27

Carina me llama y me invita a tomar una cerveza en uno de los quioscos del Retiro. «Si no es demasiada naturaleza para ti —me dice—, con todos esos árboles, hierba, urracas, un estanque…». Le prometo no vomitar esta vez.

Hace un sol fresco de principios de otoño y podría empezar a describir ahora el color de las hojas de los plátanos y el reverbero del sol sobre las aguas verdosas del estanque… pero a quién le importan las hojas, el sol, las familias endomingadas, los barquilleros, el mundo fuera de este túnel que me lleva a donde está ya sentada Carina, hoy en vaqueros y con una chaqueta desgastada de cuero negro, zapatillas deportivas, como si haberse mostrado en chándal la hubiese relevado de la obligación de seguir llevando aquellos trajes de chaqueta que sólo te permiten pensar en una vida de oficinas, vagones de tren de clase preferente, aeropuertos, comidas de trabajo.

No sé si me busca los ojos o si contempla su reflejo en mis gafas de sol. Pido vermut, que es lo que está bebiendo ella. No estoy convencido de lo que voy a hacer, ni siquiera estoy seguro de que lo habría hecho si ella no me hubiese puesto una mano en la rodilla y preguntado:

—¿Te pasa algo? ¿Sigues enfermo?

—Tengo que contarte una cosa.

Quita la mano de mi rodilla, juguetea con el vaso. Contempla un rato a los paseantes, a ese perro que se escapa de la correa de su amo y corretea entre las mesas, a un niño que se esfuerza por montar en un patinete pero tiene que bajarse cada dos o tres pasos porque pierde el equilibrio.

—Si fuésemos una pareja pensaría que me vas a revelar que tienes una amante. Así empiezan esas conversaciones, ¿no?

—No sé. Sólo he tenido una amante.

—Y yo ninguno. Anda, vamos a dar un paseo mientras me lo cuentas.

Deja en la mesa el dinero de los vermuts. Yo apenas he tenido tiempo de probar el mío. Nos levantamos y se cuelga de mi brazo. Caminamos enlazados hasta el borde del estanque. Podría ser la chica que sale conmigo, así, con su brazo enganchado al mío, callada y a la vez cercana, podríamos estar paseando como todos los domingos, o sólo como este domingo en que hemos decidido acercarnos al Retiro después de tanto tiempo, y podríamos tener o no tener una historia de paseos por el Retiro, bancos predilectos, habernos besado en este mismo a cuyo lado pasamos, o haber tenido en él también discusiones, desencuentros, reconciliaciones. Podría ser que ésta no fuese la primera vez que nos apoyamos en la barandilla del estanque y, mientras miramos las barcas, y los grupos de adolescentes que se echan agua con los remos y se gritan de una barca a otra y se ríen y se insultan amistosamente, y establecen alianzas, complicidades, rivalidades, así, apoyados en la barandilla, habríamos hablado de lo que hablan todas las parejas recientes, de sí mismos, y esta conversación sólo sería una más.

Carina no suelta mi brazo, parece buscar el contacto con mi cuerpo, algún tipo de consuelo o alivio que le produce estar junto a mí.

—Empieza. Qué es lo que tienes que contarme.

Clara, según Samuel

—Como nunca lo has comentado, sospecho que Clara no te lo contó, y en realidad no me extraña porque es una de esas cosas que no habría deseado que tú supieses, esas que la hacían compararse contigo y sentir vergüenza por el resultado. No me dijo expresamente que no te lo contara, así que no creo traicionarla, y además, los muertos no tienen derechos, lo que uno calla o revela debe decidirse según el efecto que haga en los vivos. Y no creas que no me he preguntado más de una vez si debo o no decírtelo, y si he llegado a la conclusión de que sí, de que es algo que tengo que contarte, es sobre todo porque, igual que yo, sigues buscando a Clara, aún no la has enterrado, y no querrías hacerlo antes de convencerte de que sabes quién era tu hermana. Probablemente por eso estás conmigo, y algo parecido podría decirse de mí mismo, y ya te aviso de que hay muchas cosas que quiero preguntarte: quiero saber cómo te hablaba de mí —aunque, como dices, no lo hiciese con frecuencia—, si la notabas ilusionada o temerosa, si hubo defectos que a ella le molestasen especialmente, si de verdad creyó que algún día podríamos vivir juntos.

Carina no interrumpe mi larga introducción. Tampoco habla cuando hago una pausa. Tiene un aspecto plácido, satisfecho. Me gustaría mucho que hubiera comenzado a confiar en mí, a sentir que a mi lado puede bajar la guardia, relajarse, respirar.

—Seguro que te llamó la atención lo que nos dijo Alejandro, que Clara le pidió que tuviesen un hijo, y que a él le pareció que la propuesta demostraba que Clara estaba cayendo en la desesperación y por eso, aunque Alejandro no lo dijo así, intentaba agarrarse a algo sólido, creer en un proyecto que detuviese ese resbalarse hacia el fondo.

Ahora Carina se ha vuelto hacia mí. Ha abierto la boca como si fuese a hablar pero aguarda a que yo continúe. Creo que intuye lo que le voy a decir.

—Pero Alejandro no entendió a Clara, como en tantas cosas. Lo que Clara le estaba queriendo decir es que estaba embarazada.

—¿De ti?

—Eso me dijo ella. No puedo saberlo.

Carina me echa la mano a la cara y ya casi siento el arañazo, pero lo que hace es arrancarme las gafas de sol y tirarlas al estanque. Luego se lleva esa misma mano a la boca, como sorprendida por lo que acaba de hacer, y los dos contemplamos las gafas hundirse, más deprisa de lo que yo habría esperado, en las aguas verdosas.

—Pues me costaron un dineral. Armani, o Calvin Klein, o algo así.

Seguimos con la mirada fija en el lugar en el que desaparecieron las gafas, como si esperásemos verlas salir a flote. Y creo que Carina está a punto de echarse a reír, o a llorar, aún con la mano pegada a los labios, o a lo mejor es que el sol le da en los ojos y por eso los tiene entrecerrados. Como no parece que vaya a añadir nada, continúo la historia.

—Clara me dijo que el padre era yo, y ahora tengo que explicarte que fue entonces cuando me pidió que nos fuésemos a vivir juntos. Y yo en realidad no le dije que no quería vivir con ella, como te contó, sino que así no, que no podíamos irnos a vivir juntos como antes, cuando las parejas se casaban porque el hombre había dejado preñada a la chica. La decisión, que iba a poner patas arriba nuestras vidas, no podíamos tomarla por eso, sino porque verdaderamente lo queríamos, y ella hasta entonces siempre me había dado a entender que no lo quería, que estaba dispuesta a mantener esa relación de fin de semana conmigo pero nada más, y yo me había sentido más útil que deseado, un instrumento que ella empleaba para sacar un poco de sus goznes una vida demasiado bien encajada. Nunca protesté, es lo que ella quería, y yo lo aceptaba, pero no estaba dispuesto a irme con ella para ser el padre de su hijo o algo así.

—¿Estaba embarazada cuando tuvo el accidente?

—¿Quieres decir que si había abortado? No lo sé. Pasó un par de semanas sin llamarme, y ya no volvimos a hablar.

—Pero tú le pediste que abortara.

—Yo le pedí que se pensara si quería tenerlo.

—O a lo mejor era una prueba. Una de esas cosas que se le pasaban por la cabeza y no pensaba mucho en las consecuencias.

—Es que ella en realidad no quería ser madre.

—Tú tampoco tienes hijos.

—Pues no.

—¿Por qué?

—Porque no.

—¿Tu mujer o tú?

—Ella. Pero quizá no es que no los quisiese sino que no los quería conmigo. Yo qué sé. Ya te has dado cuenta de que no soy un genio con las mujeres.

—No, eso es verdad. Entonces, tú no estabas en contra de tenerlos.

—No sé, Carina. Nunca he vivido con nadie que de verdad lo desease y tampoco era algo que me hiciese particular ilusión.

—Prefieres beber bourbon en la terraza —Carina vuelve a acercar la mano a mi cara, pero esta vez lentamente, como para que comprenda que no tengo nada que temer. Me acaricia la mejilla, con un puchero sonriente en los labios, y aunque pienso que esa caricia podría hacérsela a un perro que llega jadeando y con la correa colgando a su lado, «a ver, ¿te has perdido, dónde está tu dueño?», me conforta sentir sus dedos sobre mi piel.

—Prefiero beber bourbon en la terraza, leer, salir, quedar con amigos. Hace no sé cuánto tiempo que no quedo con nadie. Ni con Fran, ni con Javier, ni con Alicia. Me gustaría presentártelos. Se pelean todo el tiempo.

—Pero tú no participas en las peleas, claro.

—Raras veces. Me vas conociendo.

—Te voy conociendo y si te digo la verdad no siempre me gustas.

—Por eso has tirado mis gafas al estanque.

—No sé por qué lo he hecho. En el fondo da igual que estuviese esperando un niño. Bien mirado, ¿por qué voy a sentir más la muerte de un feto que la de mi hermana?

—No, pero es más triste morir cuando esperas un niño. Un proyecto más interrumpido, te imaginas la ilusión…

—Además, no me creo lo del embarazo.

—¿Y por qué te iba yo a mentir?

—Sigue contándome.

—No sé cómo seguir si no te lo crees. Me dijo que estaba embarazada y que el niño era mío, me pidió que nos fuésemos a vivir juntos y le respondí que no. Y luego supongo que le propuso a Alejandro tener un hijo. Yo no pensaba que de verdad desease tenerlo, y sigo sin pensarlo. Una de sus locuras, una de esas formas que tenía de querer hacer un quiebro a la vida. Lo que no me encaja del todo es que quisiese cargar a Alejandro con un hijo que no era suyo, no le pega, Clara tendía a hacer las cosas de frente.

—Pero se encontraba contigo a escondidas.

Tiene razón. Es un punto débil de mi argumentación. Y ella lo señala como si estuviese pensando en voz alta sobre su hermana, quizá comprendiendo algo por primera vez. Me toma de nuevo del brazo y me aleja de la barandilla. Apenas hemos caminado unos segundos por el paseo, se nos acerca una gitana con una rama de romero en la mano; quiere echarnos la buenaventura: «Sois una pareja requeteguapa», nos dice. Rechazamos su oferta sin pararnos. «Vais a tener cuatro hijos, tan guapos como vosotros, ven aquí, rubia, que te leo las líneas de la mano.» «Que no.» «Vais a tener cuatro hijos, dos paralíticos y dos maricones.» Y se va tan digna como una emperatriz romana. Carina se ríe y se aprieta un poco más contra mí.

—Yo era su amante, pero en realidad Clara habría preferido que las cosas fuesen de otro modo, sin clandestinidad ni engaños. Eso, vivir de frente.

—No estaba embarazada. Me parece que os lo dijo, a los dos, para convencerse de que ninguno saltaría al fuego por ella, de que no había nada profundo de verdad que os uniese. Porque iba a abandonaros, para entonces ya estaba pensando en separarse de los dos. Y necesitaba estar segura. En realidad, Clara ya os había dejado.

A Carina le gustaría conservar esa idea de su hermana, a mí también: la chica independiente, la que quiere hacer las cosas hasta el fondo, la que va más lejos. Me imagino a Clara así, poniéndonos en esa disyuntiva, esperando nuestras respuestas aunque ella ya las sabe. Me la imagino asintiendo, pensando: «Os voy a dejar, la vida no es esto». Imaginamos los dos, estoy seguro, a esa chica que se va a vivir con okupas, que se escapa y busca, que corre y se arriesga, que está a punto de caer y se levanta, que no se resigna. La imaginamos y nos gusta, aunque ninguno de los dos esté hecho para ella. Porque no es verdad que yo sería ese hombre que la acompañaría durante caídas y recuperaciones, que soportaría vaivenes y desconciertos. Me gusta Clara, me gusta mucho, y quisiera que esa chica pecosa fuese mi amiga, que me contase sus aventuras y se riese de las historias siniestras de su pasado mientras tomamos una cerveza en mi terraza. Porque yo invitaría a Clara a venir a mi terraza, también en los malos tiempos, en esos que lleva el pelo y el humor como el ala de un cuervo, en los que no parece haber salida ni futuro, en los que resulta insoportable la idea de vivir así para siempre —así: sometida, sin ilusión, aunque sin grandes desgracias, sin entusiasmo y sin riesgo—. Yo la escucharía, no le daría consejos, me limitaría a estar con ella e intentar entender lo que siente. Mi casa sería para ella un refugio en el que esconderse y coger fuerzas para volver a saltar. Yo no le construiría una casita de muñecas, como Alejandro. Tan sólo una guarida, ese lugar para respirar, antes de continuar la carrera.

Atravesamos el Retiro; caminamos despacio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, aunque estoy seguro de que los dos pensamos en Clara. Sin ponernos de acuerdo, continuamos andando por la calle Atocha. Ni ella me pregunta ni yo a ella. Sigue enganchada a mi brazo. El estruendo del tráfico, los chirridos de los frenos, las voces de la gente, los variados sonidos de los móviles, los gases de escape, los empujones y las prisas, la suciedad de los edificios, el calor enrarecido que sale de la boca del metro, la angosta acera en la calle de la Magdalena, las motos subiéndose a ella para sortear el embotellamiento, la yonqui que nos pide unas monedas para comer, el olor a calamares, los carteles medio arrancados que convocan a la huelga general, los quioscos de flores en la plaza de Tirso de Molina, el mendigo que todos los días extiende una mano mientras en la otra sujeta un cigarrillo encendido, los chinos a la puerta de sus tiendas, en pie, en cuclillas, solos, en parejas, ausentes, aburridos. No hablamos. Atravesamos la ciudad como si fuese el decorado de nuestras vidas. Nada nos concierne aunque a veces atraiga nuestra atención. Abro el portal. El ascensor está en el bajo, ni siquiera tenemos que esperar. Sube con la lentitud de siempre, y nosotros dentro, conscientes del momento, sin una duda —yo, al menos—, seguros de los movimientos que aún faltan: la puerta del ascensor que se abre, yo cedo el paso a Carina, saco las llaves del bolsillo, giro dos veces la de seguridad en la cerradura, empujo la puerta.

—Entra —digo. Y ella tiene los ojos más oscuros que le he visto nunca. Los ojos de quien se asoma a una cueva con temor pero convencido del siguiente paso. Atraviesa el umbral, no hay marcha atrás. Antes de llegar al salón se ha quitado los pendientes y las zapatillas. Deja la chaqueta de cuero en el respaldo de una silla. Arroja los pendientes sobre la mesa como quien lanza los dados, se gira, levanta las cejas.

—¿Me das un segundo?

—Claro.

Sus pasos se han vuelto lentos, aunque no me parece que titubee. Es como si a cada paso estuviese escuchando lo que le dice su cuerpo. Sus pies desnudos sobre el parquet, ese pequeño baile a cámara lenta, se sacude el cabello, aunque es demasiado corto para ser sacudido, desabrocha un botón de la blusa, abre la cremallera del pantalón, el giro de puntillas al llegar al baño, sus ojos aún oscuros, la sonrisa de quien recuerda. Es más alta que Clara, también algo más angulosa. También, por primera vez, me parece más guapa que su hermana. Yo me quito el reloj por hacer algo.

—Ahora vuelvo —dice y, antes de desaparecer en el baño—: No te vayas.