El Kommandant van Heerden proseguía con creciente fervor su peregrinaje literario, ajeno al interés de que era objeto por parte del Luitenant Verkramp y de la señora Heathcote-Kilkoon. Todas las mañanas, seguido de cerca por los hombres de Seguridad a quienes Verkramp había encargado su vigilancia, acudía a la biblioteca de Piemburgo a buscar un nuevo libro de Dornford Yates; y todas las noches regresaba a su hogar, lleno de micrófonos, para consagrarse al estudio de aquel nuevo libro. Cuando se metía por fin en la cama, se quedaba repitiendo en la oscuridad su adaptación de la famosa fórmula de Coué: «Todos los días y en todos los sentidos soy más Berry», forma de autosugestión que apenas producía efectos apreciables en él, pero que era la desesperación del acechante Verkramp.
—¿Pero qué diantres querrá decir? —le preguntó al sargento Breitenbach mientras ambos escuchaban la grabación de los ejercicios de autosuperación nocturnos del Kommandant.
—Un berry[2] es una especie de fruto —dijo el sargento, no muy seguro.
—Puede ser también algo que se hace para desembarazarse de los cadáveres —dijo Verkramp, cuyas preferencias personales eran más fúnebres—. Pero ¿por qué diablos lo repetirá una y otra vez?
—Parece una especie de oración —dijo el sargento Breitenbach—. A una tía mía le entró manía religiosa y no paraba de repetir y repetir sus oraciones…
Pero al Luitenant no le interesaba lo más mínimo la tía del sargento.
—Quiero que no le pierdan de vista ni un momento —dijo—. Y en cuanto haga algo sospechoso, como comprarse una pala, me lo comunican inmediatamente.
—¿Por qué no le pregunta a esa doctora amiga suya…? —empezó el sargento, pero le cortó la vehemente respuesta del Luitenant. Salió del despacho con la absoluta certeza de que si había algo que el Luitenant no deseaba, quería, ni necesitaba, era precisamente a la doctora von Blimenstein.
Cuando se quedó solo, Verkramp se concentró en el problema del Kommandant van Heerden, repasando los informes de los movimientos de éste.
«Fue a la Biblioteca. Fue a la jefatura de policía. Fue al Club de Golf. Fue a casa». La regularidad de tan inocentes actividades resultaba desalentadora; sin embargo, en aquella rutina se ocultaba el secreto de la tremenda seguridad y de la horrible sonrisa del Kommandant. Ni siquiera la noticia de que los comunistas habían colocado escuchas en su casa había conseguido más que perturbarle momentáneamente y, por lo que Verkramp podía apreciar, ya había olvidado del todo el asunto. Claro que había proscrito el cuestionario de la doctora von Blimenstein, pero ahora que Verkramp conocía por propia experiencia la conducta sexual de la doctora, tenía que admitir que había sido una sabia decisión. Considerando ahora todo aquel asunto, el Luitenant se daba cuenta de que había estado a punto de descubrir los hábitos sexuales de los policías de Piemburgo a una mujer con intereses creados sobre el tema. Se estremeció al pensar en el uso que habría podido hacer de semejante información y se concentró en el asunto de los policías propensos al mestizaje. Estaba claro que tendría que abordar el problema sin ayuda exterior y, después de intentar recordar lo que le había dicho la doctora von Blimenstein sobre el tratamiento, se fue a la Biblioteca Pública. Por un lado, quería averiguar si había en la biblioteca algún libro sobre la terapia de aversión; por otro, la biblioteca figuraba con mucha frecuencia en el itinerario del Kommandant Van Heerden. Al cabo de una hora, regresó a la comisaría con un ejemplar de Fact & Fiction in Psychology, de H. J. Eysenck, satisfecho por haber conseguido la obra definitiva sobre la terapia de aversión, pero sin haber adelantado aún ni un paso en la comprensión del cambio operado en su jefe. Sus pesquisas sobre los hábitos de lectura del Kommandant, no muy convincentemente precedidos por el comentario de que pensaba regalarle un libro por Navidad, sólo le habían servido para averiguar que era aficionado a las novelas románticas, lo que no era gran cosa.
Por otro lado, estaba el doctor Eysenck. Utilizando hábilmente el índice, el Luitenant Verkramp consiguió eludir la lectura de aquellas secciones del libro que ponían a prueba su vigor intelectual y concentrarse en las descripciones y en los métodos terapéuticos basados en la apomorfina y el electrochoque. Le interesaron en especial «el caso del camionero travestido» y «el caso del ingeniero del corsé»; ambos habían llegado a comprender lo erróneo de su comportamiento gracias, en el primer caso, a inyecciones de apomorfina y, en el segundo, al electrochoque. El tratamiento parecía bastante sencillo y Verkramp estaba absolutamente seguro de poder administrarlo si tenía ocasión de hacerlo. En cuanto a las máquinas de electrochoque, no había dificultad alguna. La comisaría de policía de Piemburgo disponía de algunas y Verkramp estaba seguro de que el cirujano de la policía podría proporcionar sin problema la apomorfina. El obstáculo principal era la presencia del Kommandant van Heerden, cuya oposición a toda innovación había constituido siempre un problema para el Luitenant.
«Si ese viejo imbécil se tomara unas vacaciones», se dijo Verkramp, cuando iniciaba la lectura de «el caso del contable impotente», para descubrir, con disgusto, que el tipo aquel se había curado sin haber tenido que recurrir ni a la apomorfina ni al electrochoque. Le interesó mucho más «el caso de los cochecitos y los bolsos».
Mientras el Luitenant Verkramp procuraba olvidarse de la doctora von Blimenstein concentrándose en el estudio de la psicología anormal, la propia doctora, por su parte, ajena al efecto funesto que su sexualidad había producido en la opinión de Verkramp sobre ella, se desesperaba intentando recordar todos los detalles de la noche que habían pasado juntos. Recordaba su llegada a la Sección de Urgencias del Hospital de Piemburgo, clasificada, según el conductor de la ambulancia, como epiléptica. Una vez aclarado el equívoco, se le diagnosticó borrachera aguda; recordaba vagamente que la habían sometido a un lavado de estómago, antes de meterla en un taxi y enviarla a Fort Rapier, donde su aspecto había dado motivo a una desagradable entrevista con el director del Hospital al día siguiente. Había telefoneado a Verkramp varias veces y, al parecer, su línea siempre estaba ocupada. Así que acabó renunciando a comunicar con él y decidió que no era propio de una dama perseguirle. «Ya acudirá a mí, a su debido tiempo —se decía muy ufana—. No podrá evitarlo». Todas las noches después del baño contemplaba en el espejo con admiración las marcas de los dientes de Verkramp y dormía con las medias bermejas destrozadas debajo de la almohada como prueba de la devoción que le profesaba el Luitenant. «Fuertes necesidades orales», pensaba complacida, y se le henchían los pechos de expectación.
La señora Heathcote-Kilkoon era demasiado señora para plantearse dudas siquiera sobre si era propio o impropio provocar sus encuentros con el Kommandant van Heerden. Todas las tardes el Rolls de época se deslizaba furtivamente por el caminito de la pista de golf y la señora Heathcote-Kilkoon jugaba una ronda de excelente golf hasta que el Kommandant llegaba. Entonces, le ahorraba la vergüenza de tener que demostrar su ineptitud con el palo de golf, dándole conversación.
—Debe pensar usted que soy absolutamente terrible —susurró ella una tarde que estaban sentados en la galería.
El Kommandant dijo que en absoluto.
—Supongo que se debe a mi escasísima experiencia del mundo real —continuó ella— el que considere tan fascinante conocer a un hombre con tanto je ne sais quoi.
—Oh, yo de eso no sé nada —dijo con modestia el Kommandant.
La señora Heathcote-Kilkoon agitó un dedo enguantado hacia él.
—Y también ingenioso —dijo, aunque el Kommandant no tenía idea de a qué se refería—. El caso es que una no espera que un hombre con un cargo de responsabilidad tenga sentido del humor, y ser jefe de policía de una ciudad de la importancia de Piemburgo ha de ser una responsabilidad imponente. Seguro que las preocupaciones le impiden dormir muchas noches.
El Kommandant pensó en las muchas noches que no había podido dormir; pero no estaba dispuesto a admitirlo.
—Cuando me acuesto —dijo—, me duermo. No me preocupo por nada.
La señora Heathcote-Kilkoon le contempló con admiración.
—Cómo le envidio. Yo tengo insomnio y lo paso muy mal. Me quedo despierta pensando cómo han cambiado las cosas durante mi vida y recordando aquellos buenos tiempos de Kenia, antes de que apareciera el horrible Mau-Mau y lo estropeara todo. Mire ahora en qué desastre han convertido los negros el país. Hasta han suspendido las carreras de Thompson’s Falls —suspiró y el Kommandant se compadeció de ella.
—Pruebe a leer en la cama —le sugirió—. A algunas personas les es de gran ayuda.
—¿Y qué voy a leer? —preguntó la señora Heathcote-Kilkoon, en un tono de voz que indicaba que ya había leído todo lo que había que leer.
—Dornford Yates —se apresuró a indicar el Kommandant y se sintió complacidísimo al ver que la señora Heathcote-Kilkoon le miraba asombrada. Era precisamente la reacción que esperaba.
—¿También usted? —jadeó ella—. ¿Es admirador suyo?
El Kommandant asintió.
—¡Pero qué maravilla! —continuó la señora Heathcote-Kilkoon sin aliento—. ¿Verdad que es absolutamente increíble? Mi esposo y yo somos incondicionales suyos. Absolutamente fieles a él. Es una de las razones de que nos fuésemos a vivir a Umtali. Para estar cerca de él. Para respirar el mismo aire que respiraba él y saber que vivíamos en el mismo lugar que un gran hombre. Fue una experiencia maravillosa. Realmente maravillosa.
Hizo una pausa en la enumeración de las condiciones literarias de Umtali, que aprovechó el Kommandant para comentar que le sorprendía que Dornford Yates hubiera vivido en Rhodesia.
—Siempre me lo he imaginado en Inglaterra —dijo, olvidando oportunamente que, en este caso, siempre significaba una semana.
—Se fue durante la guerra —dijo la señora Heathcote-Kilkoon— y luego regresó a la casa de Eaux Bonnes, en los Pirineos, «La casa que construyó Berry», ya sabe, pero los franceses eran tan desagradables y todo había cambiado tan espantosamente, que no pudo soportarlo y se instaló en Umtali, donde vivió hasta su muerte.
El Kommandant dijo que lamentaba que hubiera muerto, y que le hubiera gustado conocerle.
—Fue un gran privilegio —aceptó tristemente la señora Heathcote-Kilkoon—. Un gran privilegio conocer a un hombre que ha enriquecido la lengua inglesa —hizo una pausa respetuosa antes de proseguir—: Pero es extraordinario que usted también le considere tan maravilloso… quiero decir… en fin… yo siempre había pensado que sólo les interesaba a los ingleses y encontrar a un auténtico afrikaner al que le gusta…
Se detuvo, claramente temerosa de ofenderle. El Kommandant le aseguró que Dornford Yates era el tipo de inglés que más admiraban los afrikaners.
—De verdad que me asombra usted —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—. A él le hubiera encantado oírselo decir. Él también sentía gran aversión por los extranjeros.
—Lo comprendo muy bien —dijo el Kommandant—. Son tan desagradables.
Antes de separarse, la señora Heathcote-Kilkoon le dijo que tenía que conocer a su esposo, a lo que el Kommandant contestó que sería para él un honor.
—Tiene que venir usted a pasar unos días a Damas Blancas —dijo la señora Heathcote-Kilkoon, cuando el Kommandant le abría la puerta del Rolls.
—¿Qué damas blancas? —preguntó él. La señora Heathcote-Kilkoon estiró una mano enguantada y le dio un tirón en la oreja.
—Qué pícaro es usted —dijo, encantada—, qué pícaro y qué ocurrente.
Y se alejó, mientras el Kommandant se preguntaba qué habría dicho para merecer tan encantadora reprimenda.
—¿Qué hiciste qué? —preguntó el coronel apopléjicamente, cuando ella le contó que había invitado al jefe de policía a pasar unos días—. ¿En Damas Blancas? ¿Un maldito boer? No quiero ni oír hablar del asunto. Válgame Dios. Cualquier día invitas a un indio o a un negro. No quiero saber nada. Ese puerco no pondrá los pies en mi casa.
La señora Heathcote-Kilkoon se volvió al mayor Bloxham.
—Explícaselo tú, Boy. A ti te hará caso —y se fue a su habitación con jaqueca.
El mayor Bloxham encontró al coronel entre sus azaleas. Su cara enrojecida le desanimó.
—Debes tomártelo con calma, amigo mío. Hay que pensar en la presión sanguínea.
—¿Pero qué esperas que haga si esta maldita mujer me dice que ha invitado a un despreciable babuino a visitarnos y a quedarse en Damas Blancas? —vociferó el coronel, gesticulando espantosamente con las tijeras de podar.
—Es un poco excesivo, sí —convino conciliador el mayor.
—¿Un poco? Yo diría más bien que es demasiado. No es ya que venga cualquiera por aquí. Puerco gorrón —y desapareció entre los arbustos, dejando un poco mohíno al mayor, por la ambigüedad del comentario.
—Parece que es admirador del Maestro —dijo el mayor, dirigiéndose a un gran capullo.
—Mmmmm —gruñó el coronel, que dedicaba ahora sus cuidados a un rododendro—. Ya me sé ese cuento. Lo dice para que le abramos la puerta y luego, antes de que nos demos cuenta, tendremos todo el maldito club lleno.
El mayor dijo que, desde luego, en términos generales, tenía razón, pero que el Kommandant parecía sincero. El coronel no parecía dispuesto a transigir.
—Sacaban bandera blanca y luego disparaban contra nuestros oficiales —gritó—. Sólo puedes confiar en un boer mientras le tienes delante.
—Pero —dijo el mayor, intentando seguir el rastro de la ubicación física del coronel al tiempo que su línea de pensamiento.
—Nada de peros —gritó el coronel desde una begonia—. Ese tipo es un sinvergüenza. Tiene sangre negra también. Todos los afrikaners la tienen. Es un hecho sabido. No alojaré a un negro en mi casa.
Su voz se alzaba lejana, entre los arbustos, por encima del insistente clic de las tijeras de podar; el mayor Bloxham regresó a la casa. La señora Heathcote-Kilkoon, curada ya de su jaqueca, tomaba su trago del crepúsculo en la galería.
—Intransigente, querida —dijo el mayor, pasando con cautela junto al chihuahua que estaba echado a los pies de ella—. Absolutamente intransigente.
Orgulloso del empleo de un comunicado tan diplomáticamente polisilábico, el mayor se sirvió un whisky doble. Iba a ser una velada larga y difícil.
—Temporada de caza ya —dijo el coronel ante los aguacates en la cena—. Hay que prepararse.
—¿Fox está en buena forma? —preguntó el mayor.
—Harbinger le ha mantenido en forma, sí —dijo el coronel—, le ha hecho dar un paseíto de quince kilómetros todos los días. Buen tipo, ese Harbinger, conoce su trabajo.
—Excelente batidor ese Harbinger —confirmó el mayor.
Al otro extremo de la pulida mesa de caoba, la señora Heathcote-Kilkoon exprimía su aguacate bastante mohína.
—Harbinger es un presidiario —dijo de pronto—. Le sacaste de la cárcel de Weezen.
—Un cazador furtivo convertido en guardabosque —corrigió el coronel, irritado por aquella nueva costumbre de su esposa de introducir un sentido de realidad en su mundo de plácido artificio—. Son los mejores, sabes. Es bueno también con los perros.
—Sabuesos —dijo la señora Heathcote-Kilkoon en tono reprobatorio—. Sabuesos, querido, nada de perros.
Su esposo enrojeció aún más.
—Después de todo —continuó la señora Heathcote-Kilkoon, sin dar tiempo al coronel a pensar en la réplica adecuada—, si hemos de seguir fingiendo que somos nobles y que hemos cazado con jaurías desde tiempo inmemorial, tendremos que hacerlo con propiedad.
El coronel Heathcote-Kilkoon dedicó a su esposa una mirada envenenada.
—Creo que te extralimitas, querida mía —le dijo, al fin.
—Qué razón tienes —contestó la señora Heathcote-Kilkoon—. Me he extralimitado, sí. Creo que todos lo hemos hecho. Se levantó de la mesa y salió del comedor.
—Extraordinario comportamiento —dijo el coronel—. No entiendo qué le pasa. Siempre ha sido perfectamente normal.
—Tal vez sea la calentura —sugirió el mayor.
—¿Calentura? —preguntó el coronel.
—El calor, el clima —se apresuró a decir el mayor—. El clima caluroso vuelve irritable a la gente, ¿no lo sabías?
—Nairobi es tórrido como el infierno. Jamás la afectó el calor allí. No entiendo por qué iba a afectarla aquí.
Acabaron de cenar en silencio. El coronel se llevó su café al despacho, donde escuchó el comentario sobre la bolsa en la radio. Se enteró con satisfacción de que habían subido las acciones del oro. Llamaría a su agente por la mañana y le diría que vendiera West Driefontein. Luego apagó la radio, se acercó a la estantería, tomó un ejemplar de Berry & Co. y se sentó a leerlo por octogésima tercera vez. Al poco rato, incapaz de concentrarse en la lectura, dejó el libro a un lado y salió a la galería; el mayor Bloxham estaba sentado en la oscuridad con un vaso de whisky, contemplando las luces de la ciudad, que brillaban a lo lejos.
—¿Qué haces, Boy? —preguntó el coronel, con algo parecido a afecto en el tono de voz.
—Intentando recordar el sabor de los caracoles de mar —dijo el mayor—. Hace tanto tiempo que no los tomo…
—Personalmente prefiero las ostras.
Permanecieron un rato sentados en silencio. Unos zulúes cantaban a lo lejos.
—Mal asunto —dijo el coronel, rompiendo el silencio—. No puedo soportar a Daphne enfadada. Tampoco puedo soportar a ese condenado boer. No sé qué hacer.
—Es complicado —admitió el mayor—. Lástima que no haya forma de desembarazarse de él.
—¿Desembarazarse de él?
—Decirle que tenemos la glosopeda o algo por el estilo —dijo el mayor, cuya carrera estaba salpicada de excusas dudosas.
El coronel Heathcote-Kilkoon consideró la idea y la rechazó.
—No, no se lo tragaría; además, no es muy limpio —dijo al fin.
—Ninguno lo es. Los boers —dijo el mayor.
—Lo de la glosopeda —dijo el coronel.
—Ah.
Hubo una larga pausa. Ambos contemplaban la noche.
—Mal asunto —concluyó al fin el coronel. Y se fue a la cama. El mayor Bloxham se quedó allí sentado, pensando en mariscos.
La señora Heathcote-Kilkoon permanecía echada en su habitación, cubierta con una sábana, sin poder dormir, escuchando el canto de los zulúes y el murmullo de las voces en la galería, con una amargura creciente. «Si viene, le humillarán», pensaba, recordando las desdichas de su juventud, cuando se equivocaba siempre en los términos y normas de etiqueta. Lo que la hizo decidirse al final fue la idea de la humillación que sentiría por el Kommandant cuando éste cogiera torpemente el tenedor del pescado para la carne. Encendió la luz, se sentó ante el escritorio y escribió al Kommandant una nota en papel malva de borde plumillado.
—¿Vas a ir a la ciudad, Boy? —le preguntó a la mañana siguiente al mayor—. Deja esto de paso en la comisaría, ¿quieres? —y empujó el sobre hacia él sobre la mesa.
—Muy bien —dijo el mayor Bloxham. No tenía intención de ir a Piemburgo, pero su situación en la casa exigía precisamente aquel tipo de sacrificios—. ¿Te libras de él?
—Nada de eso —dijo la señora Heathcote-Kilkoon mirando a su esposo con frialdad—. Un compromiso. Es el arte inglés, o, al menos, eso se me ha hecho creer. Le digo que no hay sitio y…
—Excelente treta, querida —dijo el coronel.
—Y le pregunto si no le importaría quedarse en el hotel. Podrá comer y cenar con nosotros; y espero que si acepta, tendréis la decencia de tratarle correctamente.
—Me parece un arreglo justo —dijo el coronel.
—Perfecto —convino el mayor.
—Es lo menos que puedo hacer —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—, dada la situación. Le digo que tú correrás con los gastos.
Y se levantó y se fue a la cocina a desahogar su irritación con los sirvientes negros.
En la jefatura de policía de Piemburgo, el Kommandant van Heerden hacía los preparativos para sus vacaciones. Se había comprado un mapa del distrito de Weezen, una caña de pescar y moscas, unas botas fuertes para caminar, un sombrero de caza, una escopeta del calibre doce, unas botas de pesca impermeables, un libro de bolsillo titulado Normas de etiqueta para todos. Confiaba en que, equipado de este modo, su estancia con los Heathcote-Kilkoon le proporcionaría una importantísima experiencia en el arte de comportarse como un caballero inglés. Hasta se había tomado la molestia de comprarse dos pares de pijamas y algunos calcetines, porque los viejos estaban zurcidos. Una vez adquiridos los signos externos de inglesidad, el Kommandant había practicado «aterradoramente» y «absolutamente» hasta conseguir lo que esperaba que fuera el acento auténtico. Al oscurecer, salió al jardín y practicó echando moscas con la caña de pescar en un cubo de agua en el césped; no consiguió que aterrizara en el cubo ni una sola mosca, pero decapitó en el intento varias docenas de dalias.
—¿Practicando qué? —preguntó incrédulo el Luitenant Verkramp cuando sus hombres le informaron de aquella nueva actividad del jefe de policía.
—Pescando en un cubo —dijeron los hombres de Seguridad.
—¡No está en sus cabales! —sentenció Verkramp.
—Y sigue hablando solo. No hace más que repetir «Fascinante» y «Encantado de conocerle, caballero».
—Ya lo sé, ya —dijo Verkramp, que había oído los monólogos del Kommandant por su receptor.
—Aquí tiene una lista de todo lo que ha comprado —informó otro de los hombres de Seguridad.
Verkramp ojeó la lista, las botas de paseo y de pesca, el sombrero de caza; estaba perplejo.
—¿Y qué es eso de que se ve con una mujer en el Club de Golf? —preguntó. Seguía creyendo que su jefe estaba enredado en una relación amorosa ilícita.
—Conversan todos los días —dijeron los hombres de Seguridad—. Es regordeta, pelo teñido, y tendrá unos cincuenta y cinco años. Va en un Rolls antiguo.
Verkramp ordenó a sus hombres que averiguaran cuanto pudieran sobre la señora Heathcote-Kilkoon y se concentró otra vez en el estudio de Fact and Fiction in Psychology. Apenas había empezado cuando sonó el teléfono: el Kommandant quería verle. Verkramp dejó el libro y acudió al despacho del Kommandant.
—Oiga, Verkramp —le dijo—, voy a tomarme quince días libres, a partir del viernes, y quedará usted al mando.
El Luitenant Verkramp se puso muy contento.
—¡Cuánto lo lamento, señor! —dijo, diplomáticamente—. Le echaremos de menos.
El Kommandant le miró hosco. No creía en absoluto que Verkramp lamentara su ausencia, y menos aún quedando él al mando.
—¿Cómo va la investigación sobre los comunistas? —le preguntó.
—¿Comunistas? —dijo el Luitenant, desconcertado por un momento—. Ah, sí, es un asunto largo, señor. Nos llevará tiempo conseguir resultados.
—Sí, claro —dijo el Kommandant, seguro de haber resquebrajado la irritante suficiencia de Verkramp—. Bien, quiero que mientras estoy fuera se concentre en la delincuencia normal y en el mantenimiento de la ley y el orden. Que no me entere de que las violaciones, los robos y los asesinatos aumentan durante mi ausencia. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo Verkramp.
El Kommandant le mandó retirarse. Verkramp regresó a su despacho muy contento. Al fin se presentaba la oportunidad que había estado esperando. Se sentó ante su escritorio y consideró la serie de posibilidades que le ofrecía su nueva autoridad.
«Quince días —se dijo—. Quince días para demostrar lo que realmente puedo hacer». No era mucho tiempo, pero el Luitenant Verkramp no tenía la menor intención de perderlo. Había pensado concretamente en dos cosas: dado que el Kommandant iba a dejarle vía libre, podría poner en práctica el Plan Complot Rojo. Se acercó a su caja de seguridad y sacó la carpeta en la que guardaba todos los detalles de la operación. Hacía meses que había esbozado un plan secreto. Había llegado el momento de ponerlo en práctica. El Luitenant estaba seguro de que cuando regresara de sus vacaciones el Kommandant van Heerden, ya habría descubierto la red de saboteadores que sin lugar a dudas operaba en Piemburgo.
Dedicó la mañana a hacer una serie de llamadas telefónicas; en diversas empresas de toda la ciudad, empleados que normalmente no recibían ninguna llamada telefónica en horas de trabajo, tuvieron que acudir al teléfono. El procedimiento fue idéntico en todos los casos.
—La mamba está atacando —decía Verkramp.
—La cobra ha atacado —contestaba el agente secreto. Aquel método infalible ideado para comunicar a sus agentes que se reunieran con él en el lugar previamente acordado, no dejaba de tener sus inconvenientes.
—¿Pero qué pasa? —preguntó la chica de la oficina del agente 745396 cuando éste colgó el teléfono tras lo que difícilmente podría calificarse de una conversación prolongada.
—Nada —contestó con presteza el agente 745396.
—Dijiste «La cobra ha atacado» —dijo la chica—. Te oí perfectamente. ¿Qué cobra ha atacado? Quiero saberlo.
El sistema cifrado de Verkramp despertó interés y especulaciones diversas en todas las oficinas de Piemburgo en las que trabajaban agentes suyos.
A primera hora de la tarde, disfrazado de mecánico y conduciendo una camioneta de reparaciones, el Luitenant Verkramp salió de la ciudad para la primera de sus citas; al cabo de media hora y a quince kilómetros de distancia por la carretera de Vlockfontein, se inclinaba sobre el coche del agente 745396, simulando arreglar el distribuidor averiado para dar verosimilitud a su disfraz, mientras transmitía las instrucciones al agente.
—Consiga el despido —ordenó Verkramp al agente.
—Eso está hecho —dijo 745396, que se había tomado la tarde libre sin permiso.
—Bien —dijo Verkramp, preguntándose cómo demonios iba a montar otra vez el distribuidor—. A partir de este momento quiero que trabaje en esto la jornada completa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Infiltrarse en el movimiento revolucionario de Zululandia.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó 745396.
—Déjese caer por el café de Florian y el Colonial Bar. Siempre están llenos de estudiantes y de comunistas. La cantina de la universidad es otro lugar de reunión de los elementos subversivos —explicó Verkramp.
—Ya lo sé —dijo 745396—. La última vez que estuve me echaron a patadas.
—La última vez que estuvo allí no había hecho nada —dijo Verkramp—. Ahora no se limitará a decir que es un saboteador sino que podrá demostrarlo.
—¿Cómo?
Verkramp se acercó a la cabina de la camioneta y entregó un paquete al agente.
—Gelignita y mechas —le explicó—. El sábado por la noche volará el transformador de la carretera de Durban. Colocará la carga a las once y volverá a la ciudad antes de que haga explosión. La mecha es de quince minutos.
745396 le miró asombrado.
—¡Válgame Dios! ¿Quiere de veras que haga eso?
—Pues claro —dijo Verkramp, irritado—. He meditado todo este plan y es la única forma de infiltrarse en el movimiento terrorista. Nadie dudará de la fidelidad al partido comunista de un hombre que ha volado un transformador.
—Supongo que no —dijo 745396—. ¿Y si me detienen, qué?
—No le detendrán —aseguró Verkramp.
—Eso me dijo la última vez que pasé aquellos mensajes en los servicios de caballeros de Market Square —dijo 745396—, y me engancharon por prostitución.
—Aquello fue diferente. Le detuvo un agente de uniforme.
—También puede engancharme ahora un agente de uniforme. Nunca se sabe.
—A partir de este momento estoy al mando de todos los departamentos de la policía. A partir del viernes soy jefe de policía —explicó Verkramp—. Y, de todos modos, ¿quién pagó aquella vez la fianza?
—Usted, claro —dijo 745396—. Pero la publicidad me la llevé yo. Pruebe a trabajar en una oficina donde todo el mundo cree que se dedica uno a ligar con viejos en los urinarios públicos. El asunto tardó varios meses en olvidarse y tuve que cambiar de domicilio cinco veces.
—Todos hemos de hacer sacrificios por una Sudáfrica blanca —dijo Verkramp—. Y ahora que lo pienso, quiero que se cambie de alojamiento cada poco. Es lo que hacen los verdaderos terroristas y esta vez ha de ser absolutamente convincente.
—Muy bien. Vuelo el transformador. ¿Y luego qué?
—Luego tendrá que mezclarse con estudiantes e izquierdistas y convencerles de que es un saboteador. Ya verá como no tardan mucho en explicarle todos sus planes.
745396 vacilaba.
—¿Y cómo les demostraré que volé el transformador? —preguntó.
Verkramp consideró el asunto.
—Eso es importante, sí —aceptó—. Supongo que bastaría con que pudiera enseñarles un poco de gelignita.
—Perfecto —dijo 745396 sarcásticamente—. ¿Y de dónde la saco? No suelo tener ese material a mano, sabe.
—El arsenal de la policía —dijo Verkramp—. Haré un duplicado de la llave y si lo necesita podrá coger un poco.
—¿Y qué hago cuando descubra a los verdaderos terroristas? —preguntó 745396.
—Conseguir que vuelen algo, informándome a mí previamente para que podamos detener a esos cabrones —dijo Verkramp; y, después de quedar con él en dejar una copia de la llave del arsenal de la policía en un lugar determinado, le entregó 500 rands de los fondos del Departamento de Seguridad para sus gastos y dejó a 745396 arreglando el distribuidor escacharrado.
—No se le olvide que tiene que hacerles volar algo antes de que les detengamos —dijo Verkramp a su agente—. Es importantísimo que dispongamos de pruebas de un sabotaje para poder colgar a esos puercos. Esta vez no quiero juicios por conspiración. Quiero pruebas de terrorismo.
A continuación acudió a la cita siguiente. En los días que siguieron, doce agentes secretos dejaron el trabajo y recibieron de Verkramp instrucciones y objetivos concretos a destruir por todo Piemburgo. Se hicieron doce copias de la llave del arsenal de la policía y Verkramp estaba absolutamente convencido de que estaba a punto de dar un golpe decisivo en pro de la libertad y de la Civilización Occidental en Piemburgo, que significaría un avance importantísimo en su carrera.
De nuevo en su despacho, el Luitenant Verkramp repasó el plan trazado y memorizó cuidadosamente todos los detalles, antes de quemar la carpeta de Operación Sabotaje Rojo, como precaución suplementaria contra una posible filtración de Seguridad. Estaba particularmente orgulloso de su sistema de agentes secretos, a los que había reclutado personalmente y por separado a lo largo de los años y a quienes pagaba con los fondos que el DSE asignaba a informadores. Cada agente utilizaba un nom de guerre y sólo Verkramp lo conocía por su número, de forma que nada lo relacionaba con el DSE. El sistema mediante el cual los agentes le comunicaban sus informes era igualmente tortuoso y consistía en mensajes cifrados colocados en «buzones», de donde los hombres de Seguridad de Verkramp los recogían. Cada día de la semana había una clave diferente y un «buzón» diferente, para que los hombres de Verkramp no se encontraran nunca con sus agentes, de cuya existencia sólo tenían una vaga noción. El hecho de que el sistema fuera complejo y de que hubiera siete claves y siete buzones para cada agente y de que hubiera doce agentes habría implicado muchísimo trabajo que realizar, de no ser por la falta de comunistas y de actividad subversiva en Piemburgo. Hasta entonces, Verkramp podía considerarse afortunado si recibía a la semana más de un mensaje cifrado, siempre sin valor alguno. Pero ahora sería diferente; esperaba una gran afluencia de información.
Con la Operación Sabotaje Rojo ya en marcha, el Luitenant Verkramp se concentró en su segunda campaña, la campaña contra los policías con tendencias al mestizaje, a la que en clave había dado el nombre de Lavado Blanco. Ateniéndose a las directrices del doctor Eysenck, había decidido probar con apomorfina y electrochoque y envió para ello al sargento Breitenbach a un farmacéutico mayorista con un pedido de cien jeringuillas y nueve litros de apomorfina.
—¿Nueve litros? —preguntó incrédulo el farmacéutico—. ¿Seguro que no se ha equivocado?
—Seguro —dijo Breitenbach.
—¿Y cien jeringuillas? —preguntó el farmacéutico, que no podía dar crédito a sus oídos.
—Eso dije —insistió el sargento.
—Sé que lo dijo, pero es que me parece imposible. Dígame, en nombre de Dios, lo que se proponen hacer con nueve litros de apomorfina.
El sargento Breitenbach tenía ya instrucciones de Verkramp.
—Es para curar a los alcohólicos.
—¡Válgame Dios! —dijo el farmacéutico—. No sabía que hubiera tal cantidad de alcohólicos en el país.
—Se ponen malos con esto —le explicó el sargento.
—Ya lo creo —murmuró el farmacéutico—. Y con nueve litros seguro que hasta se mueren. Y seguro que queda bloqueado todo el sistema de alcantarillado de la ciudad, además. De todas formas, no puedo proporcionárselo.
—¿Por qué?
—Por un lado, porque no dispongo de tal cantidad ni tengo idea de dónde conseguirla. Y, por otro, porque necesita usted una receta médica y dudo mucho que encuentre un médico en su sano juicio que le recete nueve litros de apomorfina, desde luego.
El sargento Breitenbach informó de todo esto al Luitenant Verkramp.
—Hace falta receta médica —le dijo.
—El médico de la policía le extenderá una —dijo Verkramp y el sargento se fue al depósito de cadáveres de la policía, donde el médico estaba practicando la autopsia a un africano fallecido por unos golpes que le habían dado en el transcurso de un interrogatorio.
«Causas naturales», hizo constar el médico en el certificado de defunción, antes de atender a Breitenbach.
—No estoy dispuesto a sobrepasar ciertos límites —dijo el médico, con un súbito arranque de ética profesional—. He de pensar en mi juramento hipocrático y no voy a extender ninguna receta por nueve litros. Mil centímetros cúbicos es el máximo que prescribiré, y si Verkramp quiere sacarles algo más que les haga cosquillas en la garganta con una pluma.
—¿Y con eso habrá suficiente?
—En dosis de 3 cc. serían 330 vómitos —dijo el médico—. No paséis de los 3 cc. Tal como están las cosas, ya tengo bastante trabajo firmando certificados de defunción.
—Ese viejo cabrón de mierda —dijo Verkramp cuando el sargento Breitenbach volvió de la farmacia con veinte jeringuillas y 1000 cc. de apomorfina—. Ahora lo que necesitamos son diapositivas de muchachas cafres en pelota. Encargúese de que las haga el fotógrafo de la policía en cuanto se vaya el Kommandant el viernes.
Mientras su suplente hacía todos estos preparativos para las vacaciones del Kommandant van Heerden, éste disponía todo lo necesario para el cambio de planes a que le obligaba la carta de la señora Heathcote-Kilkoon. Acababa de llegar a la comisaría cuando apareció el mayor Bloxham.
—Una carta para el Kommandant van Heerden —dijo el mayor.
El Kommandant van Heerden se volvió.
—Soy yo —dijo—. Encantado de conocerle —y estrechó con firmeza la mano del mayor.
—Bloxham, Mayor —dijo el mayor, nervioso. Las comisarías siempre le producían el mismo efecto.
El Kommandant abrió el sobre malva y echó un vistazo a la carta.
—Temporada de caza. Siempre igual —dijo el mayor, a modo de explicación, y alarmado por el súbito aflujo de sangre al rostro del Kommandant. Muy desagradable. Lo siento.
El Kommandant van Heerden se guardó precipitadamente la carta en el bolsillo.
—Sí. Bien. Mmmmm —dijo torpemente.
—¿Algún mensaje?
—No. Sí. Me quedaré en el hotel —dijo al fin; y se dispuso estrechar otra vez la mano del mayor. Pero el mayor Bloxham había salido ya de la comisaría y estaba en la calle recuperando el aliento. El Kommandant subió a su despacho y leyó otra vez la carta, bastante afectado. No era precisamente la carta que hubiese deseado recibir de la señora Heathcote-Kilkoon.
«Querido Van —leyó—. Lamento muchísimo tener que comunicarle esto, pero estoy segura de que comprenderá. ¿Verdad que los maridos son un latazo espantoso? Resulta que Henry se ha puesto en un plan desagradable y, aunque me encantaría tenerle a usted en casa, creo que por el bien de todos será mejor que se quede en el hotel. La causa es ese abominable Club suyo y que es muy obstinado y de todas formas creo que estará más cómodo en el hotel y podrá venir a comer con nosotros. Por favor, dígame que acepta usted y no se enfade. Afectuosamente, Daphne».
La carta estaba muy perfumada.
Como no estaba acostumbrado a recibir cartas perfumadas en papel malva de borde plumillado de esposas de otros hombres, al Kommandant le pareció bastante sorprendente el contenido de la misma. Lo que la señora Heathcote-Kilkoon quería decir con lo de «Querido Van» y con lo de calificar a su esposo de un latazo espantoso, sólo podía suponerlo, pero no le sorprendía gran cosa que Henry se pusiera en plan desagradable. Bastaría que el coronel sospechase que su mujer escribía cartas como aquélla, para que tuviese ya todo el derecho a ser desagradable; el Kommandant se estremeció al recordar aquel enigmático comentario del mayor de que la temporada de caza era siempre igual.
Por otra parte, la idea de que él pudiese agradarle a la señora Heathcote-Kilkoon (y si había que atenerse a lo que decía la carta no cabía duda al respecto), halagaba sus instintos caballerescos. Claro que no se enfadaría. Se mostraría circunspecto, pero enfadado no. Tras consultar Normas de etiqueta para todos para ver qué decía sobre contestaciones a cartas amorosas de mujeres casadas y averiguar que no le era de gran utilidad, el Kommandant se puso a hacer un borrador de su contestación. Tardó diez minutos en decidirse entre «Queridísima», «Mi querida» o simplemente «Querida», así que tardó bastante en escribir la carta, cuya redacción definitiva fue así: «Queridísima Daphne: el Kommandant van Heerden se complace en aceptar la amable invitación al hotel del coronel Heathcote-Kilkoon y señora. Le complace igualmente aceptar su invitación a comer. Afectuosamente suyo, Van». El Kommandant consideraba que era una mezcla correcta de misiva formal e informal que no podía ofender a nadie. La envió por un mensajero de la policía a casa de los Heathcote-Kilkoon, a Piltdown. Concentró luego su atención en el mapa y estudio la ruta que debía seguir para llegar a Weezen. El pueblecito, situado al pie de las montañas de Aardvart, tenía cierta fama como centro de salud (en realidad había habido allí en tiempos un balneario), pero en los últimos años había quedado relegado y olvidado (como Piemburgo) y había sido sustituido como centro de vacaciones por los rascacielos y moteles de la costa.