22

Mi hermana entra en mi casa tras darme un beso rápido. Le comenté por teléfono que había estado enfermo y, aunque insistí en que ya estaba recuperado, no se dejó disuadir de venir a visitarme. Inspecciona el salón como buscando una tarea que cumplir, casi ni se detiene antes de adentrarse en el pasillo.

—Las camas están hechas —le digo—. Y el armario ordenado.

—¿El baño?

—Reluciente.

—Que dónde está el baño. Me hago pis.

No la creo. Estoy seguro de que sus prisas no tenían que ver con una urgencia fisiológica. Y de que si no la hubiese frenado habría entrado en el dormitorio y se habría puesto a hacerme la cama, que por supuesto es un revoltijo de sábanas y de almohadas abolladas. Duermo mal. Sudo. Doy vueltas. No sólo recientemente, por el resfriado, sino en general. Nunca he sido de sueño fácil. Mi cama es testigo de mis malestares nocturnos, del acoso no de auténticos miedos o angustias, pero sí de imprecisas inquietudes. Cambio de postura, saco la almohada de debajo de mi cabeza, la vuelvo a poner, sudo, me canso, me molesta el peso de mi cuerpo. Así una y otra noche.

Mi hermana sale del baño y se dirige a la cocina. ¿No lo dije? Enseguida se oye el agua chocando contra el fondo del fregadero y ruido de cacharros. La dejo hacer. Mi hermana me quiere; me protege; su cuerpo rotundo y sin sofisticaciones, sus brazos remangados, su amplia risa de verdulera. Es hermoso tener una hermana tan de este mundo. No me casaría con ella porque sus movimientos ruidosos acabarían espantándome, me obligarían a buscar cobijo en algún rincón oscuro, y no aguantaría las voces que da a los niños, sus órdenes joviales y perentorias.

Sale de la cocina y se planta ante mí con los brazos en jarras. No se sienta casi nunca, conversa de pie, toma el café de pie, no es raro verla con un plato en la mano, comiendo mientras va de un sitio a otro, ordena, dispone, recoge, enmienda.

—¿Te cocino algo? ¿Quieres que te haga la compra? ¿Estás ya bien del todo? Tienes una cara de dibujos animados. Es un piso muy bonito.

—¿Cómo están los niños?

—Felices. Los niños son lo mejor que me ha pasado en mi vida. Deberías casarte, ser padre y más tarde abuelo. No hay otra cosa que valga la pena.

—¿Sigues con las pastillas?

—¿Te acuerdas cuando no las tomaba? Creo que no te lo he dicho, pero me veía como una especie de babosa; así de lenta, informe, sin rasgos, y eso que no estaba tan gorda como ahora; la tocas y se encoge, nada más, sigue ahí, expuesta y blanda. Oye, ¿no estarás insinuando que tomo pastillas por los niños? Cásate, en serio; la familia es lo único que a la larga puede hacer feliz a alguien.

—Pero tomas pastillas.

—Y si no tuviese familia, aunque las tomara, estaría babeando en un parque, sin saber si llueve o hace sol. Tú también deberías tomar algo. Lo llevamos en los genes. Mira papá.

—No sabemos nada de papá.

—No lo sabes tú, pero yo me pasé la adolescencia con él. Era como conversar con la lavadora. Pero de las antiguas, con un solo programa.

—Anda, siéntate un rato.

Se sienta, aún buscando en derredor una tarea que haya escapado a su atención.

—Uno de estos días no respondo. La voy a coger del cuello como un muñeco y la voy a zarandear hasta que se le caiga la cabeza.

—¿A quién?

—Y me dices que tomo pastillas. Pero tú no vives con ella. Como me vuelva a preguntar cuándo llega Clara la estrangulo con el cable de los auriculares. Me la voy a traer y te la dejo aquí, para que alegre tu existencia.

—Que cuándo llega Clara.

—¿Tú también? ¿Os habéis puesto de acuerdo para volverme loca? Si lo conseguís tenéis que cargar con los niños porque Martín es un inútil. No sabría ni limpiarles el culo.

—Digo que si pregunta cuándo llega Clara.

—Que Clara era muy cariñosa con ella, y que cuándo va a volver. Una y otra vez. Yo a veces le contesto que dentro de una hora, para ver si se tranquiliza. Y que tú la querías mucho, dice emocionada, la pobre. Que querías tanto a Clara. ¿Tú conoces a alguna Clara?

—Salimos juntos una temporada.

—Primera noticia. Como a ti las mujeres te duran lo que a mí los kleenex… Pues anda, hazme el favor y tráela una tarde a casa, a ver si conseguimos que se le pase la manía y me dé un par de días de descanso, hasta que la coja con otro tema.

—No va a poder ser. Clara está muerta, se mató en un accidente de coche hace unas semanas.

Es quizá una de las cosas que más me gustan de mi hermana, cuando abandona su disfraz, cuando deja de ser ese vendaval en el que la convierten los medicamentos y su ansia por huir de sí misma, cuando para de ordenar y reír, de recorrer la vida como un teniente adiestrando a una compañía de soldados torpes o perezosos, un momento como este, en el que los ojos parecen ablandársele, volverse aún más negros, dos pozos que absorben mi tristeza, la atraen hacia el fondo de ella misma, la hacen suya.

—No llamas —dice, y alarga una mano que no llega a acariciarme—. Se mata la chica con la que sales y no me lo cuentas, ni vienes a casa a buscar consuelo. Qué tonto eres, de verdad. Me gustaría zarandearte a ti también.

—¿Hasta que se me caiga la cabeza?

—Hasta que se te ponga en su sitio. Hermanito, eres un idiota. ¿La conocía? ¿Era aquella con la que te vimos una vez, ya ni recuerdo en qué calle?

Asiento. Mi hermana se levanta y se acomoda a mi lado. Me toma la mano, me revuelve el pelo, y si algo no lo remedia me sentará sobre sus rodillas y me estrujará como hace con sus hijos cuando le entra un ataque de cariño.

—Sí, ésa era Clara.

—Tenía el pelo corto, ¿verdad? Y era más joven que tú, bastante. Se lo dije a Martín, que tú buscabas novia en los patios de los colegios. Me cayó requetebién, callada pero alegre.

—Es verdad, callada pero alegre. Bueno, no siempre era tan callada. Podía parlotear durante horas cuando estaba de buen humor.

—Ya —dice—. Entonces tendré que convencer a mamá de que no va a venir. Menuda desilusión se va a llevar.

—Varias veces.

—Qué payaso eres. Se lo tendré que decir las que haga falta. Mira tú que acordarse de Clara, cuando se olvida de todo.

A mi hermana no se le ocurre preguntarme cuándo ha visto nuestra madre a Clara, cómo es que la echa de menos o sabe que era cariñosa. Nos quedamos callados un rato, yo con una mano entre las suyas, abstraídos como dos enamorados. «Pobre Clara», digo en voz alta, porque quisiera escuchar a mi hermana hacerme eco, oír su voz resignada, previa al suspiro, su compasión por Clara y por mí, por los dos amantes a los que separó un accidente de tráfico.

—Pobre Samuel —dice—. ¿Se lo has contado a Antonio?

—Hace meses que no hablo con él.

—Vaya familia. Como mis hijos salgan a nosotros, les rompo las narices. Pero hablarás con alguien, te desahogarás, dejarás que algún amigo te consuele.

—¿Sabes lo que me sucede?

—No.

—Era una pregunta retórica, no puedes saberlo.

—Pues no preguntes.

—Que no quiero que me consuelen. Hay una novela, no recuerdo de quién, un belga; la mujer del protagonista se muere y él se va a vivir a Brujas porque le parece un lugar tan triste que no le permitirá olvidar su propia tristeza. Yo tampoco quiero consolarme de la muerte de Clara, porque eso sería como desenamorarme, olvidar qué sentía cuando la deseaba o la echaba de menos. Yo también me iría a Brujas, pasearía junto a sus canales bajo la niebla y seguiría queriendo a Clara.

—Valiente idiotez. Hay pastillas para eso. Te tomas una y dejas de revolcarte en la tristeza. Siempre le digo a Martín que en realidad tú eres un intelectual, el único de la familia. Aunque trabajes con cemento y ladrillos y retretes.

—Cuando estás enamorado de alguien también eres infeliz. Porque no estáis juntos todo el rato, o porque la echas de menos en tal momento, o porque no puedes saber si te quiere como tú la quieres, en fin, todo esto suena muy cursi pero da igual: una de las cosas más hermosas del amor es la infelicidad que produce, porque te hace sentir con más intensidad quién eres y quién querrías ser.

Estoy improvisando. No sé si lo que digo es verdad porque no recuerdo haber sentido nada similar, al menos hasta ahora. Nunca pronuncio la palabra amor. Nunca he estado enamorado, salvo de una mujer a la que no he conocido. Nunca he conocido los dolores que enumero a mi hermana, que me contempla con una ceja levantada.

—Vaya bobada. Te lo juro. Qué manía de ser desgraciados tenéis los que pensáis.

—En el amor siempre hay algo de frustración.

—Porque no tienes hijos. Eso es lo que te digo, que en el amor a los hijos no cabe la languidez. Están ahí y los quieres y los cuidas y te sientes responsable de ellos y no tienes ni tiempo para pensar en ti misma, porque lo que te importan son tus niños. Eso es lo que da la felicidad.

—Y las pastillas.

—No es la cara, es el color. Un color de tebeo es lo que tienes.

—Ajá.

—Como cuando imitan el color carne pero sale demasiado blanquecino o demasiado naranja.

—¿En qué quedamos, naranja o blanquecino?

—Enfermizo. Me tengo que ir. Ven a casa este fin de semana. Se lo diré a los chicos. Y a mamá.

—Y a Martín.

—¿A Martín? ¿Para qué se lo voy a decir a él? Te esperamos, ¿vale? A comer o a cenar, lo que prefieras.

Es irreductible. Aborrece cualquier forma de melancolía. Seguro que los próximos días me llamará una y otra vez pensando que me hace un favor si me saca de mi ensimismamiento. Brujas la muerta ,se llamaba la novela; si se la prestara a mi hermana echaría un vistazo a las primeras páginas, haría un gesto de desagrado, la olvidaría debajo de un cojín, se sentaría encima.

—Vale —le respondo, como podría haber respondido cualquier otra cosa o haberme quedado en silencio.