señora Heathcote-Kilkoon dijo súbitamente que tenía que regresar.
—No olvide lo de esta noche —le dijo cuando él la ayudaba a subir al Rolls—. La cena es a las ocho. El aperitivo a las siete. Le estaré esperando. Au’voir.
Y, dicho esto, se fue saludándole con el guante malva.
—¿Qué has hecho qué? —farfulló el coronel Heathcote-Kilkoon cuando su esposa le dijo que el Kommandant iría a cenar—. ¿Pero es que no entiendes que es la Noche de Berry? No podemos tener a un extraño en la cena del Club.
—Le he invitado y vendrá —dijo con firmeza la señora Heathcote-Kilkoon—. Lleva toda la semana en ese balneario espantoso poniéndose enemas, muerto de aburrimiento, sólo porque el imbécil de Boy entró a beber en el bar que no era.
—Oh, vamos —objetó el mayor Bloxham—. Eso no es justo.
—No, no lo es —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. No lo es. Así que esta noche vendrá a cenar, con club o sin club. Y espero que los dos os portéis como es debido.
Se fue a su habitación y pasó la tarde soñando con hombres taciturnos y robustos y con el olor almizcleño del Kommandant. Oía abajo, en el jardín, el clic de las podaderas del coronel, que desahogaba su irritación con los arbustos ornamentales. Cuando bajó a tomar el té, el arbusto que antes tenía forma de pollo había adquirido el tamaño de un loro. Y en lo mismo parecía haberse convertido el coronel.
—Sí, querida. No, querida —repetía mientras la señora Heathcote-Kilkoon explicaba que el Kommandant encajaría perfectamente con los socios del club.
—Además, no es como si fuera analfabeto —dijo—. Ha leído los libros Berry y me dijo que era un admirador del Maestro.
Dejó solos a los dos hombres y fue a la cocina a ver qué hacía el cocinero zulú que, entre otras cosas, estaba intentando descifrar cómo se preparaba Filet de boeuf en chemise strasbourgeoise.
Al quedarse solos, los dos hombres se sonrieron significativamente.
—Nada como tener un bufón en la cena —dijo el coronel—. Puede ser divertidísimo.
—El bufón de la corte —dijo el mayor—. Le ponemos como una cuba y tendremos juerga. Hasta podríamos quitarle los pantalones.
—Es una buena idea —dijo el coronel—. Le enseñaremos modales al muy puerco, ¿eh?
El Kommandant van Heerden estudiaba entretanto en el hotel su libro Etiqueta para todos e intentaba recordar qué tenedor debía usar para el pescado. A las seis se dio otro sucedáneo de baño y se echó abundante desodorante para neutralizar el olor a azufre. Se puso luego el traje que le habían hecho en Scurfield & Todd, los sastres ingleses de Piemburgo, y que la doncella de color le había planchado meticulosamente, y a las siete partió hacia Damas Blancas. El patio delantero estaba lleno de coches. El Kommandant aparcó y subió los peldaños hasta la puerta principal; le abrió el mayordomo zulú. La señora Heathcote-Kilkoon acudió a recibirle.
—¡Oh, Dios mío! —dijo, a modo de recibimiento, consternada por el atuendo del Kommandant (todos los asistentes vestían smoking), y luego, con un gran despliegue de savoir faire, añadió—: Bien, no importa. No tiene remedio —y escoltó al Kommandant hasta una habitación llena de humo, conversación y gente—. No puedo ver a Henry en este momento —dijo juiciosamente, conduciendo al Kommandant hasta una mesa en la que el mayor Bloxham repartía bebidas—. Pero Boy le preparará un cóctel.
—¿Cuál es su veneno, amigo? —preguntó el mayor Bloxham.
El Kommandant dijo que agradecería una cerveza.
El mayor le miró con recelo y dijo:
—Eso no puede ser, querido amigo. Sólo combinados, sabe. Los maravillosos veinte y todo eso. Le prepararé un Especial Oom Paul.
Y antes de que el Kommandant pudiera preguntar qué era un Especial Oom Paul, el mayor estaba dándole a la coctelera.
—Riquísimo —dijo el Kommandant tomando aquella bebida, compuesta de brandy de manzana, Dubonnet y un chorrito de vodka como toque especial.
—Me alegra que le guste —dijo el mayor—. Acábelo y podrá probar un Martillo Macho.
Pero antes de que el Kommandant pudiera comprobar los efectos de un combinado de brandy, ron y brandy de manzana sobre el Especial que acababa de tomar, la señora Heathcote-Kilkoon se lo llevó con toda la discreción que la concurrencia permitía, a saludar a Henry. El coronel observó con interés su atuendo.
—Encantado de que haya podido venir, Kommandant —dijo, con una amabilidad que su esposa consideró preocupante—. Dígame usted, ¿usan siempre los boers trajes de Tweed Harris en las fiestas nocturnas?
—Vamos, Henry —intervino la señora Heathcote-Kilkoon sin dar tiempo al Kommandant a contestar—. El Kommandant no venía preparado para tantas formalidades estando en el campo. Es que mi esposo —continuó, dirigiéndose al Kommandant— es tan escrupuloso en lo… —el resto de la frase quedó apagado por el sonido del gigantesco gong. Cuando cesaron sus reverberaciones, el mayordomo zulú anunció que la cena estaba servida. Eran las siete y media. La señora Heathcote-Kilkoon se lanzó a cruzar la habitación y, tras un breve y áspero intercambio de opiniones en el que por dos veces llamó negro zoquete al mayordomo, la anfitriona volvió a la reunión con una sonrisa crispada.
—Sólo un malentendido sobre el horario —dijo y, haciendo algún otro comentario sobre la dificultad de encontrar buenos sirvientes, se mezcló con los invitados. El Kommandant, sintiéndose abandonado, terminó su combinado especial y fue al bar a pedir un Martillo Macho. Encontró luego un rincón tranquilo junto a una carpa dorada que hacía juego con su traje e inspeccionó a los otros invitados. Aparte del coronel, cuya mirada biliosa le hacía destacar como hombre distinguido, los otros individuos no eran ni con mucho lo que él había esperado. Parecían despedir un aire de confiada incertidumbre y su conversación carecía de la ironía cortés que él había hallado en las páginas de Berry & Co. En un grupo reducido, junto a él, un hombrecillo gordo explicaba cómo podía conseguir un descuento del cincuenta por ciento en frigoríficos, mientras otro argumentaba que la única forma de comprar carne era hacerlo al por mayor. El Kommandant recorrió la estancia captando aquí y allá un comentario sobre las rosas y el Handicap de Julio y el divorcio de alguien. En el improvisado bar, el mayor Bloxham le preparó un Tercer Grado.
—Apropiado, ¿eh, amigo? —le dijo, pero antes de que el Kommandant pudiera beberlo, sonó de nuevo el gong y, para no desperdiciarlo, el Kommandant lo echó en la pecera antes de pasar al comedor.
—Se sentará usted entre La Marquise y yo —le dijo la señora Heathcote-Kilkoon mientras rodeaban torpemente la gran mesa del comedor—. Así estará seguro.
Y así se encontró el Kommandant sentado al lado de lo que tomó por un marica, con smoking, que no paraba de llamar querido a todo el mundo. Acercó su silla un poco más a la de la señora Heathcote-Kilkoon, advirtiendo con desagrado que el individuo le observaba especulativamente. Jugueteó con los cubiertos de plata mientras se preguntaba por qué le miraría el coronel. En un momento de silencio, el tipo sentado a su derecha le preguntó qué hacía.
—¿Hacer? —dijo él, receloso. La palabra tenía muchos significados para una respuesta fácil.
La Marquise advirtió su confusión.
—Para vivir, querido, para ganarte la vida. No a mí, válgame Dios. Eso puedo asegurarlo.
Todos los comensales se rieron y el Kommandant provocó más risas al contestar que era policía. Estaba a punto de decir que había conocido a muchos maricones pero… cuando la señora Heathcote-Kilkoon le susurró al oído: «Es una mujer». El Kommandant enrojeció primero y palideció después, al comprender que había estado a punto de meter la pata; tomó un trago de borgoña australiano, que al parecer el coronel consideraba equivalente a un Chambertin del 59.
Cuando ya se había servido el café y circulaba el oporto, el Kommandant había recuperado la confianza en sí mismo. Había tanteado, bastante oportunamente, a La Marquise, una vez preguntándole si estaba presente su esposo y otra inclinándose sobre ella para coger la sal y rozando lo que tuviera de bien disimulado pecho. A su izquierda, acalorada por el vino y la penetrante virilidad del Kommandant, la señora Heathcote-Kilkoon apretaba discretamente su pierna contra la de él, sonriendo con viveza y jugueteando con sus perlas. Cuando el coronel se levantó y propuso un brindis por el Maestro, la señora Heathcote-Kilkoon le dio un suave codazo y señaló el retrato que había sobre la repisa de la chimenea.
—Es el Mayor Mercer —le dijo, en un susurro—. Dornford Yates.
El Kommandant asintió y estudió aquel rostro que le observaba disgustado desde el retrato. Dos ojos crueles, uno un poco más grande que el otro; y un bigote erizado. El autor romántico parecía un furioso sargento mayor. «Supongo que la palabra autoridad debe derivarse precisamente de autor», pensó el Kommandant, al tiempo que pasaba el oporto en dirección contraria. En deferencia a La Marquise, las damas no se habían retirado y el camarero zulú pasó en seguida ofreciendo los puros.
—No son sus Henry Clays. Sólo Macanudos rhodesianos —dijo el coronel con modestia. El Kommandant tomó uno y lo encendió.
—¿Ha probado alguna vez a liárselos usted mismo? —preguntó al coronel y le sorprendió el color que afluyó a su rostro.
—Claro que no —dijo el coronel Heathcote-Kilkoon, ya bastante irritado por el recorrido irregular del oporto—. ¿Quién sabe de alguien que se líe sus propios puros?
—Yo —dijo el Kommandant, imperturbable—. Mi abuelita tenía una granja en el Magaliesburg y cultivaba tabaco. Hay que liarlo sobre la parte interior del muslo.
—Qué extraordinariamente abuelístico —dijo en tono chillón La Marquise. Cuando las risas cesaron, el Kommandant continuó:
—Mi abuelita tomaba rapé. Solíamos molerlo para ella.
Todo el círculo de rostros enrojecidos examinó al hombre del traje de tweed cuya abuela tomaba rapé.
—¡Hay que ver qué familia tan colorista la suya! —dijo el hombrecillo gordo que conseguía descuentos en los frigoríficos y se sorprendió al ver al Kommandant inclinarse hacia él sobre la mesa con expresión de inconfundible furia.
—Si no estuviera en una casa ajena —gruñó el Kommandant— le pesaría lo que acaba de decir.
El hombre gordo palideció y la señora Heathcote-Kilkoon apoyó la mano en el brazo del Kommandant para calmarle.
—¿He dicho algo malo? —preguntó el gordo.
—Creo que el señor Evans quería decir que su familia es muy interesante —explicó en un susurro la señora Heathcote-Kilkoon al Kommandant.
—No me lo pareció —dijo el Kommandant.
A la cabecera de la mesa, el coronel Heathcote-Kilkoon, que se consideraba obligado a afirmar de alguna forma su autoridad, ordenó a los camareros sacar los licores. No fue una medida juiciosa. El mayor Bloxham, aún intrigado porque sus dos combinados no habían conseguido dejar al Kommandant van Hoorden listo para quitarle los pantalones le ofreció Chartreuse. El Kommandant se quedó mirando con curiosidad su vaso de oporto lleno de Chartreuse.
—Nunca había visto vino verde —dijo al fin.
—Se hace con uvas verdes, amigo —dijo el mayor, complacidísimo por las risas que provocó—. Bébaselo de un trago.
La señora Heathcote-Kilkoon no le veía la gracia.
—¿Hasta dónde puedes llegar a caer, Boy? —le preguntó, disgustada, mientras el Kommandant se bebía el vaso de Chartreuse.
—¿Hasta dónde puedes llegar a subir? —preguntó a su vez el mayor jocosamente.
La Marquise aportó su propio comentario:
—¿Subir? Tan alto que me mareo. Queridos —chilló—, tendríais que sentaros aquí para averiguarlo. Gorgonzola puro, os lo aseguro.
Sus últimas palabras confundieron al camarero, que sacó la tabla de los quesos. Mientras sucedía todo esto, el Kommandant van Heerden sonreía complacido por la cordialidad reinante. Decidió pedir disculpas al individuo gordo y a punto estaba de hacerlo cuando el mayor le ofreció otra copa de Chartreuse. Lo aceptó afablemente, pese a la patada que le dio la señora Heathcote-Kilkoon.
—Creo que debemos acompañar todos al Kommandant —dijo ella de pronto—. No vamos a dejarle beber solo. Boy, llena los vasos de oporto.
El mayor la miró inquisitivamente y preguntó:
—¿Todos?
—Ya me has oído —contestó la señora Heathcote-Kilkoon, mirando vengativa primero al mayor y luego a su esposo—. Todos. Creo que todos debemos brindar por la policía sudafricana en honor de nuestro invitado.
—Maldita sea, yo no voy a beber un vaso de Chartreuse por nadie —dijo el coronel.
—¿Les he contado alguna vez cómo pasó Henry la guerra? —preguntó la señora Heathcote-Kilkoon. El coronel Heathcote-Kilkoon palideció y alzó el vaso.
—Por la policía sudafricana —brindó.
—Por la policía sudafricana —dijo la señora Heathcote-Kilkoon con más entusiasmo, observando atentamente al mayor y al coronel hasta que vaciaron los vasos.
Felizmente ajeno a la tensión reinante, el Kommandant seguía sentado y sonreía.
Así pasaban los ingleses sus veladas, pensaba, y se sentía comodísimo.
En el silencio que siguió al brindis y a la consideración de los posibles efectos de un vaso grande de Chartreuse en el hígado, el Kommandant van Heerden se puso de pie.
—Me gustaría decir lo honrado que me siento por hallarme esta noche aquí en tan distinguida compañía —dijo, haciendo una pausa y contemplando aquellos rostros que a su vez le contemplaban borrosamente—. Lo que voy a decir, tal vez les sorprenda…
El coronel Heathcote-Kilkoon, que estaba a la cabecera de la mesa, cerró los ojos y se estremeció. Si el discurso que el Kommandant les auguraba se parecía en algo a su gusto en cuanto a ropa y a vinos, no tenía idea de lo que les aguardaba. Así que se vio agradablemente sorprendido.
—Como ustedes saben —prosiguió el Kommandant— soy afrikaner. O, como dicen ustedes los británicos, boer. Pero quiero que sepan que admiro muchísimo a los británicos y me gustaría proponer un brindis por el Imperio Británico.
El coronel tardó un rato en comprender lo que acababa de decir el Kommandant. Abrió los ojos asombrado y su asombro se desbordó al ver al jefe de policía coger una botella de Benedictine y empezar a llenar los vasos uno tras otro.
—Vamos, Henry —dijo la señora Heathcote-Kilkoon al ver la mirada suplicante del coronel—, por el honor del Imperio Británico.
—¡Santo cielo! —gimió el coronel.
El Kommandant terminó de llenar los vasos y alzó el suyo.
—Por el Imperio Británico —dijo, y vació el vaso; se quedó mirando luego con súbita hostilidad al coronel que había tomado un sorbo y se preguntaba qué hacer con el resto.
—Vamos, Henry —dijo la señora Heathcote-Kilkoon. El coronel vació el vaso y se desplomó en el asiento.
El Kommandant se sentó. Estaba encantado. El sentimiento de decepción que le había estropeado la primera parte de la velada había desaparecido por completo. Y también había desaparecido La Marquise. Con un valeroso intento de un último «querido», elegante hasta el final, se deslizó bajo la mesa. Cuando empezaron a hacerse sentir plenamente los efectos de la devoción del Kommandant van Heerden al Imperio Británico, el camarero zulú, que estaba deseando acostarse, aceleró el proceso sacando al mismo tiempo la tabla de los quesos y los puros.
El coronel Heathcote-Kilkoon intentó corregirle.
—El queso y los cigarros no van junt… —consiguió decir, antes de salir tambaleante de la estancia. En cuanto él se fue, la fiesta se deshizo. El hombre gordo se quedó dormido. El mayor Bloxham se puso malo. Y la señora Heathcote-Kilkoon apretaba mucho más que su pierna contra el Kommandant.
—Tómeme… —le dijo, antes de desplomarse sobre su regazo.
El Kommandant contempló afectuosamente sus azules rizos teñidos, le apartó la cabeza de su bragueta con inusitada galantería y se levantó.
—Es hora de dormir —dijo, y alzó con suavidad de su asiento a la señora Heathcote-Kilkoon y la llevó a su habitación seguido de cerca por el mayordomo zulú, que no se fiaba de sus intenciones.
Cuando la echó en la cama, la señora Heathcote-Kilkoon sonrió en sueños y murmuró:
—Ahora no, querido. Ahora no. Mañana.
El Kommandant salió de puntillas y fue a dar las gracias por la agradable velada a su anfitrión. En el comedor, donde el Club Dornford Yates yacía inerte sobre o bajo la mesa, no había rastro del coronel. Únicamente el mayor Bloxham daba leves muestras de actividad y eran tales que impedían toda posible conversación.
—Totsiens —dijo el Kommandant. El mayor contestó a su despedida en afrikaans con un eructo. Mientras recorría la habitación con la vista, observó movimiento bajo la mesa. Era evidente que alguien intentaba reanimar a La Marquise, aunque él no podía imaginar por qué esto exigía que le quitaran los pantalones. Alzó el mantel y miró. Desde debajo de la mesa le miró fijamente un rostro. El Kommandant sintió un súbito mareo. «He bebido demasiado», pensó, recordando lo que había oído sobre delirium tremens dejó caer el mantel y salió corriendo del comedor.
En la oscuridad del jardín, al canto de las cigarras se unía el sonido irregular de las podaderas del coronel, pero el Kommandant van Heerden no oía nada. Su mente se concentraba en los dos ojos que le habían mirado fijamente desde debajo de la mesa. Dos ojos como cuentas y una cara horrenda; y aquella cara era la cara de Els. Pero el Konstabel Els estaba muerto. «La próxima vez veré elefantes color rosa», pensó horrorizado mientras subía al coche y volvía peligrosamente al balneario, donde pronto se dedicaría a purgar su organismo bebiendo el agua pestilente de su habitación.