4

El Kommandant van Heerden salió de la biblioteca pública de Piemburgo con su ejemplar de As Other Men Are bien asido y con una emoción que no sentía desde que de pequeño cambiaba tebeos a la puerta del cine los sábados por la mañana. Caminaba de prisa, mirando de vez en cuando la cubierta que tenía un adorno en la portada y un retrato del gran autor en la contraportada. Cada vez que miraba aquel rostro con aquellos ojos un poco entrecerrados y aquel bigote fino le inundaba la sensación de jerarquía social que tanto anhelaba su alma. Todas las dudas sobre la existencia del bien y del mal que habían grabado en él sus veinticinco años de oficial de la policía sudafricana, se desvanecían ante la seguridad que irradiaba aquel rostro. No es que el Kommandant van Heerden hubiera tenido ni por un momento motivos para dudar de la existencia del mal. Era la inexistencia de su contrario lo que le resultaba tan debilitante espiritualmente; y, puesto que no era dado a nada que se pareciese al pensamiento conceptual, la bondad que buscaba era algo que había que ver para creer. Más aún, debía estar personificada en una forma socialmente aceptable; y allí la tenía al fin, respirando una arrogancia que no admitía duda: el rostro que miraba a lo lejos desde la contracubierta de As Other Men Are era la prueba definitiva de que todos aquellos valores (como la hidalguía, el coraje) a los que el Kommandant van Heerden rendía tributo personal, existían aún en este mundo.

En cuanto llegó a casa, se acomodó en un sillón con una tetera llena y una taza al lado; abrió el libro y empezó a leer:

«Eve Malory Carew ladeó su linda y encantadora barbilla…».

Mientras leía, el mundo sórdido del delito, del fraude y el asesinato, de los asaltos y los robos, del engaño y de la cobardía con el que su profesión le mantenía en contacto permanente, desapareció, siendo sustituido por un mundo nuevo en el que damas encantadoras y hombres majestuosos avanzaban con desenvoltura y elegancia y seguridad hacia finales inevitablemente felices. Mientras seguía las aventuras de Jeremy Broke y del capitán Toby Rage, por no mencionar a Oliver Pauncefote y a Simón Beaullieu, el Kommandant se daba cuenta de que había vuelto a casa. A medida que transcurrían las horas y el Kommandant (el té ya completamente frío al lado) seguía leyendo, el Luitenant Verkramp, el sargento Breitenbach y los seiscientos hombres a su mando, iban quedando felizmente olvidados. De vez en cuando, leía en voz alta algún pasaje especialmente conmovedor para saborearlo más plenamente. A la una en punto de la madrugada miró el reloj y se quedó asombrado al ver que se le había pasado el tiempo sin darse cuenta. Pero no tenía que madrugar al día siguiente y había llegado a otro episodio conmovedor.

«Las perlas que me regaló George yacen a mi lado pálidas e indignas», leyó en voz alta, en lo que imaginaba en vano imitación de una voz femenina. «Me las he quitado. No quiero sobre mí sus perlas; quiero tus brazos».

Mientras el Kommandant van Heerden sentía aquel maravilloso alivio de poder huir del mundo real de la sórdida experiencia a un mundo de pura fantasía, al Luitenant Verkramp le pasaba exactamente lo contrario. Ahora que las fantasías sexuales sobre la doctora von Blimenstein a que se había entregado durante muchas noches insomnes parecían estarse haciendo realidad, Verkramp consideraba tal perspectiva insoportable. De un lado, los encantos de una doctora von Blimenstein ausente e imaginada, prácticamente habían desaparecido al ser reemplazados por la conciencia de que era una mujer de constitución fuerte y pesada, de inmensos pechos y piernas musculosas, cuyos apetitos sexuales no estaba en absoluto dispuesto a satisfacer. Y de otro, las paredes de su apartamento permitían que los sonidos de un piso se oyeran claramente en el otro. Y, para colmo de males, la doctora estaba borracha.

En una tentativa absurda de provocar en la doctora el equivalente femenino de la languidez beoda, Verkramp la acosó con un escocés de una botella que guardaba para las ocasiones especiales; pero hubo de admitir, horrorizado, no sólo la gran capacidad de la doctora para aguantar el licor fuerte, sino también que el maldito escocés parecía actuar en su caso como afrodisíaco. Decidido entonces a invertir el proceso, fue a preparar más café a la cocina. Acababa de encender el fogón cuando una erupción sonora procedente de la sala le obligó a volver allí a toda prisa. La doctora von Blimenstein había puesto el magnetófono.

—«Quiero una casa de las de antes, con una cerca de las de antes y un millonario de los de antes» —gritaba Eartha Kitt.

Los deseos de la doctora von Blimenstein eran más modestos:

—Yo quiero que me quieras tú, y tú y nadie más que tú —canturreaba, acompañando a Eartha Kitt, con una voz que sobrepasaba en varios decibelios el límite legal.

—Por lo que más quiera —dijo Verkramp, intentando llegar hasta el magnetófono pasando a su lado—, va a despertar a todo el vecindario.

El chirriar de los muelles de la cama del piso de arriba indicaba que los vecinos de Verkramp habían reaccionado a los estímulos de la doctora, aunque Verkramp no lo hubiera hecho.

—Yo quiero que me quieras tú, y tú y nadie más que tú, buu, dupy, dup —canturreaba la doctora von Blimenstein apretando a Verkramp en sus brazos. Se oía como ruido de fondo la voz de la señorita Kitt que venía a aumentar el desconcierto de Verkramp comunicando al mundo su deseo personal de pozos de petróleo y la predilección de Verkramp por los cantantes de color.

—¿Qué tiene de malo el amor, cariño? —preguntó la doctora, logrando combinar la extravagancia con el sexo de un modo que a Verkramp le resultaba especialmente irritante.

—Si —dijo, en tono conciliador, procurando librarse de su abrazo—, si usted…

—Fuera la única chica del mundo y yo el único chico —vociferó la doctora.

—Por amor de Dios —chilló Verkramp, consternado ante semejante perspectiva.

—Pero no lo eres —dijo una voz procedente del piso de arriba—. A ver si me tienes en cuenta a mí.

Estimulado por aquel apoyo, Verkramp logró librarse de los brazos de la doctora y se replegó en el diván.

—Dame, dámelo, dame lo que tanto ansío —canturreó la doctora, cambiando de soniquete.

—A ver si nos dejan dormir de una vez, carajo —gritó el tipo del piso de arriba, harto ya sin duda del excéntrico repertorio de la doctora.

Luego se oyeron golpes en la pared que daba al piso de al lado, donde vivían un profesor de religión y su esposa.

Gateando por el diván, Verkramp se lanzó hacia el magnetófono.

—Déjame apagar a esa negra —gritó Verkramp.

La señorita Kitt iba ya por los diamantes.

—Deja en paz a las negras, anda. Me has puesto a punto —gritó la doctora von Blimenstein; y agarró a Verkramp por las piernas y lo tiró al suelo con gran estrépito. Luego se le puso encima en cuclillas y se apretó contra él con una pasión tal que le metió el broche del liguero por la boca, mientras intentaba desabotonarle los pantalones. Verkramp escupió aquel chisme con una revulsión debida a su desconocimiento de la anatomía femenina, pues se halló luego ante una perspectiva aún más desagradable. Se debatió entonces desesperadamente buscando aire, cercado por un obsceno horizonte de muslos, liguero y todas aquellas partes de la doctora que habían figurado en sus fantasías pero que vistas así de cerca habían perdido en gran parte su encanto.

Y fue precisamente en este trance, cuando decidió intervenir el Kommandant van Heerden. Su voz en falsete, extraordinariamente amplificada por el equipo electrónico de Verkramp, aumentó el encanto peculiar del contralto de la señorita Kitt y las insistentes súplicas de la doctora von Blimenstein a Verkramp para que se estuviera quieto.

—«Simón —chilló el Kommandant, ignorando el efecto que su parlamento producía a un kilómetro de distancia—, nuestra última noche aquí enterramos vivo nuestro amor, enterramos viva nuestra bendita y gloriosa pasión».

—¿Cómo? —preguntó la doctora von Blimenstein, que en su frenesí beodo había ignorado hasta entonces todas las súplicas de Verkramp.

—Suélteme —gritó Verkramp, que consideraba de especial importancia aquella alusión del Kommandant de enterrar vivos.

—Están asesinando a alguien —gritó la esposa del profesor de religión de la puerta de al lado.

—«Debí volverme loca. Supongo que creí que moriría» —continuó el Kommandant.

—¡¿Cómo?! —volvió a gritar la doctora Blimenstein, esforzándose beodamente por diferenciar los frenéticos gritos de Verkramp de la apasionada confesión del Kommandant, proceso de descodificación complicado aún más por Eartha Kitt imitando a un turco.

En el rellano, el hombre del piso de arriba amenazaba con echar la puerta abajo.

Y en medio de aquel torbellino de ruidos y aquel ajetreo, el Luitenant Verkramp contemplaba lívido los bermejos faralás de las complicadas medias de la doctora Blimenstein; luego, sobrecogido por el temor histérico de que estaban a punto de castrarle, se lanzó a morder.

Con un grito que pudo oírse a un kilómetro de distancia y que produjo el efecto de que el Kommandant dejara de leer en voz alta, la doctora corrió por la habitación arrastrando al enloquecido Verkramp enredado en el liguero.

Los minutos que siguieron fueron un preludio del infierno para el Luitenant. A su espalda, el hombre del piso de arriba, convencido ya de que allí se estaba cometiendo algún crimen, se lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta de Verkramp. Frente a él, la doctora Blimenstein, convencida también de que había logrado despertar el apetito sexual de su amante y ansiando que se expresara de una forma más ortodoxa, se echó de espalda. Cuando la puerta se abrió de golpe, Verkramp atisbo entre los ajados faralás bermejos con todo el Weltschmerz de una gallina decapitada.

Desde la puerta, el vecino contemplaba atónito el espectáculo.

—Venga, querido, venga —gritaba ya la doctora von Blimenstein, retorciéndose extasiada. Verkramp gateó furioso hacia el intruso.

—¿Cómo se atreve a irrumpir aquí de este modo? —le gritó, intentando por todos los medios convertir su perplejidad en ira justificada.

Desde el suelo, la doctora Blimenstein fue más eficaz en su intervención.

—Coitus interruptus —gritó—. ¡Coitus interruptus!

Verkramp decidió aprovechar aquella frase, que le sonaba vagamente a término médico.

—Es una epiléptica —explicó, mientras la doctora seguía retorciéndose en el suelo—. De Fort Rapier.

—¡Santo cielo! —exclamó el vecino, ahora también desconcertado.

La esposa del profesor de religión consiguió abrirse paso y entrar en la habitación.

—Calma, calma —le dijo a la doctora—. No pasa nada, tranquila…

Verkramp aprovechó este momento de confusión para escabullirse. Se encerró en el cuarto de baño. Y allí estuvo sentado, pálido por la humillación y la furia hasta que llegó la ambulancia y se llevaron a la doctora von Blimenstein al hospital. Hasta entonces, la doctora von Blimenstein siguió en la sala hablando beodamente a gritos de zonas erógenas y de los peligros emocionales del coito interrupto.

Cuando al fin se fueron todos, el Luitenant Verkramp salió del cuarto de baño y examinó mohíno el caos de la sala de estar. El único consuelo que podía hallar entre todo el horror de aquella velada era el que se hubieran afirmado sus sospechas sobre el Kommandant. Intentó recordar lo que había dicho aquella voz espectral en falsetto. Era algo de enterrar vivo a alguien. Aunque pareciese muy poco plausible, toda la velada parecía calculada de algún modo para infundir en el Luitenant Verkramp la sospecha de que las personas más respetables son capaces de los actos más extravagantes. De algo estaba absolutamente seguro: No quería volver a ver jamás a la doctora von Blimenstein.

Cuando el Kommandant van Heerden llegó a su despacho a la mañana siguiente, decidido a comportarse como un caballero, se sentía exactamente como tal. El cuestionario de la doctora von Blimenstein había desatado una tormenta de protestas en la jefatura de policía de Piemburgo.

—Es parte de una campaña para impedir la expansión del comunismo —le explicó al sargento Kok, que había sido designado para comunicar el descontento de los policías.

—¿Qué tiene que ver el tamaño de las tetas de las cafres con la expansión del comunismo? —inquirió el sargento.

El Kommandant tuvo que admitir que la relación resultaba un tanto oscura.

—Será mejor que le pregunte a Verkramp —dijo—. Él se encarga de este asunto, no yo. Por lo que a mí respecta, nadie tiene por qué contestar ese abominable cuestionario. Desde luego yo no pienso hacerlo.

—Sí, señor. Gracias, señor —dijo el sargento y se fue a cancelar las órdenes de Verkramp.

A primera hora de la tarde, el Kommandant volvió al Club de Golf con la esperanza de volver a ver a aquellos cuatro que se hacían llamar el Club Dornford Yates. Lanzó algunas pelotas entre los árboles y no tardó mucho en volver al edificio del club. Cuando se acercaba a la terraza, vio complacido que el Rolls de época entraba silenciosamente de la carretera al caminito del club y aparcaba mirando a la pista. Conducía la señora Heathcote-Kilkoon. Vestía suéter y falda azul y guantes a juego. Siguió un momento sentada en el coche y luego salió y rodeó el vehículo hasta el capó con una ansiedad que conmovió al Kommandant hasta la médula.

—Perdón —le dijo dirigiéndose a él, mientras se inclinaba elegantemente sobre el radiador con un ademán que él sólo había visto en las revistas femeninas más caras—, ¿podría ayudarme?

Al Kommandant van Heerden se le aceleró de golpe el pulso. Dijo que sería para él un honor poder hacerlo.

—Soy tan tonta —siguió diciendo la señora Heathcote-Kilkoon—… es que no sé absolutamente nada de coches. Tal vez pueda usted echarle una ojeada y decirme si algo va mal.

Con una galantería que contradecía su absoluta ignorancia de los vehículos de motor en general y de los Rolls Royce de época en particular, el Kommandant manipuló torpemente el cierre del capó y al cabo de un instante estaba consagrado a la búsqueda de algo que pudiera indicarle por qué se había parado el coche tan fortuitamente al final del camino del Club de Golf. La señora Heathcote-Kilkoon le animaba en su tarea con una sonrisa benévola y la indolente cháchara de una mujer fascinante.

—Cuando se trata del motor, me siento completamente desvalida —susurraba, mientras el Kommandant, que compartía aquel desvalimiento, metía esperanzado un dedo en el carburador. No llegó muy lejos, lo que le pareció buena señal. No tardó mucho (el tiempo que le llevó inspeccionar la correa del ventilador y la varilla del aceite, con lo que prácticamente agotó sus conocimientos del motor de un coche) en renunciar a una tarea tan fuera de su alcance.

—Lo siento —dijo—. Pero no veo cuál pueda ser la causa de que el coche no funcione.

—A lo mejor me he quedado sin gasolina —dijo sonriendo la señora Heathcote-Kilkoon.

El Kommandant van Heerden miró el indicador de gasolina y comprobó que señalaba VACÍO.

—Eso es —dijo.

La señora Heathcote-Kilkoon expresó su agradecimiento.

—Vaya, cuántas molestias le he causado —susurró ella, pero el Kommandant van Heerden se sentía demasiado feliz para considerar así las cosas.

—Fue un placer —le dijo, enrojeciendo. Cuando estaba ya a punto de ir a lavarse las manos, la señora Heathcote-Kilkoon le detuvo:

—Ha sido usted tan amable —le dijo—. Permítame invitarle a tomar algo.

El Kommandant intentó explicarle que no era preciso, pero ella no hizo caso.

—Telefonearé al garaje pidiendo gasolina —le dijo—, y me reuniré con usted en la galería.

Al poco rato, el Kommandant sorbía un refresco mientras la señora Heathcote-Kilkoon, que tomaba el suyo con paja, le preguntaba cosas de su trabajo.

—Ser detective debe ser algo absolutamente fascinante —decía—. Mi marido está retirado, sabe usted.

—No lo sabía —dijo él.

—Claro que aún se ocupa de títulos y acciones —continuó ella—, pero no es lo mismo, ¿verdad?

El Kommandant dijo que creía que no, aunque no estaba muy seguro. Mientras la señora Heathcote-Kilkoon seguía parloteando, él contemplaba abstraído los detalles de su atuendo, los zapatos de piel de cocodrilo, el bolso de mano a juego, aquellas perlas tan discretas, maravillado de aquel gusto tan excelente. Hasta en su forma de cruzar las piernas había un decoro que le resultaba irresistible.

—¿Es usted de esta parte del mundo? —preguntó de repente la señora Heathcote-Kilkoon.

—Mi padre tenía una granja en el Karoo —informó el Kommandant—. Criaba cabras. Sabía muy bien que resultaba una ocupación humilde; pero, por lo que sabía, los ingleses tenían en gran estima a los campesinos.

La señora Heathcote-Kilkoon suspiró.

—Ay, adoro el campo —dijo—. Es uno de los motivos de que viniésemos a Zululandia. Después de la guerra, mi esposo se retiró a Umtali, sabe usted, y nos gustaba mucho. Pero el clima le perjudicaba y tuvimos que venirnos aquí. Elegimos Piemburgo porque a los dos nos encanta el ambiente. Tan maravillosamente fin de siècle, ¿no le parece a usted?

El Kommandant, que ignoraba el significado de fin de siècle, confesó que a él le gustaba Piemburgo porque le recordaba los buenos tiempos.

—Tiene usted razón —dijo la señora Heathcote-Kilkoon—, mi esposo y yo somos adictos incondicionales a la nostalgia. Ojalá pudiéramos retrasar el reloj de la historia. La elegancia, el encanto, la galantería de aquellos amados tiempos perdidos en el olvido… —suspiró, y el Kommandant suspiró también, convencido de que por primera vez en su vida había encontrado un alma gemela.

Cuando el camarero les comunicó que los del garaje ya habían echado gasolina al Rolls, el Kommandant se levantó.

—No quiero entretenerla —dijo cortésmente.

—Ha sido usted muy amable, gracias por ayudarme —le dijo la señora Heathcote-Kilkoon, tendiéndole una mano enguantada.

Con un súbito impulso procedente de la página cuarenta y nueve de As Other Men Are, el Kommandant la tomó y se la acercó a los labios.

—A sus pies —murmuró.

Antes de que la señora Heathcote-Kilkoon pudiera decir algo, había desaparecido; poco después iba en su coche camino de Piemburgo; sentía un extraño entusiasmo. Aquella tarde sacó de la biblioteca Berry & Co. y se fue a casa a extraer nueva inspiración de sus páginas.

—¿Dónde has estado? —preguntó el coronel Heathcote-Kilkoon a su esposa, cuando ésta llegó a casa.

—No lo creerás, pero he estado conversando con un auténtico babuino. No uno de tus embaucadores sino el artículo genuino. Cien por cien del Arca. No lo creerás, pero hasta me besó la mano cuando nos despedimos.

—¡Qué desagradable! —dijo el coronel y se fue al jardín a contemplar sus azaleas. Si había algo que detestara más que las hormigas blancas y los cafres descarados, era a los afrikaners.

El mayor Bloxham estaba en el salón, leyendo Country Ufe.

—Supongo que no son sucios todos —dijo cortésmente cuando la señora Heathcote-Kilkoon le habló del Kommandant—. Pero, a decir verdad, no puedo recordar haber conocido a ninguno que no lo fuera. Una vez en Kenia conocí a un sujeto que se llamaba Botha. No se lavaba nunca. ¿Tu amigo se lava?

La señora Heathcote-Kilkoon hizo un gesto despectivo y subió al piso de arriba a descansar un poco antes de la cena. Se echó; en la quietud del atardecer, oyendo el suave susurro de la regadera, sintió un vago pesar por la vida que había llevado en otros tiempos: nacida en Croydon, había salido de Selsdon Road camino de Nairobi, como miembro del cuerpo auxiliar femenino de las fuerzas aéreas; sus antecedentes suburbanos le habían servido para conseguir un destino y un marido rico. Desde aquellos tiempos despreocupados, habían ido descendiendo gradualmente por el continente negro, barridos hacia el sur con la marea menguante del Imperio y adquiriendo con cada nueva latitud aquella exquisita presunción que tanto admiraba el Kommandant van Heerden. Y ya estaba cansada. Aquella afectación, que era tan necesaria en Nairobi para cualquier tipo de vida social, carecía por completo de sentido en Piemburgo, cuyo ambiente era, en comparación, clase media baja en su totalidad. Cuando se vistió para la cena, aún se sentía deprimida.

—¿Qué sentido tiene seguir pretendiendo ser lo que no somos cuando a nadie le importa lo más mínimo que no lo seamos? —preguntó, quejosa.

El coronel Heathcote-Kilkoon la miró con acritud.

—Hay que mantener las formas —vociferó el coronel.

—Entereza y firmeza, muchacha —dijo el mayor Bloxham; su madre había tenido una parada de caracoles de mar en Brighton—. Hay que defender el equipo.

Pero la señora Heathcote-Kilkoon ya no sabía en qué equipo estaba. El mundo en el que había nacido había desaparecido y, con él, las aspiraciones sociales que hacían la vida soportable. Y el mundo que se había forjado a base de afectación estaba desapareciendo. Después de reñir al camarero zulú por equivocarse de lado al servir la sopa, la señora Heathcote-Kilkoon se levantó de la mesa y se llevó el café al jardín. Paseó en silencio por el pradillo, bajo el claro cielo nocturno, y pensó en el Kommandant.

«Hay en él algo tan auténtico», murmuró para sí.

El coronel Heathcote-Kilkoon y el mayor analizaban la batalla de Normandía mientras tomaban oporto. No había nada auténtico en ellos. Hasta el oporto que estaban tomando era australiano.