Pese a ignorar los portentosos sucesos que se estaban produciendo en Piemburgo, el Kommandant van Heerden pasó bastante mal su primera noche en el balneario de Weezen. Por un lado, el intenso olor a azufre le irritaba el nervio olfativo; por otro, uno de los grifos principales de la habitación insistía en gotear irregularmente. Intentó eliminar el olor echando en la habitación el desodorante que había comprado para no molestar con olores corporales a la señora Heathcote-Kilkoon. La mezcla resultante era bastante peor que el simple olor a azufre y además le hacía llorar los ojos. Se levantó y abrió la ventana para que se ventilara la habitación, consiguiendo únicamente que entrara un mosquito. Cerró la ventana, dio la luz y mató al mosquito con la zapatilla. Volvió a acostarse; el grifo seguía goteando. Volvió a levantarse, apretó bien todos los grifos y volvió a acostarse. Estaba ya a punto de quedarse dormido cuando el sordo retumbar de las cañerías le hizo pensar en una burbuja de aire. Nada podía hacer respecto a la cañería general, así que permaneció echado escuchando los ruidos y contemplando la luna que se asomaba nebulosamente por el cristal mate de la ventana. Al fin consiguió dormirse a primera hora de la madrugada; a las siete y media le despertó la camarera de color que le traía una taza de té. Se sentó en la cama y tomó un poco. Tragó un poquito antes de apreciar su espantoso sabor. Por su mente cruzó la idea de que era víctima de un intento de envenenamiento, hasta que comprendió que el sabor se debía al azufre. Se levantó y se puso a lavarse los dientes con un agua de sabor abominable. Harto ya, se lavó y se vistió y fue a la sala de la fuente a desayunar.
—Zumo de fruta —dijo a la camarera cuando le preguntó qué quería tomar. Cuando le llevó el primero, pidió otro segundo vaso y enjuagándose bien la boca con el zumo de uvas consiguió eliminar el sabor sulfuroso.
—¿Huevos fritos o hervidos? —preguntó la camarera. El Kommandant los pidió fritos suponiendo que así habría menor posibilidad de que se contaminaran. Apareció el viejo y preguntó si todo estaba bien, y el Kommandant aprovechó la ocasión para preguntarle si era posible que le sirvieran un poco de agua fresca.
—¿Fresca? —preguntó el individuo—. Aquí el agua es todo lo fresca que puede hacerla la madre naturaleza. Hay manantiales debajo. Nos llega directamente de las mismísimas entrañas de la tierra.
—No lo dudo —dijo el Kommandant.
No tardó en llegar el señor Mulpurgo, que se sentó junto a la fuente.
—Buenos días —dijo amablemente el Kommandant y se sintió un poco dolido por el tono distante del «Buenas» que recibió como respuesta. Probó otra vez.
—¿Qué tal la flatulencia esta mañana? —preguntó afablemente.
El señor Mulpurgo pidió copos de maíz, huevos y tocino ahumado, tostadas y mermelada, antes de contestarle:
—¿Flatulencia?
—Ayer me dijo que estaba aquí por la flatulencia —repuso el Kommandant.
—Ah —dijo el señor Mulpurgo, en el tono de quien no desea que le recuerden lo que ha dicho el día anterior—. Mucho mejor, gracias.
El Kommandant rechazó el café que le ofreció la camarera y pidió un tercer vaso de zumo de fruta.
—Estuve pensando en el gusano del que me habló usted ayer; el que nunca muere —dijo, mientras el señor Mulpurgo intentaba quitarle la piel a una jugosa loncha de tocino—. ¿Es cierto que los gusanos no mueren?
El señor Mulpurgo le miró receloso.
—Mi impresión personal es que los gusanos no son inmunes a las consecuencias de la mortalidad —dijo al fin—. Y que se libran de este mundanal ruido en un período que equivaldría a setenta años nuestros.
Se concentró en los huevos y el tocino, mientras el Kommandant pensaba si los gusanos podrían librarse realmente de algo. Se preguntó qué sería el mundanal ruido. Le sonaba a pieza de aparato de radio.
—Pero usted habló de uno que no lo hacía —dijo al fin, tras pensárselo un rato.
—¿Qué no hacía qué?
—Morirse.
—Hablaba metafóricamente —dijo el señor Mulpurgo—. Me refería al renacimiento.
Como un Viejo Marinero reacio impulsado a actuar por la insistente curiosidad del Kommandant, se vio enzarzado en una larga disquisición, que no había figurado en sus planes para aquella mañana. Pensaba haberse quedado en su habitación trabajando tranquilamente en su tesis. Pero, al cabo de una hora, paseaba a la orilla del río, exponiendo su opinión de que el estudio de la literatura añadía una dimensión nueva a la vida del lector. A su lado iba el Kommandant, que de vez en cuando reconocía alguna que otra frase que no le resultaba totalmente extraña, aunque en general se limitaba a admirar la excelencia intelectual de su compañero. No tenía la menor idea de lo que eran la «conciencia estática» o la «percepción ampliada», aunque lo de «anemia emocional» le sugería falta de hierro; pero todos éstos eran problemas secundarios comparados con lo auténticamente importante: el que, entre todas sus divagaciones, el señor Mulpurgo parecía estar diciendo que un hombre podía volver a nacer mediante el estudio de la literatura. Eso era al menos lo que el Kommandant interpretaba, mensaje que, procedente de fuente tan bien informada, aportaba nuevas esperanzas en que algún día conseguiría la transformación que tanto anhelaba.
—Así pues, ¿no cree usted que sean buenos los trasplantes de corazón? —preguntó cuando el señor Mulpurgo hizo una pausa para tomar aliento. El devoto de Rupert Brooke le miró receloso. No era la primera vez que el señor Mulpurgo tenía la impresión de que le estaban tomando el pelo. Pero la grotesca inocencia que iluminaba la cara del Kommandant van Heerden parecía indicar que no era éste el caso.
El señor Mulpurgo decidió creer que, a su modo extraño y peculiar, el Kommandant reafirmaba los argumentos en favor de la ciencia defendidos por C. P. Snow en su famoso debate con F. R. Leavis. De no ser así, no era capaz de imaginar a qué demonios pudiera referirse.
—La ciencia se cuida únicamente de los aspectos externos —dijo—. Lo que necesitamos es cambiar la naturaleza del hombre desde dentro.
—Yo creía que los trasplantes de corazón lo hacían a la perfección —dijo el Kommandant.
—Los trasplantes de corazón no alteran la naturaleza del hombre en absoluto —dijo el señor Mulpurgo, que estaba empezando a considerar el proceso mental de su interlocutor no mucho más comprensible de lo que el Kommandant encontraba el suyo. Ni siquiera podía imaginar qué relación podían tener los trasplantes de órganos con la percepción ampliada. Decidió pasar a otro tema de conversación antes de que aquel cayera en el completo absurdo.
—¿Conoce usted bien aquellas montañas? —preguntó el señor Mulpurgo al Kommandant.
El Kommandant contestó que no las conocía personalmente pero que su bisabuelo las había cruzado en el Gran Éxodo[4].
—¿Se estableció en Zululandia? —preguntó el señor Mulpurgo.
—Le mataron allí —dijo el Kommandant.
El señor Mulpurgo dijo que lo sentía.
—Dingán[5] —continuó el Kommandant—. Mi bisabuela fue una de las pocas mujeres que sobrevivieron a la matanza del río Blaauwkrans. Los infieles zulúes atacaron de improviso y les pasaron a cuchillo.
—Terrible —murmuró el señor Mulpurgo. La historia de su familia era menos rastreable. No podía recordar a su bisabuela pero estaba seguro de que no la habían asesinado.
—Ése es uno de los motivos de que no confiemos en los cafres —añadió el Kommandant.
—No es probable que vuelva a ocurrir.
—Con los cafres uno nunca sabe —dijo el Kommandant—. Las manchas del leopardo no se borran nunca.
Las tendencias liberales del señor Mulpurgo le impulsaron a protestar.
—Vamos, vamos, no irá a decirme usted que cree que los africanos de hoy son salvajes —dijo, suavemente—. Yo conozco a algunos extraordinariamente cultos.
—Los negros son salvajes —afirmó el Kommandant con firmeza—. Y cuanto más educados, más peligrosos.
El señor Mulpurgo suspiró.
—Un país tan hermoso —dijo—. Resulta vergonzoso que personas de razas distintas no puedan vivir juntas en armonía.
El Kommandant van Heerden le miró con curiosidad.
—Forma parte de mi trabajo velar porque las personas de razas diferentes no vivan juntos en armonía aquí —dijo, a modo de advertencia—. Acepte mi consejo y quítese esa idea de la cabeza. No me gustaría ver a un buen muchacho como usted en la cárcel.
El señor Mulpurgo se detuvo y empezó a hipar.
—Yo no quería decir que… —empezó a explicar, pero el Kommandant le interrumpió.
—Yo tampoco quería decir que lo hiciera —dijo amablemente—. Todos pensamos así alguna que otra vez, pero esas ideas es mejor olvidarlas. Si le apetece una negra, váyase a Lourenco Marques. Los portugueses se lo permiten legalmente. Algunas son chicas encantadoras, puedo asegurárselo.
El señor Mulpurgo dejó de hipar, pero seguía mirando al Kommandant muy nervioso. La vida en la universidad de Zululandia no le había preparado para un encuentro como aquél.
—Mire —continuó el Kommandant cuando reanudaron el paseo—, sabemos muy bien lo que son ustedes los intelectuales y conocemos sus peroratas sobre la educación y la igualdad de los cafres. No les perdemos de vista, no tienen por qué preocuparse.
El señor Mulpurgo no estaba tan seguro. Sabía perfectamente que la policía tenía vigilada la universidad. Había habido demasiadas incursiones para creer lo contrario. Se preguntaba si el Kommandant le habría elegido para interrogarle. La sola idea le produjo otro ataque de hipo.
—Aquí no hay más que hacerse una pregunta —prosiguió el Kommandant, bastante ajeno al efecto que estaba causando en su compañero— y es quién trabaja para quién. ¿Trabajo yo para un cafre o trabaja él para mí? ¿Qué me dice a eso?
El señor Mulpurgo intentó decir que era una lástima que la gente no pudiera trabajar unida cooperativamente, pero hipaba demasiado para ser coherente.
—Bien, yo no trabajo en ninguna mina de oro para enriquecer a ningún negro cabrón —dijo el Kommandant, ignorando lo que tomaba por un ataque de flatulencia— y ningún cafre va a pedirme que le lave el coche. Es una situación de lobos contra lobos y yo soy el lobo más grande.
Tras esta exposición tan simple de su filosofía, el Kommandant decidió que era hora de volver.
—He de averiguar dónde viven mis amigos —dijo.
Volvieron, caminando en silencio un rato; el señor Mulpurgo reflexionaba sobre la idea spenceriana de sociedad del Kommandant, mientras éste, olvidando lo que acababa de decir sobre los leopardos y sus manchas, se preguntaba si podría llegar realmente a ser inglés leyendo libros.
—¿Cómo le va con el estudio de su poema? —le preguntó de pronto.
El señor Mulpurgo volvió al tema de su tesis con cierto alivio.
—Lo más importante es tomar notas. Tomo notas y referencias de notas y las archivo. Por ejemplo, Brooke utiliza con frecuencia la imagen del olor. Aparece en seis poemas «Lust», «Second Best» y «Dawn».
—Está siempre presente —dijo el Kommandant—. Es el agua. El azufre del agua.
—¿El azufre? —dijo el señor Mulpurgo, abstraído—. Ah, sí, aparece en el poema «The Last Beatitude»: «Y echar azufre al pecado encarnado».
—No lo sé —dijo el Kommandant, nervioso—. Pero desde luego a mí me echaron algo en el agua esta mañana.
Cuando llegaron al hotel, el señor Mulpurgo había decidido que, pese a todo, el Kommandant no se interesaba por él profesionalmente. Le había recitado dos veces «Cielo» y le había explicado el significado de «peces ahítos de cebo» y estaba empezando a considerarle un tipo bastante amable, pese a sus anteriores declaraciones.
—He de decirle que tiene usted aficiones extrañas para un policía —le dijo en tono condescendiente cuando subían las escaleras del hotel—. Me había hecho una idea muy distinta, por los periódicos.
El Kommandant van Heerden sonrió misteriosamente.
—Cuentan un montón de mentiras de mí en los periódicos —dijo—. No hay que creer todo lo que se dice.
—No es tan negro como lo pintan, ¿eh? —dijo el señor Mulpurgo.
El Kommandant se paró en seco. Estaba lívido.
—¿Quién ha dicho que soy negro? —quiso saber.
—Nadie, nadie —dijo el señor Mulpurgo, asombrado por su faux pas—. Sólo era una figura retórica.
Pero el Kommandant van Heerden no atendía.
—Soy tan blanco como el que más —aulló—. Y si me entero de que algún puerco anda diciendo lo contrario, le arranco los huevos, ¿me ha oído? Le castraré por cabrón. Que no me entere yo de que repite usted semejante embuste. —Y, dicho esto, se lanzó furioso hacia la puerta giratoria, liberando involuntariamente a las dos moscas. El señor Mulpurgo se apoyó en la baranda e intentó controlar el hipo. Cuando al fin dejó de girar la puerta, consiguió dominarse y se encaminó tambaleante a su habitación.
El Kommandant van Heerden cogió las llaves del coche en su habitación y volvió a salir. Seguía furioso por aquella ofensa a sus antepasados.
«Soy tan blanco como el que más», murmuraba y empujó al pasar al jardinero zulú que estaba escardando un parterre de flores. Subió al coche y enfiló furioso hacia Weezen. Seguía de un humor pésimo cuando aparcó en la plaza polvorienta; subió las escaleras del comercio en que había estado el día anterior. Había varios campesinos esperando que les despacharan. Los ignoró y se dirigió al hombre delgado que estaba detrás del mostrador.
—¿Sabe dónde viven los Heathcote-Kilkoon? —le preguntó.
El hombre delgado ignoró su pregunta y siguió atendiendo a su clientela.
—He dicho que si sabe dónde viven los Heathcote-Kilkoon —repitió el Kommandant.
—Ya le oí la primera vez —le dijo el hombre por toda explicación.
—¿Bien?
—Estoy despachando —dijo el hombre delgado. Empezaron a oírse murmullos entre los parroquianos, pero el Kommandant estaba demasiado furioso para prestarles atención.
—Le he hecho una pregunta educada —insistió.
—De forma poco educada —le dijo el hombre—. Si quiere una respuesta, espere su turno y pregunte como es debido.
—¿Sabe usted quién soy? —preguntó furioso el Kommandant.
—No —dijo el hombre—, ni lo sé ni me importa. Pero sí sé dónde está usted. En mi establecimiento. Y por mí puede irse al diablo.
El Kommandant miró a su alrededor fuera de sí. Todos los individuos de la tienda le miraban mal. Dio la vuelta y salió pesadamente. Oyó algunas risas a su espalda y le pareció captar las palabras «maldito babuino». Hacía mucho tiempo que nadie se lo llamaba. Primero le llamaban negro y ahora babuino. Se esforzó por controlarse antes de volver a entrar en la tienda.
Se quedó parado en el quicio de la puerta; la luz del sol recortaba su silueta rechoncha. Los clientes le miraban fijamente.
—Me llamo van Heerden —dijo en un tono bajo y terrible—. Soy jefe de la policía de Piemburgo. Se acordarán de mí.
Tal declaración habría causado espanto en cualquier otro sitio de Zululandia. Pero allí fracasó rotundamente.
—Estamos en Pequeña Inglaterra —dijo el hombre delgado—. Voetsak.
El Kommandant se dio la vuelta y se fue. Le habían dicho que se largara como a un perro. Nunca olvidaría aquella ofensa. Bajó furioso los peldaños hasta la calle y se quedó mirando malévolamente con los dientes apretados a la Gran Reina, cuya pretenciosa arrogancia no le atraía ya en absoluto. Él, el Kommandant van Heerden, cuyos antepasados habían arrastrado sus carromatos por los montes Aardvark, que habían combatido a los zulúes en río Blood y a los británicos en Spion Kop, había tenido que soportar que le echaran como a un perro cafre, y que lo hicieran hombres cuyos parientes habían escapado de la India, y de Egipto y de Kenia a la primera señal de peligro.
—Vieja zorra estúpida —le dijo a la estatua, y se fue en busca de la oficina de correos.
Poco a poco, su furia fue dando paso a un confuso asombro por la arrogancia de los ingleses. «Pequeña Inglaterra», le había dicho el tipo de la tienda, como si se sintiera orgulloso de su pequeñez. Para el Kommandant esto carecía de sentido. Caminaba pesadamente por la acera, cavilando sobre la jugarreta del azar que le había proporcionado el poder del mando sin el aplomo propio del mismo. De algún modo extraño, reconocía el derecho del tendero a tratarle como a un perro sin importarle las asombrosas credenciales que él exhibiera. «No soy más que un boer», pensó, compadeciéndose de pronto de sí mismo, y sintiéndose solo en un mundo extraño, sin lazos con ninguna comunidad auténtica, perdido entre tribus extrañas y hostiles. Los ingleses tenían su Hogar, aquella isla norteña fría pero hospitalaria a la que siempre podían regresar. Los negros tenían África, el vasto continente del que ninguna ley ni gobierno podría echarles jamás. Pero él, un afrikaner, no tenía más que voluntad y poder y astucia entre su existencia y el olvido. Ningún hogar más que el aquí. Ningún tiempo más que el ahora. Sintiendo un temor nuevo ante su propia incoherencia, el Kommandant enfiló por una calle lateral camino de la oficina de correos.
En Damas Blancas, la señora Heathcote-Kilkoon, que pasaba lánguidamente las páginas de un Illustrated London News del mes anterior, en una vana tentativa de mitigar su aburrimiento, pidió al mayor Bloxham que le preparara un martini seco.
—Lo normal y lo lógico sería que nos comunicara que no iba a venir —dijo, petulantemente—. Quiero decir que es una simple cuestión de educación elemental el enviar una tarjeta.
—¿Qué puedes esperar de un cerdo más que un gruñido? —dijo el mayor—. No se pueden hacer bolsos de seda con orejas de puerco.
—Supongo que tienes razón —murmuró la señora Heathcote-Kilkoon—. Mira, han elegido deportista del año a la princesa Ana.
—Raro que haya aceptado —dijo el mayor—. Parece una cosa tan vulgar.
—No sé —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. En estos tiempos nombran caballeros hasta a los jockeys.
Después de comer, la señora Heathcote-Kilkoon insistió en dar una vuelta en coche y el coronel, que estaba esperando un telegrama de su agente de Bolsa, les llevó hasta Weezen y luego a tomar el té al Hotel Puerto Sani.
El Kommandant había encontrado al fin su dirección en la oficina de correos y cuando fue a verles después de comer se encontró con la casa vacía. Había recobrado el ánimo, aunque no la confianza, así que no le sorprendió la fría acogida que le dispensaron la casa vacía y el viejo mayordomo zulú que respondió a su llamada.
—El amo no está —dijo el mayordomo; el Kommandant volvió al coche con la sensación de que aquél no era su día de suerte. Se quedó contemplando los alrededores de la casa y el jardín e intentó asimilar parte del amor propio que impregnaba el lugar.
Césped bien recortado, bordes herbáceos disciplinados, rosales cuidadosamente etiquetados, un arbusto recortado en forma de pollo, todo estaba gratamente ordenado. Hasta los frutales del huerto parecían rapados por un barbero militar. Una parra crecía simétrica pegada a la pared, mientras que la casa, con sus muros de piedra y sus ventanas cerradas, combinación de fortín georgiano y art nouveau, sugería una agradable opulencia. La Union Jack colgaba fláccidamente de un mástil en el cálido aire estival y el Kommandant, olvidada su furia de la mañana, se sintió complacido al verla. Supuso que era porque los Heathcote-Kilkoon eran ingleses, no descendientes de colonos, por lo que el lugar estaba tan cuidado y emanaba seguridad disciplinada. Subió al coche y volvió al hotel. Pasó el resto de la tarde pescando en el río, sin mejor suerte que el día anterior, pero se repuso de los contratiempos emotivos de la mañana. Otra vez se apoderó de él aquella extraña sensación de autoconciencia, de verse a sí mismo desde lejos, acompañada de una tranquila aceptación de sí mismo no como era sino como podría ser remotamente en otras circunstancias más favorables. Cuando el sol se ocultó tras los Aardvarks recogió los bártulos y volvió caminando al hotel en el brusco crepúsculo. Oyó hipar a alguien cerca, pero ignoró la insinuación. Ya había tenido bastante señor Mulpurgo para un día. Cenó y se acostó pronto, con una novela nueva de Dornford Yates. Se titulaba Perishable Goods.
En Piemburgo, la operación Lavado Blanco estaba a punto de pasar a la fase siguiente. El Luitenant Verkramp había vuelto a verificar los resultados con sus diez voluntarios y estaba satisfecho de que la experiencia hubiera sido un éxito completo. Todos los voluntarios habían demostrado una aversión plenamente convincente a las mujeres negras y Verkramp estaba listo para iniciar la fase dos. Como siempre, su entusiasmo y el del sargento Breitenbach no iban parejos.
—¿Doscientos hombres a la vez? —preguntaba incrédulo éste—. ¿Doscientos policías atados a sillas conectadas a cables?
—Un sargento manejará el proyector y administrará las descargas eléctricas —dijo Verkramp—. No habrá problemas, ya verá.
—En primer lugar, habrá un montón de problemas para hacer entrar y sentarse a doscientos hombres en su sano juicio —dijo el sargento—. Pero de todos modos es imposible. Con esos generadores no podremos aplicar electrochoque a doscientos hombres.
—Utilizaremos el conductor principal —dijo Verkramp. El sargento Breitenbach le miró con los ojos desorbitados.
—¿Qué utilizará qué?
—El conductor principal —dijo Verkramp—. Con un transformador, claro.
—Claro —dijo el sargento riéndose como un loco—. Un transformador conectado al conductor principal. ¿Y qué pasará si algo va mal?
—No irá mal nada —dijo Verkramp, pero el sargento no le escuchaba. Estaba imaginándose la sala llena de cadáveres de policías electrocutados mientras les pasaban diapositivas de mujeres negras desnudas. Al margen de la protesta pública, era casi seguro que las viudas le lincharían.
—No quiero participar en esto —dijo enfáticamente—. Arrégleselas solo.
Se dio la vuelta para salir del despacho, pero el Luitenant Verkramp le hizo volver sobre sus pasos.
—Sargento Breitenbach, lo que vamos a hacer lo hacemos por la salvación definitiva de la raza blanca en Sudáfrica —dijo Verkramp en tono solemne—. ¿Está usted dispuesto a sacrificar el futuro de su país simplemente porque teme correr riesgos?
—Sí, señor —dijo el sargento Breitenbach, que no podía entender qué beneficios sacaría Sudáfrica de electrocutar a doscientos policías.
El Luitenant adoptó entonces una vía de razonamiento más práctica.
—De todos modos, habrá interruptores fusibles para evitar posibles sobrecargas —dijo.
—15 amperios, supongo —dijo cáusticamente el sargento.
—Algo así —dijo Verkramp frívolamente—. Daré todos los detalles al electricista de la policía.
—Mejor directamente a pompas fúnebres —dijo el sargento, cuyos conocimientos en materia de electricidad eran algo menos limitados—. De cualquier modo, nunca conseguirá que los hombres acepten someterse a semejante prueba. Y yo no voy a obligar a nadie a que se arriesgue a que le electrocuten.
El Luitenant le miraba sonriendo.
—No habrá que obligar a nadie —dijo—. Todos han firmado la autorización necesaria.
—Una cosa es firmar un papel y otra muy distinta dejar que te den descargas eléctricas. ¿Y qué me dice de la electricidad? ¿De dónde va a salir, dígame? No hay, desde las explosiones.
El Luitenant llamó al director de la compañía eléctrica. Mientras esperaba, enseñó al sargento las hojas que habían firmado los policías.
—Lea la letra pequeña del final —le dijo.
—Sin gafas no puedo —le contestó el sargento. Verkramp cogió un papel y leyó él mismo en voz alta.
—Confieso libremente y por mi propia voluntad que he tenido relaciones sexuales con mujeres bantúes y que necesito tratamiento —dijo, antes de que le interrumpiera un grito horrorizado al teléfono.
El director de la compañía eléctrica estaba al aparato.
—¿Qué fue lo que hizo? —gritó el director, asombrado por la confesión que acababa de oír.
—Yo no —empezó a explicar Verkramp.
—Le he oído perfectamente —gritó a su vez el director—. Dijo usted: «Confieso libremente y por mi propia voluntad que he tenido relaciones sexuales con mujeres bantúes». Niéguelo si se atreve.
—De acuerdo, lo dije —empezó a decir Verkramp, pero el director estaba demasiado furioso para permitirle continuar.
—¿Qué le dije yo? No puede negarlo. Esto es un ultraje. Me llama usted para contarme que se acuesta con cafres. Será mejor que llame ahora mismo a la policía.
—Yo soy la policía —dijo Verkramp.
—¡Cielos! ¡El mundo se ha vuelto loco! —gritó el director.
—Estaba leyendo en voz alta una autorización de un preso —explicó entonces Verkramp.
—¿Al teléfono? —preguntó el director—. ¿Y por qué a mí precisamente? Ya tengo bastantes problemas encima para que me carguen también esa mierda.
El sargento Breitenbach dejó al Luitenant aclarando las cosas con el director de la Compañía de Electricidad. Desde que Verkramp se había hecho cargo de la jefatura de policía, el ritmo de los acontecimientos era tan rápido que el sargento ya no sabía muy bien a qué atenerse.
Otro tanto podría decirse del estado mental de los agentes secretos de Verkramp. La falta de sueño, el cambio continuo de alojamiento, aquel incesante seguirse y ser seguidos, que era todo parte de su trabajo, les había agotado al máximo y había debilitado bastante su contacto con la realidad, ya de por sí bastante débil. Lo único que podían asegurar a ciencia cierta era que les habían ordenado conseguir que los auténticos terroristas cometieran algún atentado. A esto se consagraban precisamente, sentados en torno a una mesa del Café Florian. 745396 sugirió como objetivo más adecuado los depósitos de gasolina de la estación de mercancías. 628461 era más partidario de la fábrica de gas. 885974, para no quedarse corto, aconsejaba la planta depuradora de aguas residuales, basándose en que la epidemia resultante beneficiaría a la causa del comunismo mundial; y todos los demás tenían sus preferencias en cuanto a objetivos.
Después de analizar todos los pros y los contras de cada una de las diversas propuestas, ninguno sabía muy bien cuál era el objetivo elegido y la atmósfera de recelo mutuo se había exacerbado al acusar 88 5974 a 745396 de ser espía de la policía, por creer que añadiría así credibilidad a su propia pretensión de ser un auténtico terrorista. Intercambiaron acusaciones y contraacusaciones, y cuando al fin el grupo dejó el Café Florian para seguir sus propios caminos, no muy apartados, todos y cada uno de ellos estaban decididos a dejar bien clara su postura haciendo una demostración de celo terrorista. Aquella noche Piemburgo padeció una segunda oleada de explosiones.
A las diez, explotaron los depósitos de gasolina iluminando los trenes de mercancías. A las diez y media explotó el gasómetro con un estruendo tal que saltaron por el aire los cristales de las ventanas de los edificios de varias calles a la redonda. Cuando la brigada de incendios acudía a un sitio y a otro, explotó la estación depuradora de aguas residuales. Por toda la ciudad, antes a oscuras, proliferaban los incendios. Intentando evitar que en el estacionamiento de trenes mercancías se propagaran las llamas, se sacó por la vía el mercancías incendiado, maniobra que provocó el incendio de cuatro cobertizos de herramientas, un campo de pasto y otro de caña de azúcar. Por la mañana, las brigadas de bomberos de Piemburgo no podían ya más y una gran mancha de humo colgaba lúgubremente sobre la ciudad.
El sargento Breitenbach llegó a la comisaría con la cara cubierta de esparadrapo. Cuando explotó el gasómetro estaba asomado a la ventana de su dormitorio. Encontró a Verkramp empeñado en descifrar algunos de los mensajes de sus agentes, con la esperanza de obtener alguna pista que explicara la nueva oleada de violencia. Todo lo que había conseguido descifrar hasta el momento era que un individuo que se hacía llamar Jack Jones y que vivía en el Hotel Outspan se proponía volar los depósitos de gasolina. Pero cuando Verkramp recibió al fin el mensaje y lo descifró, los depósitos de gasolina y Jack Jones habían desaparecido. El director del Hotel Outspan dijo que se había despedido hacía dos días.
—¿Qué hace usted? —le preguntó el sargento al entrar en el despacho. El jefe de policía en funciones se apresuró a guardar el mensaje en el cajón de la mesa.
—Nada —dijo, nervioso—. Nada en absoluto.
El sargento Breitenbach vio un manual sobre cría de animales (que era el libro de claves de aquel día) y se preguntó si Verkramp estaría pensando en montar una granja. En vista de las catástrofes que asolaban la ciudad bajo su mando, le pareció bastante inteligente de su parte pensar en retirarse.
—¿Bien? —dijo Verkramp, molesto por la interrupción—. ¿Qué pasa?
—¿No le parece que ya es hora de hacer algo contra esos terroristas? Las cosas se están descontrolando —dijo el sargento.
Verkramp se agitó inquieto en la silla. Tenía la impresión de que estaban poniendo en tela de juicio su autoridad.
—Veo que se ha levantado usted esta mañana con el pie izquierdo.
—Más que levantarme yo diría que me han sacado de la cama.
Verkramp sonrió.
—Creí que se había cortado afeitándose —dijo.
—Fue el gasómetro —dijo el sargento—. Estaba mirando fuera de la ventana cuando se produjo la explosión.
—Por. No fuera de —dijo el teniente con pedantería.
—¿Cómo?
—Por la ventana. Si hubiera estado usted mirando fuera de la ventana los cristales no le habrían cortado. Es muy importante para un oficial de policía establecer los hechos con claridad.
El sargento Breitenbach comentó que era una suerte que siguiera vivo.
—La cuestión es estarlo, aunque se haya librado por los pelos.
—Por media milla —dijo el sargento.
—¿Por media milla?
—Mi casa queda a media milla del gasómetro, ya que quiere usted las cosas claras y los hechos concretos —dijo el sargento—. Quién sabe lo que les habrá pasado a los que vivían al lado.
El Luitenant Verkramp se levantó y cruzó a zancadas el despacho hasta la ventana. Había algo en él mientras miraba a la calle que recordó al sargento una película que había visto sobre un general la víspera de una batalla. Verkramp tenía una mano a la espalda y la otra sobre el pecho.
—Estoy a punto de llegar a la raíz de todo este endiablado asunto —dijo teatralmente, antes de volverse y clavar una mirada intensa en el sargento—. ¿Se ha encontrado usted alguna vez con el mal cara a cara?
El sargento Breitenbach recordó el gasómetro y dijo que sí.
—Entonces sabrá usted a qué me refiero —dijo Verkramp enigmáticamente, y se sentó.
—¿Dónde cree que debemos empezar a investigar? —preguntó el sargento.
—En el corazón del hombre —dijo Verkramp.
—¿Dónde?
—En el corazón del hombre. En su alma. En lo más profundo de su naturaleza.
—¿Para encontrar a los terroristas?
—Para encontrar el mal —dijo Verkramp. Y, dicho esto, entregó al sargento una larga lista de nombres. Y añadió—: Quiero que todos estos hombres se presenten en la sala de instrucción de inmediato. Está todo dispuesto. Las sillas están listas ya y el proyector instalado y también la pantalla. Aquí está la lista de los sargentos que se encargarán de administrar el tratamiento.
El sargento Breitenbach contempló incrédulo a su oficial en jefe.
—Se ha vuelto usted loco —dijo al fin—. Está usted completamente chiflado. Nos enfrentamos a la mayor oleada de explosiones que haya vivido el país, depósitos de gasolina y gasómetros por los aires, antenas de radio por tierra, y en lo único que piensa es en conseguir que la gente deje de acostarse con negras. Su obsesión le ha vuelto loco. ¡Qué manía con joder! —el sargento se interrumpió, asombrado por la audacia de sus palabras. Antes de poder sacar de él conclusiones adicionales, el Luitenant se había levantado.
—Sargento Breitenbach —gritó con una furia tal que el sargento se acobardó—, ¿acaso se niega usted a obedecer una orden? —Había una esperanza demoníaca en el tono del Luitenant que sumió al sargento en el terror.
—No, señor. Una orden, no —dijo. La palabra sacrosanta le devolvió la sensatez incondicional—. La ley y el orden hay que mantenerlos siempre.
El Luitenant Verkramp se ablandó.
—Precisamente —dijo—. Bien, pues, yo soy la ley en esta ciudad. Y yo doy las órdenes. Y mis órdenes son que empiece usted de inmediato el tratamiento de terapia de aversión. Cuanto antes dispongamos de una fuerza policial cristiana e incorruptible, antes podremos erradicar el mal, del que todas estas explosiones no son más que un síntoma. No tiene sentido atacar las simples manifestaciones del mal, sargento, si no limpiamos primero el cuerpo político. Y eso, Dios mediante, es lo que me propongo. Que lo que ha sucedido en Piemburgo nos sirva de lección a todos. El humo que cubre la ciudad es un indicio de la cólera de Dios. Hemos de procurar no volver a incurrir en lo mismo.
—Sí, señor. Así lo espero sinceramente, señor —dijo el sargento—. ¿Desea tomar alguna precaución especial por si lo hacemos, señor? ¿Colocar guardias en las restantes instalaciones públicas?
—No es necesario, sargento —dijo orgullosamente Verkramp—. Tengo el asunto en mis manos.
—Muy bien, señor —dijo el sargento Breitenbach y salió del despacho para cumplir las órdenes recibidas.
Veinte minutos después se enfrentaba a una especie de motín; doscientos policías, ya bastante asustados por la desastrosa situación de la ciudad, se negaron a dejarse atar a las sillas conectadas al gran transformador. Algunos habían manifestado ya que preferían que les juzgaran por acostarse con cafres y correr el riesgo de que les dieran diez bastonazos y cumplir siete años de trabajos forzados, antes de correr el riesgo de morir electrocutados. Al final, llamó a Verkramp y le explicó la situación. Verkramp dijo que estaría allí en diez minutos.
Cuando llegó, se encontró a los hombres arremolinados en la sala en actitud levantisca.
—Salgan al patio —ordenó enérgicamente y se volvió al sargento Breitenbach—. Que todos los hombres formen por compañías al mando de sus sargentos.
Los doscientos hombres formaron obedientes en el patio. El teniente Verkramp se dirigió a ellos:
—Hombres —dijo—. Hombres de la policía de Sudáfrica. Se os ha traído aquí para que demostréis vuestra firme lealtad a vuestro país y a vuestra raza. Los enemigos de nuestra patria han estado utilizando a las mujeres negras para conseguir apartaros de la senda del deber. Ahora se os presenta la ocasión de demostrar que sois merecedores de la gran confianza que las mujeres blancas de Sudáfrica han depositado en vosotros. Vuestras esposas y vuestras madres, vuestras hermanas y vuestras hijas os contemplan en este gran momento en el que tendréis que mostraros como padres y maridos leales. La prueba que vais a pasar demostrará vuestra lealtad. Iréis pasando a la sala de uno en uno; os mostrarán unas fotos. Todos los que no reaccionen positivamente, volverán de inmediato a la comisaría. Los otros volverán aquí y esperarán instrucciones. Entretanto, haréis ejercicio a las órdenes del sargento Breitenbach. Adelante, sargento.
Mientras los policías marchaban arriba y abajo por el patio, veían a sus compañeros desaparecer de uno en uno en la sala a medida que les iban nombrando. Era evidente que todos pasaban la prueba porque no regresaba ninguno. Cuando el último hombre cruzó la puerta, el sargento Breitenbach le siguió, deseoso de enterarse de lo que había sucedido. Al entrar vio a cuatro sargentos agarrar al último policía según entraba, silenciarle de inmediato tapándole la boca con esparadrapo y atarle bien a la única silla que aún quedaba vacía. Doscientos policías contemplaban furiosos en forzado silencio a su Kommandant en funciones. Las luces se apagaron y se encendió el proyector. En la inmensa pantalla del fondo, tal como su madre la trajo al mundo y cuarenta veces mayor, apareció la imagen brillantemente coloreada de una gigantesca mujer negra. El Luitenant Verkramp saltó al escenario y se colocó ante la pantalla, cubriendo parcialmente los órganos sexuales de la mujer y con un aura de vello púbico en torno a la cabeza, Verkramp abrió la boca con un realismo nauseabundo, el rostro lívido, los labios proyectados.
—Todo esto es por vuestro bien —dijo—. Cuando salgáis de aquí, vuestras tendencias sexuales transraciales habrán quedado eliminadas para siempre. Estaréis limpios de lujuria. ¡Empiecen el tratamiento!
Cuando volvían a la jefatura de policía, el sargento Breitenbach felicitó al teniente por su habilidad.
—Todo es cuestión de psicología —dijo Verkramp muy ufano—. Divide y mandarás.