Entro en el despacho de José Manuel sin llamar, como hace él cuando viene al mío, y me siento en el sofá de cuero. Él no aparta la mirada de la pantalla.
—He estado enfermo. Por eso no he venido.
—Nadie se había dado cuenta de tu ausencia. A lo mejor es que ya nos habíamos acostumbrado.
—He tenido una época difícil.
—Y yo. Y la empresa. ¿Tú sabes lo que es cuadrarlo todo sin un administrador? Pero a ti te da igual. Tú haces lo que te apetece, sin preocuparte de los demás. Yo estoy aquí todo el día trabajando…
—Parecemos marido y mujer.
—¿Sabes que los kosovares han reducido en un quince por ciento la oferta? Dicen que la empresa está en peor estado de lo que les aseguramos.
—Y tienen razón. Hay muchos materiales en el almacén a los que hemos calculado el precio de mercado pero son invendibles.
—Gracias por avisarme.
Se levanta de su silla giratoria y acolchada de ejecutivo, una silla de respaldo alto de color burdeos que resopla y cruje cuando José Manuel se mueve, como en una película de Tati. Viene a sentarse al sofá, a mi lado, y yo me entrego a mi tarea favorita de levantar las escamas del cuero con la uña.
—¿Y si compro yo la empresa?
Había esperado una reacción fogosa, su risa forzada, una sucesión de cáspitas y narices y reperas, una incredulidad fingida e histriónica.
—He echado a cinco. Cinco de quince. Pero los kosovares dicen que sobran dos.
—¿Y qué piensa Genoveva?
—Aún no lo sabe.
—¿Y qué pienso yo?
—No sé cómo siendo tan listo le sacas tan poco provecho.
—Somos los que tenemos mayor antigüedad y los salarios más elevados, echarnos cuesta caro y quieren que nuestros despidos los pagues tú.
—Supongo que a ti te da igual. Si vendemos no te vas a quedar.
—Eso es lo que no saben ellos. Que no tendrían que echarme.
—O sea, que te hago un favor si te despido. Pues no pienso hacerlo.
—¿Y si te compro la empresa?
—No me jodas, Samuel.
—Has dicho una palabrota.
—También puedo mandarte a tomar por culo.
—Es una idea. Lo de comprar la empresa, no lo de tomar por culo.
Ahora sí, José Manuel se echa a reír. Y no suena nada forzado, sino que la risa parece subirle desde la planta de los pies en largas sacudidas, aunque con la cabeza niegue una y otra vez como si no se creyese tanta hilaridad.
—Pero ¿tú te ves…? Pero ¿de verdad…? Pero ¿tú has pensado…?
—Nadie me iba a aguantar en otra empresa.
—Eso es cierto. Espera, que voy a llamar a mi mujer para contárselo; le va a hacer muchísima gracia.
—Podrías quedarte como socio minoritario, al quince por ciento, como yo ahora. De esa forma sólo tendría que comprar el setenta. Aun así, tendré que empeñarme hasta las cejas.
—Lo estás diciendo en serio. O sea, lo has estado pensando de verdad.
—¿Sabías que el encargado del almacén tiene una hija mongólica?
—No me digas que haces esto porque te da pena el encargado.
—El encargado me da igual. Lo hago porque me parece una idea divertida. Rescatar una empresa. Suena importante. ¿Da sentido a tu vida ser empresario, crear puestos de trabajo, levantar el país?
José Manuel se acerca a la puerta, le pide a voces a Genoveva que nos traiga un whisky.
—O te parece pronto para beber.
—¿De dónde va a sacar un whisky Genoveva?
—Tiene una botella en su escritorio. Lo que no tenemos es hielo.
—Con diez empleados podríamos trabajar los próximos meses sin pérdidas. Nueve porque yo me quitaría el sueldo y la empresa no me pagaría la Seguridad Social.
—Me dijiste que la empresa no podía funcionar con menos empleados.
—A veces no pienso de verdad lo que digo. Lo que tenemos que hacer es reducir el material en almacén para alquilar una nave más pequeña y tener menos camiones parados: que lo que llegue salga inmediatamente. Como las líneas aéreas. Es decir, ellas ahorran teniendo los aviones menos tiempo en tierra; y nosotros debemos elaborar un plan para que nuestros proveedores nos traigan el material justo antes de que nosotros tengamos que entregarlo. Just in time, se llama eso —Genoveva entra con una bandeja en la que hay dos vasos y una botella. La deja sobre la mesa y no se decide a marcharse, como si aguardase una explicación—. Y tenemos que comprar un frigorífico. Si nos vamos a aficionar al whisky a estas horas, al menos necesitaremos hielo.
—No he dicho que sí. Te estoy escuchando.
Genoveva acaba por marcharse, aunque se le nota en los pasos cortos y lentos, en una apenas apuntada torsión del tronco, en el cuello ligeramente más largo de lo habitual, que desearía quedarse y averiguar qué lleva a sus jefes a tomar whisky a las diez y media de la mañana.
—Te preparo un plan en serio. De financiación y de logística. Las relaciones públicas son cosa tuya. Hablar con los proveedores, cambiar los que no se adapten, captar clientes. Y tenemos que hacer una transición a productos con más valor añadido. Más azulejo y menos ladrillo. Más cristal y menos plástico. Cuanto más caro, mejor.
—Pero eso aumenta la inversión inicial. Y estamos en crisis.
—Las crisis las pasan las clases bajas y, si vienen mal dadas, las medias. El consumo de productos de lujo se dispara en tiempos de crisis.
—Pero todo esto podríamos haberlo iniciado hace tiempo. Llevo un año intentando mejorar la productividad.
—Lo siento. Sólo era el administrador. Estoy empezando a pensar como socio.
—Ya eras socio antes.
—Pero poco. No lo había asumido. Ahora veo las cosas como capitalista.
—Eres un payaso.
—Hablo en serio.
—Me lo voy a pensar, ¿vale? Me lo voy a pensar, pero si digo que sí me quedaría con el cincuenta y uno por ciento. No puedo fiarme de tu transformación. Saulo que se cae del caballo —a José Manuel se le guiñan de repente los ojos, me examina como quien va a tasar un cuadro que cree una falsificación—. ¿Te has enamorado?
—Siempre estoy enamorado. Si no es de una es de otra.
—Porque si es eso vendo inmediatamente a los kosovares. Si la empresa depende de tu vida sentimental y del entusiasmo provocado por tu agitación hormonal no la conservo ni un segundo.
—Se llama Carina. Me he enamorado de una mujer que se llama Carina.
Me quedo yo mismo sorprendido. No sé si lo que acabo de decir es un descubrimiento o una invención. «Me he enamorado de Carina», he dicho, cuando lo habitual en mí habría sido decir «salgo con», «tengo una relación con», «estoy con». Pero suena bien, «me he enamorado de Carina», aunque no sé exactamente lo que significa y por eso no sé si es verdad.
José Manuel deja el vaso en la bandeja, coge la botella pero en lugar de echarse más whisky se la lleva al regazo. Desenrosca y enrosca varias veces el tapón. Reacciona por fin.
—No, hombre, no; y yo que me estaba ilusionando.
—Pero he salido con un montón de mujeres y nunca me había dado por trabajar. Y menos por asumir responsabilidades.
—Eso es verdad. Pero ¿por qué sales a estas alturas con esto? Podías haberlo pensado antes —se levanta. Coge la botella y los vasos y yo tengo que ayudarle a abrir la puerta. Sacude la cabeza como un padre preocupado—. Bueno, sácame las cuentas y hablamos —concede, aparentemente de mala gana—. Pero a los kosovares les sigo diciendo que vamos a vender. No voy a cambiar de la noche a la mañana por una ventolera tuya.
Es mentira, ya ha cambiado. Ya está haciendo planes e imaginando cómo sería mantener la empresa, se agarra a ella y acepta tan rápido pensar mi propuesta que me pregunto si de verdad quería realizar la venta, si no había montado una pantomima para obligarme a reaccionar.
Después de nuestra conversación bajo al almacén. Al principio me parece desierto. No veo a ninguno de los obreros en la nave, no hay camiones descargando ni carretillas en marcha. José Manuel habrá echado a los rumanos, que fueron contratados más recientemente, pero los otros deberían andar por ahí, perdiendo el tiempo como yo. De la oficina del almacén sale una música electrónica machacona. Dentro están el encargado y unos cuantos obreros, no todos. No sé qué estarían haciendo, probablemente nada, sentados unos alrededor de un pequeño escritorio de metal, otros de pie junto a la radio, como en esas escenas de película en las que una familia escucha por radio el avance del ejército aliado; pero la radio aquí es digital y lo que suena, música de discoteca.
—No se va a despedir a nadie más —les digo. En lugar de volverse hacia mí se vuelven hacia el encargado. Él levanta la vista pero no parece encontrar nada interesante en mi cara. Rebusca en un cajón y saca algo envuelto en papel de aluminio. Tiene otra vez la gorra de siempre tapándole la calva, y ese gesto entre aburrido e irritado de quien no desea ser molestado por intrusos.
—¿Y eso quién lo dice?
Se pasa una mano por la frente, como si hubiese hecho un esfuerzo reciente. Se encoge de hombros a destiempo, y dos ecuatorianos lo imitan.
—Yo. Vamos a transformar la empresa, no a venderla.
—Y nos vas a pedir que nos esforcemos, porque éste es el barco de todos y si se hunde nos hundimos todos. Porque ésta es nuestra empresa y formamos una gran familia.
Desenvuelve parsimoniosamente el previsible bocadillo de embutido, lo contempla unos segundos antes de llevárselo a la boca, le propina un bocado de gigante de cuento, de esos que en una mano aferran a un niño pataleando y en otra un árbol arrancado de raíz mientras atraviesan montes de una zancada. Sigue contemplando el resto del bocadillo, y a mí por encima de él.
—No, tan sólo quería informaros.
—Y vas a readmitir a los que habéis echado —masculla.
—Víctimas del sistema.
Me sonríe con los carrillos llenos, deglute con esfuerzo.
—Que lamentas en el alma.
—Tanto como tú.
El encargado da otro bocado feroz.
—Pero nosotros sí nos quedamos, entonces —interviene uno de los ecuatorianos parados junto a la radio.
—Vosotros podéis estar tranquilos.
—Gracias —responde el ecuatoriano, y no sé si el encargado asiente o tan sólo mueve las mandíbulas al masticar.