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Era el Día de los Héroes en Piemburgo, capital de Zululandia; se respiraba en la ciudad, cosa habitual, una alegría injustificada. Los Jacarandas florecían exorbitantes a lo largo de las calles, junto a jardines flameantes de azaleas, mientras que los emblemas de la guerra de los boers (que ninguno de los bandos olvidaría jamás), la Union Jack y la Vierkleur, ondeaban por toda la ciudad en cien mástiles, proclamando su mutua enemistad. Por toda la ciudad, y en ceremonias separadas, las dos comunidades blancas celebraban antiguas victorias. En la catedral anglicana, el obispo de Piemburgo recordaba a una congregación insólitamente numerosa que sus antepasados habían preservado la libertad frente a enemigos tan variados como Napoleón, el presidente Kruger, el Kaiser y Adolfo Hitler. En la iglesia reformada holandesa de la calle Verwoerd, el reverendo Schlachbals urgía a su grey a no olvidar jamás que habían sido los británicos los inventores de los campos de concentración, en los que habían sido asesinados veinticinco mil mujeres y niños boers. En resumen, el Día de los Héroes proporcionaba a cada cual la oportunidad de olvidar el presente y revivir antiguos odios. Sólo a los zulúes les estaba vedado celebrar la ocasión, en parte porque se consideraba que no tenían verdaderos héroes que honrar, pero, sobre todo, porque se creía que su participación no haría más que aumentar la tensión racial.

El Kommandant van Heerden, jefe de policía de Piemburgo, consideraba todo el asunto absolutamente deplorable. Como uno de los pocos afrikaners de Piemburgo ligeramente relacionado al menos con un héroe (su abuelo había caído a manos de los británicos por ignorar la orden de cese el fuego tras la batalla de Paardeberg), tenía que hablar del heroísmo en la asamblea popular nacionalista en el Estadio Voortrekker; y además, como uno de los principales funcionarios de la ciudad, estaba obligado a asistir a la ceremonia que se celebraría en Settlers Park, donde los Hijos de Inglaterra inaugurarían otro banco de madera en honor de los caídos en las guerras zulúes cientos de años atrás.

En el pasado, el Kommandant habría podido eludir todos estos compromisos alegando la imposibilidad de estar en dos sitios a la vez; pero la policía contaba desde hacía poco con un helicóptero, así que este año de nada le serviría tal excusa. Pudo verse su helicóptero a intervalos a lo largo de todo el día renqueando sobre la ciudad, mientras él, que detestaba la altura tanto como hablar en público, recorría sus notas esforzándose por encontrar algo que decir cuando aterrizara. Eran las mismas notas que había utilizado anualmente desde la crisis del Congo de años atrás, por lo que su ilegibilidad y falta de relevancia general provocaron cierta confusión. Su discurso en el Estadio Voortrekker versó sobre la necesidad de que los piemburgueses tuvieran la convicción de que la policía sudafricana no dejaría piedra sin remover para lograr que nada perturbara el pacífico curso de sus vidas; y su discurso en Settlers Park, una elocuente perorata sobre las monjas violadas en el Congo (y que siguió a la apasionada petición de armonía racial de un misionero metodista), no se consideró de muy buen gusto.

Por último, y para rematar el día, se celebraba un desfile de sus hombres en el cuartel de la Policía Montada; el alcalde había aceptado asistir a la ceremonia y hacer entrega en la misma del trofeo al valor y a la entrega al deber.

—Interesante lo que dijo sobre esas monjas —comentó el alcalde cuando el helicóptero despegó en Settlers Park—. Casi lo había olvidado. Debe hacer lo menos doce años que sucedió…

—Creo que no está de más que recordemos que podría ocurrir aquí —dijo el jefe de policía.

—Sí, claro… Curioso cómo les gustan las monjas a los cafres. Lo lógico sería que prefirieran algo un poco más alegre.

—Tal vez se deba a que son vírgenes —insinuó el Kommandant.

—Una idea muy inteligente —dijo el alcalde—. A mi mujer le tranquilizará saberlo.

Bajo ellos, los tejados brillaban al sol de la tarde. Construida en el apogeo del Imperio Británico, la pequeña metrópoli conservaba un aire de raída grandeza. El ayuntamiento, un edificio gótico nuevo, se alzaba sobre la plaza del mercado; frente a él, el Tribunal Supremo conservaba un aire clásico formal. Tras la estación ferroviaria se alzaba, exteriormente inmutable, Fort Rapier, sede en tiempos del Ejército Británico y hoy hospital mental. Los internos paseaban cansinos por el gran patio en el que antaño habían formado diez mil hombres antes de partir hacia el frente. El palacio del gobernador era ahora escuela de profesorado y en sus prados, otrora escenario de fiestas y recepciones al aire libre, tomaban el sol los estudiantes. Al Kommandant van Heerden todo le resultaba enigmático y triste y precisamente en el momento en que el helicóptero se estabilizaba sobre el cuartel empezaba a descender, él se preguntaba por qué los británicos habrían abandonado tan fácilmente su imperio.

—Excelente formación —dijo el alcalde señalando las filas de policías formados abajo en el patio.

—Supongo que sí —dijo el Kommandant, regresando de los antiguos esplendores al opaco presente. Bajó la vista hacia los quinientos hombres en formación frente a un pódium. En realidad no tenían nada de espléndido; ni los hombres ni los seis carros blindados aparcados en hilera tras ellos. Cuando el helicóptero tocó tierra y el rotor dejó al fin de girar, el Kommandant ayudó a bajar al alcalde y le escoltó hasta el pódium. La banda de la policía había iniciado una alegre marcha; sesenta y nueve perros guardianes gruñían y babeaban en varias jaulas de hierro de las que, con motivo de la fiesta, habían desalojado a los prisioneros negros que las ocupaban habitualmente mientras esperaban juicio.

—Usted primero —dijo el jefe de policía al pie de los peldaños del pódium. Arriba les esperaba un teniente alto y delgado que sujetaba la correa de un dóberman pinscher que (según advirtió alarmado el alcalde) enseñaba los dientes en lo que parecía un gruñido inmutable.

—No, usted primero —dijo el alcalde.

—Insisto. Usted primero —dijo a su vez el Kommandant.

—Oiga —dijo el alcalde—, si cree que voy a disputarle la escalera a ese dóberman…

El Kommandant van Heerden sonrió.

—No se preocupe —dijo—. Está disecado. Es el trofeo.

Avanzó tambaleante hacia la plataforma y empujó hacia un lado al dóberman con la rodilla. El alcalde le siguió. El Kommandant le presentó al enjuto teniente.

Luitenant Verkramp, jefe de la Brigada de Seguridad.

Verkramp sonrió con frialdad y el alcalde supo que acababan de presentarle a un miembro del DSE, Departamento de Seguridad del Estado, cuya reputación en la tortura de sospechosos no tenía parangón.

—Pronunciaré un breve discurso —dijo el Kommandant—, y a continuación usted podrá hacer la entrega del trofeo.

El alcalde asintió; el Kommandant se dirigió al micrófono.

—Señor alcalde, damas y caballeros, miembros de la policía sudafricana —gritó—. Nos hemos reunido aquí para rendir tributo a los héroes de la historia de Sudáfrica y en particular para honrar la memoria del difunto Konstabel Els, cuya reciente y trágica muerte privó a Piemburgo de uno de sus policías más distinguidos.

La voz del Kommandant, amplificada por el equipo de altavoces, retumbó en el gran patio, perdiendo en el proceso de amplificación todo vestigio de la vacilación que sentía al mencionar a Els. Había sido idea del Luitenant Verkramp entregar el dóberman disecado como trofeo y el Kommandant había aceptado, encantado de verlo desaparecer de su despacho. Pero ahora, ante la perspectiva de tener que elogiar al difunto Els, ya no estaba tan seguro de que la idea hubiera sido tan buena. Els había matado en cumplimiento del deber a más negros que ningún otro policía de Sudáfrica y había sido en vida un constante transgresor de las leyes contra la inmoralidad. El Kommandant bajó la vista hacia sus notas y leyó:

—Leal camarada, buen ciudadano, cristiano devoto…

Contemplando los rostros de los policías que tenía delante, el alcalde pensaba que sin duda la muerte del agente Els había sido una gran pérdida para el cuerpo policial de Piemburgo, pues ninguno de todos aquellos rostros que tenía delante sugería las admirables cualidades que habían sido al parecer tan notorias en el Konstabel Els. Precisamente cuando llegaba a la conclusión de que la media del CI debía situarse en un 65, el Kommandant concluyó su discurso y anunció que el Trofeo en Memoria de Els se concedía al agente van Rooyen. El alcalde se puso en pie y tomó la correa del dóberman disecado de manos del Luitenant.

—Mi enhorabuena por el trofeo —dijo el alcalde al ganador—. Dígame, ¿qué hizo para merecer tal honor?

El agente van Rooyen se ruborizó y farfulló algo sobre matar a un cafre.

—Impidió la fuga de un preso —se apresuró a explicar el Kommandant.

—Oh, muy loable, sin duda —dijo el alcalde, entregando la correa del perro al policía.

Y el ganador del Trofeo en Memoria de Els bajó tambaleante de la plataforma con el dóberman disecado, entre los vítores de sus compañeros, el aplauso del público y los acordes de la banda.

—Espléndida idea conceder un trofeo como ése —comentó el alcalde más tarde, cuando tomaban té en el refrigerio que siguió al acto—. Aunque he de decir que nunca se me habría ocurrido pensar en un perro disecado. Originalísimo.

—Lo mató el difunto Els —dijo el Kommandant.

—Debió ser, sin duda, un hombre muy notable.

—Lo mató con sus propias manos, cuerpo a cuerpo —dijo el Kommandant.

—Válgame Dios —exclamó el alcalde.

Al poco rato, el Kommandant dejó al alcalde y al reverendo Schlachbals discutiendo sobre la conveniencia de permitir a los hombres de negocios japoneses de visita en la ciudad utilizar las piscinas «Sólo para Blancos», y se fue.

Vio en la entrada al Luitenant Verkramp en animada conversación con una enorme rubia ataviada con un vestido color turquesa asombrosamente ajustado. Bajo su pamela rosa, el Kommandant reconoció las facciones de la doctora von Blimenstein, eminente psiquiatra del Hospital Mental Fort Rapier.

—¿Qué, recibiendo tratamiento gratis? —preguntó jocosamente al pasar a su lado.

—La doctora von Blimenstein me ha estado explicando cómo trata a los maniaco-depresivos —dijo el Luitenant.

La doctora von Blimenstein sonrió.

—El Luitenant Verkramp parece interesadísimo en el uso de la terapia electro-convulsiva.

—Ya lo sé —dijo el Kommandant; salió al aire libre, especulando ociosamente sobre la posibilidad de que Verkramp se sintiera atraído por la rubia psiquiatra. Parecía un tanto improbable, pero con Verkramp uno nunca podía saber a qué atenerse. Hacía ya mucho que el jefe de policía había dejado de intentar comprender a su segundo.

Encontró un asiento a la sombra y se sentó; contempló la ciudad. A ella pertenecía su corazón, pensó, rascándose dubitativo la gran cicatriz del pecho. Desde el día de su operación de trasplante, el Kommandant van Heerden se sentía como un hombre nuevo en más de un sentido. Su apetito había mejorado; apenas se cansaba; y, sobre todo, su errónea creencia de que al menos una parte de su anatomía podía remontar su pasado hasta la conquista normanda, contribuía muchísimo a aliviar la poca estima que sentía por el resto de su persona. Habiendo adquirido el corazón de un caballero inglés, ya sólo tendría que adquirir las características externas de la inglesidad, que tanto admiraba. A tal fin se había comprado un traje Harris Tweed, una chaqueta Norfolk y unos zapatos Oxford. Los fines de semana podía vérsele ataviado con su chaqueta Norfolk y sus zapatos Oxford paseando por el bosque de las afueras de la ciudad: una persona solitaria, muy pensativa; o, al menos, entregada a las divagaciones mentales que el Kommandant creía que eran pensamientos y que, en su caso, giraban en torno a la forma y los medios de convertirse en miembro aceptado de la comunidad inglesa de Piemburgo.

Había dado un paso en esta dirección solicitando la admisión en el Alexandria Club, el club más selecto de Zululandia; pero sin éxito. Fueron necesarios los esfuerzos conjuntos del presidente, el tesorero y el secretario para convencerle de que el que le denegasen su solicitud de ingreso nada tenía que ver con el color de sus órganos reproductores ni con los orígenes raciales de su abuela. Finalmente, había ingresado en el Club de Golf, cuyas normas de admisión eran menos rigurosas y donde podía sentarse y escuchar asombrado acentos cuya arrogancia era absolutamente inglesa, según creía él. Cuando volvía a casa tras sus visitas al Club de Golf, se pasaba la velada practicando «Excelente exhibición» y «Animo». Mientras dormitaba ahora en su silla pensando en todo esto, se sentía bastante satisfecho con sus progresos.

Al Luitenant Verkramp, el cambio operado en el Kommandant desde su trasplante de corazón, le sugería algún conocimiento oculto y siniestro. El favor del que había disfrutado previamente Verkramp, en virtud de una mejor educación y de mayor ingenio, prácticamente se había esfumado. El Kommandant le trataba con una altiva tolerancia que enfurecía al Luitenant, y recibía sus comentarios sarcásticos con una sonrisa benigna. Y lo que era peor: se dedicaba a inmiscuirse siempre en sus intentos de erradicar el comunismo, el liberalismo y el humanismo (por no mencionar el anglicanismo y el catolicismo) y todos los demás enemigos del estilo de vida sudafricano de Piemburgo. Cuando los hombres de Verkramp allanaron la sede masónica, van Heerden esgrimió las más enérgicas objeciones; y cuando el Departamento de Seguridad detuvo a un arqueólogo de la universidad de Zululandia cuyas investigaciones sugerían la existencia de la forja de hierro en el Transvaal antes de la llegada de Van Riebeck en 1652, el Kommandant insistió en que se le pusiera en libertad. Verkramp había protestado enérgicamente.

—No había negros cabrones en Sudáfrica antes de que llegaran los blancos y el que lo diga es un traidor —le dijo.

—Ya lo sé —repuso el Kommandant—. Pero este hombre no ha dicho que los hubiera.

—Sí que lo ha dicho. Dijo que se forjaba hierro.

—Pero no que hubiera gente —apuntó el Kommandant; y el arqueólogo, que por entonces mostraba síntomas agudos de angustia, fue trasladado al Hospital Mental Fort Rapier. Precisamente fue allí donde Verkramp conoció a la doctora von Blimenstein. Mientras ella le sujetaba los brazos a la espalda al paciente y le hacía entrar a empujones en el hospital, el Luitenant pudo apreciar los anchos hombros y las hermosas nalgas de la doctora y comprendió que estaba enamorado. A partir de entonces, visitó casi a diario el hospital para interesarse por el arqueólogo; se sentaba en el despacho de la doctora y estudiaba los detalles de su figura y de su cara antes de volver a la comisaría como un viajero que regresase de algún El Dorado Sexual. Y permanecía horas componiendo el cuadro mental de la encantadora psiquiatra, a base de los diversos fragmentos captados en sus numerosas visitas. En cada viaje conseguía un nuevo tesoro de detalles íntimos que añadía al boceto que tan bien conocía. Un día era el brazo izquierdo; otro, el suave abultamiento que formaba en el vientre la presión de la faja, o el pecho grande y firme confinado en el sujetador. Y, lo mejor de todo, un día de verano atisbo bajo la falda estrecha la entrepierna blanca y con hoyuelos. Tobillos, rodillas, manos, una axila esporádica. Verkramp lo conocía todo con una minuciosidad de detalles que habrían sorprendido a la doctora.

Siguieron charlando, y el Luitenant Verkramp comentó el cambio que había observado en el Kommandant.

—No lo entiendo —dijo, ofreciéndole a la doctora otro pastelillo de crema—. Ha empezado a usar prendas extravagantes.

La doctora von Blimenstein le miró fijamente.

—¿Qué clase de prendas extravagantes? —preguntó.

—Se pone una chaqueta de tweed con bolsillos de pliegues y una especie de cinturón en la espalda. Y ha empezado a usar también unos zapatos muy raros.

—Eso me parece muy normal —dijo la doctora von Blimenstein—. ¿Nada de perfume, o un interés especial por la ropa interior femenina?

El Luitenant negó con la cabeza, pesaroso.

—Pero también ha cambiado de lenguaje. Se empeña en hablar inglés y ha puesto una foto de la reina de Inglaterra en su escritorio.

—Eso sí parece extraño —dijo la doctora.

Verkramp se animó.

—Yo no creo que sea natural que un buen afrikaner ande por ahí diciendo «Absolutamente espléndido, ¿eh?», ¿no le parece?

—Yo también dudaría seriamente de la sensatez de cualquier buen inglés que se dedicara a decir esas cosas —dijo la psiquiatra—. ¿Cambios súbitos de humor?

—Sí —confesó Verkramp, emocionado.

—¿Delirios de grandeza?

—Exactamente —dijo Verkramp.

—Vaya —dijo la doctora Blimenstein—, parece que su jefe sufre algún tipo de trastorno psíquico. Yo no le perdería de vista.

Cuando concluyó el día de asueto de la policía y la doctora von Blimenstein se fue, el Luitenant Verkramp estaba contentísimo. La idea de que el Kommandant Van Heerden se hallara al borde del derrumbe abría ante él perspectivas de ascenso. El Luitenant Verkramp empezaba a creer que no tardaría mucho en ser jefe de policía de Piemburgo.