Hoy es Carina quien se presenta ante mi puerta con un tiesto en las manos, envuelto en celofán del que asoman unas flores de color rojo, como las que yo habría elegido para llevar a un enfermo convaleciente en un hospital. Vistosas, rociadas quizá con algún tipo de spray para que brillen los pétalos y las hojas, me hacen pensar en actrices de labios rotundos y satinados, de tetas redondas; una planta que siempre fue así, con las mismas hojas y las mismas flores, creada en laboratorio.
—A mí tampoco me gustan mucho, no las mires así.
—¿Y por qué me las traes?
—¿Me dejas pasar o me quedo en la puerta? ¿Te han regalado flores muchas veces? —entra y deja el tiesto en el centro de la mesa del salón. Lo contempla y lo desplaza unos centímetros hacia un lado. Tiene el gesto de quien cuelga un cuadro y no está seguro de que haya quedado horizontal—. Hay preguntas que no contestas, ¿verdad?
—Te agradezco el detalle, pero de verdad que son muy feas.
—Estaban delante del nicho de Clara. ¿Tienes calzado para caminar por el monte?
—¿De quién son?
—¿Y cómo voy a saberlo?
—La próxima vez llámame. Me gustaría acompañarte. Yo creía que las urnas se las lleva un familiar a casa. Supuse que Alejandro.
—Que si tienes calzado.
—Quiero ir a visitar la tumba de Clara.
—Ahora lo que te pregunto es si te vienes a caminar por el monte.
—Nunca salgo a caminar por el monte. Es una de las cosas más aburridas que se me ocurren. Caminar por el monte. Montar en bicicleta. Te invito a tomar una cerveza en algún bar.
—No hay nada más aburrido que tomar una cerveza en algún bar. Venga, ponte calzado cómodo al menos.
—No tengo ganas de ir de excursión, en serio.
—No es ir de excursión, es ir de excursión conmigo.
En el coche cierro los ojos y escucho la música que pone Carina a un volumen excesivo. Música melódica, demasiado sentimental para mi gusto, voces amables incluso cuando hablan de pérdidas y desengaños. Canciones que seguramente Clara tampoco habría apreciado. Así que esta chica tan enérgica y decidida escucha canciones de amor.
—¿Por qué sonríes?
—¿Estaba sonriendo? La música. No te pega. O sí, no lo sé. Pero me hace gracia.
—Pues cuando voy sola también la canto.
—¿Con pasión y sentimiento?
—Ni te imaginas.
—Hazme una demostración.
—Que te lo has creído. Para que te rías de mí.
—Te juro que no me río. Mentira: probablemente sí me voy a reír.
—Mira, al menos tienes una virtud: dices la verdad.
—¿Y vas a cantar en premio a mi virtud?
—De eso nada.
—Entonces si hubiese mentido habría salido ganando.
Carina toma la salida de la carretera nacional y enfila el coche hacia la sierra. Se concentra unos segundos en la conducción para coger la dirección adecuada.
—No. Si mientes, a la larga sales perdiendo. Te pierdes a ti mismo.
No me atrevo a mirarla. Intento descubrir una advertencia en esa frase tan solemne, tan excesivamente significativa.
—No es una gran pérdida —digo y me arrellano en el asiento como si me dispusiese a dormir.
El padre de Carina y Clara se había vuelto un hombre abatido. Aunque en ningún momento tuvo un recuerdo de él —me contó Carina mientras caminábamos por un sendero que bordeaba un barranco— como el de una persona optimista o llena de energía, sí lo recuerda moderadamente alegre, afectuoso, sin mucha iniciativa y en general pendiente de la aprobación o desaprobación de su mujer. No era alguien que despertase admiración en una niña, pero sí afecto, porque rara vez regañaba o se enfurecía, y se interesaba o parecía interesarse por sus pequeños problemas —a ella no le parecían pequeños— y nunca estaba impaciente por levantarse y comenzar el día cuando ella o su hermana, o ambas, se metían en su cama por las mañanas; la madre, insomne o madrugadora, siempre andaba ya cacharreando en la cocina o planchando, mientras escuchaba la radio a un volumen que conseguía irritar a los demás miembros de la familia. Así que los domingos lo que hacían Clara y Carina al levantarse no era ir a desayunar ni a saludar a su madre ni a echarle una mano, sino a la cama del padre, que podría decirse que las esperaba leyendo ese periódico que inmediatamente doblaba de un golpe con el revés de una mano y dejaba caer a un lado de la cama. Así que aunque en sus recuerdos infantiles su padre era un hombre sin mucho carácter, nunca les pareció a sus hijas que le faltase o sobrase nada. El carácter lo ponía la madre por todos.
Las cosas cambiaron con el incendio, que ocurrió no más de un año antes de que Clara hiciese aquella tentativa de marcharse de casa. Y Carina aún no podría asegurar si fue su padre el que prendió fuego al restaurante o si se trató de un accidente o, como decía la madre, de la venganza de un camarero al que habían echado —por supuesto, lo echó ella, no su marido— por su hábito de intentar quedarse con parte de las vueltas de los clientes.
El restaurante había ido bien durante años; estaba situado cerca de las Cortes y ofrecía una comida de calidad, moderna y a un precio razonable, que atraía a políticos y funcionarios, con lo que aunque por la noche rara vez estaba lleno, los almuerzos por sí solos bastaban para hacer del local un negocio rentable.
Hasta que dejó de serlo. El padre nunca entendió por qué. Había ido cambiando la carta de forma moderada, añadiendo o quitando algún plato pero sin modificar el carácter del restaurante, y siempre manteniendo aquellos que contaban con más aceptación. La decoración, como los platos, no era ni vanguardista ni tradicional, y desde luego el mobiliario era de calidad. Pero los clientes habituales fueron dejando de entrar en el local; los políticos ya no reservaban mesas para diez o doce personas como había sido frecuente, guías y revistas que antes lo habían mimado dejaron de interesarse, y las pocas informaciones que se publicaban eran anuncios encubiertos. El padre tuvo que despedir a dos de los cocineros —en los buenos tiempos eran seis— y al sumiller, comprar productos de menor calidad, aceptar un mayor grado de deterioro de los que tenían en los frigoríficos y, al final, a regañadientes, reducir la carta a una docena de platos principales.
El incendio se produjo la madrugada de un lunes, el día que cerraba el restaurante, además del domingo por la noche. Carina recuerda la llamada telefónica y que desde la puerta de su dormitorio vio a su padre salir a toda prisa, sin despedirse de su mujer, que lo contempló marcharse, en camisón y con los brazos cruzados sobre el pecho, con más aire de severidad que de preocupación. Las llamas se habían iniciado en la cocina. Aunque la policía primero concluyó que la causa había sido un cortocircuito, el seguro no quedó muy convencido y lanzó una investigación propia. Tres días más tarde elaboraron un informe en el que se afirmaba que había sido un incendio intencionado, e interpusieron una denuncia contra desconocido.
El padre de Carina siempre negó haber tenido nada que ver en el incendio. Por desgracia, la cámara de un banco cercano le había grabado entrando y saliendo del restaurante esa noche apenas media hora antes de que un vecino llamase a los bomberos para advertir de que del bajo salía una columna de humo. Y aunque la cristalera que daba a un jardín anterior estaba rota —el padre afirmaba que el pirómano había entrado por ahí—, el perito del seguro, basándose en que la mayoría de los vidrios habían caído hacia el exterior del local, defendió que alguien los había roto desde dentro. No hubo acuerdo ni se pudo demostrar nada; el seguro se negó a pagar; el juicio duró años, consumió buena parte de los recursos de la familia y terminó en un acuerdo extrajudicial que llevó al seguro a pagar una ínfima parte del valor del local.
Pero la transformación del padre había empezado mucho antes, paralela al declive del negocio, e igual que éste estaba cada vez más vacío, también el padre fue dejando de hablar y perdiendo presencia. Seguía participando en las comidas y cenas familiares, estaba en casa los fines de semana, pero la persona que realizaba todas esas acciones era una cáscara, un ser sin sustancia, sin ánimo ni deseos propios, que respondía «lo que tú quieras» cuando la madre preguntaba qué quería cenar, o «me da lo mismo» a casi cualquier otra pregunta. Leía periódicos de cabo a rabo, al menos dos al día, y dejó en su esposa la responsabilidad de sacar la familia adelante. Fue un proceso de años, pero el hombre que salió de él se parecía al padre de Clara y Carina sin serlo; si dejaron de ir a su cama los domingos por la mañana no fue sólo porque ellas fueron creciendo, también porque él ya no echaba a un lado el periódico, ni las recibía con una sonrisa. Cuando el juicio terminó con lo que, a pesar de la indemnización, todos entendieron como derrota, descubrieron que aquella transformación no había sido un síntoma pasajero de las preocupaciones y el estrés, sino que era el resultado final; que aquel despojo que había quedado allí era su padre.
Carina no pierde el resuello mientras habla, a pesar de que el camino es a ratos muy empinado y a mí me cuesta seguir su paso. A veces me detengo y le hago una pregunta, como si me importase tanto la respuesta que no puedo seguir caminando hasta oírla. «¿Y tu padre sabía cocinar?» «¿Cómo confeccionaba el menú?» «¿Y tu madre qué decía del incendio?» «¿Nunca sospechaste de él?»
—No, nunca sospeché —dice Carina reanudando la marcha, y sin hacer caso de una repentina tos que me sacude y me hace detenerme otra vez; corro tras ella, le doy alcance, procuro que no note mis jadeos—. Mi hermana sí: a veces se acercaba a mí con aire de conspiradora tras cerrar cualquier puerta que nos separase de nuestros padres y susurraba: «¿Y si ha sido él?». Lo decía en tono divertido, como si en realidad deseara que nuestro padre hubiera sido capaz de ese acto, estúpido quizá, irreflexivo, mal planeado, pero al menos valiente, que habría revelado que era una persona mucho más interesante de lo que sospechábamos. Ella sacaba el tema una y otra vez, preguntándome, por ejemplo, si mamá habría estado al tanto o si lo habrían planeado juntos. «Mamá es el cerebro, papá el brazo ejecutor», es la conclusión a la que llegó Clara: nuestra madre no habría iniciado el incendio, aunque lo hubiese deseado, porque no habría soportado la humillación de ser descubierta, tener que someterse a un interrogatorio en el que quizá le faltaría al respeto algún policía de tono vulgar; pero sí lo habría planeado, y convencido a mi padre de la necesidad de estafar al seguro; y él habría comprado el combustible. Nos lo imaginábamos en el restaurante a oscuras con un bidón de plástico lleno de gasolina, como un pirómano que habíamos visto en la ilustración de un libro sobre revueltas y atentados. Pero aunque jugábamos a imaginar todo eso, a nuestro padre escurriéndose en la noche hacia el restaurante con el bidón en la mano y después alumbrado por el resplandor de las primeras llamas, yo nunca lo creí de verdad. Yo le decía que nuestros padres eran unos padres normales, y unos padres normales no pegan fuego a un restaurante y planean una estafa. Aunque supongo que la mayoría de quienes hacen esas cosas son normales hasta el momento en el que se pasa de la fantasía al plan, cuando deciden emprender un camino distinto, dar ese paso que la mayoría no da, y es sólo eso lo que hace que dejen de ser normales. Pero ya te digo, yo no podía acabar de creer que mis padres lo hubiesen hecho. Y Clara fue cansándose del tema o llegó a aquella fase en la que dejó de interesarse por la familia y comenzó a meterse en líos.
»Lo gracioso es que mi hermana tenía razón. No eran fantasías suyas para volver nuestra vida más interesante. Después de morir Clara, mi madre me pidió que pusiese orden en los papeles de la familia y separase todos los documentos que tuviesen que ver con mi hermana. Quería crear una carpeta aparte, pero me dijo que era incapaz de hacerlo ella misma. En un archivador encontré fotos del incendio; las cartas del y al seguro; documentos policiales y judiciales. Los seguí leyendo por curiosidad, porque me recordaban esa época en la que mi familia estuvo a punto de irse a la mierda, o se fue sin que de verdad nos diésemos cuenta de ello. Y en un sobre descubrí una serie de cálculos manuscritos, hechos por mi padre: en uno de ellos aparecían las pérdidas de los últimos años y los recortes de gasto que había ido haciendo, sin conseguir que las cuentas saliesen de los números rojos. En una nota al margen mi padre había apuntado el valor del restaurante en caso de siniestro después de aumentar la prima del seguro, cosa que había hecho cuatro años antes, aunque no creo que ya entonces lo tuviera planeado, porque aún no habían empezado de verdad los años malos.
—Pero eso pudo escribirlo después —digo, y finjo admirar el paisaje, respirar hondo el aire puro de la sierra.
—No. En las anotaciones al margen había también cálculos sobre la amortización de las deudas contraídas por el restaurante, para la que utilizaba parte del dinero del seguro (otra parte pretendía invertirla en bonos del Tesoro), y comprobé que la deuda había sido calculada en una fecha anterior al incendio.
—¿No hubo víctimas?
Niega con la cabeza, aprieta el paso con la vista puesta en el otro lado del barranco que llevamos horas bordeando, siempre hacia arriba, hacia una cumbre en la que no hay nada más que enormes riscos afilados; en la otra ladera, tan escarpada como la nuestra, una línea en zigzag revela un camino empinado que lleva a un refugio a varias horas de distancia al que no podremos llegar. Yo querría dar la vuelta pero me avergüenza no ser capaz de seguir el paso de esta mujer que nunca me habría imaginado montañera, ni siquiera amante del campo o la naturaleza o del esfuerzo físico, a no ser en un gimnasio, al ritmo de alguna música de discoteca y vestida con mallas, con una botella de plástico en la mano, una cinta en el pelo y un iPod en una funda sujeta al brazo. Trepa como las cabras, la maldita. Y yo ya voy dando tropezones, me desespero, empiezo a irritarme contra ella, contra su empecinamiento en llegar al otro lado, como si en el otro lado nos esperase algo o alguien, alargando también así el camino de regreso.
—Se nos va a hacer tarde —digo, casi grito porque ya se ha alejado de mí al menos veinte pasos y se pierde tras un recodo que yo ya no voy a alcanzar, no voy a seguir caminando ni un segundo más, y como para confirmarlo una piedra se mueve bajo uno de mis pies y siento un fuerte dolor en el tobillo.
—¿Qué? ¿Pasa algo?
Cuando voy a responder, un regusto ácido me sube por el esófago; enseguida me doblo hacia delante y vomito hacia el vacío. «Que no regrese», pienso, pero ya oigo sus pasos acercarse, y levanto una mano como para tranquilizarla y detenerla a un tiempo; y mientras me entran arcadas secas, que me impiden enderezarme, también pienso en esas escenas de película en las que alguien vomita y otro, quizá su novia, le sujeta la frente. Yo no voy a dejar que me sujete la frente. Pero también me ofende que se haya detenido a unos metros de mí. No quiero ver el asco en su cara. Ni su pena, ni su desprecio. Saco un pañuelo y me limpio a conciencia, volviéndole la espalda. Echo a andar de regreso al coche, del que me separan varias horas de camino. Sus pasos rápidos se acercan, su mano me toca el hombro pero yo no me vuelvo.
—Estoy bien —digo.
—Samuel.
—Que estoy bien.
—Lo siento.
Ya anochece cuando llegamos al aparcamiento en el que habíamos dejado el coche. Ha bajado la temperatura y el sudor se me enfría sobre la piel. No se me ocurrió traer alguna prenda de más abrigo. No se me han pasado del todo las náuseas y tampoco un difuso rencor que siento hacia Carina. El viaje de regreso es tan silencioso como lo ha sido la caminata hacia el coche. No sé por qué me siento tan infeliz, de dónde viene este desánimo. «Falta de azúcar», diría mi hermana; o: «Toma vitaminas»; o: «Bebe un poco de vino, verás como se te pasa». Carina se limita a mirarme con preocupación. Está ahí, esa extraña a la que he hecho entrar en mi vida, esa mujer estafada que aún cree que soy quien no soy e intenta reavivar los recuerdos de su hermana con los míos. Ella busca a un Samuel que no puede encontrar y a una hermana también desaparecida.
Frunce el entrecejo y me pone la mano en la frente, con una familiaridad que me desconcierta; incluso echo la cabeza hacia atrás para alejarme de esa mano que me toca de una forma que sugiere que hemos pasado mucho tiempo juntos, que se ha ocupado de mí y yo de ella en los malos momentos, una historia compartida de la que carecemos.
—Espera —dice, y vuelve a buscar mi frente—. Tienes fiebre. ¿Quieres que suba contigo?
—No. Ya me arreglo.
—Estoy segura de que te arreglas. Todos lo hacemos. La pregunta es si te gustaría que subiese. Te puedo preparar un té, leerte una novela en voz alta.
Para estar tomándome el pelo tiene el gesto preocupado, y ese gesto me recuerda algo que sucedió la otra tarde, en mi terraza, y en lo que no había vuelto a pensar hasta ahora. Fue después de contarle cómo yo recordaba a su hermana, inventando para ella nuestra relación clandestina, después también de que abrazara a Carina en mi terraza, después de volvernos a sentar cada uno en su tumbona. Yo me preguntaba qué estaría pasando por su cabeza, cómo iría encajando en el rompecabezas de la vida de su hermana las piezas falsas que acababa de proporcionarle: la veía cada vez más interesada, como si descubrir que Clara era mucho más compleja, y sobre todo distinta, de lo que ella había creído, hiciese de la propia Carina alguien diferente, o al menos la llevase a buscarse de otra manera.
—¿De qué color son mis ojos?
Me volví automáticamente hacia ella. Los tenía cerrados. Decidí improvisar.
—Marrones.
—Lo imaginaba.
—Más bien color avellana.
—Cuando me miras tengo la impresión de que apartas la maleza.
—Bueno, quizá algo más oscuros, no estoy seguro.
—De que intentas quitar de en medio lo que te molesta; me miras y buscas a Clara; es como si alguien miope intentase reconocer una forma familiar en una imagen borrosa. Pero buscas eso, sus gestos, sus rasgos. Los míos te estorban.
—¿Azules?
—¿Y los de Clara?
—Ten en cuenta que sólo tengo una foto en blanco y negro.
Ése es el riesgo de mentir; también lo que vuelve interesante la mentira. Que en cualquier momento puedes traicionarte, una frase que dices antes de pensarla porque estás concentrado en otra cosa. No sé cuánto duró el silencio; yo aguardaba; no, no contuve la respiración, al contrario, procuré seguir respirando pausadamente, forzándome a relajarme, a hundirme un poco más en la hamaca como si nada de nuestra conversación me alterara lo más mínimo. Si tan sólo hubiese hecho un gesto de extrañeza sería porque no había en ella ninguna sospecha y se había quedado perpleja por mi respuesta críptica; pero su expresión no era de extrañeza, era de alarma, como si acabara de confirmarle un temor que ni siquiera se atrevía a expresar. Así que me adelanté a lo que tuviera que decirme, entonces sí despierto y alerta, y con un hormigueo en las piernas y los brazos como cuando acabas de salir de una poza de agua helada.
—No me estás entendiendo.
—No, no te estoy entendiendo. ¿Qué más da que la foto sea en blanco y negro?
—No LA foto; lo que digo es que yo sólo tengo fotos en blanco y negro, de Clara, de ti, de las flores de la terraza. Soy daltónico.
—No me había dado cuenta.
—No es como si fuese ciego o paralítico, nadie tiene que tomarme del brazo para ayudarme a cruzar la calle, y tampoco hace falta que me digan que el semáforo está en rojo.
—Ni me lo dijo Clara.
—Dudo de que lo supiera.
—O sea, que mis ojos son…
—Grises. Como los de Clara. Pero más grandes.
—Y tampoco sabes si soy rubia o pelirroja.
—No tienes pecas. Rubia.
—Pero sabes el color de tu sofá.
—Naranja, si mi mujer no me gastó una broma. A veces lo hacía. No sé qué placer sacaba de ello, pero durante años creí que esa pared de color oliva era azul claro, y no sé durante cuánto tiempo salí a la calle con un abrigo color fucsia porque ella me dijo que era azul oscuro; yo estaba convencido de que era un abrigo muy elegante porque la gente se me quedaba mirando por la calle.
—No te lo crees ni tú.
—Te lo juro.
—Me tomas el pelo.
—Para nada. Mi mujer tenía ese sentido del humor.
—No te quería mucho, ¿no?
—Para eso sí necesito ayuda, para comprar ropa. Si voy solo, puedo salir de la tienda disfrazado de payaso.
Entonces fue ella quien se relajó; sus brazos, que se apoyaban en los de la tumbona, resbalaron hacia el interior y cruzó los pies como dispuesta a quedarse un rato en esa postura. Sonrió sacudiendo la cabeza, supongo que porque me imaginaba paseando tan ufano con mi abrigo fucsia y a la gente que se daba codazos al cruzarse conmigo. ¿La había convencido? Había exagerado con lo del abrigo fucsia; a veces me pierde este gusto por lo excesivo, por el detalle increíble precisamente para dar credibilidad: ¿quién se iba a inventar algo así? Pero, una vez que surge la sospecha, cualquier cosa puede volver a reanimarla, y cuando suceda no será como la primera vez, sino más intensa, porque esa sospecha ya tendrá una historia, y no será una única sino que se sumará a las anteriores. Tenía que dar un golpe de efecto, contarle algo que la convenciera para siempre de quién soy, de que su hermana estaba enamorada de mí, algo que la hiciera reír o llorar, conmoverse, imaginar a Clara en mis brazos, feliz o herida, o peleando conmigo, rabiosa o desesperada. Y mientras le daba vueltas en la cabeza a qué podría ser ese algo definitivo que me pondría por encima de cualquier sospecha, me llegó el eco de la pregunta de Carina: «De qué color son mis ojos». Y también: «Me miras como quien aparta la maleza».
Entro en mi casa, aliviado de que no haya insistido en subir conmigo. Ya no tengo ganas de vomitar, sólo de desvanecerme, de no enterarme de nada durante horas. No pensar, no sentir, no desear. Qué día de mierda. Me desnudo y me voy a meter en la cama, pero empiezo a tiritar antes de hacerlo, así que me pongo un pijama de franela que tengo que buscar en varios cajones porque no lo uso nunca. A pesar de cómo me siento, abro el ordenador y miro en mi bandeja de correo. Clara ha aceptado mi solicitud de amistad. Me pesa la cabeza; tengo la sensación de transportar en ella un saco de arena. «Hola, Clara —le escribo—; te echo de menos». Y envío el mensaje. Tardo horas en dormirme; una y otra vez abro los ojos para comprobar si me ha contestado. Ya ha amanecido cuando presiono una tecla para que se ilumine la pantalla del ordenador. La miro desganado, pensando en volver a cerrar los ojos, pero he recibido un nuevo mensaje en Facebook. No me decido a pinchar para leerlo. Quiero seguir durmiendo, no salir de esa modorra afiebrada, no tener que enfrentarme a la decepción porque no ha sucedido algo que es imposible que suceda. Pero la tentación es demasiado fuerte. Abro la ventana de mensajes. El nuevo es de Clara. A pesar de ello no consigo despertarme por completo. Como si fuese lo más natural del mundo que Clara me escriba, que sea afectuosa conmigo. «Yo también te echo de menos. Mucho», dice, y sonrío, y cierro los ojos, y me arrebujo en la manta. Y me quedo dormido.