Dos días después, el Luitenant Verkramp estaba sentado en su oficina soñando con la doctora von Blimenstein, cuando recibió un oficio del Departamento de Seguridad del Estado. Llevaba el sello de «Confidencial», así que antes de que llegara a sus manos lo habían leído ya varios agentes. Verkramp lo leyó con avidez. Se refería a las infracciones de la Ley de Inmoralidad por parte de los policías sudafricanos; era un informe rutinario enviado a todas las comisarías del país.
«Se le ordena, por la presente, investigar los casos de posible liaison entre policías y mujeres bantúes». Verkramp buscó «liaison» en el diccionario y comprobó que significaba lo que había supuesto. Siguió leyendo y, a medida que lo hacía, nuevas perspectivas se iban abriendo ante él. «En vista del valor propagandístico que para los enemigos de Sudáfrica tienen los comunicados de prensa sobre los juicios de policías y mujeres bantúes, se considera de interés nacional hallar el medio y la forma de luchar contra la tendencia de los policías blancos a relacionarse con mujeres negras. También deben evitarse en pro de la armonía racial las relaciones sexuales interraciales. En caso de que haya pruebas de tal actividad sexual ilegal, no se iniciará proceso penal alguno sin previa notificación al DSE».
Cuando terminó de leer el documento, el Luitenant ya no sabía muy bien si tenía que procesar o no a los transgresores. Lo que sí sabía era que le ordenaban investigar los casos de «posible liaison» y que era «de interés nacional hallar el medio y la forma». Le atraía especialmente la idea de hacer algo de interés nacional. El Luitenant Verkramp descolgó el teléfono y marcó el número del Hospital Mental Ford Rapier. Tenía que consultarle algo a la doctora von Blimenstein.
Aquella misma mañana, al cabo de un rato, se encontraban ambos en lo que había sido en tiempos zona de instrucción de la guarnición británica, que servía ahora de patio de ejercicio a los internos.
—Es el lugar ideal para lo que tengo que decirle —dijo Verkramp a la doctora, mientras paseaban entre los pacientes—. Es muy poco probable que puedan oímos —esta afirmación despertó en la doctora gratas esperanzas sobre lo que estaba a punto de proponerle el Luitenant—. Lo que tengo que consultarle se refiere a… ejem… al sexo.
La doctora Blimenstein sonrió afectadamente y bajó la vista hacia sus zapatos de la talla cuarenta.
—Siga —murmuró mientras el Luitenant tragaba saliva—. Desde luego, normalmente no trataría este tema con una mujer —logró susurrar al fin. Las esperanzas de la doctora se hicieron pedazos—. Pero como es usted psiquiatra, pienso que a lo mejor puede ayudarme.
La doctora Blimenstein le miró con frialdad. No era lo que ella esperaba.
—Siga usted —le dijo, adoptando de nuevo el tono profesional—. Dígalo de una vez.
Verkramp se aventuró.
—Bien, se trata de lo siguiente: muchos policías tienen tendencias antisociales. Y hacen y siguen haciendo lo que no deben hacer —se interrumpió de golpe. Empezaba a lamentar haber iniciado aquella conversación.
—¿Y qué es lo que no debieran hacer los policías? —era absolutamente imposible ignorar el tono desaprobatorio.
—Mujeres negras —estalló Verkramp—. No deben ir con mujeres negras, ¿comprende usted?
No hacía falta aguardar la respuesta. La cara de la psiquiatra había adquirido un extraño color malva, habían empezado a marcársele las venas del cuello.
—¿No deben? —gritó furiosa. Varios pacientes echaron a correr hacia el edificio principal—. ¿No deben? ¿Quiere decir que me ha traído usted hasta aquí sólo para explicarme que anda tirándose a las negras?
El Luitenant comprendió que había cometido un gran error. La voz de la doctora podía oírse a dos kilómetros de distancia.
—Yo no —gritó desesperado Verkramp—. No estoy hablándole de mí mismo.
La doctora Blimenstein le miró dubitativa.
—¿De veras? —preguntó, tras una pausa.
—Palabra de honor —aseguró Verkramp—. Lo que quería decirle es que algunos policías lo hacen y yo había pensado que tal vez usted conociera algún modo de lograr que dejen de hacerlo.
—¿Por qué no les detienen y les procesan como a todo el mundo?
Verkramp movió la cabeza pesaroso.
—Verá, por un lado, se trata de policías, así que es bastante difícil detenerles y, en cualquier caso, es importante evitar el escándalo.
La doctora Blimenstein le miraba fijamente, con una expresión de disgusto.
—¿Quiere decir usted que este asunto es algo habitual?
Verkramp asintió.
—En ese caso, el castigo tendría que ser más severo —afirmó la doctora—. Siete años y diez golpes no es freno suficiente. Yo creo que al blanco que tiene relaciones sexuales con una negra habría que castrarle.
—¡Yo también! —Asintió entusiasmado Verkramp—. Les haría mucho bien.
La doctora Blimenstein le miró suspicaz; pero nada había en la expresión de Verkramp que indicase ironía. La miraba con franca admiración. Animada por la actitud del Luitenant la doctora siguió:
—¡Detesto tanto el mestizaje, que estaría dispuesta a llevar a cabo la operación personalmente! ¿Le ocurre algo?
El Luitenant Verkramp se había puesto muy pálido de pronto. La idea de que le castrase la hermosísima doctora encajaba tan perfectamente en sus fantasías masoquistas, que apenas si podía contenerse.
—No. Nada —balbució, intentando borrar de su mente la visión de la psiquiatra con bata y mascarilla avanzando, él tendido en la mesa de operaciones—. Hace calor aquí fuera…
La doctora Blimenstein le cogió del brazo.
—¿Por qué no continuamos esta conversación en mi alojamiento? Allí se está más fresco y podemos tomar el té.
El Luitenant Verkramp se dejó guiar; salieron del patio y recorrieron el caminito que llevaba a casa de la doctora. Al igual que los demás edificios del complejo hospitalario, databa de principios de siglo y había sido construido para vivienda de oficiales. La galería daba al Sur, sobre las colinas, hacia la costa; dentro el ambiente era fresco y oscuro. Mientras la doctora preparaba el té, el Luitenant Verkramp esperó en la sala de estar; se preguntaba si habría sido buena idea sacar a colación el tema sexual con una mujer tan vigorosa como la doctora von Blimenstein.
—¿Por qué no se quita la chaqueta y se pone cómodo? —le preguntó la doctora cuando llegó con la bandeja. Verkramp dijo que no con la cabeza, nervioso. No estaba acostumbrado a tomar el té con damas que le pidieran que se quitara la chaqueta y además no estaba nada seguro de que sus tirantes hicieran juego con la elegante decoración de la estancia.
—Oh, vamos —insistió la doctora—. Conmigo no tiene por qué andarse con formalismos. Yo no me como a nadie.
La idea de que se lo comiera la doctora, cuando aún no había podido olvidar que era una defensora de la castración, fue ya demasiado para Verkramp. Se sentó a toda prisa.
—Estoy muy bien así —dijo; pero la doctora Blimenstein no se dio por satisfecha.
—¿Quiere que se la quite yo? —le preguntó, levantándose de la butaca con un movimiento que permitió a Verkramp ver más porción de pierna que nunca—. Tengo muchísima práctica —le dijo, sonriendo. Verkramp estaba dispuesto a creerlo, desde luego—. Por el hospital, comprende.
Verkramp la veía acercarse como hipnotizado en su butaca. Se sentía como una comadreja fascinada por un conejo gigante.
—Levántese —le dijo.
Se levantó. Se quedó inmóvil, mientras ella le desabotonaba la chaqueta. En un segundo le echó la chaqueta hacia atrás, de forma que apenas podía mover los brazos.
—Ya está —le dijo con suavidad; el rostro sonriente muy cerca del de Verkramp—. Así está mucho más cómodo, ¿a que sí?
Cómodo no era exactamente la palabra que habría elegido el Luitenant Verkramp para describir cómo se sentía. Cuando la doctora empezó a deshacerle el nudo de la corbata y sintió sus dedos frescos, Verkramp se sintió arrastrado del remoto y seguro mundo de la fantasía sexual a un ansia de desahogo que no veía modo de controlar. Con una andanada de gemidos menguantes y una descarga extática, el Luitenant se desplomó sobre la doctora; gracias a los fuertes brazos de ella no se cayó de bruces. En el rubio crepúsculo de su cabello, la oyó murmurar: «Vamos, vamos, querido».
El Luitenant Verkramp perdió el conocimiento.
Veinte minutos después se sentaba muy tieso, lleno de remordimiento y turbación, preguntándose qué haría si ella le ofrecía otra taza de té. Decir que no, sería invitarla a llevarse la taza; decir que sí, significaría privarse del único medio que tenía de ocultar su falta de control. La doctora le estaba explicando que la causa de los problemas sexuales era siempre un sentimiento de culpa. Verkramp pensaba que aquel argumento no tenía ningún peso, pero, preocupado por el asunto de si debía o no debía tomar más té, no era capaz de seguir la conversación con un mínimo de interés. Al final decidió que lo mejor era decir «Sí, por favor», y cruzar al mismo tiempo las piernas; nada más llegar a esta conclusión, la doctora Blimenstein se fijó en que tenía la taza vacía.
—¿Le apetece un poquito más de té? —le preguntó, tendiendo la mano para que le entregara la taza.
El cuidadoso plan del Luitenant quedó desbaratado antes de que hubiese podido ponerlo en práctica. Había supuesto que ella se acercaría y cogería la taza para llenarla, no que esperase a que él se la entregara. Movido por los impulsos contradictorios del recato y los buenos modales cruzó las piernas y se levantó, derramándose por el regazo al hacerlo los restos de té que había dejado en la taza por si al final decidía decir que no quería más; el té se mezcló con la evidencia previa de su falta de savoir faire. Separó entonces las piernas y bajó la vista avergonzado y confuso. La doctora fue más práctica. Recogió la taza del suelo, tomó el platillo que Verkramp sostenía, salió a toda prisa de la habitación y regresó al momento con un paño húmedo.
—No podemos dejar que quede la mancha en el uniforme, ¿verdad? —dijo, en un tono de arrullo maternal que sumió a Verkramp en una deliciosa flacidez y le impidió advertir la complicidad implícita en el «no podemos»; y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, la hermosa doctora le estaba frotando la bragueta con el paño.
La reacción del Luitenant fue instantánea. Una vez ya era bastante perverso; pero dos era más de lo que podía soportar. Con una contracción que casi le hizo doblarse por la mitad, se apartó bruscamente de las manos tentadoras de la doctora.
—No —chilló—. Otra vez no —y saltó a cubrirse detrás de la butaca.
La reacción pilló a la doctora Blimenstein bastante por sorpresa.
—¿Otra vez no qué? —le preguntó, arrodillada aún en el suelo.
—¿No… qué? Nada —dijo Verkramp, pugnando desesperadamente por hallar algún asidero moral en el caos de su mente.
—¿No? ¿Qué? ¿Nada? —dijo la doctora, levantándose—. ¿Qué diablos quiere decir?
Verkramp se giró melodramáticamente y se puso a mirar por la ventana.
—No debería usted haberlo hecho —dijo.
—¿El qué?
—Ya sabe —dijo Verkramp.
—¿Pero qué es lo que he hecho? —insistió la doctora. El Luitenant movió la cabeza afligido mirando a las colinas sin decir nada—. ¡Qué bobo es usted! —continuó la doctora—. No hay de qué avergonzarse. Todos los días limpiamos emisiones involuntarias en el hospital.
Verkramp se volvió hacia ella furioso.
—Pero ellos son lunáticos —dijo, disgustado por aquella frialdad clínica—. A las personas normales no les pasa —se interrumpió de pronto, vagamente consciente de que se excluía él mismo de la normalidad.
—Claro que les pasa —dijo la doctora en tono conciliador—. Es algo natural… entre… hombres y mujeres apasionados.
El Luitenant se resistió al tono seductor.
—No es natural. Es una perversión.
La doctora Blimenstein soltó una risilla.
—No tiene por qué reírse de mí —gritó Verkramp.
—Y usted no tiene por qué gritarme —replicó la doctora.
Verkramp languideció ante el tono autoritario de la psiquiatra.
—Venga —dijo ella. Verkramp cruzó nervioso la habitación. La doctora le posó las manos en los hombros—. Míreme —le dijo. Verkramp obedeció—. ¿Le parezco atractiva? —Verkramp asintió en silencio—. Me encanta usted —dijo la doctora; y, sujetando la cabeza del asombrado Luitenant con ambas manos, le besó apasionadamente en la boca—. Ahora prepararé algo para almorzar —concluyó, separándose de él; y, antes de darle tiempo a añadir algo, estaba ya en la cocina, donde se desenvolvía sorprendentemente bien para una mujer de su tamaño. Allí detrás de ella, en el quicio de la puerta de la cocina, el Luitenant Verkramp luchaba con sus emociones. Furioso consigo mismo, con ella, y con la situación en que se hallaba, miraba en torno suyo buscando a quién culpar. La doctora Blimenstein percibió su dilema y acudió en su auxilio—. En cuanto al problema que mencionó —le dijo, agachándose seductoramente para sacar una fuente del aparador—, yo creo que sí, que podré ayudarle.
—¿Qué problema? —preguntó Verkramp con cierta brusquedad. Ya le había ayudado bastante en sus problemas.
—El de sus hombres y las muchachas cafres —dijo la doctora.
—Ah, se refiere a ellos —el Luitenant había olvidado del todo el motivo de su visita.
—He pensado en ello. Y creo que hay una forma de abordar el problema.
—¿Ah, sí? —dijo Verkramp. Él creía que había muchas más, pero no estaba de humor.
—En realidad es un problema de ingeniería psíquica —siguió diciendo la doctora—. Es el término que utilizo yo para los experimentos que he venido realizando aquí con una serie de pacientes.
El Luitenant Verkramp se animó. Los experimentos siempre le interesaban.
—Y he conseguido curar a muchos —dijo ella, partiendo una zanahoria con unos cuantos tajos rápidos—. Sirve para los alcohólicos, los travestis y los homosexuales. Y no veo razón para que no vaya a servir igual para los casos de perversión como el mestizaje —el interés de Verkramp era ya patente. Dejó de centrar su atención en el quicio de la puerta de la cocina.
—¿Y cómo lo enfocaría usted? —le preguntó, anhelante.
—Bien, en primer lugar habría que aislar los factores de la personalidad de los individuos que tengan tendencia a ese tipo de desviación sexual. No sería difícil. Yo haría una lista de atributos probables. En realidad, nos sería muy útil que sus hombres rellenaran un cuestionario.
—¿Qué? ¿Sobre su vida sexual? —preguntó Verkramp. Se imaginaba muy bien la acogida que un cuestionario así podía tener en la comisaría de Piemburgo.
—Sobre sexualidad y sobre otras cosas.
—¿Qué otras cosas? —preguntó Verkramp receloso.
—Bueno, lo normal. Las relaciones con la madre. Si su madre era una figura dominante en el hogar. Si les gustaba su niñera negra. Primera experiencia sexual. Lo normal.
Verkramp tragó saliva. Todo cuanto acababa de oír le parecía absolutamente anormal.
—Un estudio cuidadoso de las respuestas nos daría indicios del tipo de hombres a los que beneficiaría el tratamiento —explicó la doctora Blimenstein.
—¿Quiere decir que sólo por las respuestas que dé a un cuestionario puede saber usted si un hombre desea acostarse con una cafre? —preguntó Verkramp.
La doctora negó con la cabeza.
—No, no exactamente. Sería un punto de partida. Una vez aislados los posibles sospechosos, yo les entrevistaría, de forma absolutamente confidencial, claro, para poder determinar si algunos son aptos para el tratamiento.
Verkramp estaba indeciso.
—No me imagino a ninguno de ellos admitiendo que desea a una cafre —dijo.
La doctora sonrió.
—Le sorprenderían algunas de las cosas que me confiesa la gente —le dijo.
—¿Y qué haría usted después? —preguntó Verkramp.
—Lo primero es lo primero —dijo la doctora Blimenstein, que conocía muy bien el valor de tener a un hombre en suspenso—. Vayamos a almorzar a la galería —cogió la bandeja y Verkramp la siguió.
Cuando el Luitenant Verkramp salió aquella tarde de casa de la doctora Blimenstein, llevaba en el bolsillo un borrador del cuestionario que tendrían que rellenar los agentes de policía de la comisaría de Piemburgo; pero aún no tenía idea de cuál sería exactamente el tratamiento. Todo lo que le había dicho la doctora era que le garantizaba que después de una semana con ella ninguno volvería a mirar una mujer negra. El Luitenant Verkramp estaba muy dispuesto a creerlo.
Por otra parte, tenía una idea mucho más clara del tipo de individuo que tenía tendencias sexuales transraciales. Según la doctora Blimenstein, los síntomas que había que buscar eran soledad, cambios súbitos de humor, marcados sentimientos de culpabilidad sexual, entorno familiar inestable y, por supuesto, una vida sexual insatisfactoria. Mientras Verkramp repasaba mentalmente a los policías y hombres de Piemburgo, una imagen se iba destacando de todas las demás. El Luitenant Verkramp empezaba a pensar que estaba a punto de descubrir cuál era el secreto del cambio operado en el Kommandant van Heerden.
Ya en su oficina, volvió a leer el informe del DSE para cerciorarse de que estaba autorizado a emprender las acciones que planeaba. Allí estaba, en blanco y negro: «Se le ordena, por la presente, investigar los casos de posible liaison entre policías y mujeres bantúes». Verkramp guardó bajo llave el informe y mandó llamar al sargento Breitenbach.
Al cabo de una hora, había dado todas las instrucciones necesarias.
—Quiero que se le vigile día y noche —dijo a los hombres de Seguridad reunidos en su despacho—. Quiero un informe de todo lo que haga, a dónde va, con quién se ve y de todo lo que pueda significar un cambio en su rutina diaria. Fotografíen a todo el que visite su casa. Quiero micrófonos en todas las habitaciones y grabaciones de todas las conversaciones. Intervengan su teléfono y registren todas las llamadas. ¿Está claro? Quiero el tratamiento completo.
Verkramp recorrió la habitación con la vista; todos asintieron. Sólo el sargento Breitenbach parecía algo indeciso.
—¿No es un poco irregular esto, señor? —le preguntó—. Después de todo, el Kommandant es nuestro jefe superior.
El Luitenant Verkramp enrojeció de furia. Le molestaba muchísimo que se discutieran sus órdenes.
—Tengo aquí —dijo, blandiendo el oficio del DSE—, un comunicado de Pretoria ordenándome llevar a cabo esta investigación. Lógicamente —suavizó su tono autoritario— espero, y estoy seguro de que todos lo esperamos, que cuando concluyamos la investigación habrá quedado demostrada la absoluta fidelidad e integridad del Kommandant; pero, entretanto, tenemos que cumplir las órdenes. He de recordarles encarecidamente que toda la operación debe mantenerse en el más absoluto secreto. Nada más, pueden irse.
Cuando se fueron, el Luitenant Verkramp dio las órdenes precisas para que se xerografiara el cuestionario y estuvieran en su mesa las copias para repartirlas al día siguiente por la mañana.
Al día siguiente, la señora Roussouw, cuyo trabajo consistía en controlar a los presos que iban todos los días de la cárcel de Piemburgo a casa del Kommandant a hacer las tareas domésticas, tuvo que interrumpir su trabajo para abrir la puerta principal. Eran empleados municipales que al parecer creían que había un escape de gas debajo de la cocina, un cortocircuito en el salón y una gotera en el depósito de agua del desván.
Como en la casa no había instalación de gas y el fogón eléctrico de la cocina funcionaba perfectamente, y, además, no había rastro de humedad en el techo del dormitorio, la señora Roussouw hizo lo imposible por disuadir a los operarios que parecían decididos a llevar a cabo su cometido con un sentido de la responsabilidad y una falta de conocimientos especializados que a ella le parecían desconcertantes.
—¿No deberían desconectar primero la corriente? —preguntó al empleado de la compañía de la luz que estaba tendiendo cables en el dormitorio.
—Supongo que sí —dijo el individuo y se fue al piso de abajo.
Cuando a los diez minutos la señora Roussouw vio que la luz de la cocina seguía encendida, decidió hacerse cargo del asunto, abrió el armario que había debajo de las escaleras y desconectó la corriente. Se oyó entonces un grito destemplado procedente del desván, donde trabajaban los operarios de la compañía del agua alumbrándose con una lámpara de mano conectada a un enchufe del descansillo, intentando hallar aquella inexistente gotera del depósito.
—Tiene que ser la bombilla —dijo uno de ellos y bajó por la escalerilla para buscar otra en la mesita de noche del Kommandant. Antes de volver a la oscuridad del desván, le explicó a la señora Roussouw que no hacía falta quitar la corriente.
—Supongo que conoce usted bien su trabajo —dijo la señora Roussouw indecisa.
—Le aseguro que no hay ya ningún peligro —le dijo aquel individuo.
La señora Roussouw volvió bajo las escaleras y dio otra vez la corriente. Al grito que se oyó en el desván, donde el empleado de la compañía del agua tenía el portalámparas en la mano, siguió un asombroso ruido desgarrador en el dormitorio y el rumor de yeso cayendo. La señora Roussouw volvió a quitar la corriente y subió otra vez las escaleras.
—¿Qué va a decir el Kommandant cuando vea el follón que han organizado? —preguntó a la pierna que colgaba del techo del dormitorio. Por toda respuesta le llegó un gemido del desván—. ¿Se encuentra usted bien? —preguntó la señora Roussouw anhelante.
La pierna se agitó vigorosamente.
—Ya le avisé que cortara la luz —increpó la señora Roussouw al electricista. El comentario provocó una sarta de protestas y la pierna que colgaba del techo se movió convulsa. El hombre de la compañía de la luz salió al rellano—. ¿Qué ha dicho? —preguntó, alzando la vista hacia la escalerilla y atisbando en la oscuridad.
—Dice que no quiere que corten la corriente —dijo una voz arriba.
—Lo que usted diga —dijo la señora Roussouw y de nuevo bajó a dar la corriente—. ¿Está mejor así? —preguntó, bajando de nuevo el interruptor.
En el piso de arriba, en el dormitorio del Kommandant, la pierna que colgaba del techo dio varias violentas sacudidas; luego quedó inmóvil.
—Estate quieto que ya te empujo desde abajo —dijo el hombre de la compañía eléctrica y se encaramó en la cama.
La señora Roussouw salió del armario y volvió a subir las escaleras. Con tantas subidas y bajadas estaba empezando a fatigarse. En el momento en que llegaba al rellano, oyó otro grito terrible procedente del dormitorio. Entró corriendo y se encontró al electricista postrado en la cama entre yeso.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.
El hombre se limpió la cara, mirando a aquella pierna con aire de reproche.
—Está viva —dijo al fin.
—Eso es lo que tú te crees —dijo una voz desde el desván.
—Desde luego yo ya no sé qué pensar —dijo la señora Roussouw.
—Yo sí —dijo el electricista, incorporándose en la cama—. Creo que tiene que volver a cortar la corriente. No pienso tocar esa pierna mientras no lo haga.
La señora Roussouw volvió cansinamente a las escaleras.
—Pues es la última vez —dijo—. No estoy dispuesta a seguir subiendo y bajando.
Al final, con la ayuda de los presos negros consiguieron bajar del desván al empleado de la compañía del agua y convencieron a la señora Roussouw de que tenía que hacerle el boca a boca en el sofá del salón para que volviera en sí.
—Antes tendrán que sacar de aquí a esos cafres —le dijo al electricista—. No lo haré si están ellos ahí mirando. Podría ocurrírseles cualquier cosa.
El electricista echó a patadas a los presos y el operario de la compañía del agua recobró en seguida el conocimiento lo suficiente para que pudieran volver con él a la comisaría.
—¡Chapuceros de mierda! —gruñó Verkramp cuando sus hombres le informaron de lo ocurrido—. Les dije que pusieran escuchas en la casa, no que la destrozaran.
Cuando el Kommandant van Heerden llegó a casa por la noche, se encontró con un desorden considerable y con casi todos los servicios cortados. Intentó prepararse un poco de té, pero no había agua. Tardó unos veinte minutos en encontrar la llave de paso y otros veinte en encontrar una llave de tuercas adecuada. Llenó la tetera y esperó media hora a que hirviera; pero, transcurrido ese tiempo, se dio cuenta de que el agua estaba completamente fría.
«¿Pero qué diablos pasa hoy con todo?», se preguntaba mientras llenaba una cazuela y la ponía a calentar. Al cabo de veinte minutos andaba buscando debajo de las escaleras intentando dar con la caja de fusibles alumbrándose con cerillas. Quitó y volvió a colocar todos los fusibles hasta que se dio cuenta de que la llave general estaba cerrada. Suspiró aliviado y dio la corriente. Siguió una detonación en la caja de fusibles. La luz del vestíbulo permaneció un segundo encendida y volvió a apagarse. Le llevó otra media hora encontrar el cable del fusible y cuando al fin lo consiguió se le habían acabado las cerillas. Desesperado ya, se dio por vencido y se fue a cenar a un café griego, calle abajo.
Cuando volvió a casa, estaba de bastante mal humor. Consiguió subir las escaleras iluminándose con una linterna que había comprado en un garaje y se quedó estupefacto ante el desorden que reinaba en el dormitorio. Había un gran agujero en el techo y la cama estaba llena de yeso. Se sentó al borde de la cama y enfocó la linterna hacia el agujero del techo. Se volvió luego hacia el teléfono de la mesita de noche y marcó el número de la comisaría. Mientras estaba allí sentado mirando por la ventana y preguntándose por qué tardaría tanto el sargento de guardia en contestar, se fijó en que lo que parecía sólo una sombra debajo del Jacaranda de la acera de enfrente, estaba fumando un cigarrillo. Posó el teléfono y se acercó a la ventana para asegurarse. Atisbo en la oscuridad y se sorprendió aún más al distinguir otra sombra similar debajo de otro árbol. Se preguntaba por qué estarían aquellas dos sombras vigilando su casa cuando el teléfono empezó a chirriar furioso a su espalda. Lo cogió justo a tiempo de oír al sargento de guardia colgar. Soltó una maldición y empezó a marcar otra vez; pero cambió de idea y se dirigió al cuarto de baño que daba al jardín posterior; abrió la ventana. Una brisa suave arremolinó las cortinas. El Kommandant escudriñó el jardín y cuando estaba ya convencido de que en aquella parte no había ningún intruso, un arbusto de azaleas encendió un cigarrillo. Muy preocupado ya, volvió al dormitorio y marcó de nuevo el número de la comisaría.
—Me están vigilando —le dijo al sargento de guardia cuando contestó al fin al teléfono.
—¿Ah, sí? —dijo el sargento, acostumbrado a que le despertaran en plena noche chiflados con historias de que les espiaban—. ¿Y quién le está vigilando?
—No lo sé —susurró el Kommandant—. Hay dos hombres delante de la casa y otro en el jardín de atrás.
—¿Por qué habla tan bajo? —le preguntó el sargento.
—Porque me están vigilando, naturalmente. ¿Por qué otra cosa iba a ser? —gruñó el Kommandant sotto voce.
—No tengo la menor idea —dijo el sargento—. Tomaré nota. Dice usted que hay dos hombres vigilándole en el jardín delantero y uno en el de atrás. ¿Es esto correcto?
—No —dijo el Kommandant, que ya estaba perdiendo la paciencia con aquel sargento de guardia.
—Pero usted dijo…
—Dije que había dos hombres delante de mi casa y uno en el jardín de atrás —dijo el Kommandant procurando contenerse.
—Dos… hombres… delante… de… mi… casa —dijo el sargento, escribiendo lentamente—. Tomando nota —le dijo al Kommandant cuando éste le preguntó si podía saberse qué diablos estaba haciendo.
—Bien, será mejor que se dé prisa —gritó el Kommandant, fuera de sí—. Hay un gran agujero en el techo justo encima de mi cama y la casa ha sido allanada —añadió; y para consuelo de sus pesares oyó que el sargento le decía a alguien que tenía a un chiflado al aparato.
—Veamos, corríjame si me equivoco —dijo el sargento antes de que el Kommandant pudiera reprenderle por insubordinación—. Dijo usted que había tres hombres vigilando su casa, que hay un enorme agujero en el techo y que han allanado su domicilio. ¿Es así? ¿No se le olvida nada?
El Kommandant estaba al borde de la apoplejía.
—Sólo un detalle —gritó—. Le habla su jefe, el Kommandant van Heerden. Y le ordeno que envíe de inmediato un grupo de coches patrulla a mi casa.
Siguió a esta furiosa aclaración un escéptico silencio.
—¿Me oye? —gritó el Kommandant.
Era evidente que no. El sargento había tapado con la mano el teléfono, pero, aun así, el Kommandant pudo oír cómo le explicaba al agente que hacía la guardia con él que el que llamaba había perdido el juicio. El Kommandant colgó ruidosamente el aparato y se preguntó qué podría hacer. Por fin consiguió levantarse y se acercó a la ventana. Allí seguían aún los siniestros vigilantes. Se acercó de puntillas a la cómoda y hurgó en el cajón de los calcetines buscando el revólver. Lo sacó, comprobó que estaba cargado, y estaba ya bajando por las escaleras (pues había decidido que el dormitorio no era seguro con aquel agujero en el techo) cuando empezó a sonar el teléfono. Primero pensó que era mejor no contestar, pero luego se dijo que tal vez fuera el sargento de guardia que llamaba para confirmar su llamada anterior y subió las escaleras corriendo. En el momento justo en que iba a descolgar, dejó de sonar.
El Kommandant van Heerden marcó el número de la comisaría.
—¿Acaba de llamarme usted? —preguntó al sargento de guardia.
—Depende de quién sea usted —replicó el sargento.
—Soy su comandante en jefe —gritó.
El sargento consideró el asunto.
—Muy bien —dijo al fin—. Cuelgue usted el teléfono y volveré a llamarle para confirmarlo.
El Kommandant contempló el teléfono con odio.
—Escuche —dijo—, mi número es el 5488. Confírmelo usted, que esperaré al aparato.
Al cabo de cinco minutos, coches patrulla de todo Piemburgo se concentraban delante de la casa del Kommandant van Heerden, mientras el sargento de guardia se preguntaba qué le diría a su jefe por la mañana.