Alejandro nos abre y hace un gesto con la mano hacia el interior evitando así estrechar la mía. Carina entra primero, yo detrás, y pasamos directamente al salón. Ella es la única que ha dicho hola. Alejandro es aún más pequeño de como lo recordaba. Atildado sería una buena palabra para describirlo, y si lo hago con más de una tengo que mencionar sus vaqueros de pitillo demasiado ajustados, los botines negros, la camisa blanca sin cuello, un bigote circunflejo que en otra cara y en una cabeza más grande podría resultar marcial. Es alguien a quien no puedes imaginar con las uñas demasiado largas o sucias, tampoco las de los pies aunque no se vean, o con pelusa en el cogote, o con pelos asomando de las orejas. Y sin embargo —y seguro que se morirá de rabia cuando se dé cuenta—, lleva pegados a la garganta dos trocitos de papel higiénico con los que ha querido cortar la sangre de las heridas que se ha hecho al afeitarse. Ya tenemos algo en común: los dos nos afeitamos a cuchilla.
Nos sentamos Carina y yo en dos butacas rectas de respaldo muy bajo y él se sienta en el sofá frente a nosotros, un sofá de cuero rojo que, salvo en su apariencia incómoda, no va a juego con las butacas ni con el resto de la decoración, si es que puede llamarse decoración a ese espacio casi vacío, de mesas de poliuretano transparente, una estantería de hilos de acero con pocos libros, lámparas minimalistas, una cómoda de plástico blanco; el salón tiene un no sé qué de interior de estación espacial en una película de los setenta. No me puedo imaginar aquí a Clara, ella, con tantas ganas de vivir, encerrada en este museo del diseño. Porque Clara seguro que pondría los pies encima de la mesa o tocaría el metacrilato con un dedo sucio de mermelada, o querría estar sentada en una silla que le permitiese arrellanarse. Clara preferiría sillones cómodos, mesas de materiales cálidos, colores en las paredes que produjesen alegría o excitación. Mi Clara no podía vivir en este lugar con este hombre de quien su cualidad más destacada parece ser la pulcritud.
—No entiendo qué quieres. No entiendo qué más quieres —es lo primero que me dice—. ¿Hay algo que no te dio tiempo a quitarme cuando Clara estaba viva y quieres llevártelo ahora? ¿Ese jarrón, esa fotografía? Por cierto, seguro que eres tú quien robó la foto. Te quedaste solo cuando nos fuimos del velatorio. Sería mucho pedir que me la devolvieses, ¿verdad? Tú no eres de los que dan o devuelven, sino de los que arramblan con todo. ¿Qué coño haces aquí? Eso, ¿a qué coño has venido?
Entre cada una de sus preguntas y acusaciones yo intento intervenir, pero él no quiere oírme, acelera el inicio de la siguiente frase para impedir que añada u objete, que le corte ese flujo entre rabioso y resignado.
—No están los gatos —es lo único que repongo cuando parece haber acabado su diatriba, al darme cuenta de que no hay pelos ni olor de gato en el apartamento.
—¿Qué gatos? Soy alérgico a los gatos.
—Clara tenía gatos.
—¿Cómo va a tener gatos si te digo que soy alérgico?
—Pero a veces se le pegaban pelos a la ropa y ella decía que eran de gato.
Carina pone gesto de interrogación, que replica el de Alejandro. Temo empezar a sudar de un momento a otro. ¿Por qué demonios he hecho esa pregunta imbécil? Quizá no ha sido una buena idea venir aquí.
—Eso es lo que yo pensaba, que no podías conocer a Clara. Que te la follabas sin hacerle ni una pregunta, y que aunque le hubieses preguntado y ella hubiese respondido no habrías entendido nada. Para ti ella era como masturbarte con un filete, salvo por la diferencia de temperatura.
No le pega ese lenguaje obsceno a su aspecto delicado, y sin embargo sale de su boca con naturalidad, como si fuese su manera habitual de expresarse. Carina cruza y descruza las rodillas, se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja, cogida entre dos fuegos, sin siquiera la protección de la cortesía, que Alejandro no va a concedernos. Como yo, quisiera levantarse ya y despedirse, dar por zanjado este encuentro que sólo puede ser un desastre.
—En realidad, tú eras su camello. Le dabas la droga que te pedía sin preocuparte de las consecuencias, te forrabas con su adicción. No digas nada, cállate, porque en el momento que vuelvas a hablar te echo de aquí. Y a ti también, no sé para qué coño me lo has traído. Que quería hablar conmigo. ¿Te ha intentado follar a ti también? Ni me contestes. No hay más que verle. Aquí estás, increíble, con el hombre que más daño hacía a tu hermana.
Desde que empezó a hablar se le han ido hinchando las venas de la frente, y los tendones del cuello se marcan como en la papada de una iguana; y la cara, más que enrojecida, comienza a adoptar una tonalidad morada; podría empezar a realizarse en él una metamorfosis, el increíble Hulk mutando ante nuestros ojos en este salón minimalista de Chamberí, sus pantalones de pitillo reventarán por la presión de sus músculos, de la camisa blanca asomarán masas pectorales inimaginadas.
—Alejandro —dice Carina, y le agradezco tanto que intervenga. Que lo saque de esa rabia—. No te pongas así. Era yo también la que quería saber qué ha pasado. Que me contases un poco. Y verte. No has vuelto a llamar.
—¿Y ahora estás tú con él? Quiero decir…
—No.
—¿No?
—No, pero hemos hablado mucho de Clara.
Alejandro parece calmarse un poco. Mira a Carina y casi sonríe.
—Y qué sabe él de Clara —dice, y parece haberse olvidado de mi presencia—. Ella lo que quería era tranquilidad. Eso me dijo al principio, tranquilidad, respirar —exhala como si él mismo estuviese haciendo un ejercicio de relajación y se desinfla un poco, su frente baja unos centímetros—, «me caso contigo si me prometes que veremos la televisión por la noche comiendo patatas fritas, que nos levantaremos tarde los domingos, yo quiero una vida sin dramas, Alejandro». Y se lo prometí, que tendríamos una vida sin sobresaltos, y sin hijos, ésa fue su otra condición, que me pareció muy bien; yo trabajaría con mis muebles, ella haría lo que quisiera, buscarse un empleo o quedarse en casa, ver telenovelas o ir a la peluquería, a mí qué más me daba —ahora habla como quien recuerda, parece haberse olvidado de quién soy, e incluso se vuelve a veces hacia mí como para que corrobore sus palabras, para que entienda todo lo que ha perdido. Yo ni me muevo, para evitar que vuelva a cambiar de humor—. No sé de qué buscaba refugio, y cuando se lo pregunté no me dio una respuesta convincente. Pero en el fondo me daba igual. Ella quería paz y yo podía dársela.
»Luego cogió aquel trabajo en la tele, y al parecer le gustaba. Le vino bien salir un poco porque llevaba demasiado tiempo encerrada, pero cuando yo llegaba ella estaba siempre en casa, y había alquilado un DVD o íbamos al cine, o leíamos tumbados en el sofá, o hablábamos. Clara era una mujer que sabía hablar, que siempre tenía una opinión original, algo en lo que yo nunca habría pensado. Hasta que apareciste tú. Me di cuenta enseguida. Por detalles: dejó de preguntarme por las mañanas si había dormido bien; no me llamaba a la oficina; se olvidaba de las citas con amigos. Empezó a ponerse arisca. Pero sobre todo estaba desganada, como esos niños que cuando tienen que hacer los deberes dejan caer la cartera sobre la mesa mientras sueltan un resoplido. Así andaba por la casa, hablaba, hacía la cama, se cepillaba los dientes. Todo parecía para ella una obligación difícilmente soportable. Yo asistía impotente a la transformación, sin saber su causa. Cuando empecé a sospechar la razón, le propuse que nos mudásemos a otra ciudad. Pero ella ya se había rendido. Se dejaba caer, y había algo de triunfo en ello, como si se demostrase a sí misma que era lo que era. Y yo sabía que había algún culpable, que un chulo miserable la estaba usando sin importarle lo que hacía con ella.
De pronto se incorpora e intenta darme una bofetada, que esquivo echando la cabeza hacia atrás. Carina se protege la cara con las manos, aunque no ha amagado siquiera con atacarla a ella. Alejandro vuelve a sentarse y continúa como si sólo hubiese hecho una pausa para reflexionar.
—No me lo confesó por iniciativa propia, pero tampoco se empeñó en ocultarlo. «Te pasa algo», le dije. «Nada, no me pasa nada.» Pero después de negarlo un par de veces acabó por reconocerlo. «Se llama Samuel, ese algo», me dijo una tarde, sentada ahí, donde estás tú, casi desafiándome. Yo le pregunté si podía ayudarla. Y entonces me preguntó que por qué no teníamos un niño, que es cuando pensé que las cosas estaban muy mal. Un hijo, ella y yo. Ya veis. Ella nunca había querido y yo no soporto a los niños. ¿Os imagináis a un niño corriendo entre estos muebles, poniendo sus manazas en los sillones, pintando garabatos en las paredes? Lo habría hecho, por ella lo habría hecho, pero me lo decía para ofrecer una solución imposible, a lo mejor para provocar una pelea, así que le dije que no me parecía una buena solución. Habíamos estado tan bien, todo funcionaba, nunca había tenido una relación tan afectuosa con nadie, yo, digo. Pero mi sardinita atraía a los tiburones. No sé qué tenía. Los fue rechazando, uno por uno. Yo los veía, en las fiestas, en los bares, trazando círculos a su alrededor, rompiéndose los dientes contra su resistencia. Ella no les hacía caso. Sabía que si cedía se acababa su tranquilidad, nuestra vida apacible. Y contigo…, no me lo explico. Precisamente contigo. No tienes nada, nada. No hay más que verte. ¿De dónde sales? ¿Has tenido éxito alguna vez en la vida? ¿Qué coño podías darle tú, pringado de mierda? La atraías porque le hacías daño. Y fuiste tú quien la jodiste para siempre.
—Murió en un accidente. No la he matado yo.
—Claro que la has matado.
—Además, para que lo sepas, quiso vivir conmigo y le dije que no. O sea que si no estabais bien algo más habría. Pregúntate a ver qué es lo que necesitaba y no tenías tú.
Alejandro da una carcajada de una sola nota. Se pone las manos en las rodillas, clava los dedos en ellas.
—Para quien se lo crea. Que la rechazaste. Venga ya. Te arrastrabas por el suelo tras ella. Me lo contó, me contó que casi la perseguías, que habrías hecho cualquier cosa por conseguirla. Me lo contó como para hacerme daño, para que la dejase yo, para que la dejase hundirse.
—Te mintió. Clara te mintió.
Carina se levanta y va hacia la ventana con los brazos entrelazados con fuerza y pegados al cuerpo.
—Si conocieses a Clara sabrías que no mentía. Pero no tienes ni idea.
Carina pasea de un lado a otro. No nos mira, ni siquiera parece que nos escuche. Más bien parece esforzarse en no escucharnos.
—Piensa lo que te dé la gana. La quería un montón. Y pensé que tú y yo podíamos compartir…
—¿Compartir tú y yo? ¿Qué, tu mala baba, el daño que hiciste a Clara? ¿Quieres que te consuele, que te diga que no fue culpa tuya? Fue culpa tuya, cabrón. No se habría matado si no se hubiese sentido tan confusa. Además, ¿qué te dije antes? Que no abrieses la boca, te lo advertí, ¿no? —se levanta y yo me protejo la cara como antes Carina porque se alza con tanto impulso que parece querer abalanzarse sobre mí, pero sus pasos delgados, ingrávidos, un Jesucristo que camina sobre las aguas con miedo a mojarse, le llevan hasta la puerta: la abre y señala al exterior—. A la puta calle, los dos. Y tú, aunque seas su hermana, no quiero que vuelvas, ni que me llames. No quiero saber de ti ni de tus padres ni de nadie. Estáis muertos.
—Es Clara la que está muerta —digo. No voy a salir de esta casa como un perro al que no dejan dormir en el interior—. ¿Te enteras? Clara. Así que deja de enviarme mensajes como si estuviese viva.
No me hace caso, grita otra vez que la he matado yo, ese histérico cobarde que no quiere asumir su responsabilidad, que no se pregunta ni por un momento si esa prisión aséptica que había construido para Clara y él no había sido una forma egoísta de atraparla, de negar a la otra Clara, a la que no le convenía para su vida empalagosa, para sus pasitos pequeñitos y sus superficies brillantes. Él nunca había querido de verdad entenderla, asomarse a su rabia y su desesperación. Yo sí lo habría hecho. Yo habría compartido eso con ella. Clara, conmigo, habría podido ser ella misma, no esconderse.
Ahora sí me gustaría verlo retorcerse de rabia. Él sigue gritándome y Carina buscando un hueco entre nosotros por donde salir de la casa, y yo no sé ya ni lo que le digo, pero más o menos lo que acabo de escribir, que él nunca supo entenderla, que sólo quería domesticarla, y la rabia le sale por los ojos, por los puñitos apretados. Echo el peso de mi cuerpo sobre una pierna. Si se abalanza otra vez hacia mí le voy a dar una patada en las pelotas. Al pelele. Al maridito de Clara. Son dos o tres o cuatro segundos, pero me da tiempo a imaginar cómo después de patearle los huevos le cojo de ese cuello ridículo y me pongo a darle puñetazos en la boca hasta que se le saltan los dientes.
Da un paso en mi dirección. Nada más que un paso. Venga, da otro, sólo uno más y te vas a enterar, figurín. Entonces se le doblan las rodillas, pero no hacia delante, sino que dan la impresión de doblarse hacia un lado y, antes de que se caiga, llego a tiempo de tomarlo por las axilas y sujetarlo contra mí. Le habría roto el alma, pero ahora no puedo porque tengo que mantenerlo derecho para que no se caiga, apretado contra mi pecho. No sé si se ha desmayado; Carina enarca las cejas, como consultándome, por encima de sus hombros y yo alzaría los míos si los tuviese libres. Pero ha apoyado su cabeza de pájaro sobre mi clavícula, y respira pesadamente, no como quien duerme, sino como quien contiene una sucesión de suspiros. Rompe a llorar en mis brazos, con un llanto infantil, impotente, necesitado de alguien que lo oiga. Pesa tan poco, es tan ligero. Si no temiese ofenderle, lo levantaría hasta que sus pies no tocaran el suelo, y caminaría con él en brazos por la casa. Lo sujeto así un rato, sintiendo su llanto como si fuese el mío. Carina me pone una mano en el hombro, casi una caricia, me hace un gesto con la cabeza hacia la puerta. Voy soltando a Alejandro, poco a poco, asegurándome de que sus piernas lo sostienen. Me separo de él. Le pregunto si está bien.
—No volváis —dice—, por favor, no volváis —Carina le da un beso en la mejilla, que él recibe con la cabeza gacha. No la levanta hasta que empezamos a bajar las escaleras. No he podido averiguar si me ha escrito él con la identidad de Clara.