25

Cuando Samuel abre la puerta, señala la botella que llevo en la mano y me mira con la desconfianza de quien tiene ante sí a un vendedor a domicilio. Pero no me pregunta qué deseo. Me franquea el paso. El pasillo huele a tabaco y a alimentos en mal estado. No sé cuánto tiempo hará que no limpia y que no baja la basura; las superficies de los muebles están cubiertas de polvo allí donde no hay vasos o platos o papeles. Cierra la cocina antes de que pueda ver su interior. Él tampoco debe de haberse duchado en muchos días: el pelo grasiento se le pega al cuero cabelludo y al cuello. Va descalzo y camina con los dedos de los pies curvados hacia arriba, como si temiese pisar cristales, lo que le hace tambalearse un poco. Pero está sobrio.

—¿No estás yendo a trabajar?

—Internet.

El olor de su aliento recuerda a la cueva de una alimaña. Nos sentamos al mismo tiempo, él en el sofá, yo en un sillón, en los mismos lugares en los que habíamos estado sentados la primera noche. Toma un sacacorchos de la mesa, quita el tapón y se sirve en una copa que ya tenía un resto de vino. Aunque duda, se levanta y regresa con una copa limpia para mí.

—¿Cómo estás?

—Puff —responde—. Puff —y hace un gesto hacia el desorden que nos rodea como si me mostrase una réplica de su vida interior.

—Tu mujer no ha vuelto.

—¿Te he enseñado alguna foto de Clara?

Sin esperar mi respuesta abre un ordenador portátil: el escritorio es un mosaico con imágenes de ella. Reconozco las que le tomó en el baño, pero hay otras que no he visto nunca en calles y paisajes, en ropa de abrigo y en camisa, sonriente y seria, y también en algunas con Samuel, cogida a su cintura, apoyando la cabeza en su hombro, una con los ojos cerrados, otra mirando su perfil, otra con un gesto que a mí me parece de tristeza o cansancio y levantando una mano como si estuviese diciendo: no me fotografíes, ahora no.

—Era muy guapa.

—Ya da igual que la veas desnuda. Sí que era guapa. No me has dicho de qué la conoces. ¿Erais amigos?

—Nos vimos algunas veces. Salgo con su hermana.

—Ah, la chica con la que te vi una vez. En el ascensor, cuando os encontré, yo la miraba y pensaba, «joder, me estoy volviendo loco, ahora veo a Clara en todas partes». También es casualidad, ¿no?

—No veo la casualidad.

—O sea, que vivamos en el mismo edificio.

—Y que los dos nos llamemos Samuel.

—Guau, tío. Joder. Te estás quedando conmigo. Venga ya. ¿Samuel? Qué pasada —le enseño el DNI y se lanza a otra serie de exclamaciones—. ¿Qué signo del zodíaco chino eres?

—Cerdo, como tú, seguro.

Le entra una risa entrecortada con hipos que le hace verter algo de vino sobre el sofá, pero no parece preocuparle mucho. Se alisa el cabello con la otra mano. Su risa sonora me está poniendo nervioso. Por fin se calma.

—Lo dices por cómo tengo el piso. Era una broma, ¿no?

—No conozco mi signo del zodíaco chino.

—Así que con su hermana. Fue ella quien aconsejó a Clara que me dejase. Le decía que yo le hacía daño. Yo, imagínate. Una cosa es que no acabase de decidirme y otra que le hiciese daño. Yo la hacía feliz, chaval. Era su montaña rusa, donde gritaba y se desfogaba. Yo, daño. Mira, porque es tu novia, que si no te iba a decir lo que pienso de ella.

—Puedes decírmelo de todas maneras.

—Es una infeliz. Lleva sin estar con un hombre… Oye, lo vuestro es reciente, ¿no?

—Mucho.

—Ah, porque Clara estaba preocupada con su hermana. Se preguntaba si era lesbiana y por eso nunca aparecía con un amigo en las reuniones familiares, y nunca hablaba de su vida sentimental. ¿Sabes lo que me dijo Clara? «Mi hermana se ha resignado», eso me dijo, «mi hermana no ve la salida, como tú», o sea, como yo, porque Clara decía que yo me conformaba. «Como todos», le respondía yo. Y ella decía: «Eso, como todos». Y no sé mucho más de tu chica. Bueno, que al parecer no se llevaban muy bien. O no es eso, pero Clara hablaba de ella como se habla de un familiar que ha escogido el mal camino, aunque creo que tu novia tiene un buen puesto y esas cosas, pero yo creo que no se entendían. Mundos distintos. Dimensiones paralelas. Mí no comprender —dice con acento inglés—. Como mi mujer y yo.

—¿No va a volver?

—¡Pero si ya tiene a otro! La muy puta.

—Porque ya lo tenía cuando estaba contigo.

—Oye, tú te crees que lo sabes todo. ¿Conocías también a mi mujer?

—¿Cuánto hace que se fue? ¿Un mes? Ni siquiera.

—No me mires con esa cara. Un mes es mucho tiempo.

—Un mes y ya tiene a otro.

—Esas cosas suceden. El flechazo, pfiu, ves a alguien y te dices…

—En un mes. Imagínatelo: ella descubre que tienes una relación con otra mujer, se enfada, sufre, te deja. Y apenas se ha marchado, ya tiene ánimo para liarse con alguien. No digo que no pueda acostarse con otro, por despecho, o para probarse que es atractiva, o para concederse un placer en una época baja, pero por lo que me dices vive en pareja.

—Bueno, es que ella se fue del piso. No tenía dónde quedarse…, qué mal rollo. No sé de dónde has salido pero cada vez que apareces es con una mala noticia. ¿Yo qué te he hecho?

—Clara no tenía gatos.

—Pero si te digo… ¿Cómo que no tenía gatos?

—Su marido era alérgico. No podía tenerlos.

—Tío, yo voy de casa a la oficina y de la oficina a casa. Bueno, y esa tarde fui al hotel y me estuve dando un revolcón con Clara. ¿Vale? Entonces, tío listo, los pelos de los gatos. Explícamelo —cruzo las manos sobre el vientre y me quedo aparentemente pensativo, como si buscase la respuesta al acertijo—. ¿Lo ves? Lo que yo te diga.

—¿Te había hablado de sus gatos?

—No. Pero tampoco hablamos mucho de cosas privadas.

—De su hermana sí te habló.

—Joder, una hermana no es un puto gato.

—Imagínate la situación.

—Cuál.

—Llegas a casa después de estar con Clara, cuelgas tu abrigo. Al cabo de un ratito tu mujer llega con el abrigo en la mano y te lo enseña. Tú dices, ya con mal rollo porque sospechas que ha encontrado algo: «¿Qué pasa?». Ella quita del abrigo dos o tres cabellos largos de mujer. ¿Tú qué dices?

—Pues digo: «¿Qué pasa?».

—Eso ya lo has dicho.

—O sea, que digo: «Mujer, pero ¿tú estás tonta? Del perchero, o del abrigo de al lado en la cafetería, o de la secretaria, o de alguna compañera a la que he saludado con un beso».

—Justo. Ella te pregunta por unos cabellos de mujer y tú ya tienes la excusa preparada. Pongamos que te enseña pelos de gato. Qué dices. Qué dijiste.

—Me quedé cortado. Yo no sabía de dónde podían salir pelos de gato. Pensé en Clara, cómo no. Y en el hotel, los dos sobre la moqueta, pero no podía decir a mi mujer que me había estado revolcando en el suelo de la oficina. Sí, vale, no supe qué decir, me quedé en blanco, pero es casualidad, ¿no?, que pensara que eran de un gato de Clara, se me podría haber ocurrido una buena respuesta. Tampoco habría sido tan difícil… Oye, qué hija de puta. ¿Que me los puso mi mujer?

—Entonces confesaste, como te pilló con la guardia baja confesaste, te hizo una escena, tú le jurabas que no era más que algo pasajero, una aventura, lo típico, pero no la convenciste. Los días siguientes ella desempeñó el papel de sufriente, tú te sentías culpable. Le dijiste que romperías con Clara. Y ahí sí se da una coincidencia, la única. Clara te pide que te vayas con ella y tú le dices que no. Pero no le cuentas que tu mujer ha descubierto vuestra relación y que tienes que romperla. No es momento. Quieres retenerla, ver si todavía puedes jugar a dos bandas. Ganar tiempo.

—Pues sí, más o menos. Yo no quería perderla, que se cogiese un rebote y se largase, mi Clara, por eso no le dije que mi mujer me había pillado. Pero se largó de todas maneras —se queda en silencio, supongo que rememorando la escena. Tiene la mirada triste, los párpados pesados, la frente fruncida. Recuerda, me apuesto cualquier cosa, el momento en el que le dice a Clara que no puede dejar a su mujer; «por ahora», seguro que le dice, «es demasiado pronto, quizá más adelante…». Chasquea la lengua. Se da un golpe en la frente con la palma de la mano—. Pero qué hija de puta. ¿Que me los puso ella? ¿Me estás diciendo que me puso ella los pelos en el abrigo? ¡Que no, hombre, no puede ser tan retorcida! ¿No? ¿Sí? Qué cabrona, tío, qué mente más enferma. Ponerme pelos de gato y yo caigo en la trampa como un capullo. De Clara, me digo, del gato de Clara. Joder. Joder.

No le dijo la verdad ni a su mujer ni a Clara, quería apaciguar a una y dar largas a la otra. Ahí está, sentado en su sofá mugriento con sus ropas mugrientas y su pelo mugriento. Asimilando la nueva información. Me pregunto qué va a hacer ahora. Levanta las manos hacia el techo como pidiendo protección divina, se aporrea la cabeza sin mucha convicción, niega primero y después asiente, se echa más vino.

—Y luego, cuando tu mujer te dice que no puede seguir viviendo contigo, no le discutes nada. Aceptas todas sus condiciones.

—La mato. Lo tenía todo planeado. Me estaba poniendo los cuernos y encima soy yo el que se siente como una mierda. Y se lo lleva todo. Qué cerda, se lleva el coche.

—Tranquilo. Esas cosas pasan.

—Me pasan a mí, joder, a mí. Si te pasasen a ti yo también estaría así de tranquilo. Además, ¿te has propuesto joderme la vida? Yo estaba tan feliz sin que me vinieses a contar historias.

—Ya veo.

—Bueno, sí, vivo en la mierda, pero no es asunto tuyo. En serio, no tienes por qué venir a informarme de lo que no me importa.

No sé si me da más rabia o más lástima este hombre vencido, confuso, que intentaba bandearse mintiendo, entre una mujer y otra, poniendo gesto compungido mientras hacía sus cálculos y meditaba estrategias, y me lo imagino también en el trabajo, tan jovial como falso, haciendo lo posible por no molestar a nadie, por no meterse en conflictos, siempre con la buena respuesta en el buen momento, él, tan indiferente, tan de buen rollo, tan colega de todos.

—Quería darte una buena noticia —le digo.

—¿Que no tenía gatos? ¿Que mi mujer me engañaba? Muchas gracias.

—No, otra cosa.

No acaba de creérselo. Saca una goma de un bolsillo y se recoge el pelo en una cola de caballo. Ganando tiempo.

—Sólo si es buena, porque no estoy yo para más desgracias.

—Es muy buena. Clara no se suicidó. Fue un accidente. Tú no tuviste nada que ver.

—Joder. Menos mal. Puff, mira que me he dicho que no podía ser, y que de todas formas habría sido decisión suya, que no era culpa mía. Pero es que me la imaginaba tan desesperada como para querer chocarse contra un árbol y se me saltaban las lágrimas, tío, qué desconsuelo, imaginar a esa joven tan tierna, con esa alegría, deseando machacarse a cien por hora, querer que tu cuerpo quede aplastado entre hierros, ¿me entiendes? Vale, al final fue así, pero no es lo mismo, de verdad que no es lo mismo, porque eso son cosas que pasan y quizá ella ni se enteró del todo, no tuvo tiempo para pensar… ¿Y cómo lo sabes, quién te lo ha dicho?

—Su hermana.

—Vale. Otra vez su hermana. ¿Y qué sabe ella?

—Clara dejó una nota.

—Una nota se deja cuando va uno a suicidarse. No escribes en un papel: «No te preocupes, cariño, hoy no me voy a tirar de un puente».

—Fue una nota a su marido. Le decía que lo iba a dejar.

—Y yo que me lo creo. Hoy nadie deja una nota. Escribe un mail o un SMS. ¿En qué siglo te crees que estamos? Y me vas a decir que la escribió con pluma de ganso.

—Te estoy contando algo importante.

—A mí ya no me importa nada, te lo digo de verdad. Mira a tu alrededor. ¿Te parece que me importa algo?

—¿Quieres saber o no lo que ponía?

—Como si no diese ya igual. Pero vale, dime qué ponía.

—No es literal. Cito de memoria, de lo que me ha dicho Carina.

—Tienes la copa vacía. Ponte más. Yo me voy a ir a acostar. Estoy muerto de cansancio.

—Clara no se suicidó. ¿Me oyes?

—Cómo no te voy a oír. Me lo has dicho tres veces. O dos. Y me alegro un montón. Pero vete a tu casa. Yo ya no puedo más.

—En la nota le decía a Alejandro que lo dejaba. Y que aunque lo quería mucho, quedarse con él era como traicionarse.

—Ésa es mi Clarita.

—Porque ella no era esa mujer que él conocía. Ella era otra.

—Y tanto.

—Y, aunque ella misma no lo entendiese, se había enamorado de Samuel.

—De mí.

—De ti. Y que te iba a esperar. Que tú le habías dicho que no querías vivir con ella. Pero estaba enamorada, y tenía que ser fiel a sus deseos, no a su razón.

—Ésa es mi Clara —y lo repite aún una vez más—. Ésa es mi Clara.

—Y tras dejar esa nota, salió de casa. Y cogió el coche, aunque no sabemos adónde iba. Sólo sabemos que no se suicidó, porque pretendía esperarte. Esperar a que tú quisieses vivir con ella.

—Qué culebrón —dice, pero el tono ligero suena falso. Luego se queda con la boca abierta. Ahora me fijo en que alrededor de las comisuras tiene manchas blanquecinas. Y me fijo porque se relame varias veces, muy despacio, pero las manchas siguen allí. Tarda. Al parecer está buscando una buena frase en la que resumir lo que acaba de oír. Detrás de sus ojos por lo general cansinos hay ahora una actividad considerable. No sé por qué pienso en imágenes siderales que discurren a toda prisa, vertiginosos movimientos de astros y planetas, la expansión del universo a cámara rápida. «Guau», diría él si lo estuviese viendo, «qué tripi». Pero puede que detrás de sus ojos sólo haya vacío, la incapacidad para pensar y articular una sola frase. Tarda. No sé cuánto tiempo, pero yo asisto a su inmovilidad con la curiosidad de un científico ante un experimento que va a confirmar una teoría desarrollada durante años.

—¿De verdad iba a esperarme? —pregunta por fin—. ¿Se separaba de Alejandro por mí? Tío, Clara lo iba a dejar todo porque estaba enamorada de mí. Yo ahora habría podido…

Asiento.

—Eso es.

—Si no se hubiese matado, estaríamos juntos. Joder, me iba a esperar. Yo era su ilusión. Yo, ¿tú me ves? Yo, tío.

Se tumba de lado en el sofá. Como un niño con una rabieta, barre a patadas la mesa. Caen las copas y la botella. Yo no me muevo para esquivar el vino, que me salpica y se desparrama por el cristal y después por el suelo. Samuel se aprieta los ojos con los puños, los gira como un niño con sueño. Espero un buen rato, allí sentado, mientras murmura frases ininteligibles. De vez en cuando vuelve a barrer las cercanías con una patada que ahora sólo atina al aire. Al cabo de un rato se incorpora de nuevo. Se frota la cara con la palma de las manos y tira de los pómulos hacia abajo.

—Déjame solo, ¿vale?

Antes de salir, le pongo una mano en el hombro, que él se sacude molesto. Allí le dejo, a Samuel, al otro Samuel, imaginando ahora cómo podría haber sido su vida, barajando y descartando, lo sé, todas esas posibilidades que nunca se van a confirmar.