23

La loca del tercero se asoma de repente al descansillo cuando paso por delante de su puerta. Puede que sea casualidad, pero lo más probable es que haya estado espiando por la mirilla. La insomne que casi todas las noches redecora el piso cambiando de sitio los muebles, vaciando cajones y armarios, no importa cuántas veces los vecinos hayan llamado a la policía. Ella vive en otra dimensión en la que la policía y la comunidad de vecinos —a la que no paga desde hace años— son seres con los que cualquier contacto tiene algo de sueño o delirio. La acosan, pero es preferible no prestarles atención, taparse los oídos, hacerse la loca.

—Ladrón —me increpa—. Eso es lo que usted es, un ladrón. Usted se piensa que no me doy cuenta de las cosas.

Me detengo en mi descenso y le muestro las manos vacías.

—¿Qué he robado?

—Ahora mismo voy a tirar sus trastos a la calle. Ésta es una pensión decente. Pervertido.

En ese momento se abre la puerta de al lado y sale una mujer con un niño. No los he visto nunca; ella tiene aspecto nórdico y el niño, que se sujeta tambaleante a un cochecito que aún la madre no ha desplegado del todo, es tan blanco que las venas de su rostro recuerdan un mapa fluvial.

—Buenos días —dice la madre (¿por qué pienso que es la madre? Podría ser la canguro, o una amiga o una prima de la madre. El niño no se parece a ella salvo en lo rubicundo). La mujer trastornada la sujeta del brazo con cierta violencia.

—Como que me van a engañar a mí. Ustedes están juntos en esto. Mañana mismo se largan de esta casa.

La madre o lo que sea se zafa, pero el carrito y el niño aferrado a él le impiden marcharse a la velocidad que quisiera. Llamo al ascensor por ella.

—Ha habido un malentendido —digo a mi supuesta casera—. Todo volverá a su lugar. No hay misterio. Las cosas son como son y no hay nada que temer. Dios proveerá.

Eso parece calmar su furor, aunque la joven madre es ahora a mí a quien mira como evaluando si soy peligroso.

—Pero no lo digo ni una vez más.

La mujer se retira a su guarida sin darse la vuelta, como esos animales que viven en madrigueras y de vez en cuando asoman la cabeza para otear algún peligro, y retroceden sin haber acabado de salir del todo.

Abro la puerta del ascensor para la joven y el niño. Al pasar a mi lado dejan en el aire un aroma a polvos de talco. Se le traba el cochecito porque el niño no se suelta de él y aunque la mujer empuje y tire es difícil que ambos entren a la vez en el diminuto ascensor, pero acaban consiguiéndolo. Cierro y desciendo casi a la carrera las escaleras, y allí estoy yo en el bajo, abriéndoles la puerta del ascensor con una reverencia. El niño me señala riendo y dando tirones del carrito con la otra mano mientras lanza unos grititos de alegría; ella casi no levanta la cabeza, finge estar ocupada con cochecito y niño, deja que el pelo cubra su cara y ni siquiera se despide.

Se me había olvidado que es domingo. Los ruidos que llegan del final de la calle y el gentío que recorre la transversal me recuerdan que es día de Rastro. Casi no me sorprende descubrir, junto al bar de la esquina, como asomado a su cristalera, es decir, como si dicha cristalera fuera un escaparate en el que se exponen mercancías y él estuviese particularmente interesado en ellas, al encargado del almacén. Lleva un traje marrón con solapas que incluso a esta distancia resultan demasiado grandes, y por primera vez le veo sin gorra; tiene una calva en lo alto de la cabeza, como una tonsura, y ese descubrimiento le quita autoridad, lo vuelve menos amenazante. Abro la navaja que llevo en el bolsillo desde que lo descubrí vigilándome en mi calle —aunque dudo que sea capaz de defenderme a navajazos— y aguanto allí a la espera de que se atreva a mirarme de frente; de hecho, me propongo no abandonar yo tampoco mi puesto de vigía hasta que me dé a entender con un gesto que se encuentra en ese lugar por mí. ¿Se cree que voy a salir caminando a toda prisa en la dirección opuesta y volviendo nervioso la cabeza? Espero. Suena el tema de Paco de Lucía que se escucha todas las mañanas de domingo durante horas y horas. La gente sube por la travesera como una procesión sin santo, pegados unos a otros, pacientes, charlatanes. Pasa un grupo de chicas todas en pantalón corto y chanclas. Cuando el encargado se gira hacia mí creo sorprender en él un gesto de contrariedad. ¿Se había creído que no lo iba a descubrir? Te he pillado. Esta vez no le saludo ni hago gesto alguno. Meto las manos en los bolsillos y aguardo una reacción. No siento mucho miedo, nerviosismo sí. Porque es una situación que no sé cómo puede acabar. No llegaremos a las manos, supongo. Estará con algún compinche, su amigo el de la moto, me amenazarán, me afearán que no haya defendido sus intereses. Pero no creo de verdad que me vayan a agredir. Me acuerdo de Alejandro, su puñetazo infantil.

El encargado entra apresuradamente en el bar, como para refugiarse en él. Pero esta vez las cosas no se van a quedar a medias. Cuando llego, yo también me asomo a la cristalera; está lleno de gente; hablan a voces, muestran una alegría expansiva, se gritan de un extremo al otro de la barra; me invade la sensación de estar asistiendo a una obra de teatro en la que se representa al pueblo en fiestas; también los camareros hablan a voces, dejan ruidosamente platos y vasos sobre la barra de mármol, se desplazan con rapidez, sirven cañas, pinchos de tortilla, aceitunas, se gastan bromas entre sí, juegan a que se chocan o no se chocan en el estrecho pasillo tras la barra. El suelo está cubierto de servilletas, palillos, huesos de aceituna, trozos de pan pisoteados. Desde donde estoy no consigo distinguirlo entre ese gentío vociferante y alegre, así que entro en el bar. Entonces lo descubro en medio de un pequeño grupo y me doy cuenta por primera vez de su reducida estatura y, quizá por la calva, me parece más mayor que en el almacén, cercano a la jubilación. La gente que lo acompaña va también vestida como para asistir a una comunión o a una boda, las pobres ropas de obreros endomingados que recuerdan fotografías antiguas, de bisabuelos o tíos remotos muertos hace mucho. Una mujer de boca muy grande, con una anchura corporal que hace pensar en una mujer de pueblo, aún más baja que él, le está dando tirones de una manga como pidiéndole algo.

Él se ha percatado de mi presencia, me ha mirado con el rabillo del ojo y se ha girado algo más para darme la espalda, como un avestruz que esconde la cabeza en la arena y se cree a salvo; saca un billete de la chaqueta y lo levanta en el aire para llamar la atención de un camarero. ¡Tiembla! La mano en el aire tiembla. En el espejo situado tras la barra descubro su cara, una cara expresionista en la que la mandíbula inferior parece extrañamente desplazada, y los ojos se hunden en dos manchas oscuras. Cejas enormes, dos bruscas pinceladas. El mentón azulado. Una mano temblorosa de gigante en primer plano. Insiste con el billete en alto, pero nadie le hace caso. En ese bar es uno más, no es el encargado, no es el que decide y controla, nadie celebra sus bromas ni acepta que lo levante por los aires. La mujer sigue tirándole de la manga mientras con la otra jala de la mano de una adolescente como si la atrajese hacia él; varios de sus acompañantes ríen y bromean con voces ásperas, vulgares; uno de repente da palmas acompañando torpemente la música de guitarra, pero nadie le sigue, y una mujer le dice —es lo primero que oigo con claridad—: «Tú muchas palmas pero a los hombres…», y ahí se pierde su voz en una risotada de sus amigos o familiares y porque de pronto a mi lado una máquina tragaperras emite una melodía estridente.

La mujer vuelve a darle tirones, ahora con cierta violencia, porque él se niega a girarse e incluso se suelta rabioso de esa mano, dice algo así como: «Deja, coño, mujer», y me mira en el gran espejo antes de gritar: «¡Me cobra!», pero sigue sin hacerse oír, y para acabar con esa situación absurda, porque es absurdo estar parado a sus espaldas, sabiendo los dos que estamos apenas a tres metros uno de otro, avanzo hacia el grupo abriéndome paso entre otras personas, «disculpe, me permite», y la mujer ya le ha vuelto a coger de la manga y tira de ella y le dice no sé qué, y entonces él se gira, echa la mano libre a un bolsillo —yo aprieto la navaja en el mío—, saca un pañuelo y, sin levantar la cabeza, limpia las babas de la adolescente, que emite sonidos nasales y abre una boca inmensa y lacia. Le pasa varias veces el pañuelo por los labios, casi con rabia, como quien quita una mancha resistente de una pared, él con los dientes apretados, ella con la boca muy abierta, y es ella la que me mira y sonríe y me señala con el mentón mientras sigue emitiendo sus sonidos ininteligibles, y yo no sé cómo escapar de allí, cómo comenzar a dar pasos en otra dirección pues ya estoy plantado delante del hombre, que entrecierra los ojos y hace una mueca, se sonroja, mira al suelo, levanta por fin la vista, y ahora se han callado todos, o me lo parece, y se han vuelto hacia mí, allí parado contemplando a la joven mongólica y a su padre, como si esperasen a que pronuncie un discurso. «Hola, qué tal», es todo lo que digo, ya girándome. Imagino que todos me están mirando cuando salgo del bar.