28

Y ahora estoy aquí tumbado, en la habitación de la terraza, mirando a través del ventanal un cielo del que todas las estrellas parecen haber sido barridas, un cielo imposible de color casi negro, recorrido regularmente por un haz de luz como procedente de un faro. No acierto a distinguir si son nubes las que ocultan las estrellas, pero no cabe otra explicación. Tengo los ojos entrecerrados, no me esfuerzo. Me gusta ese cielo oscuro y aguardo la siguiente pasada del foco. Carina duerme vuelta hacia la pared. Su espalda desnuda es más joven que ella; sólo sé expresarlo así; porque su mirada, su boca, incluso sus manos tienen una biografía, un pasado de deseos cumplidos y de deseos frustrados, mientras que su espalda parece protegida de todo, lisa, virgen.

Antes de quedarse dormida le he dicho que su piel huele a ropa recién planchada y se ha reído. Cuando está de pie, para reírse echa la cabeza ligeramente hacia atrás, pero hace un momento, tumbada boca arriba, ha arqueado el cuerpo en contracciones sucesivas. Tiene los dientes pequeños, Carina, casi no se ven cuando ríe.

Me gustan sus dientes demasiado pequeños, como me gustan sus otras imperfecciones; los pies, regordetes, que no pegan nada con sus piernas delgadas (¡igual que las manos de mi madre!), como si perteneciesen a otra persona o como si su cuerpo fuese uno de esos fraudes que abundaron un par de siglos atrás, cuando bromistas o aprovechados cosían partes de animales —una cola de pescado al vientre de un mono— para engañar a museos e instituciones científicas. Sus pies no deberían ser sus pies; sin embargo, cuando tomo uno en la mano me enternece, tengo la impresión de acceder a esa intimidad en la que no nos importa que otro nos vea tal como somos; tiene también algunas venas superficiales alrededor de los tobillos y no sé si puede llamarse imperfección o seña de identidad esa cicatriz de unos cinco centímetros de largo y medio de ancho, suave y con una textura distinta de la piel que la rodea, en el vientre; la habían operado de apendicitis cuando era una niña y la cicatriz creció con ella; la dibujo con el índice y, al tocar esa herida antigua y ya curada, siento lo mismo que cuando Carina me cuenta una historia de cuando era niña o adolescente, me asomo a su pasado, a esa chica que fue, imprescindible para haberse convertido en la mujer que es: con sus debilidades, sus fracasos, sus pequeñas o grandes desgracias. Me gusta su cicatriz porque me acerca a su historia, y es su historia la que le permite estar a mi lado dormida y desnuda. Respira despacio, casi ni se la oye.

Lo que sí se oyen son sirenas de ambulancia y de policía, como todas las noches. Pero si otras noches no les hago caso, ahora, mientras estoy tumbado al lado de Carina, con una mano sobre su costado, sintiendo leves movimientos de las entrañas, palpitaciones, pasajeros temblores o estremecimientos, me sugieren que allá fuera hay gente que ha tenido un ataque al corazón o ha sufrido una agresión, enfermeros que hacen la respiración artificial a un hombre para volverle a la vida, gente que se agrede y se amenaza, cortes, contusiones, tremendos dolores que no he conocido jamás, rabias que no alcanzo a imaginar, hombres que viven en la calle y no hablan con nadie y mean en las esquinas y no se lavan desde hace meses y pasan frío y calor y hambre, y a veces se emborrachan hasta vomitarse encima, y de pronto se caen y quedan volcados en medio de la acera, y muchos pasan a su lado más deprisa, pero alguien llama y llega un coche de policía o una ambulancia, y nadie quisiera en realidad tocarlo ni darse de verdad cuenta de que es un hombre, que quizá tuvo una infancia feliz, o al menos una madre que lo mecía y lo miraba preguntándose lo que haría en la vida ese niño sin cicatrices aparentes, pero a mí nada de eso me toca, nada me ha pasado que pueda llamar trágico, y todas esas vidas desgarradas de allá afuera, cinco pisos más abajo, lejos, son otro mundo en el que no habitamos Carina y yo.

Carina y yo.

Hace un rato me ha pedido que no haga las mismas cosas que hacía con Clara, y ante mi expresión confusa, me ha dicho: «No me hagas el amor, invéntalo para mí», lo que es quizá cursi o al menos una exigencia imposible, pero yo he asentido y he intentado imaginar que lo hago por primera vez. Así que he pasado un rato largo recorriendo despacio su cuerpo con la yema de los dedos, intentando sentir la maravilla de que esa piel responda a la caricia, y notar cómo su respiración se altera dependiendo del lugar que tocan mis dedos; si rozo su nuca se le pone carne de gallina. También he acariciado sus labios tras mojar los dedos en mi propia saliva: los párpados de Carina se han movido muy deprisa, como si soñara alguna de esas aventuras imposibles que, según me ha dicho, recuerda siempre al despertar.

Carina sueña, yo soy un hombre sin sueños. Así que, si algún día vivimos juntos, desearía que cada mañana me contase lo que ha soñado. «Te advierto que a veces son sueños muy violentos —me ha dicho—, sueños de hombre, en los que hay navajazos y disparos y la gente muere». «¿Y tú eres víctima o verdugo?» Se ha quedado pensando. Nunca hasta entonces había usado esas categorías. «A menudo huyo —responde—. No me suele pasar nada grave, es sólo que algo dramático o violento sucede a mi alrededor y yo tengo que escapar para que no me ocurra a mí también».

Y justo ahora Carina emite un suave quejido, una de sus manos se contrae varias veces, encoge una rodilla. Yo le pongo una mano en la espalda, que es como decirle «estoy aquí, resiste». Pero en lugar de aceptar mi ofrecimiento deja de manotear y agitarse, se despierta.

Carina se gira sobre el otro costado; aunque he cerrado los ojos sé que está estudiando mi cara. No nos conocemos. Es imposible conocer a la otra persona, aunque en algún momento seamos capaces de intuir lo que va a decir o está pensando. Hay siempre un rincón oscuro, esa parte que incluso después de muchos años seguiría sorprendiéndonos, quizá aterrándonos si la descubriéramos. En algún lugar de nosotros mismos estamos solos, nadie puede acompañarnos, pero no tenemos por qué descartar o minusvalorar ese territorio en el que es posible adentrarse de la mano de alguien, quizá ensanchándolo, conquistando a la maleza zonas sobre las que poder sembrar.

Nunca utilizo la palabra amor. Nunca leo novelas de amor. Durante un tiempo, cuando coqueteé con la idea de ser escritor, sin concretarla nunca por falta de fuerza de voluntad, imaginaba un libro de relatos que se titularía El amor es un cuento. Luego descubrí que ese título ya existía, que todo lo que uno pueda pensar sobre el amor ya está dicho, que es imposible contar una historia de amor, porque están todas contadas. Siempre he creído que el pensamiento es más original que la emoción; es más fácil pensar cosas nuevas que sentirlas. Los amores felices se parecen; los desgraciados también. Y sin embargo, ahora mismo siento algo que me resulta nuevo: nuevo en mi biografía personal, no original ni inusitado (inusitado, esta palabra le gustaría a Carina). El deseo de duración, no de que dure este instante, que la agradable sensación que siento al oír la respiración de Carina, al notar ahora su mano sobre mi muslo, esa expectación porque va a suceder algo, dure. No es eso. Pienso en la duración de mi relación con Carina. Que el tiempo pase y ella siga aquí, por supuesto una Carina cambiada, no idéntica a la que ya conozco. Alguien a quien tendré que irme adaptando, y ella a mí.

¿Cómo sería envejecer con Carina? ¿Seguirían gustándome sus imperfecciones? Cuando sus talones estén cubiertos de durezas y se agrieten, cuando haya arrugas alrededor de sus labios, cuando los dedos de sus manos se vuelvan leñosos, cuando la carne de los brazos cuelgue flácida, sin músculo. Cuando las manchas en la cara o en el pecho revelen el inevitable deterioro. Envejecer nos afea, no hay vuelta de hoja, y me pregunto si será posible a pesar de todo mirarse con deseo; o si el deseo será sustituido por otro sentimiento que ahora no conozco o no identifico. Siento curiosidad, es la primera vez, por la vida que se puede llevar con alguien que está a tu lado desde hace décadas. ¿Será eso conformarse, aferrarse a lo conocido por miedo a la soledad? ¿Renunciar a la pasión, al auténtico deseo? ¿O hay algo que compensa la pérdida aunque ahora ni se me ocurra lo que pueda ser? Pero me gustaría saberlo, como me gustaría saber cómo será Carina dentro de veinte años. Saber cómo se moverá, cómo pensará, cuáles de las cosas que ahora me gustan acabarán cansándome, cuáles aprenderé a apreciar.

Es algo que pregunto siempre a las mujeres que salen conmigo: «Dentro de diez años, ¿qué es lo que más te molestará de mí?». Y una de ellas, una chica que tenía una librería en Argüelles, con la que salí hasta que descubrimos que leíamos la vida de manera diferente, me respondió: «Esto». «¿Esto qué?», quise saber. «Que siempre pienses en el final, en el deterioro. Tienes un gusto morboso por lo que se desmorona.» No era tonta aquella chica.

—Eh —me dice Carina, y supongo que ahora me va a preguntar: ¿en qué piensas?

—Sí.

—¿Por qué no me cuentas algo?

—¿Qué quieres que te cuente?

—Algo que sea verdad.

Abro los ojos. Ella tiene un aspecto relajado, desde luego no el de quien está a punto de hacerte un reproche o te tiende una trampa.

—¿Piensas que otras veces no te cuento la verdad?

—No siempre.

—Nadie cuenta siempre la verdad.

Me pone la mano en el vientre. Juega con el vello dando suaves tirones. Lo peina con los dedos en direcciones cambiantes. Ha salido del sueño con las mejillas sonrosadas y parece algo más joven que hace unas horas, cuando estaba montada a horcajadas sobre mí, concentrada y a la vez con el gesto de quien encuentra algo inesperado y no sabe si alegrarse o preocuparse.

—Ni siquiera Clara. Eso ya lo hemos aprendido los dos.

—¿Has sido tú quien ha contestado por Clara?

—¿Por Clara?

—En Facebook. Le he pedido que sea mi amiga y me ha aceptado. Y me ha enviado un mensaje.

—Estás loco —dice sin énfasis, como podría haber dicho «tengo sueño» o «son las siete».

—Estoy loco por haberle escrito, pero no como para inventar que me ha respondido.

Se ríe meciéndose sobre la espalda. Entonces se incorpora, apoya la espalda contra la pared, da más tirones traviesos de mi vello púbico.

—¿Y qué te ha dicho?

—Has sido tú. Si no, no lo encontrarías gracioso.

—Dime qué te ha dicho.

—Que me echa mucho de menos. Y yo no me he atrevido a responderle.

—Qué cobarde. Deberías haberlo hecho. Seguro que se alegraría.

—Has sido tú.

—Cuéntame una historia. Sobre ti. Pero de verdad.

Me gustaría que Clara nos viese ahora, juntos, con el dedo de Carina trazando mis rasgos sobre mi cara, leyéndome en braille. Como me gustaría saber si cree que hacemos buena pareja: échanos la buenaventura, Clara, dinos si vamos a ser felices o desgraciados, o, más bien, cuánto de cada cosa. Dinos si acabaremos sintiéndonos acreedores del otro, arrepentidos de lo que invertimos, o si todo lo que nos cueste estar juntos habrá merecido la pena. Clara, míranos y dime si frunces el ceño o se te escapa la sonrisa.

—Una historia que sea cierta.

—Ajá.

Intercambiamos posiciones: ella se escurre sobre la espalda como si careciese de músculos hasta quedar tumbada y yo me siento y me apoyo contra la pared. Carina se gira y me da un mordisco suave en la cadera. Le pongo un dedo en la mejilla y también lo muerde.

—¿En serio que quieres conocer la verdad sobre mí?

—Ajá.

—Sería una historia muy larga.

—Tenemos todo el tiempo del mundo.

Deja de mordisquearme, se pone seria. Carraspea como si fuese ella a hablar. Me anima con los ojos, enarca las cejas. La verdad es que, por primera vez, no sé por dónde empezar.

—Vale, comenzaré por lo más importante —digo, y de nuevo siento el vértigo, cómo se dispara mi adrenalina. El deseo de abalanzarme hacia delante y que la velocidad de la caída me corte la respiración. Sin un discurso preparado, sin haber decidido qué contar y qué no, y sabiendo que esa decisión va a empujar mi vida por un camino que será difícil de cambiar en mucho tiempo. Me siento bien; estoy bien. Excitado. Alegre. Con Carina dispuesta a escucharme, con su cuerpo desnudo junto al mío. Tan seria, Carina, esperando a que le cuente la verdad de mi vida. Levanto la mirada hacia ese cielo negro. No veo murciélagos ni por supuesto vencejos. Cierro los ojos y ahora sí, ya no puedo posponerlo más, empiezo a contarle la historia de Samuel según Samuel.