3

Otro tanto se preguntaba el Luitenant Verkramp. Se había enterado del fiasco de la casa del Kommandant por el sargento Breitenbach, que estaba controlando el teléfono y había tenido la suficiente presencia de ánimo para ordenar a los agentes que realizaban las tareas de vigilancia que abandonaran la zona antes de que llegaran los coches patrulla. Desgraciadamente, los micrófonos instalados por toda la casa seguían allí y el Luitenant se hacía cargo de que su presencia no contribuiría a mejorar sus relaciones con el jefe de policía, en caso de que los descubriera.

—Ya le dije yo que todo esto era un error —decía el sargento Breitenbach mientras el Luitenant Verkramp se vestía.

Verkramp no era de la misma opinión.

—¿Por qué arma tanto lío si no tiene nada que ocultar? —preguntó.

—El agujero en el techo, por un lado —dijo el sargento. El Luitenant seguía sin entenderlo.

—Podía haberle pasado a cualquiera. Y además es igual, echará la culpa a los de la compañía del agua.

—Pero no creo que ellos acepten la responsabilidad —insinuó el sargento.

—Cuanto más se empeñen en negarlo, más se convencerá él de que fueron ellos —dijo Verkramp, que sabía un poco.

Despidió al sargento y se dirigió a la comisaría; se pasó medía noche preparando un informe para entregárselo al Kommandant por la mañana.

Pero no tuvo que utilizarlo. El Kommandant van Heerden llegó a la comisaría dispuesto a conseguir que alguien pagara aquellos daños a su propiedad. No sabía muy bien a qué servicios públicos debía culpar de todo el asunto; y las explicaciones de la señora Roussouw no se lo habían aclarado gran cosa.

—Oh, tiene usted una pinta horrible —le dijo cuando bajó a desayunar después de afeitarse con agua fría.

—También la tiene esta mierda de casa —dijo el Kommandant, toqueteándose la mejilla con un lápiz hemostático.

—Ese vocabulario —le reprendió la señora Roussouw. El Kommandant van Heerden la miró fríamente.

—Tal vez pueda usted explicarme qué ocurrió aquí. Anoche cuando llegué a casa me encontré con que no había agua, ni luz, y con un boquete enorme en el dormitorio.

—Fue el empleado de la compañía del agua —le explicó ella—. Tuve que hacerle el boca a boca para reanimarle.

El Kommandant van Heerden se estremeció ante semejante perspectiva.

—¿Y eso qué explica?

—El agujero del techo, claro —dijo la señora Roussouw.

El Kommandant intentó imaginar la secuencia de hechos que habían desembocado en que la señora Roussouw le hubiera practicado el boca a boca al individuo de la compañía del agua y en que éste se cayera atravesando el techo.

—¿En el desván? —le preguntó, escéptico.

—Claro que no, qué tontería —dijo la señora Roussouw—. Él estaba intentando localizar un escape en el depósito de agua y yo entonces di la luz…

El Kommandant estaba demasiado estupefacto para permitirle continuar.

—Señora Roussouw —le dijo, cansinamente—, quiere usted decir que… bien, déjelo, no importa. Llamaré a la compañía de aguas cuando llegue a la comisaría.

Mientras desayunaba, la señora Roussouw aumentó su confusión mental. El culpable de todo, en realidad, era el operario de la compañía de la luz por no haber desconectado la corriente.

—Y supongo que eso explica todo este lío —dijo el Kommandant, contemplando los escombros que había debajo del fregadero.

—Oh, no. Eso fue el del gas —dijo la señora Roussouw.

—¡Pero si no tenemos gas! —protestó él.

—Ya lo sé. Ya se lo dije, pero me contestó que había un escape en la tubería general.

El Kommandant acabó de desayunar y se fue andando a la comisaría, absolutamente desconcertado. Pese a que los coches patrulla no habían encontrado ni una sola prueba de que la casa hubiera estado sometida a vigilancia, el Kommandant estaba seguro de ello. Tenía incluso la inquietante sensación de que le estaban siguiendo en aquel momento, pero cuando se detuvo en la esquina y miró por encima del hombro, no vio a nadie.

Ya en su despacho, se pasó una hora acosando a los directores de las compañías del agua, del gas y de la luz, intentando llegar al fondo de aquel asunto. Fueron necesarios los esfuerzos conjuntos de los tres directores para convencerle de que sus respectivos operarios no habían sido autorizados a entrar en su casa, que todo aquello no tenía absolutamente nada que ver con la electricidad ni con el abastecimiento de agua y que no había noticia de ningún escape de gas en un radio de dos kilómetros de su casa y, por último, que ellos no podían ser los responsables de los daños causados a su propiedad. El Kommandant se reservó la opinión respecto a este último punto y dijo que consultaría con su abogado. El director de la compañía de aguas le dijo que, de cualquier modo, no era competencia de la compañía lo de arreglar escapes en los depósitos de agua, y el Kommandant le dijo que no era competencia de nadie dedicarse a abrir boquetes en el techo de su dormitorio y que, desde luego, él no iba a pagar por el privilegio de que se los hicieran. En este intercambio de cortesías, su presión sanguínea llegó a alcanzar un nivel peligroso. Luego mandó buscar al sargento de guardia, al que hubieron de sacar de la cama, para que explicara su comportamiento al teléfono.

—Creí que se trataba de una broma —se excusó el sargento—. Como hablaba usted de aquella manera, tan bajo.

Pero ahora el Kommandant ya no hablaba bajo. Podían oírle con toda claridad en las celdas, dos plantas más abajo.

—¿Una broma? —gritó—. ¿Creyó usted que era una broma?

—Sí, señor, hay una media docena de llamadas así todas las noches.

—¿Qué tipo de llamadas?

—Pues gente que llama diciendo que les han robado, o violado, o cosas así. Sobre todo mujeres.

El Kommandant van Heerden recordó que en sus tiempos de sargento de guardia muchas de las llamadas nocturnas eran falsas alarmas. Le echó una reprimenda al sargento y le mandó marcharse.

—La próxima vez que le llame no quiero discusiones. ¿Entiende?

El sargento lo entendió perfectamente; cuando estaba ya a punto de salir del despacho, el Kommandant cambió de idea.

—¿Puede saberse adónde diablos va? —le dijo, gruñendo.

El sargento explicó que como había pasado la noche en vela, creía que podía volver a la cama. El Kommandant te nía otros planes para él.

—Quiero que se ocupe usted de investigar el asalto a mi casa. Quiero un informe completo sobre el responsable a primera hora de esta tarde.

—Sí, señor —dijo cansinamente el sargento y salió del despacho. Se encontró en la escalera con el Luitenant Verkramp, que parecía bastante agotado—. Quiere un informe completo a primera hora de la tarde sobre el allanamiento —le comunicó el sargento a Verkramp. El Luitenant suspiró, volvió arriba y llamó a la puerta del despacho del Kommandant.

—Adelante —gritó el Kommandant. El Luitenant Verkramp entró—. ¿Qué le ocurre a usted, Verkramp? Tiene aspecto de haber pasado toda la noche de juerga.

—Oh, no, fue sólo un lóquilo, señor —farfulló Verkramp, desconcertado por la perspicacia del Kommandant.

—¿Un qué?

—Un cólico —se corrigió Verkramp, intentando controlar lo que decía—. Ha sido un traspiés… ejem… un lapsus…

—Por amor de Dios, Verkramp, contrólese de una vez —le dijo el Kommandant.

—Sí, señor.

—¿Para qué quería verme?

—Por lo del asunto ese de su casa, señor —dijo Verkramp—. Tengo cierta información que creo que podría interesarle.

El Kommandant van Heerden suspiró. Ya podía haber supuesto que Verkramp tenía metidos sus dedos mugrientos en aquel pastel.

—¿Y bien?

El Luitenant Verkramp tragó saliva nervioso.

—Verá, nosotros, en el departamento de seguridad —empezó, ampliando la responsabilidad al máximo— hemos recibido últimamente información de que iban a intentar poner escuchas en su casa —hizo una pausa para comprobar la reacción del Kommandant. El Kommandant reaccionó según lo previsto: se irguió en la silla y contempló fijamente a Verkramp horrorizado.

—¡Santo cielo! ¿Quiere decir…?

—Exactamente, señor. Seguro que se habrá fijado usted en que su casa estaba vigilada.

—Así es. Les vi anoche…

Verkramp asintió.

—Mis hombres, señor.

—En la acera de enfrente y en el jardín posterior —dijo el Kommandant.

—Exactamente, señor —aceptó Verkramp—. Pensamos que quizás volvieran.

El Kommandant estaba perdiendo el hilo de la conversación.

—¿Quiénes?

—Los saboteadores comunistas, señor.

—¿Saboteadores comunistas? ¿Y qué demonios iban a querer hacer los saboteadores comunistas en mi casa?

—Colocar escuchas, señor —dijo Verkramp—. Después del fracaso que tuvieron en su intento de ayer, pensé que quizás volvieran.

El Kommandant van Heerden se esforzaba en controlarse.

—¿Intenta decirme que todos esos operarios de las compañías del gas y del agua eran en realidad saboteadores comunistas…?

—Disfrazados, señor. Por suerte, gracias a los esfuerzos de mis agentes, el intento se frustró. Uno de los comunistas se cayó por el techo.

El Kommandant van Heerden se retrepó en la butaca, satisfecho. Había encontrado al responsable del agujero en el techo de su dormitorio.

—¿Así que fue culpa suya? —preguntó.

—Sí, señor —aceptó Verkramp—. Y nos ocuparemos de que todo quede arreglado inmediatamente.

Aquello le quitaba un gran peso de encima al Kommandant. Aunque, por otro lado, no acababa de entenderlo del todo.

—Aun así, yo no acabo de entender por qué los comunistas querrían poner escuchas en mi casa. ¿Quiénes son? —preguntó.

—Siento no poder revelar todavía ninguna identidad —dijo Verkramp, y volvió a echar mano del Departamento de Seguridad del Estado—: Órdenes del DSE.

—¿Pero qué sentido puede tener colocar escuchas en mi casa? —preguntó el Kommandant, que sabía lo suficiente como para no discutir las órdenes del DSE—. Yo nunca digo nada importante en casa.

Verkramp estaba de acuerdo en eso.

—Pero ellos no podían saberlo, señor —dijo—. En cualquier caso, según nuestra información, esperaban conseguir material que les permitiera chantajearle —miró atentamente al Kommandant para captar su reacción. Estaba asombrado.

—¡Dios Todopoderoso! —balbució, y se enjugó la frente con un pañuelo. Verkramp se apresuró a aprovechar la ventaja.

—Si pudieran conseguir algo contra usted, algo de tipo sexual, algo raro —vaciló. El Kommandant sudaba copiosamente—, entonces le tendrían completamente a su merced, ¿no es cierto?

El Kommandant tenía que admitir que sí, pero no estaba dispuesto a llegar a tanto delante de Verkramp. Repasó el catálogo de sus hábitos nocturnos y llegó a la conclusión de que prefería que algunos no salieran a la luz.

—¡Qué cerdos! —masculló, y miró a Verkramp con algo parecido a respeto. El Luitenant no era tan tonto, después de todo—. ¿Qué va a hacer usted al respecto? —le preguntó.

—Dos cosas —dijo Verkramp—. Lo primero es eliminar al máximo las sospechas de los comunistas, ignorando todo el asunto de su casa. Hacerles creer que ignoramos sus intenciones. Echar la culpa a las compañías del gas… ejem… del agua.

—Eso ya lo he hecho —dijo el Kommandant.

—Bien. Hemos de tener en cuenta que este incidente forma parte de una conspiración nacional para socavar la moral de la policía sudafricana. Y es importantísimo no tomar medidas precipitadas.

—Es increíble —dijo el Kommandant—. Así que una conspiración nacional. No sabía que aún hubiera tantos comunistas sueltos. Yo creía que habíamos agarrado a todos esos cerdos hace años.

—Brotan como los dientes de dragón —le aseguró el Luitenant Verkramp.

—Eso debe ser, sí —dijo el Kommandant, que nunca había enfocado así el asunto anteriormente.

El Luitenant Verkramp siguió:

—Tras el fracaso de la campaña de sabotajes pasaron a la clandestinidad.

—Tiene que ser eso —dijo el Kommandant, obsesionado aún con la idea de los dientes de dragón.

—Se han reorganizado y han iniciado una nueva campaña. Primero, socavar nuestra moral; y segundo, una vez conseguido lo primero, iniciar una nueva oleada de sabotajes —explicó Verkramp.

—¿Quiere decirme usted —dijo el Kommandant— que están intentando concretamente obtener información para extorsionar a policías de todo el país?

—Exactamente, señor —dijo Verkramp—. Y tengo motivos para creer que están especialmente interesados en las impropiedades sexuales cometidas por los policías.

El Kommandant procuró pensar en las impropiedades sexuales que él pudiera haber cometido últimamente y, lamentándolo bastante, no pudo dar con ninguna. Pero en cambio se le ocurrían miles de impropiedades cometidas por los hombres que estaban a su mando.

—Bien —dijo al fin—, menos mal que Els ya no está con nosotros. Por lo que parece, el muy bribón se murió justo a tiempo.

Verkramp sonrió.

—Ya lo había pensado —dijo. Las incursiones del Konstabel Els en el campo de las relaciones transraciales era ya una leyenda en la comisaría de Piemburgo.

—De todos modos, no entiendo qué va a hacer usted para conseguir detener esa campaña infernal —dijo el Kommandant—. Els aparte, creo que hay muchos agentes cuya vida sexual deja mucho que desear.

El Luitenant Verkramp estaba entusiasmado.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo y sacó del bolsillo el cuestionario de la doctora Blimenstein—. He estado trabajando en el asunto con un importante miembro de la profesión psiquiátrica —dijo— y creo que hemos conseguido algo que podría servirnos para identificar a los oficiales y agentes más vulnerables a esta forma de infiltración comunista.

—¿De veras? —preguntó el Kommandant, que ya se imaginaba de qué miembro destacado de la profesión psiquiátrica debía tratarse.

Verkramp le dio el cuestionario.

—Señor, me gustaría contar con su aprobación para distribuir este cuestionario entre los hombres de la comisaría. Por sus respuestas podremos determinar las probables víctimas de extorsión.

El Kommandant van Heerden miró el cuestionario, cuyo inofensivo encabezamiento decía: «Investigación de la personalidad». Echó una ojeada a las primeras preguntas y no vio nada alarmante. Parecían referirse únicamente a la profesión del padre, edad, y número de hermanos y hermanas. No pudo seguir porque Verkramp se puso a contarle que había recibido órdenes de Pretoria de llevar a cabo la investigación.

—¿DSE? —preguntó el Kommandant.

—DSE —confirmó Verkramp.

—En tal caso, adelante —le alentó el Kommandant.

—Le dejaré ese ejemplar para que lo cumplimente —dijo Verkramp y salió del despacho, encantado del giro que tomaban los acontecimientos.

Ordenó al sargento Breitenbach distribuir los cuestionarios y telefoneó a la doctora Blimenstein para hacerle saber que todo iba, si no de acuerdo con los planes, pues no los tenían, sí al menos de acuerdo con las circunstancias. La doctora Blimenstein se mostró sumamente complacida; sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, Verkramp se encontró con que la había invitado a cenar aquella noche. Colgó el teléfono asombrado de su buena suerte. En ningún momento se le había pasado por la cabeza que la sarta de mentiras sobre los saboteadores comunistas que le había contado al Kommandant fueran exclusivamente producto de su imaginación calenturienta. Su tarea profesional era erradicar a los enemigos del Estado, de lo que se deducía que había enemigos del Estado a los que erradicar. Él no daba la menor importancia a las actividades de tales enemigos. Tal como había explicado una vez en juicio, lo que importaba era el principio de la subversión, no los pormenores.

Aunque Verkramp estaba satisfecho con el desarrollo de los acontecimientos, no lo estaba tanto el Kommandant van Heerden, allí sentado en su despacho con el cuestionario delante. La historia de Verkramp era bastante convincente. No dudaba el Kommandant de la existencia de agitadores comunistas en Zululandia (qué otra cosa podía explicar la truculencia de los zulúes del municipio por el reciente aumento de las tarifas de los autobuses). Pero el hecho de que los saboteadores disfrazados de fontaneros se hubieran infiltrado en su propia casa indicaba que se había iniciado una nueva fase especialmente alarmante de la campaña subversiva. El informe del sargento de guardia, según el cual el equipo de investigación había encontrado un micrófono bajo el fregadero, demostraba lo acertado del pronóstico del Luitenant. El Kommandant mandó al sargento que dejara la investigación a los de Seguridad y envió a Verkramp la siguiente nota: «Ref. a nuestra conversación de esta mañana. La presencia del micrófono en la cocina confirma su informe. Sugiero actúe de inmediato. Van Heerden».

Renovada su confianza en la capacidad de su segundo, el Kommandant van Heerden decidió cumplimentar el cuestionario que aquél le había entregado. Contestó a las primeras preguntas muy complacido, pero cuando volvió la página empezó a agobiarle la sensación de que iban metiéndole poco a poco en una ciénaga de confesiones sexuales en la que se hundía más y más a cada pregunta.

«¿Tuvo niñera negra?» parecía bastante inofensiva y el Kommandant contestó «Sí», encontrándose con que la siguiente pregunta era: «Tamaño de los pechos: Grandes, Medianos, Pequeños». Tras un momento de duda, y con cierta inquietud, marcó «Grandes» y pasó a considerar la «Longitud de los pezones: Largos, Medianos, Cortos». «Maldita sea, vaya una forma más rara de combatir el comunismo», se dijo, intentando recordar la longitud de los pezones de su niñera. Al final se decidió por «Largos» y pasó a considerar «¿Le hacía la niñera negra cosquillas en las partes íntimas? A menudo. Casi nunca». El Kommandant buscó afanosamente «Nunca»; no lo encontró. Se decidió por «Casi nunca» y pasó a la pregunta siguiente: «Edad de la primera eyaculación: ¿Tres años, cuatro años…?».

«No deja mucho margen», pensó, intentando, indignado, decidirse entre los seis años, que no se ajustaba gran cosa a la verdad, pero que seguramente socavaría menos su autoridad que los dieciséis, que era bastante más exacto. Acababa de poner ocho años, como una solución de compromiso basada en una emisión nocturna que había tenido a los diez años cuando advirtió que se había metido en una trampa. La siguiente pregunta era: «Edad del primer orgasmo durante el sueño». Y en esta ocasión la primera edad era diez años. Cuando terminó de borrar su respuesta a la pregunta anterior para hacerla compatible con los once años del «Primer orgasmo durante el sueño», estaba ya furioso. Descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con el despacho de Verkramp. Le contestó el sargento Breitenbach.

—¿Dónde está Verkramp? —exigió el Kommandant. El sargento informó que había salido, que si podía ayudarle él. El Kommandant repuso que lo dudaba—. Se trata de este maldito cuestionario. ¿Quién va a leerlo?

—Creo que la doctora Blimenstein —dijo el sargento—. Ella lo redactó.

—¿Ah, sí? —gruñó el Kommandant—. Pues ya puede decirle usted a Verkramp que no pienso contestar a la pregunta veinticinco.

—¿Cuál es?

—La que dice «¿Cuántas veces al día se masturba?» —dijo el Kommandant—. Puede decirle usted a Verkramp que las preguntas de este tipo las considero una violación de la intimidad.

—Sí, señor —dijo el sargento Breitenbach, estudiando las posibles respuestas que daba el cuestionario a la pregunta, y que puntuaban de cinco a veinticinco.

El Kommandant colgó violentamente el teléfono, guardó bajo llave el cuestionario en su mesa y se fue a almorzar de un humor de perros. «Esa zorra, vaya unas preguntas», se decía mientras bajaba las escaleras; seguía refunfuñando aún cuando acabó de almorzar en el bar de la comisaría.

—Si alguien pregunta por mí, estoy en el Club de Golf —informó al sargento de guardia.

Después de perder dos horas intentando atinar a la pelota en la pista de golf, volvió al salón del club con la sensación de que aquel no era precisamente su día.

Pidió al camarero un coñac doble y se sentó a una mesa de la terraza, desde donde podía ver actuar a jugadores más expertos que él. Y allí estaba, respirando la atmósfera inglesa e intentando librarse de la desagradable sensación de que, de alguna forma misteriosa, se estaba alterando el apacible curso de su existencia, cuando un crujir de grava en el campo delantero le hizo mirar por encima del hombro. Un anticuado Rolls Royce acababa de aparcar allí y sus ocupantes salían del coche en aquel momento. Por un instante, tuvo la extraordinaria impresión de verse trasladado a los años veinte. Los dos individuos que salieron de la parte delantera del vehículo vestían calzones y sombreros que ya habían pasado de moda hacía cincuenta años, mientras que las dos mujeres que les acompañaban iban ataviadas con lo que le parecieron trajes y sombreros de época; y llevaban sombrillas. Pero ni los atuendos ni el inmaculado Rolls de época le impresionaron tanto como las voces. Estridentes y lánguidamente arrogantes, parecían llegarle como un eco del pasado inglés, embargándole con ellas la certeza de que todo estaba bien en el mundo, a pesar de los pesares. Aquel servilismo básico que era la esencia de su yo íntimo (y que su propia autoridad jamás podría borrar) tembló extasiado en su interior cuando el grupo pasó a su lado sin dirigirle siquiera una mirada que indicara que reconocían su existencia. Era precisamente este ensimismamiento hasta el punto de trascender el yo y convertirse en algo inmutable y absoluto, en una autosuficiencia divina, lo que el Kommandant van Heerden había ansiado siempre hallar en los ingleses. Y allí estaba, delante de él, en el Club de Golf de Piemburgo, encarnado en dos hombres y dos mujeres de mediana edad cuya cháchara insustancial constituía la prueba definitiva de que, pese a las guerras, los desastres y la revolución inminente, no había, en realidad, por qué preocuparse. Le admiró en especial la elegancia con que el jefe del grupo, un cincuentón coloradote, chasqueó los dedos para llamar al caddie negro antes de acercarse al primer tee.

—Es absolutamente inestimable —dijo una de las damas, sin referirse a nada en particular, mientras seguían su camino.

—Siempre he dicho que Boy es un hacha para el castigo —dijo el hombre colorado; y salieron del campo de audición del Kommandant, que se les quedó mirando un momento y corrió luego al bar a que el camarero le informara.

—Se hacen llamar Club Dornford Yates —le explicó el camarero—. No sé por qué, pero visten y hablan así tan cursi en memoria de una empresa que se llamaba Bury & Co.[1] y que se fue a pique hace ya años. El tipo colorado es el coronel Heathcote-Kilkoon. A él es al que le llaman Bury. La señora llenita es su mujer. El otro fulano es el mayor Bloxham. Le llaman Boy, imagínese, vaya un muchacho, debe tener cuarenta y ocho por lo menos. No sé quién es la mujer delgada.

—¿Viven cerca de aquí? —preguntó el Kommandant. No aprobaba en absoluto el tono campechano del camarero hacia sus superiores, pero se moría de ganas de saber más cosas de aquellas cuatro personas.

—El coronel tiene una casa cerca del Hotel Piltdown, pero creo que están casi siempre en una granja del distrito de Underville. Tiene un nombre muy raro, Mujer Blanca o algo así. Y he oído decir que también su comportamiento allí es bastante raro.

El Kommandant pidió otro coñac y se lo llevó a su mesa de la terraza para esperar que volviera el grupo. Pero en seguida se le acercó el camarero, que se quedó en el quicio de la puerta con aire aburrido.

—¿Hace mucho que pertenece al club el coronel? —preguntó el Kommandant.

—Un par de años —informó el camarero—. Desde que llegaron todos de Rhodesia o de Kenia o de algún sitio así. Al parecer también tienen mucho dinero que gastar.

Consciente de que el hombre le estaba mirando con bastante curiosidad, el Kommandant terminó su copa y se fue a inspeccionar el Rolls Royce de época.

—Silver Ghost de 1925 —dijo el camarero, que le había seguido—. Muy bien conservado.

El Kommandant refunfuñó entre dientes. Empezaba a estar harto de la compañía del camarero. Rodeó el coche hasta el otro lado, pero el camarero seguía pegado a él.

—¿Les busca usted por algo? —le preguntó en tono conspiratorio.

—¿Qué diablos le hace a usted pensar eso? —preguntó el Kommandant.

—Sólo es curiosidad —dijo el camarero. Y con un gesto de a buen entendedor con pocas palabras basta que el Kommandant no entendió, el tipo volvió a su puesto.

Solo al fin, el Kommandant concluyó su inspección del coche; y se disponía ya a marcharse cuando le llamó la atención algo que había en el asiento de atrás. Era un libro; desde la contracubierta le miraba impasible la foto de un hombre. Pómulos altos, párpados entrecerrados, nariz recta, bigote recortado; el rostro pareció transportar al Kommandant a un futuro seguro y radiante. Atisbando por la ventanilla miró fijamente la fotografía y, mientras lo hacía, supo con una certeza que escapaba a cualquier posible análisis que se hallaba al borde de una nueva fase de su búsqueda de la esencia del caballero inglés. Ante él, en el asiento de atrás del Rolls, estaba retratado, con una exactitud que jamás hubiera creído posible, el rostro del hombre que él quería ser. El libro se titulaba As Other Men Are y su autor era Dornford Yates. El Kommandant sacó la libreta de notas y apuntó el título.

Cuando el coronel Heathcote-Kilkoon y su grupo volvieron al edificio del club, el Kommandant se había marchado ya camino de la biblioteca pública convencido de que estaba a punto de descubrir, en las obras de Dornford Yates, el secreto de aquel enigma que hacía tanto tiempo que le intrigaba: cómo ser un caballero inglés.

Cuando salió aquella noche de la comisaría y fue a casa a cambiarse, el Luitenant Verkramp era un hombre extraordinariamente feliz. La facilidad con que había acallado las sospechas del Kommandant, los resultados que estaba obteniendo con los cuestionarios, la perspectiva de pasar la velada con la doctora von Blimenstein, todo ello contribuía a su sensación de bienestar. Y, por encima de todo, el hecho de que en la casa del Kommandant seguían aún los aparatos de escucha que le permitirían echarse en la cama y escuchar cualquier movimiento indiscreto que hiciera, añadía una emoción especial a la sensación de éxito de Verkramp. El Luitenant creía hallarse, igual que el Kommandant, al borde de un descubrimiento que cambiaría toda su vida y que le llevaría del puesto secundario que ocupaba a uno de autoridad, mucho más acorde con su talento. Mientras esperaba que la bañera se llenara, ajustó el receptor de su dormitorio y comprobó la grabadora conectada al mismo. No tardaría mucho en oír al Kommandant abriendo y cerrando armarios por la casa. Satisfecho tras verificar el buen funcionamiento del aparato, lo desconectó y fue a bañarse. Justo cuando salía de la bañera, sonó el timbre de la puerta.

«Maldita sea», se dijo, cogiendo una toalla y preguntándose a quién diablos se le ocurriría visitarle en un momento tan inoportuno. Salió al vestíbulo dejando un rastro de gotas de agua, abrió furioso la puerta y se encontró con la doctora Blimenstein.

—No quiero… —dijo Verkramp, reaccionando maquinalmente a la llamada del timbre en momentos inoportunos, antes de darse cuenta de quién era su visitante.

—¿De veras, querido? —dijo sonoramente la doctora Blimenstein, que se abrió el abrigo, mostrándole un ceñidísimo vestido de un tejido extraordinariamente fino—. ¿Seguro de que no…?

—¡Por amor de Dios! —dijo Verkramp, mirando enloquecido a un lado y a otro.

Sabía muy bien que sus vecinos eran personas absolutamente respetables y que la doctora Blimenstein, pese a su formación y su posición profesional como psiquiatra, no se preocupaba demasiado, ni en el mejor de los casos, por guardar las formas. Y no era precisamente aquél el mejor de los casos, él con una toalla atada a la cintura y la doctora con lo que fuera aquello que llevaba a la cintura y arriba y abajo.

—Pase, de prisa —chilló.

Un poco decepcionada por el recibimiento que le dispensaba, la doctora von Blimenstein cerró el abrigo y entró. Verkramp se apresuró a cerrar la puerta y se escabulló hacia la seguridad del cuarto de baño.

—No la esperaba —gritó desde allí, pero con suavidad—. Pensaba ir a recogerla al hospital.

—No podía esperar para verle —gritó a su vez la doctora—. Y creí que le daría una pequeña sorpresa.

—Pues me la ha dado, desde luego —masculló Verkramp, buscando furioso un calcetín que se había escondido en algún rincón del cuarto de baño.

—¿Cómo? No le oigo bien. Hable más alto.

Verkramp encontró el calcetín debajo del lavabo.

—Decía que sí, que me había dado una sorpresa. —Se dio con la cabeza en el lavabo al levantarse y acabó la frase con una maldición.

—¿Está enfadado conmigo por haberme presentado así? —preguntó la doctora. Verkramp se sentó al borde de la bañera y se puso el calcetín. Estaba mojado.

—No, claro que no. Puede venir usted cuando quiera —dijo, con acritud.

—No está enfadado, ¿a qué no? Quiero decir que no me gustaría que me considerara una… entrometida —siguió diciendo la doctora, mientras Verkramp, asegurándole que le encantaría que le visitara lo más a menudo posible, descubrió que, gracias a la precipitada llegada de la doctora, se le había mojado toda la ropa.

Cuando el Luitenant Verkramp salió al fin del cuarto de baño se sentía bastante frío y nada preparado para el espectáculo con que se encontró. La doctora Blimenstein se había quitado el abrigo de piel de rata almizclera y estaba echada en el sofá con un vestido rojo chillón que le marcaba las formas con tal minuciosidad que el asombrado Verkramp se preguntó cómo habría conseguido meterse en él.

—¿Le gusta? —preguntó la doctora, estirándose voluptuosa. Verkramp tragó saliva y dijo que sí, que muchísimo—. Es la última novedad en nylon elástico.

Verkramp se dio cuenta de que estaba mirando hipnóticamente aquellos pechos; horrorizado, comprendió que estaba condenado a pasar la velada en público con una mujer que vestía algo parecido a un bañador escarlata semitransparente. El Luitenant siempre se había enorgullecido de su reputación de persona seria y temerosa de Dios; y, como miembro devoto de la Iglesia reformada holandesa de la calle Verwoerd, se sentía ofendido por el atuendo de la doctora. Mientras iban en el coche al Hotel Piltdown, sólo le consolaba que aquel atroz vestido era tan estrecho que le impediría bailar. El Luitenant Verkramp no bailaba. Lo consideraba pecaminoso.

Cuando llegaron al hotel, el portero abrió la puerta del coche; sus modales acrecentaron la sensación de inferioridad que ya había sentido al aparcar el Volkswagen junto a un Cadillac.

—¿La brassière, por favor? —dijo Verkramp.

—¿La qué, señor? —inquirió el portero clavando la vista en el pecho de la doctora von Blimenstein.

—La brassière —dijo Verkramp.

—Aquí no encontrará eso, señor —dijo el portero. La doctora von Blimenstein acudió en su auxilio.

—La brasserie —dijo.

—Ah, se refieren ustedes a la parrilla —dijo el portero y sin saber aún muy bien si creer lo que le transmitían sus sentidos, les mostró el camino.

Verkramp se alegró de que la tenue iluminación les permitiera ocultarse de la vista del público sentándose en un rincón. La doctora Blimenstein acudió también en su ayuda pidiendo dos martinis secos al camarero de los vinos, que miraba con aire desdeñoso a Verkramp mientras éste intentaba dar con algo vagamente familiar en la lista de vinos.

Después de tres martinis se sentía ya muchísimo mejor.

La doctora Blimenstein le hablaba ahora de la terapia de aversión.

—Es bastante simple —decía—. Se ata al paciente a una cama mientras se proyectan en una pantalla diapositivas de su perversión concreta. Por ejemplo, en el caso de un homosexual, se le muestran diapositivas de hombres desnudos.

—¡Caramba! —dijo Verkramp—. ¡Qué interesante! ¿Y luego qué?

—Al mismo tiempo que se le muestra la diapositiva, se le administra una descarga eléctrica.

Verkramp estaba fascinado.

—¿Y se curan así? —preguntó.

—Al final, el paciente da muestras de ansiedad cada vez que ve la diapositiva.

—No me extraña —comentó Verkramp.

Sabía por experiencia propia que el tratamiento de electrochoque les producía muchísima angustia a sus presos.

—Para que sea realmente efectivo, el tratamiento debe durar seis días —continuó la doctora von Blimenstein—. Pero se sorprendería usted del número de curaciones que hemos conseguido con este método.

Verkramp dijo que no le sorprendía lo más mínimo. Mientras comían, la doctora von Blimenstein le explicó que era precisamente una forma modificada de la terapia de aversión la que pensaba aplicar a los policías de Piemburgo implicados en casos de mestizaje. Verkramp tenía la mente un poco embotada por la ginebra y el vino y no acababa de entender.

—No entiendo la… —empezó a decir.

—Mujeres negras desnudas —dijo la doctora, sonriendo a su carne a la brasa—. Proyectar diapositivas de mujeres negras desnudas y administrar una descarga eléctrica al mismo tiempo.

Verkramp la miró con franca admiración.

—Ingenioso —dijo—. Maravilloso. Es usted un genio —la doctora von Blimenstein sonrió bobaliconamente.

—La idea no es mía —confesó con modestia—. Aunque supongo que podríamos decir que la he adaptado a las necesidades de Sudáfrica.

—Es un descubrimiento —dijo Verkramp—. El descubrimiento, podríamos decir.

—Resulta agradable creerlo —murmuró la doctora.

—Un brindis —propuso Verkramp, alzando el vaso—. ¡Por su éxito!

La doctora von Blimenstein alzó también el vaso.

—Por nuestro éxito, querido, por nuestro éxito.

Bebieron; mientras lo hacían, Verkramp pensaba que era la primera vez en su vida que se sentía realmente feliz. Estaba cenando en un hotel elegante, con una mujer encantadora, con cuya ayuda estaba a punto de hacer historia. El peligro de que Sudáfrica se convirtiera en un país de gentes de color ya no asediaría a sus dirigentes blancos. Con la doctora von Blimenstein a su lado, Verkramp instalaría por todo el territorio clínicas en las que los blancos pervertidos se curaran de sus deseos de mujeres negras mediante la terapia de la aversión. Se inclinó hacia la mesa, hacia los encantadores senos de la doctora y le cogió una mano.

—La amo a usted —dijo sencillamente.

—Yo también le amo a usted —susurró la doctora, devolviéndole la mirada con una intensidad casi depredadora.

Verkramp miró alrededor nervioso, pero se calmó al ver que nadie les miraba.

—En el buen sentido, claro —dijo, tras una pausa.

La doctora von Blimenstein sonrió.

—El amor no es bueno, querido —dijo ella—. Es turbio y violento y apasionado y cruel.

—Sí… bueno… —dijo Verkramp, que nunca había enfocado así el amor—. Lo que quería decir es que el amor es puro. Es decir, mi amor.

En los ojos de la doctora pareció tintinear y apagarse una llama.

—El amor es deseo —continuó.

Verkramp contempló inquieto sus pechos abultados sobre la mesa, como una amenaza maternal inminente. Estiró las piernas e intentó hallar algo que decir.

—Le deseo —murmuró la doctora; y subrayó las palabras hundiéndole las uñas carmesíes en la palma de la mano—. Le deseo con todas mis fuerzas. —El Luitenant se estremeció involuntariamente. La doctora von Blimenstein le atenazó una pierna por debajo de la mesa con unas rodillas inmensas—. Le deseo —repitió.

Verkramp empezó a pensar que estaba cenando con un volcán en erupción. Dijo sin querer: «¿No es ya hora de irnos?». Sin comprender cuál iba a ser la interpretación lógica que la doctora haría de aquel deseo súbito de abandonar la seguridad relativa del restaurante.

Cuando se dirigían al coche, la doctora von Blimenstein le cogió del brazo y le apretó contra ella. Él le abrió la puerta del coche para que entrara; la doctora se deslizó en el asiento con un siseo de nylon. Verkramp, con su sensación anterior de inferioridad social sustituida por una sensación de inferioridad sexual ante las insinuaciones directas de la doctora, se sentó vacilante a su lado.

—No me entiende —le dijo, prendiendo el motor—. No quiero hacer nada que pueda estropear la belleza de esta noche.

La doctora von Blimenstein acababa de cogerle una pierna en la oscuridad.

—No tiene que sentirse culpable —susurró la doctora. Verkramp dio marcha atrás con una sacudida.

—La respeto demasiado —contestó Verkramp.

El abrigo de piel de rata almizclera se alzó suavemente cuando la doctora apoyó la cabeza en el hombro del Luitenant… Un perfume intenso flotó hacia la cara de Verkramp.

—Qué tímido es usted —le dijo.

Verkramp salió del aparcamiento del hotel a la carretera de Piemburgo. Abajo, lejos, las luces de la ciudad chispearon y se apagaron luego. Era medianoche.

Verkramp conducía despacio, cuesta abajo; en parte, porque temía que le acusaran de conducir borracho, pero, sobre todo, porque le aterraba la perspectiva que le aguardaba cuando llegaran a su casa. La doctora von Blimenstein insistió por dos veces en que parara el coche y Verkramp se vio envuelto en sus brazos en ambas ocasiones mientras los labios de ella buscaban y encontraban los suyos.

—Tranquilo, querido —le decía, mientras Verkramp se retorcía en una mezcla febril de rechazo y aceptación que satisfacía a la vez a su propia conciencia y la creencia de la doctora de que reaccionaba—. El sexo es algo que ha de aprenderse.

Verkramp no necesitaba que se lo dijeran.

Arrancó de nuevo y siguió conduciendo mientras ella le explicaba que era bastante normal que un hombre tuviera miedo a la sexualidad. Cuando llegaron al piso de Verkramp, apenas quedaban restos ya de aquella euforia que había sentido mientras la doctora le explicaba cómo se proponía curar a los policías propensos al mestizaje. La extraña mezcla de pasión animal y objetividad clínica con que la psiquiatra hablaba del sexo había despertado en el teniente una aversión hacia el tema que no podrían reforzar ni siquiera las descargas eléctricas.

—Bien, fue una noche encantadora —dijo, aparcando esperanzado junto al coche de la doctora; pero ella no tenía ninguna intención de marcharse tan pronto.

—¿No me va a invitar a tomar la última copa? —le preguntó. Al verle vacilar, añadió—: Creo que me dejé el bolso en su casa, así que tendré que subir un momento.

Verkramp subió las escaleras en silencio.

—No quiero molestar a los vecinos —explicó en un susurro. Y en un tono de voz que parecía calculado para despertar a los muertos, la doctora von Blimenstein dijo que sería más silenciosa que un ratón y, para confirmarlo, intentó besarle mientras él buscaba la llave. Una vez dentro de la casa, se quitó el abrigo y se sentó en el sofá con un despliegue de piernas que, de algún modo, reanimó aquel deseo que la conversación había apagado. La doctora estiró los brazos hacia él mientras su cabellera se desparramaba sobre los cojines. Verkramp anunció que iba a preparar café y desapareció en la cocina. Cuando volvió a la sala, la doctora von Blimenstein había apagado la luz principal, había encendido una lamparita de lectura del rincón y estaba manipulando la radio.

—A ver si encuentro algo de música —dijo.

Gruñó el altavoz encima del sofá. El Luitenant Verkramp posó las tazas de café y se volvió para prestar atención a la radio; pero a la doctora Blimenstein ya no le interesaba la música. Allí estaba ante él con la misma sonrisa amable que Verkramp había visto en su rostro cuando la conoció en el hospital. Y, sin darle tiempo a escapar, la atractiva doctora le inmovilizó en el sofá con aquella pericia que Verkramp tanto admirara una vez. Cuando los labios de la psiquiatra silenciaron su débil protesta, el Luitenant perdió por completo la sensación de culpa. Se hallaba desvalido en sus brazos, no podía hacer nada.