21

Me despierta el timbre y maldigo por lo bajo al cartero y a los repartidores de publicidad. Tengo la cabeza empapada y un sabor pastoso en la boca. Ni siquiera hago intención de levantarme. Meto la cabeza bajo la almohada y espero a que abran de otro piso. Pero el timbre vuelve a sonar. Me viene a la mente la imagen de Samuel esperando en el descansillo; lo lógico sería que viniera a pedirme más explicaciones, a preguntarme por qué estoy tan informado sobre la muerte de Clara. Me incorporo y un pinchazo en las sienes me obliga a acostarme otra vez. Compruebo que el mensaje de Clara sigue allí. «Yo también te echo de menos. Mucho.»

Llaman de nuevo. Voy de mala gana hasta la puerta: Carina, vestida con chándal y sudadera, sin maquillar, con zapatos deportivos.

—Ayer, cuando fuimos al monte, llevabas falda —es lo primero que le digo, sin invitarla a pasar, no porque no quiera; sencillamente no se me ocurre hacerlo.

—¿Y?

—Ninguna mujer lleva falda para subir un monte. Pensaba que tenías algo en contra de los pantalones.

—He salido a correr. Te vas a quedar frío.

Entonces me doy cuenta de que lo lógico sería pedirle que entre, aunque me siento sucio y sudado, soy consciente del pijama dado de sí que llevo puesto, e imagino mi mal aliento.

—¿Quieres entrar?

—Venga, vuélvete a la cama.

La obedezco un poco confuso ante su tono decidido y ella me sigue al dormitorio. Lamento no haber tenido tiempo para airearlo. Me tumbo y cierro los ojos un momento, durante el que también siento retortijones en el estómago.

—¿De verdad has venido a cuidarme?

—¿Cómo estás?

—Cuando me acabe de reventar la cabeza me voy a sentir mucho mejor.

—¿Has tomado algo?

—Un whisky. Anoche, antes de acostarme.

—No seas tonto. Ibuprofeno, Frenadol, aspirina.

—No creo que tenga. No me enfermo nunca. La última gripe la pasé hace más de dos años.

—En eso nos parecemos. Yo tampoco enfermo nunca. Era Clara la que cogía todos los resfriados.

—¿Y la cuidabas?

—Sí, me gustaba mucho hacerlo. Me sentía mayor y responsable.

—¿Ahora también?

—Te voy a hacer un té, y mientras te lo tomas bajo a la farmacia.

—Te queda muy bien el chándal.

—Vete a hacer gárgaras.

—En serio. Te humaniza. El chándal, no estar maquillada. Pareces otra.

—¿Mejor o peor?

—No tengo té.

—Vaya. No tienes nada.

—Ahora te puedo imaginar arrellanada en un sofá, con los pies encima de la mesa, mirando la televisión.

—¿Dónde tienes las llaves?

—¿Qué quieres abrir?

—Tu puerta, idiota. Para que no tengas que levantarte cuando vuelva.

—No sé, registra mis bolsillos.

Vuelvo a cerrar los ojos. Creo que me quedo inmediatamente dormido. Me despierta el ruido de tazas, de puertas de armarios, de pasos. Carina entra en mi dormitorio con una bandeja: té, pan, mantequilla, mermelada, Frenadol.

—No puedes tomar las pastillas con el estómago vacío.

Ahora su energía me tranquiliza. Me permite no pensar. Obedezco como un niño enfermo. Dejo que me ayude a incorporarme y que coloque bien mi almohada. Bebo el té; espero a que unte la mermelada y la mantequilla en los panecillos. Tomo el Frenadol.

—Te sientes culpable, ¿eh?

—¿Quieres que te dé un masaje?

—¿Lo dices en serio?

—No. Era para ver la cara que ponías.

La cabeza me duele aún más al reírme. Me escurro lentamente hasta quedar otra vez tumbado.

—Pero ayer me ofreciste leerme algo.

Señalo el libro abierto y deslomado encima de la mesilla. Lo hojea sin perder la página por la que estaba abierto.

—Philip Roth, no lo conozco.

—Me gustaría que me presentases a Alejandro.

—¿Es bueno?

—No me estás haciendo caso.

—No. Porque dices tonterías, cariño.

Se da cuenta de lo que me acaba de llamar y por un momento creo que va a disculparse, pero empieza a leer para sí.

—¿Me lo presentas?

—¿Para qué?

—Yo creo que me ha escrito.

—¿Sólo lo crees?

—Y además me gustaría que me hablase de Clara. Y hablarle yo de ella.

Carina empieza a leer. Lo hace en tono pausado, bien modulado, entonando con gracia. Y su voz, quizá porque es consciente de leer para un enfermo, tiene el volumen justo. No me había dado cuenta hasta ahora de que tiene una voz bonita, ligeramente velada, sin ninguna estridencia. Se lo voy a decir, cuánto me gusta su voz, aunque siento la lengua hinchada, como si ocupase más espacio del habitual. La oigo describirme una tienda de relojero en Newark, y suena también precisa, como si supiese con exactitud de qué habla.

Cuando me despierto es noche cerrada. Carina se ha ido. El libro está de nuevo sobre la mesilla. Lamento no haberle dicho cuánto me gustaba su voz. Vuelvo a dormirme y no me despierto hasta bien entrada la mañana siguiente, creo que ya sin fiebre. Si no fuese un tópico tan horroroso, diría que la visita de Carina me ha parecido un sueño. Ya está: lo he dicho.