7

Cuando llegó a Weezen después del almuerzo y descubrió que las tiendas estaban cerradas, ya había empezado a pensar que nunca encontraría la casa de los Heathcote-Kilkoon. La primera impresión que le había producido el pueblecito quedó ya plenamente confirmada: primera hora de la tarde y ni un alma en las calles. Anduvo buscando la oficina de correos y cuando al fin la encontró estaba cerrada; probó en el comercio en el que había estado por la mañana, con el mismo resultado, y al fin se sentó a la sombra de la reina Victoria y contempló las polvorientas canáceas del jardín ornamental. Un perrillo color canela que, sentado en el pórtico de la tienda, se rascaba letárgicamente, devolvió al Kommandant a su nuevo papel. «Los perros rabiosos y los ingleses salen al sol del mediodía», pensó, para animarse, y se preguntó qué haría un auténtico inglés que se encontrara en un pueblecito desconocido a aquella hora del día.

«Ir de pesca», imaginó, y, con la inquietante sensación de que le observaban críticamente, inducida subliminalmente por la reina Victoria que estaba sobre él, se levantó y regresó al hotel.

También en el hotel era más intensa ahora la sensación de quietud de que estaba impregnado el viejo edificio. Las dos moscas seguían atrapadas en la puerta giratoria, pero ya no zumbaban. El Kommandant van Heerden recorrió el pasillo hasta su habitación y recogió allí su equipo de pesca. Tras ciertas dificultades a la salida, pues la puerta giratoria le impedía pasar con caña y cesto a un tiempo, lo consiguió al fin y se encaminó por los herbosos senderos hacia el río. Se detuvo vacilante al pie de la enorme cañería; se fijó en la dirección del río y avanzó en sentido contrario a la corriente, pues no deseaba pescar peces que hubieran engordado en las aguas del vertido de la cañería. No le fue fácil encontrar un lugar despejado de ramas, pero cuando lo encontró se dispuso en seguida a echar al agua la mosca de aspecto más prometedor, un bicho grande de alas rojas. Nada se movía bajo la superficie del río, pero el Kommandant estaba satisfecho. Estaba haciendo lo que haría un caballero inglés una tarde de verano y, sabiendo lo inútiles que eran los ingleses en otros aspectos, dudaba que cuando se dedicaban a la pesca consiguieran pescar realmente algo. El tiempo transcurría despacio y la somnolencia producida por el calor arrastró al Kommandant a tranquilas divagaciones. Con algo remotamente emparentado con la clarividencia, se veía a sí mismo como un hombre de mediana edad, rechoncho, de atuendo poco habitual, a la orilla de un río desconocido, pescando, pero nada en concreto. Resultaba una actividad extraña, aunque era plácida y en cierto modo curioso, placentera. Piemburgo y la comisaría le parecían lejanísimas e insignificantes. Ya no le importaba lo que ocurriera allí. Estaba lejos, en las montañas, siendo si no él mismo, sí algo equivalente; cuando se preguntaba ya qué significaría aquella admiración suya por lo inglés, una voz interrumpió sus pensamientos.

—Ay, nunca la mosca oculta el anzuelo —dijo la voz; el Kommandant se volvió y vio al vendedor aquejado de flatulencia allí de pie mirándole.

—En realidad sí —dijo el Kommandant, a quien el comentario del vendedor le parecía una bobada.

—Una cita, una cita —dijo el individuo—. Me temo que soy bastante dado a las citas. No es una costumbre muy sociable, pero lo da mi profesión.

—Vaya —dijo el Kommandant, sin comprometerse, pues no estaba seguro de lo que era una cita. Enrolló el sedal, y le sorprendió descubrir que la mosca había desaparecido.

—Veo que después de todo yo tenía razón —dijo el individuo—. Escamoso, omnipotente y bueno.

—Disculpe —dijo el Kommandant.

—Otra cita —dijo aquel individuo—. Creo que debería presentarme. Mulpurgo. Enseño inglés en la Universidad de Zululandia.

—Van Heerden. Kommandant de la policía sudafricana, Piemburgo —dijo el Kommandant y se quedó sorprendido al ver el efecto que le causaban sus palabras al señor Mulpurgo. Se había puesto pálido y parecía claramente asustado.

—¿Pasa algo? —le preguntó.

—No —dijo el señor Mulpurgo, trémulo—. Nada, en absoluto. Es que… en fin… no tenía idea de que fuera usted… en fin, el Kommandant van Heerden.

—¿Es que ha oído hablar de mí? —le preguntó.

El señor Mulpurgo asintió. Estaba bien claro que había oído hablar de él. El Kommandant desmontó la caña.

—Creo que ya no picarán. Es demasiado tarde —dijo.

—La última hora de la tarde es la mejor —dijo el señor Mulpurgo, mirándole con curiosidad.

—¿De veras? ¡Qué interesante! —dijo el Kommandant, mientras regresaban por la orilla—. Es la primera vez que pruebo a pescar. ¿Es usted aficionado a la pesca? Parece muy enterado.

—Mis asociaciones son puramente literarias —confesó el señor Mulpurgo—. Estoy haciendo una tesis sobre «Cielo».

El Kommandant van Heerden se quedó asombrado.

—¿No es un tema muy difícil? —preguntó.

El señor Mulpurgo sonrió.

—Es un poema de Rupert Brooke sobre los peces.

—Ah, se trata de eso —dijo el Kommandant, que siempre se interesaba por la literatura inglesa, aunque no sabía nada de Rupert Brooke—. ¿Y ese Brooke es un poeta inglés?

El señor Mulpurgo dijo que sí.

—Murió en la Primera Guerra Mundial —le explicó, y el Kommandant dijo que lo lamentaba—. La cuestión es —dijo el profesor de inglés— que creo que aunque sea posible interpretar el poema bastante llanamente como una alegoría de la condición humana, la condition humaine, supongo que me entiende, también tiene un sentido más profundo desde el punto de vista del proceso psicoalquímico de transformación que descubrió Jung.

El Kommandant asintió. No entendía ni una palabra de cuanto le decía el señor Mulpurgo, pero, de todos modos, consideraba un privilegio oírlo. Animado por el asentimiento del Kommandant, el profesor empezó a emocionarse.

—Por ejemplo, los versos «No hay que dudar que, de algún modo, el bien ha de venir de agua y de cieno», indican, sin lugar a dudas, que el poeta pretendía introducir el concepto de la piedra filosofal y su origen en la materia prima, sin desviar en absoluto la atención del lector del tono superficialmente humorístico del poema.

Llegaron a la gran tubería y el señor Mulpurgo ayudó al Kommandant con su cesto. La alarma evidente que le había producido la presentación del Kommandant había dejado ahora paso a una locuacidad nerviosa, debida al interés afable aunque ignorante de éste.

—Se trata sin duda del motif de individuación —siguió explicando mientras seguían el sendero hacia el hotel—. «Gusanos paradisíacos», «polillas inmarcesibles» y «el gusano que nunca muere», todo lo indica claramente.

—Supongo que sí —dijo el Kommandant cuando se separaron en el vestíbulo.

Recorrió el pasillo hasta Irrigación Colónica N.° 6 sintiendo un leve alborozo. Había pasado la tarde al auténtico estilo inglés, dedicado a la pesca y a la charla intelectual. Era un comienzo prometedor para sus vacaciones, que compensaba de algún modo la desilusión que había sentido al llegar al hotel. Para celebrarlo, decidió darse un baño antes de la cena y pasó un buen rato buscando un cuarto de baño; regresó a su habitación sin conseguirlo y se lavó entero en el recipiente que consideró más adecuado a tal fin y menos probable que hubiera usado otro. Tal como le había advertido el viejo, el agua fría salía caliente. Probó con el grifo de agua caliente; salía igual de caliente, y al final se roció con agua tibia de un tubo claramente demasiado largo para haber sido utilizado para administrar enemas, aunque, pese a todo, le dejó un olor un poco raro. Se sentó luego en la cama para leer un capítulo de Berry & Co. antes de la cena. Le resultaba difícil concentrarse, porque se sentara como se sentara seguía viendo su manchado reflejo en el espejo del ropero, lo cual le producía la sensación de que había alguien con él en el cuarto. Para evitar la introspección compulsiva provocada por esto, se echó boca arriba en la cama e intentó imaginar de qué le habría hablado el señor Mulpurgo. No había entendido absolutamente nada, y ahora todavía menos; pero la frase «y el gusano que nunca muere» persistía inexorable en su mente. Parecía un tanto inverosímil, pero al recordar que las lombrices podían partirse por la mitad y seguir viviendo existencias independientes, pensó que era posible que cuando un extremo estuviera enfermo de muerte, el otro extremo se disociara de la parte muerta y siguiera vivo. Tal vez fuera eso lo que significaba terminal. Era ésta una palabra que nunca había entendido. Se lo preguntaría al señor Mulpurgo, que era sin duda un hombre muy instruido.

Pero cuando fue a cenar a la Sala de la Fuente, el señor Mulpurgo no estaba. Su única compañía eran las dos damas del fondo de la sala, que hablaban en susurros inaudibles por el gorgoteo de la fuente; así que el Kommandant cenó prácticamente en silencio y contempló el cielo oscuro que se alzaba tras el Aarvarkberg. Al día siguiente encontraría la dirección de los Heathcote-Kilkoon y les comunicaría su llegada.

A cien kilómetros de distancia, en Piemburgo, la hasta entonces plácida noche se animó de pronto hacia la medianoche. Las doce violentas explosiones que estremecieron la ciudad en un período de escasos minutos a las once y media, estaban tan estratégicamente situadas que confirmaron plenamente la opinión de Verkramp de que existía un plan bien organizado de sabotaje y subversión. Cuando la última bomba iluminó el horizonte, Piemburgo se sumió aún más profundamente en su famosa oscuridad. Privada de electricidad, teléfonos, antena de radio, y con las comunicaciones por carretera y ferrocarril con el mundo exterior cortadas por el celo explosivo de los agentes secretos de Verkramp, quedó roto el débil lazo que unía la pequeña metrópoli con el siglo veinte.

A Verkramp, que estaba en la azotea de la comisaría tomando el fresco, la transformación le pareció francamente espectacular. Piemburgo era una delicada red de luces de las calles y letreros luminosos, y en sólo un instante quedó fundida imperceptiblemente con las onduladas colinas de Zululandia. Cuando el lejano retumbar del Empire View anunció que la antena de radio había dejado de ser el gran borrón que era en el paisaje, Verkramp abandonó la azotea y bajó a las celdas en las que las únicas personas de toda la ciudad que habrían colaborado gustosas en el corte del fluido eléctrico seguían recibiendo en la oscuridad sus descargas de generadores manuales. El único consuelo de los voluntarios fue la desaparición de las mujeres negras desnudas al apagarse el proyector.

El Luitenant parecía extrañamente tranquilo en medio de aquella confusión.

—No se preocupen —gritaba—. No hay por qué alarmarse. Prosigan con el experimento como si nada, utilizando fotografías normales.

Fue de celda en celda repartiendo linternas que tenía preparadas para una posible eventualidad como aquélla. Como siempre, el sargento Breitenbach no compartía su serenidad.

—¿No le parece que es más importante investigar las causas del apagón? —preguntó—. Creo haber oído un montón de explosiones.

—Doce —dijo el teniente categóricamente—. Las conté.

—Doce explosiones enormes en plena noche y usted tan tranquilo —dijo el sargento asombrado. Pero el Luitenant Verkramp seguía impávido.

—Hace tiempo que lo esperaba —dijo, con gran sinceridad.

—¿El qué?

—Que el movimiento terrorista volviera a actuar —dijo el Luitenant camino de su despacho. Aunque literal y metafóricamente a oscuras, el sargento Breitenbach procuró seguirle. Cuando llegó al fin al despacho del Kommandant, encontró a Verkramp revisando una lista de nombres a la luz de una lámpara de emergencia. El sargento pensó por un instante que el Luitenant estaba notablemente bien preparado para una crisis que parecía haber cogido por sorpresa a toda la ciudad menos a él.

—Quiero que detengan inmediatamente a todas estas personas.

—¿No va a averiguar usted primero qué pasa? —preguntó el sargento Breitenbach—. Quiero decir que ni siquiera está usted seguro de que las explosiones hayan sido provocadas.

El Luitenant le miró con dureza.

—Tengo experiencia suficiente en sabotaje para reconocer una bomba cuando la oigo —dijo.

El sargento Breitenbach decidió no discutir. Así que miró la lista de nombres que le había entregado Verkramp y se quedó espantado. Aunque Verkramp estuviera en lo cierto y la ciudad hubiera sido desgarrada por una serie de explosiones provocadas, las consecuencias para la vida pública de Piemburgo no serían nada comparado con el caos que se produciría si detenían a los hombres que figuraban en la lista. Clérigos, concejales, directores de banco, abogados, hasta el propio alcalde, eran objeto de las sospechas de Verkramp. El sargento dejó la lista sobre la mesa. No quería tener nada que ver con aquel asunto.

—¿No cree que es un poco precipitado? —preguntó, nervioso.

Estaba claro que no lo creía.

—Si estoy en lo cierto, y lo estoy, la ciudad ha sido objeto de una campaña premeditada de sabotaje. Todos esos hombres son conocidos…

—Desde luego —murmuró el sargento.

—… adversarios del gobierno —siguió diciendo el Kommandant en funciones—. Muchos de ellos eran horticultores.

—¿Horticultores? —preguntó el sargento, que no veía nada malo en ser horticultor. Él mismo lo era, a pequeña escala.

—Los horticultores —explicó Verkramp— eran una organización clandestina de hombres de negocios y campesinos ricos que pretendían separar Zululandia de la Unión cuando el referéndum de la República. Estaban dispuestos a utilizar la fuerza. Algunos eran oficiales de los Fusileros Montados de Piemburgo e iban a utilizar armas del arsenal militar…

—Pero eso pasó hace diez años…

—Los tipos de esa clase no cambian de ideas —dijo Verkramp sentenciosamente—. ¿Perdonará usted a los británicos lo que les hicieron a nuestras mujeres e hijos en los campos de concentración?

—No —dijo el sargento, que no había tenido mujeres ni hijos en los campos de concentración, pero que sabía cuál era la respuesta correcta.

—Exacto —dijo Verkramp—. Pues bien, esos puercos no son diferentes y jamás nos perdonarán el que hayamos separado Zululandia del Imperio Británico. Nos odian. ¿Es que no se da cuenta de lo que nos odian los británicos?

—Sí —se apresuró a decir el sargento. Comprendía que el Luitenant estaba a punto de perder el control y prefería no verle en tal estado—. Probablemente tenga usted razón.

—¿Probablemente? —vociferó Verkramp—. Tengo razón. Siempre la tengo.

—Sí —se apresuró más aún a decir el sargento.

—¿Y qué es lo que hacen esos horticultores? Pasan a la clandestinidad durante un tiempo y se alían luego con los comunistas y los liberales para destruir la gloriosa República nuestra, de los afrikaans. Y estas explosiones son la primera prueba de que han iniciado su campaña. Bien, pues no voy a quedarme sentado aquí y a dejar que se salgan con la suya. Los meteré en la cárcel y les haré confesar la verdad antes de que puedan hacer verdadero daño.

El sargento Breitenbach esperó a que el acceso del Luitenant siguiera su curso y se debilitara antes de volver a exponer sus objeciones.

—¿No le parece que sería más seguro avisar antes al Kommandant van Heerden? Así, si hay un lío, tendrá que cargar él con toda la responsabilidad.

El Luitenant no quería saber nada.

—La mitad de los problemas de esta ciudad se deben precisamente a cómo trata a los ingleses ese viejo imbécil —rugió—. Es increíblemente blando con ellos. A veces pienso que les prefiere a su propia gente.

El sargento Breitenbach dijo que no sabía si era así. Pero lo que sí sabía era que, tras la batalla de Paardeberg, los británicos habían matado al abuelo del Kommandant, que era más de lo que podía decirse de Verkramp, cuyo abuelo había vendido caballos al ejército británico y había sido prácticamente un boer colaboracionista; pero el sargento era demasiado discreto para mencionar siquiera el asunto. En vez de hacerlo, cogió otra vez la lista.

—¿Y dónde vamos a meterlos a todos? —preguntó—. Las celdas de la planta superior están ocupadas con su experimento anticafre y las del sótano están todas repletas.

—Llévenles a la cárcel —ordenó Verkramp—. Y asegúrese de que todos permanezcan incomunicados. No quiero que empiecen a tramar complots.

Al cabo de media hora, la policía había irrumpido en los hogares de treinta y seis de los ciudadanos más notables de Piemburgo y los habían metido a empellones en los furgones policiales. Uno o dos ofrecieron una resistencia desesperada, pues creyeron erróneamente que los zulúes se habían levantado e iban a matarles aprovechando la oscuridad, un equívoco debido al apagón general provocado por el celo explosivo de los agentes de Verkramp. En estas escaramuzas resultaron heridos cuatro policías y, antes de que la situación se aclarara, un comerciante de carbón le pegó un tiro a su mujer para que no la violaran las hordas negras.

Al amanecer, se habían practicado ya todas las detenciones, aunque hubo que rectificar dos o tres errores. El individuo arrancado de los brazos de la señora alcaldesa resultó no ser la primera autoridad municipal, sino un vecino al que aquél había pedido ayuda en las elecciones. Cuando al fin consiguieron detener al alcalde, éste creyó que le detenían por corrupción en las altas esferas.

—Es ignominioso —gritaba, mientras le empujaban al furgón—. No tienen ningún derecho a inmiscuirse en mi vida privada. Soy su representante electo. —Protesta ésta que en nada contribuiría a su liberación, aunque explicaba en cierto modo la presencia del vecino en el lecho de la alcaldesa.

Por la mañana, tras unas horas de sueño, el Luitenant Verkramp y el sargento Breitenbach recorrieron las instalaciones destruidas por los terroristas. El control que de la situación parecía tener el Kommandant en funciones seguía asombrando al sargento Breitenbach. Verkramp parecía saber exactamente a dónde ir sin que nadie se lo dijera. Cuando inspeccionaban los restos del transformador de Durban Road, el sargento le preguntó qué haría a continuación.

—Nada —le contestó Verkramp, dejándole asombrado—. En pocos días estaremos en situación de detener a todos los miembros de la organización comunista de Zululandia.

—¿Pero qué va a hacer con la gente que detuvo anoche?

—Serán sometidos a interrogatorio y con las pruebas que nos proporcionen conseguiremos descubrir a todos los conspiradores y a sus colaboradores —explicó Verkramp.

El sargento Breitenbach movió la cabeza absolutamente perplejo y se limitó a decir:

—Sólo espero que sepa usted de verdad lo que hace.

A la vuelta, pasaron por la cárcel, donde Verkramp dio instrucciones a los equipos que iban a realizar los interrogatorios día y noche.

—La rutina de siempre —les dijo—. Tienen que mantenerles en pie. Sin dormir. Les atizan un poco para empezar. Les explican que serán juzgados como terroristas y que tendrán que demostrar su inocencia. No tienen derecho a abogado. Pueden quedar en detención indefinida e incomunicados. ¿Tienen que hacer preguntas?

—¿Cualquier pregunta, señor? —preguntó uno de los policías.

—Ya me han oído —vociferó Verkramp—. Está claro.

Los hombres se le quedaron mirando bobaliconamente y Verkramp les mandó retirarse. Salieron de uno en uno a cumplir con su arduo deber. El Luitenant fue a ver al alcaide de la prisión para disculparse por las molestias temporales que estaban causándole. Cuando regresaba al ala en que se llevaban a cabo los interrogatorios, comprobó que sus órdenes se cumplían al pie de la letra.

—¿Quién ganó la liga en 1948? —gritaba el sargento Scheepers al director del Banco Barclays.

—No lo sé —gritaba el director, que acababa de recibir dos patadas en el escroto por no estar al tanto de los partidos de cricket.

Verkramp pidió al sargento que saliera un momento.

—¿Para qué quiere usted saber eso? —le preguntó.

—Creo que es una pregunta bastante fácil —dijo el sargento.

—Sí, desde luego —dijo Verkramp. En la celda siguiente descubrió que el deán de Piemburgo había eludido un destino similar gracias a que sabía cuál era la distancia por carretera entre Johanesburgo y Ciudad del Cabo, la edad del primer ministro y el significado de las iniciales USA.

—Usted sólo les dijo «Tienen que hacer preguntas» —explicó el hombre de Seguridad cuando Verkramp exigió saber la razón de aquel juego estúpido.

—Zoquetes de mierda —vociferó Verkramp—. Les dije «¿Tienen que hacer preguntas?», no les dije «Tienen que hacer preguntas». ¿Pero cómo diablos he de explicarles las cosas? ¿Deletreándoselo todo?

—Sí, señor —dijo el de Seguridad. Verkramp convocó a los equipos de interrogadores y les dio instrucciones más explícitas.

—Lo que necesitamos son pruebas de que estos hombres han estado conspirando para derrocar al gobierno por la fuerza —les explicó, e hizo que los hombres de Seguridad tomaran nota—. Y, en segundo lugar, pruebas de que han estado incitando activamente a los negros a la rebelión. —Los agentes tomaron también nota de esto—. En tercer lugar, pruebas de que han recibido dinero de ultramar. Y, en cuarto lugar, que son todos comunistas o simpatizantes. ¿Está bien claro?

El sargento Scheepers preguntó si podía decirle al alcalde que uno de los concejales les había dicho que era un cornudo.

—Claro —dijo Verkramp—. Y dígale que el concejal en cuestión está dispuesto a demostrarlo. Si consiguen que empiecen a declarar unos contra otros, no tardaremos en llegar a la raíz del asunto.

Los hombres regresaron a las celdas con la lista de preguntas y pronto reiniciaron los interrogatorios. Satisfecho ya porque sus hombres se atenían a sus instrucciones, el Luitenant Verkramp regresó a la comisaría a ver si había llegado algún mensaje de sus agentes secretos. Le decepcionó bastante que no los hubiese, pero se consoló pensando que era demasiado pronto para esperar resultados concretos.

Entonces decidió subir a comprobar la eficacia de la terapia de aversión con los voluntarios, que seguían gritando rítmicamente. Mandó llamar al sargento Breitenbach y le ordenó ir a buscar una chica de color a las celdas.

El sargento regresó al cabo de un rato con lo que sin duda creía que era el sujeto idóneo: una mujer que ya no cumpliría los cincuenta y ocho y que ni siquiera treinta años antes debía haber sido agraciada. El Luitenant Verkramp se quedó horrorizado.

—Le dije una chica, no ese fardo —vociferó—. Llévesela y tráigame una chica como es debido.

El sargento Breitenbach volvió abajo con la anciana, preguntándose por qué se podía llamar chico a un negro de setenta u ochenta años y en cambio no podías llamar chica a una mujer de la misma edad. Era completamente absurdo. Al final encontró a una chica negra muy grande y le pidió que le acompañara al piso de arriba. Diez minutos y ocho policías después (uno de los cuales resultó con la nariz rota y otro se quejaba de que no podía encontrarse los testículos), consiguieron llevar a la chica arriba para descubrir que tampoco ésta complacía a Verkramp.

—¿Cree usted realmente que algún hombre en su sano juicio encontraría atractivo eso? —preguntó Verkramp señalando el cuerpo inconsciente y apaleado que los policías intentaban poner sobre sus propios pies y apartado de los suyos—. Lo que necesito es una cafre guapa, que resulte atractiva a cualquier hombre.

—Bien, pues vaya usted a buscarla —le dijo el sargento Breitenbach—. Baje usted a las celdas y dígale a una chica negra atractiva que los policías de la planta superior quieren verla y verá lo que pasa.

—Lo que le pasa a usted, sargento —le dijo Verkramp cuando bajaban por tercera vez— es que no sabe lo que es la psicología. Si quiere que la gente haga algo por usted, no puede asustarles. Y especialmente en el caso de los negros. Hay que utilizar la persuasión —se pararon a la puerta de la celda. El sargento abrió y echaron dentro a la chica negra grande. Verkramp pasó entonces sobre su cuerpo y miró a las otras mujeres que estaban encogidas contra la pared.

—Vamos, vamos, no tenéis por qué asustaros —les dijo—. ¿Cuál de vosotras quiere acompañarme arriba a ver unas fotos? Son muy bonitas. —No se produjo ninguna avalancha de voluntarias. Verkramp probó otra vez—. Nadie os va a hacer daño. No tenéis nada que temer.

Como única respuesta se oyó el gemido de la chica del suelo. La lánguida sonrisa de Verkramp desapareció.

—Agarren a esa zorra —gritó a los policías, y pronto éstos hicieron subir las escaleras a empellones a una chica negra menudita.

—¿Se da usted cuenta de lo que quiero decir con lo de que hay que tener psicología? —preguntó el Luitenant al sargento Breitenbach mientras subían detrás de la chica. El sargento aún tenía sus reservas.

—Veo que no eligió a una grande —dijo.

En la planta superior, varios ansiosos policías a los que Verkramp apuntó en su lista para el tratamiento, desnudaron a la chica y la colocaron luego desnuda ante los voluntarios sometidos a terapia de aversión. El teniente Verkramp quedó complacidísimo ante la falta de reacción positiva de éstos.

—No se ha empalmado ni uno —dijo—. Lo cual constituye la prueba científica definitiva de que el tratamiento funciona.

Como siempre, el sargento se mostró más escéptico.

—Hace dos días que no duermen —dijo—. Creo que no reaccionarían aunque les pusiera delante a Marilyn Monroe en cueros.

Verkramp le miró con desaprobación.

—Es usted un lascivo —le dijo.

—No entiendo por qué se pone usted así —dijo el sargento—. Sólo quiero decir que si pretende de veras ser científico, tendría que hacer la prueba con una chica blanca.

El Luitenant se puso hecho una furia.

—Vaya una ocurrencia. Ni siquiera se me pasaría por la cabeza someter a una chica blanca a una experiencia tan repugnante —dijo.

Ordenó proseguir con el tratamiento durante otros dos días como mínimo.

—Otros dos días aquí y me moriré —gimió uno de los voluntarios.

—Más vale estar muerto que en la cama con una negra —sentenció Verkramp, y volvió a su despacho a disponer los planes precisos para el tratamiento masivo de los restantes quinientos noventa hombres que se hallaban provisionalmente bajo su mando.

En el Café Florian, los agentes secretos de Verkramp estaban haciendo notables progresos en la búsqueda de miembros del movimiento terrorista. Tras años de frustración durante los cuales se habían infiltrado en círculos liberales sin conseguir contactar con nadie remotamente ligado al Partido comunista, ni dispuesto siquiera a admitir la violencia, habían contactado de pronto con bastantes posibles terroristas. 745396 había descubierto a 628461, que parecía saber algo de la explosión de la central telefónica, y 628461 tenía la clara impresión de que 745396 no estaba completamente al margen de la destrucción del transformador de la carretera de Durban. Igualmente, 885974 se había tropezado con 378550 en la cantina de la universidad y le estaba sonsacando sobre su posible intervención en la voladura de la antena de radio, al tiempo que le insinuaba que él mismo podría dar detalles sobre la bomba que había destruido el puente ferroviario. Por todo Piemburgo, los agentes de Verkramp tenían algo que comunicar sobre sus avances y se dedicaban a elaborar mensajes cifrados y a cambiar de domicilio según las instrucciones recibidas.

Al día siguiente, la convicción de todos los agentes de que se hallaban en la pista de algo importante, se reforzó cuando 745396 y 628461, que habían convenido encontrarse en la cantina de la universidad, hallaron un público atento y bien dispuesto en 885974 y 378550, que el día anterior habían tenido tanto éxito allí, que habían decidido repetir. Mientras la coalición de conspiradores proseguía, Verkramp se consagraba a descifrar los mensajes recibidos. Este proceso, complejo de por sí, se complicó aún más debido a que no tenía ni idea del día que le habían enviado el mensaje. El mensaje de 378550 había sido depositado al pie de un árbol del parque que era el buzón correcto para el domingo, pero después de trabajar en él durante dos horas utilizando el código de aquel día, Verkramp obtuvo «hdfpkymwrqazxtivbnkon», difícil de comprender traducido a «coche perro gusanal hundimiento infrecuente banal fuera salto canasta». Probó la clave del sábado, con el resultado de «dalia crisantemo fertilizante digital decorativa otoño enano flor umbrío». Maldiciéndose por el reducido vocabulario de la página 33 del catálogo de bulbos de Piemburgo que había sido elegido como libro de claves del sábado por su fácil disponibilidad, Verkramp pasó cansinamente a la clave del viernes y consiguió al fin descifrar el mensaje, que le informaba de que el agente 378550 había cumplido las instrucciones y se iba a cambiar de domicilio. Verkramp creía que después de seis horas de arduo trabajo su esfuerzo merecía mayores frutos. Probó a descifrar el mensaje de 885974 y le complació muchísimo comprobar que lo lograba a la primera, y que le informaba de que había establecido contacto con varios supuestos terroristas, y que le había resultado difícil llegar hasta el buzón porque le seguían.

La experiencia del 885974 no era única. En sus tentativas por descubrir el domicilio de los otros saboteadores, los agentes secretos de Verkramp se pasaban el día siguiéndose los unos a los otros por toda la ciudad. Así que recorrían enormes distancias durante todo el día y cuando al fin llegaban a casa estaban demasiado agotados para ponerse a redactar el mensaje que Verkramp esperaba. Además, tenían que cambiarse de domicilio todos los días, tal como se les había ordenado, lo cual les exigía encontrar otro nuevo; así que, en conjunto, la desorientación producida ya por las múltiples identidades que su trabajo les exigía, se agudizaba a medida que los días pasaban. El lunes, 628461 no estaba seguro de quién era, ni de dónde vivía, ni siquiera de en qué día de la semana estaba. Todavía estaba menos seguro de dónde vivía 745396. Había conseguido seguirle durante unos quince kilómetros por las calles secundarias de Piemburgo y no le sorprendió en absoluto que 745396 renunciara al intento de zafarse de él y volviera a una pensión de Bishoff Avenue para descubrir que había estado allí hacía dos días. Al final, durmió en un banco del parque y cuando 628461, que tenía varias ampollas de todas estas caminatas, regresaba a su alojamiento se dio cuenta de que le seguían. Aceleró su renqueante caminar, y los pasos que resonaban tras él hicieron otro tanto. 628461 se dio por vencido. Ya no le importaba que le siguieran hasta casa. «De todos modos, me mudo mañana», decidió, y subió las escaleras hasta su habitación de la pensión Landsdowne. Entonces 378550 regresó a su alojamiento y se pasó la noche cifrando el mensaje para el teniente Verkramp, dándole la dirección del posible terrorista. Como lo empezó a las diez y media del lunes y lo terminó a las dos de la madrugada del martes, Verkramp tuvo más dificultades de las normales para descifrarlo. Según el libro de claves del lunes, el mensaje decía: «Sugiero registro infección madera pero contaminan en él», mientras que, según el del martes, decía: «Chariot Pharoah además a Frederick Smith pensión Landsdowne». Cuando llegó a la conclusión de que «Chariot Pharoah además infección madera pero contaminan en él» no tenía sentido, tampoco lo tenía registrar la pensión Landsdowne; Frederick Smith se había inscrito en la YMCA[3] como Pieter Retief.

Si el teniente Verkramp tenía dificultades en el campo de las comunicaciones, otro tanto podría decirse de la señora Heathcote-Kilkoon y del Kommandant van Heerden.

—¿Estás seguro de que no está? —preguntó la señora Heathcote-Kilkoon al mayor Bloxham, al que había enviado, en su paseo diario a Weezen, a comunicar al Kommandant que le esperaban para comer.

—Completamente —dijo el mayor—. Me pasé casi una hora sentado en el bar y ni rastro del tipo. Le pregunté al camarero si le había visto y no le había visto.

—Es rarísimo —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. Su nota dice claramente que se hospedará en el hotel.

—Una nota bastante rara, la verdad —dijo el coronel—. «Queridísima Daphne: El Kommandant van Heerden se complace…».

—A mí me parece una nota muy simpática —interrumpió la señora Heathcote-Kilkoon—. Demuestra su sentido del humor.

—Personalmente pienso que no hay mal que por bien no venga —dijo el coronel—. Parece que después de todo ese puerco no vendrá.

Salió al patio trasero de la casa, donde Harbinger estaba aseando a un gran caballo negro.

—¿Todo listo para mañana, Harbinger? ¿Está listo Fox?

—Le llevé a dar una vuelta esta mañana —dijo Harbinger, un hombre pequeño de ojos muy juntos y pelo corto—. Fue bastante rápido.

—Bien, bien —dijo el coronel—. Saldremos temprano.

La señora Heathcote-Kilkoon seguía en la casa muy extrañada.

—¿No te habrás equivocado de hotel? —le preguntó al mayor.

—Fui a la tienda y pregunté por el hotel —insistió el mayor—. El tipo trató de venderme una cama. Al parecer pensó que era lo que yo quería.

—Es rarísimo —insistió la señora Heathcote-Kilkoon.

—Le dije que no quería una cama —dijo el mayor—. Me mandó cruzar la carretera hasta el hotel que hay al final.

—¿Y allí no sabían nada de él?

—No sabían nada de ningún Kommandant van Heerden.

—Tal vez aparezca mañana —dijo la señora Heathcote-Kilkoon melancólicamente.