6

El viernes, el Kommandant se levantó temprano y a primera hora ya iba camino de Weezen. Había guardado la caña de pescar y todo el equipo de vacaciones la noche anterior en el maletero del coche; se había puesto la chaqueta Norfolk y los zapatos Oxford. Mientras subía la larga cuesta alejándose de Piemburgo, contemplaba sin pesar los rojos tejados de estaño. Hacía mucho tiempo que no se permitía unos días de asueto y estaba deseoso de ver personalmente cómo vivía la aristocracia inglesa en sus fincas campestres. Salía el sol cuando el Kommandant dejó la carretera nacional en río Leopard y pronto estaba dando tumbos sobre las ondulaciones del camino hacia las montañas. El campo variaba a su alrededor según las razas que lo habitaban: pradería suavemente ondulada en las zonas blancas y monte bajo pobrísimo abajo, por el río Voetsak, que pertenecía a Pondoland y, por tanto, era zona negra; allá las cabras trepaban a las ramas bajas de los árboles para mordisquear las hojas. El Kommandant practicó inglesidad sonriendo a los africanos que veía al pasar; pero dejó de hacerlo al comprobar que prácticamente le ignoraban. En Sjambok paró a tomar el café matinal; lo pidió en inglés, en vez de hacerlo en el afrikaans que habitualmente utilizaba, y le sorprendió agradablemente que el camarero indio le preguntara si era un visitante de ultramar.

Partió de allí muy animado y al cabo de una hora atravesaba el puerto de montaña de Rooi Nek. Se detuvo en la cima y salió del coche para contemplar aquel paisaje que tantas veces había intentado imaginarse en los últimos días. La realidad superaba con creces la imaginación. Weezen se extendía en una altiplanicie ondulada de suaves colinas y prados, atravesada por arroyos que corrían serpeantes hacia un plácido río que brillaba a lo lejos. Aquí un bosque oscurecía una loma o bordeaba un arroyo dando al paraje un tono de verdor más oscuro, allá una arboleda resguardaba una granja. Las montañas se alzaban a lo lejos en un gran semicírculo sobre la planicie ondulada y, sobre ellas, el límpido cielo azul se oscurecía hacia el cénit. Al salir de la polvorienta sequedad del puerto de Rooi Nek, al Kommandant van Heerden el paisaje le hablaba de la campiña inglesa. «Es igual que el paisaje de una caja de pastas, sólo que más real», se dijo, arrobado, antes de volver al asiento caliente del coche a iniciar el descenso hacia Weezen.

Y vio cumplidas de nuevo sus esperanzas con creces. El pueblecito, poco más que una aldea, estaba intacto. Una iglesia de piedra con pórtico, un señorial ayuntamiento colonial con herrumbrosas gárgolas metálicas y una calle de tiendas con arcos que daba a una plaza, en cuyo centro se aposentaba pesadamente la reina Victoria, contemplando con clara indiferencia a un cafre que dormía en un banco del jardín a sus pies. Desde el sexagésimo aniversario de la soberana habían cambiado muchas cosas, sin duda, en Sudáfrica, pero desde luego Weezen no había cambiado; complació esto al Kommandant, para quien el Imperio Británico aún conservaba su magia. «Aquí no hay melenudos fumando mariguana pegados al tocadiscos», pensó, satisfecho, parando el coche; entró en un comercio que olía a sacos y a pulimento. Preguntó a un hombre alto y enjuto dónde quedaba el hotel.

—¿Bar o cama? —le preguntó a su vez el hombre, con un aire taciturno que al Kommandant le pareció absolutamente genuino.

—Cama —dijo el Kommandant.

—Será Agua Sauce —dijo el hombre—. A un kilómetro. Ya verá el letrero.

El Kommandant volvió al coche y siguió su camino. «Granja Hotel Agua Sauce», decía un letrero, y el Kommandant entró en un sendero bordeado de gomíferos, que recorrió hasta un edificio bajo de estuco. Más que un hotel parecía una estación de bombeo abandonada de una planta de agua agotada.

Detuvo el coche indeciso en la herbosa entrada y contempló el edificio sin entusiasmo. Fuera lo que fuera, no era desde luego lo que esperaba. Sobre el vano de la puerta pudo descifrar la desvaída inscripción Balneario de Weezen y Sociedad Filosófica, puntillista por efecto de los retoños de una enredadera hacía mucho marchita. Salió del coche y subió los peldaños hasta la pequeña galería; atisbo el interior por la puerta giratoria, vagamente consciente del insistente zumbido de unas moscas atrapadas en la puerta. Ni las moscas ni lo que podía ver del vestíbulo indicaban que el lugar fuera muy frecuentado. Empujó la puerta giratoria liberando del otro lado a las moscas y se detuvo contemplando el vestíbulo de azulejos blancos. La luz de una claraboya iluminaba lo que parecía ser un mostrador de información situado al fondo, en un rincón; se acercó y tocó la campanilla que había sobre el mostrador de mármol. «Me he equivocado», se dijo, mirando inquieto la placa colocada sobre el quicio de una puerta, que decía Ducha Termal N.° 1; y estaba ya a punto de irse y volver al pueblo, cuando oyó a lo lejos el ruido de una puerta, seguido del rumor de unas zapatillas arrastrándose por el pasillo. Apareció un viejo.

—¿Es éste el Hotel Weezen? —preguntó el Kommandant.

—No servimos bebidas —contestó el viejo.

—No quiero beber —dijo el Kommandant—. No sé si es éste el Hotel Weezen. Si no lo es, me he equivocado de sitio. La señora Heathcote-Kilkoon ha reservado una habitación a mi nombre…

El anciano rodeó el mostrador arrastrando los pies y hurgó bajo él buscando el libro de registro.

—Firme aquí —dijo, colocando el libro delante del Kommandant—. Nombre, dirección, edad, ocupación, y enfermedad.

El Kommandant van Heerden contempló el libro, cada vez más inquieto.

—Creo que me he equivocado —dijo.

—Éste es el único hotel de Weezen en el que puede alojarse —le dijo el anciano—. Si quiere una copa tendrá que ir al pueblo. Nosotros no tenemos licencia.

El Kommandant suspiró y empezó a cumplimentar la inscripción.

—No me pasa nada —dijo, al llegar a Enfermedad.

—Pues ponga Obesidad —dijo el viejo—. Algo ha de tener. ¿Parientes más próximos?

—Tengo un primo segundo en Wakkerstrom —dijo el Kommandant de mala gana.

—Servirá —dijo el viejo—. Puede quedarse en Irrigación Colónica N.° 6.

—¡Válgame Dios! —dijo el Kommandant—. No necesito ninguna irrigación colónica. Eso no tiene absolutamente nada que ver conmigo.

—También está libre Nariz y Garganta N.° 4, pero la vista no es la misma —dijo el viejo, arrastrando los pies corredor adelante. El Kommandant le siguió de mala gana. Las habitaciones junto a las que pasaron iban desde Terapia Galvánica N.° 8 a Inhalación N.° 12. El anciano se detuvo al fondo del corredor junto a Irrigación Colónica N.° 6 y abrió la puerta.

—El agua del grifo de agua fría sale un poco caliente —le dijo.

El Kommandant entró tras él en la habitación y miró a su alrededor. En un rincón había una cama pintada de blanco como las que había visto en el hospital y un armario ropero con el espejo sucio y moteado. Más a propósito y confirmando plenamente la placa de la puerta había una serie de piletas, tinas y calderos apilados al fondo de la habitación junto a un montón de grifos y tubos cuya función prefería no investigar. Las paredes de azulejos blancos subrayaban la frialdad clínica de la habitación.

—Da el sol por la mañana —dijo el viejo—. Y la vista es preciosa.

—No lo dudo —dijo el Kommandant, mirando las ventanas de vidrio mate—. ¿A qué huele?

—Al azufre del agua —dijo el viejo—. ¿Quiere ver Nariz y Garganta?

—Será mejor, sí —dijo el Kommandant. Salieron al corredor y entraron por un pasillo lateral.

—Irrigación Colónica es mucho mejor —dijo el viejo, haciendo pasar al Kommandant a una habitación pequeña; el equipo era mucho menos siniestro pero el olor a azufre mucho más intenso. El Kommandant movió la cabeza.

—Creo que me quedaré en la otra —dijo, incapaz de utilizar palabras que pudieran crear equívocos—. Sólo hospedaje —explicó mientras volvían—. Estoy visitando la zona.

—Bien. Si le puedo ayudar en algo hágamelo saber. El almuerzo se servirá dentro de media hora en la Sala de la Fuente —dijo el viejo y se fue, arrastrando las zapatillas.

El Kommandant se quedó un momento sentado al borde de la cama, examinando el cuarto muy decepcionado. Luego se levantó y fue a ver si alguien le llevaba a la habitación sus cosas. Al final tuvo que hacerlo él mismo. Colocó las bolsas y el equipo de pesca lo mejor que pudo para disimular aquellos grifos y aquellos tubos que tanto le desagradaban. Luego abrió la ventana y subiéndose en uno de los calderos miró afuera. Tal como dijera el viejo, la vista era preciosa. Bajo la ventana, los senderos herbosos cruzaban lo que había sido en tiempos un prado, hasta el río, bordeado no por sauces, como parecía sugerir el nombre del lugar, sino por unos árboles que el Kommandant no conocía. Pero no le llamaron la atención los contornos inmediatos, ni siquiera la gran tubería parcialmente disimulada como rocalla que corría (portando sin duda un repugnante fluido) hacia el río, sino las montañas. Vistas desde la cima de Rooi Nek le habían parecido impresionantes. Desde Irrigación Colónica N.° 6 eran majestuosas. Se alzaban majestuosas a través de praderas en las que las cabras ronzaban precariamente entre los peñascos (sus estribaciones cubiertas de espinos, zarzales y gomíferos) por laderas pedregosas hasta los picachos y el cielo vacío.

«Debe haber babuinos allí», pensó poéticamente el Kommandant, y bajándose de su pedestal que, según pudo comprobar, había sido fabricado por los fabricantes de sanitarios de loza vidriada Fison & Sons, de Hartlepool, fue en busca del comedor y el almuerzo.

Lo halló en la Sala de la Fuente, una amplia estancia con una minúscula fuente de mármol que gorgoteaba incesante en el centro y de la que emanaba el mismo olor de la habitación que tanto le había extrañado al Kommandant. Pero aquí, mezclado con el olor a repollo hervido de la cocina, resultaba más vegetal que mineral; el Kommandant se sentó junto a una ventana que daba a la terraza. Había otras tres mesas ocupadas, aunque el comedor había sido pensado sin duda para dar cabida a cien. Dos damas mayores, de cabello sospechosamente corto, conversaban en susurros en un rincón mientras que un hombre al que el Kommandant tomó por vendedor ocupaba la mesa próxima a la fuente.

Nadie le dijo nada; pidió el almuerzo a la camarera de color e intentó entablar conversación con el vendedor.

—¿Viene usted aquí a menudo? —preguntó, por encima del gorgoteo de la fuente.

—Flatulencia. Ellas tienen piedras —dijo el joven, señalando a las dos damas del rincón.

—Vaya —dijo el Kommandant.

—¿Es la primera vez que viene? —le preguntó.

El Kommandant asintió.

—Ya se acostumbrará —le dijo. No le apetecía seguir escuchando, así que terminó de almorzar en silencio y salió al vestíbulo en busca del teléfono.

—Tendrá que ir a telefonear al pueblo —dijo el viejo.

—¿Dónde viven los Heathcote-Kilkoon?

—¡Ah, ésos! —dijo el hombre, con un gesto desdeñoso—. No puede telefonearles. Son demasiado estirados para eso. Se ofreció una línea común y la rechazaron. No quieren compartir la línea con nadie, no, señor. Quieren intimidad, sí, señor. Claro que, si es verdad lo que cuentan, la necesitan —y, diciendo esto, desapareció en una habitación en cuya puerta se leía Manipulación. No tendría más remedio que ir en coche al pueblo y preguntar allí cómo se iba a la casa de los Heathcote-Kilkoon.

La ausencia del Kommandant van Heerden ya había producido cambios en Piemburgo. El Luitenant Verkramp llegó pronto al trabajo y se instaló en el despacho del Kommandant.

—Quiero ver de inmediato a estos hombres —comunicó al sargento Breitenbach, y le entregó la lista que había preparado con los diez policías cuya delincuencia moral en materia de mestizaje era notoria—. Y que estén preparadas las celdas de arriba. Una cama en cada celda y la pared encalada.

Cuando los hombres se presentaron, Verkramp les entrevistó de uno en uno.

—Konstabel van Heynegen —dijo al primer hombre—. Ha estado usted acostándose con mujeres negras. No lo niegue.

El policía Heynegen parecía perplejo.

—Verá, señor —empezó a decir, pero Verkramp le interrumpió.

—Bien —dijo, irritado—. Me satisface que lo haya confesado todo. Vamos a someterle a un tratamiento que le curará de esa enfermedad.

El policía van Heynegen nunca había considerado una enfermedad el violar mujeres negras. Lo había considerado siempre un incentivo más de un trabajo mal pagado.

—¿Admite usted que este tratamiento le beneficiará? —preguntó Verkramp con una firmeza que no admitía negativas—. Pues bien. Firme aquí —y ofreció al asombrado agente un escrito a máquina y le puso un bolígrafo en la mano. El Konstabel van Heynegen firmó.

—Gracias. El siguiente —dijo Verkramp.

Al cabo de una hora, el Luitenant había sometido al mismo rápido proceso a los diez policías elegidos y los diez habían firmado las declaraciones, según lo cual aceptaban ser sometidos a terapia de aversión para curarse de su enfermedad de mestizaje.

—Esto marcha muy bien —dijo Verkramp al sargento Breitenbach—. Podríamos hacérselo firmar a todos los hombres de la comisaría.

El sargento dio su opinión de experto:

—Creo que debiéramos excluir a los suboficiales, ¿no le parece, señor?

Verkramp consideró el asunto.

—Está bien —aceptó de mala gana—. Necesitaremos algunos para que administren las drogas y el electrochoque.

Mientras el sargento daba las órdenes pertinentes para que todos los Konstabels firmaran el consentimiento al llegar, Verkramp subió a inspeccionar las celdas dispuestas para el tratamiento.

Había en cada una de ellas una cama situada frente a una pared encalada, y junto a la cama, en una mesita, un proyector. Sólo faltaban las diapositivas. Verkramp volvió a su despacho y llamó al sargento Breitenbach.

—Vayan a Adamville con un par de furgones y tráiganse a unas cien negras —ordenó—. Procure que sean atractivas. Las trae aquí y que el fotógrafo les saque fotos en pelota…

Así que el sargento Breitenbach se fue a Adamville, el barrio negro de Piemburgo, para cumplir lo que a primera vista parecía una orden muy simple, pero que, en la práctica, resultó bastante complicado.

Cuando sus hombres consiguieron arrancar a unas doce chicas de sus hogares y meterlas en el furgón, se había congregado una multitud furiosa y toda la barriada estaba alborotada.

—Devuélvannos a nuestras mujeres —gritaban.

—Déjennos salir —gritaban las chicas del furgón. El sargento Breitenbach intentó explicarse.

—Sólo queremos retratarlas desnudas —les dijo—. Es para evitar que los policías se acuesten con mujeres bantúes.

Como explicación resultaba poco convincente. Como es lógico, la multitud creía que retratar a mujeres negras desnudas produciría precisamente el efecto contrario.

—Dejen ya de violar a nuestras mujeres —gritaban los africanos.

—Eso es lo que intentamos hacer —dijo el sargento por un altavoz; pero sus palabras no convencieron a nadie. La noticia de que la policía se proponía violar a las chicas corrió como reguero de pólvora por el lugar. Cuando empezaron a apedrear los furgones policiales, el sargento Breitenbach mandó a sus hombres amartillar las armas y dio orden de retirada.

—Típico —comentó Verkramp cuando el sargento le informó del incidente—. Intenta uno ayudarles y mire lo que hacen. Maldita sea. Se lo digo. Los cafres son idiotas. Son tontos del todo.

—¿Quiere que vaya a por más? —preguntó el sargento.

—Claro. Con ésas no hay bastante —dijo Verkramp—. Que las fotografíen y las devuelvan. Ya se calmarán cuando vean que no las han violado.

—Sí, señor —dijo el sargento, no muy convencido.

Bajó al sótano, donde el fotógrafo de la policía tenía ciertas dificultades para conseguir que las chicas se estuvieran quietas. Al final, el sargento tuvo que sacar el revólver y amenazarlas con disparar si no cooperaban.

La segunda visita a Adamville fue mucho peor que la primera. El tomar la sabia precaución de hacerse escoltar por cuatro carros blindados y algunas camionetas cargadas de agentes armados no sirvió de mucho. El sargento ordenó que dejaran salir a las chicas y dijo a la multitud enfurecida:

—Como podéis ver, no les ha pasado nada.

Las chicas salieron atropelladamente de los furgones, desnudas y magulladas.

—Amenazó con dispararnos —gritó una de ellas.

Siguió a estas palabras un tumulto y en el intento de coger a otras noventa chicas para someterlas al mismo tratamiento, la policía mató a cuatro africanos e hirió a doce. El sargento Breitenbach abandonó el escenario de la matanza con otras veinticinco mujeres y un corte encima del ojo izquierdo causado por una pedrada.

—Malditos cabrones —dijo, mientras se alejaban; comentario éste que tendría funestas consecuencias para las veinticinco mujeres del segundo grupo, a quienes fotografiaron y violaron debidamente en la comisaría, antes de dejarlas en libertad para que volvieran por su cuenta a casa. Aquella noche, el jefe de policía en funciones, Verkramp, comunicó a la prensa que habían resultado muertos cuatro africanos en una pelea tribal en Adamville.

En cuanto estuvieron listas las diapositivas en color, Verkramp y el sargento Breitenbach subieron a la planta superior donde aguardaban, un tanto agitados, los diez Konstabels que iban a ser sometidos al tratamiento. No puede decirse que la llegada de las jeringuillas y las máquinas de electrochoque les levantara gran cosa la moral.

—Muchachos —les dijo Verkramp—. Van a participar en un experimento que puede alterar el curso de la historia. Como saben ustedes, nosotros, los blancos de Sudáfrica, estamos amenazados por millones de negros; y si hemos de sobrevivir y conservar la pureza de nuestra raza como Dios manda, no sólo hemos de aprender a luchar con armas y con balas, sino que hemos de librar también una batalla moral. Hemos de limpiar nuestra mente y nuestro corazón de pensamientos impuros. Y ésa es precisamente la finalidad de este tratamiento. Todos sentimos una aversión natural hacia los cafres. El sentirla es parte de nuestra naturaleza. Y la finalidad del tratamiento al que voluntariamente se someten ustedes es precisamente reforzar esa aversión. Precisamente por eso se llama terapia de aversión. Cuando el tratamiento termine, no podrán soportar ver una mujer negra sin ponerse enfermos y estarán condicionados para evitar todo contacto con ellas. No querrán ustedes acostarse con ellas. No querrán tocarlas. No las querrán en casa como sirvientes. No querrán que ellas les laven la ropa. No las querrán en las calles. No las querrán en ningún lugar de Sudáfrica…

Como el Luitenant iba subiendo la voz a medida que enumeraba el catálogo de las cosas que no querrían los policías tras el tratamiento, el sargento Breitenbach tosió nervioso. Ya había tenido un día bastante agitado; el corte de la frente le latía dolorosamente y sabía muy bien que si había algo que no quería era a un Kommandant en funciones enloquecido e histérico.

—¿No es hora de empezar ya, señor? —dijo, dándole un suave codazo. El Luitenant se interrumpió.

—Sí. Iniciemos el experimento.

Los voluntarios pasaron a las celdas; les hicieron desnudarse y ponerse las camisas de fuerza colocadas sobre las camas a modo de pijamas. Hubo a este respecto cierta dificultad y fue precisa la ayuda de algunos suboficiales para que uno o dos de los voluntarios más corpulentos se las pusieran. Pero al final los diez hombres quedaron atados y Verkramp llenó la primera jeringuilla de apomorfina.

El sargento Breitenbach le contemplaba preocupado.

—El médico dijo que mucho cuidado con la dosis —susurró—. Dijo que si sobrepasábamos los 3 cc. podría morir alguno.

—¿No irá usted a acobardarse ahora, eh, sargento? —le preguntó Verkramp. El voluntario miraba la aguja, desde la cama, con ojos desorbitados.

—He cambiado de idea —gritó desesperado.

—Vamos, no diga bobadas —dijo Verkramp—. Lo hacemos por su bien.

—¿Por qué no probamos primero con un cafre? —preguntó el sargento Breitenbach—. Quiero decir que no estaría bien visto que muriera alguno de estos hombres, ¿no le parece?

Verkramp lo pensó un momento.

—Creo que tiene razón —dijo al fin.

Bajaron a las celdas de la planta baja e inyectaron a algunos africanos detenidos por sospechosos cantidades diversas de apomorfina. Los resultados confirmaron plenamente los temores del sargento Breitenbach. Cuando el tercer negro entró en coma, Verkramp empezó a preocuparse.

—Es un material fuerte —admitió.

—¿No sería mejor limitarnos a las descargas eléctricas? —preguntó entonces el sargento.

—Creo que sí —dijo Verkramp con tristeza. Esperaba lleno de ilusión el momento de poder inyectar a los voluntarios. Mandó al sargento a buscar al médico de la policía para que firmara los certificados de defunción y volvió a la planta superior. Comunicó a los cinco voluntarios que habían sido elegidos para el tratamiento de apomorfina que no se preocuparan.

—En vez de inyectarles, les someteremos a electrochoque —les dijo, y conectó el proyector. En la pared del fondo de la habitación, apareció una mujer negra desnuda. Todos los voluntarios tuvieron una erección. Verkramp movió la cabeza.

—Repugnante —musitó, uniendo el terminal de la máquina de electrochoques al glande del paciente con un trozo de esparadrapo—. Mire —explicó al sargento que se sentaba junto a la cama—, cada vez que cambie la diapositiva, le dará una descarga eléctrica así —y movió enérgicamente el mando del generador y el policía de la cama se retorció convulsivamente y chilló. Verkramp examinó entonces el pene del individuo y se quedó impresionado—. Ya ve usted cómo funciona —dijo, y cambió la diapositiva.

El teniente Verkramp explicó la técnica en todas las celdas y supervisó el experimento. A medida que las erecciones sucedían a las diapositivas y las contracciones sucedían a las descargas eléctricas y a éstas más diapositivas, más erecciones, más descargas eléctricas y más contracciones, el entusiasmo del Luitenant aumentaba.

No volvió tan animado, en cambio, el sargento Breitenbach del depósito de cadáveres.

—Se oyen los gritos desde la calle —gritó a Verkramp al oído mientras el eco de los alaridos de los voluntarios resonaba en el corredor.

—¿Y qué? —dijo Verkramp—. Estamos haciendo historia.

—Y armando un alboroto impresionante —dijo el sargento.

A Verkramp los alaridos le parecían música. Era como si estuviera dirigiendo una gran sinfonía en la que las estaciones (primavera, verano, otoño, invierno) se celebraban con un tumulto de gritos y descargas eléctricas y diapositivas, erecciones y contracciones, todo lo cual podía graduarlo él a voluntad.

Por fin mandó que le trajeran un catre y se acostó en el pasillo a descansar un poco.

«Estoy exorcizando el mal», pensó; e, imaginando un mundo sin lujuria, se quedó dormido.

Al despertar, le sorprendió el silencio reinante. Se levantó y se encontró a los voluntarios dormidos y a los sargentos fumando en los lavabos.

—¿Pero qué cono hacen ustedes interrumpiendo el tratamiento? —vociferó—. Para que sea eficaz ha de ser continuado. Se llama refuerzo.

—Refuerzos necesitará usted si quiere seguir —le dijo un sargento en tono desafiante.

—¿Qué le pasa a usted? —preguntó Verkramp, furioso.

El sargento parecía abochornado.

—Es un asunto delicado —dijo al fin el sargento Kok.

—¿De qué se trata?

—Llevamos toda la noche ahí metidos viendo diapositivas de señoras desnudas…

—Chicas negras, no señoras —gruñó Verkramp.

—Y… —el sargento titubeaba.

—¿Y qué?

—Pues, que nos hemos puesto calientes —dijo bruscamente el sargento.

El teniente Verkramp les contempló pasmado.

—¿Calientes? —gritó—. ¿Así que se ponen calientes viendo negras desnudas? Van a decirme que…

El asco le impedía seguir.

—Es una cosa natural —dijo el sargento.

—¿Natural? —gritó Verkramp—. ¡No tiene nada de natural! ¿Qué será de este país si los hombres que ocupan puestos de autoridad, como ustedes, no pueden controlar sus instintos sexuales? Escúchenme bien. Como jefe de esta comisaría, les ordeno que sigan el tratamiento. Y el que se niegue a cumplir con su deber engrosará la lista de la siguiente tanda de voluntarios.

Los sargentos se alisaron los uniformes y volvieron a las celdas; pronto se oyeron los gritos que confirmaban su entrega al deber. Por la mañana cambió el turno y fueron sustituidos por otros suboficiales. El Luitenant supervisó el experimento todo el día.

Acababa de visitar una celda y se disponía ya a marcharse, cuando advirtió algo raro en la diapositiva que se proyectaba en aquel momento. Se fijó y comprobó que se trataba de una vista del Parque Nacional de Kruger.

—¿Le gusta? —le preguntó el sargento. El Luitenant Verkramp miraba la diapositiva atónito—. Pues la siguiente es todavía mejor.

El sargento pulsó el botón del proyector y apareció en la pared el primer plano de una jirafa. El voluntario de la cama se retorció convulsivamente al recibir la descarga eléctrica. El Luitenant no podía creer lo que veía.

—¿De dónde cono ha sacado usted esas diapositivas? —exigió.

El sargento alzó la vista resplandeciente.

—Las hice el verano pasado durante mis vacaciones. Fuimos a la reserva de animales —cambió la diapositiva. En la pared apareció un rebaño de cebras. El paciente tuvo convulsiones también con las cebras.

—Tenían que estar pasando diapositivas de negras desnudas —gritó Verkramp—, no de esos malditos animales de la reserva.

El sargento no se amilanó.

—Bueno, me pareció que no estaría mal variar un poco —explicó—. Y además, es la primera vez que tengo ocasión de pasarlas. En casa no tenemos proyector.

El paciente gritaba desde la cama que no podía soportarlo más.

—Por favor, no, más hipopótamos no —gimoteaba—. Dios mío, más hipopótamos no. Juro que no tocaré un hipopótamo en mi vida.

—Mire lo que ha conseguido —dijo Verkramp, furioso, al sargento—. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? Le ha condicionado para que odie a los animales. No podrá volver a ir con sus chicos al zoo sin que le dé un ataque de nervios.

—¡Santo cielo! —dijo el sargento—. ¡Cuánto lo siento! Entonces tendrá que renunciar también a la pesca.

Verkramp confiscó todas las diapositivas de la reserva de animales y del Aquarium de Durban y ordenó al sargento pasar sólo diapositivas de mujeres negras desnudas. Comprobó a continuación las diapositivas que estaban pasando en las otras celdas y descubrió otra irregularidad: el sargento Bischoff había colocado la diapositiva de una mujer blanca sin atractivo alguno, en traje de baño, entre las diapositivas de las negras desnudas.

—¿Quién diablos es este fardo? —preguntó el teniente Verkramp cuando la descubrió.

—No debería haber dicho usted eso —dijo el sargento Bischoff dolido.

—¿Por qué no? —vociferó Verkramp.

—Es mi mujer —dijo el sargento. Verkramp se dio cuenta de que había cometido un error.

—Pero, hombre —le dijo—, no está bien que la ponga usted entre un montón de cafres.

—Ya lo sé —dijo el sargento—, pero creí que ayudaría…

—¿Qué ayudaría?

—Sí, a salvar mi matrimonio —explicó el sargento—. Es que… es un poco… bueno, un poco coqueta, y creí que así me aseguraría de que no volviera a mirarla nadie.

Verkramp contempló la diapositiva.

—Yo creo que no tiene usted que preocuparse por eso —dijo. Y ordenó que no volviera a aparecer la señora Bischoff en medio de las negras.

Se cercioró bien de que discurriera todo de acuerdo con el plan previsto y volvió al despacho del Kommandant. Una vez allí intentó determinar qué más podría hacer para que su actuación como jefe de policía fuera realmente memorable. El paso siguiente se daría aquella noche, cuando sus agentes empezaran a actuar, tal como tenía previsto.