Mis plantas se mueren. Tiene mi terraza algo de paisaje postnuclear. Las hojas del hibisco, poco después de brotar, amarillean por los bordes, se cubren de decoloraciones que me hacen temer que se seque en pocos días, pero sobrevive indefinidamente en esa versión degradada, como un enfermo crónico que no acaba ni de morirse ni de recuperar la energía de otros tiempos. El olivo se secó a los pocos meses de plantarlo: una ramita minúscula pero prometedora que sobrevivió con cinco o seis hojas, hasta que al llegar el invierno se cayeron y nunca volvieron a brotar (yo esperaba que, como si fuese un árbol de hoja caduca, con la llegada de la primavera saldrían otra vez las hojas); aún no sé si debía haberlo regado más o menos, o si fue el frío lo que acabó con él; incluso los cactos me amarillean y pierden sus pinchos; una suculenta, no sé su nombre, en la que tenía puestas mis esperanzas porque era la única que crecía e incluso se iba extendiendo por la jardinera, a ras de tierra, echando raíces con cada uno de sus brazos, tenía al principio unas hojas como gajos llenos de líquido, jugosos, tersos; ahora esas hojas están lacias y les están saliendo manchas negras que causan una impresión de podredumbre.
Quizá sea una muestra más de que soy incapaz de mantener una relación estable. Las plantas necesitan dedicación, no la que yo les doy regando y abonando con entusiasmo durante unas semanas y olvidándome después de ellas hasta que su deterioro me recuerda mis obligaciones, como un hombre que sólo presta atención a su compañera cuando ella llora o amenaza con marcharse o se toma un frasco de pastillas. Lo que necesitan es constancia, entrega, compromiso, y también deseo. Pequeños cuidados, nada espectacular. Paloma, una amiga que, cuando me trasladé a este piso, decidió ayudarme a hacer verdecer mi terraza y me traía plantas de su jardín, me repetía sus nombres para que los memorizara, me explicaba cuándo y cómo florecían y qué cuidados necesitaban, se reía de mí porque yo siempre quería comprar plantas grandes, no tenía la paciencia de verlas crecer: «Te compras una planta como quien se compra un cuadro, quieres que adorne desde el principio, que esté ahí ya». Pues sí, era eso exactamente; yo no quería cuidar plantas sino tener una terraza agradable. Pero ella me traía arbustos minúsculos, pequeños brotes irreconocibles, tiestos de los que asomaba una brizna de algo siempre más corto que su nombre; un esqueje de higuera que dejé secarse; ridículas matitas de valentina, muy resistentes, me dijo, que no supieron resistirme; tomillo, hoy un esqueleto renegrido; un geranio que se comieron las orugas sin que me diese cuenta hasta que era demasiado tarde. Dejó de traerme plantas, de preguntarme cómo estaban las mías, dejó también de visitarme, como si hubiera descubierto en mi incapacidad para cuidarlas el síntoma de algún vicio imperdonable.
Por supuesto, podría contar ahora la historia de mis padres, explicar que no fueron un modelo del que aprender una relación estable, ni cariñosa, ni mucho menos generosa. Uno siempre acaba contando la historia de sus padres. Tus novias quieren conocerla, tus amigos; te preguntan cuando detectan en ti alguna falla o dificultad, buscan la explicación en el pasado, en la infancia, en una carencia fundamental, como buscarían una historia de desnutrición en un adulto cuyo cuerpo no se ha desarrollado lo suficiente.
Pero un hombre de cuarenta años no tiene padres, o al menos no debería tenerlos. Un hombre de cuarenta años con padres vivos es una anomalía biológica y psicológica. Si la naturaleza siguiera su curso, si no hubiese antibióticos ni antisépticos, si no existiesen las mesas de operaciones ni los rayos X, casi nadie viviría más de sesenta años. Eso es lo que había previsto la naturaleza: que los seres humanos no fuésemos mantenidos en una infancia emocional hasta casi la vejez, porque para nuestros padres seguimos siendo niños después de habernos quedado calvos, de enfermar de la próstata, de atravesar la menopausia, y una y otra vez nos descubrimos asumiendo ante ellos —también ante su presencia imaginaria— los papeles que asumíamos en nuestra infancia y nuestra juventud, descubrimos en nosotros mismos reacciones que creíamos superadas, una y otra vez discutimos por las mismas cosas, aunque en realidad hayan dejado de interesarnos.
Sólo alcanzas la madurez cuando has dejado de tener padres. Y aunque los míos no se hayan muerto o no pueda estar seguro de ello, porque mi padre desapareció en circunstancias que no pienso aclarar y de mi madre sólo queda esa figura animada que repite ciertas palabras y ciertos gestos, no tienen otro significado que el que yo proyecto sobre ellos. Pero yo había decidido convertirme en adulto antes de que también mi madre desapareciese dejando tras de sí ese tierno espantapájaros como para consolarnos de la pérdida, igual que esos padres que salen al cine o a cenar y pretenden hacer a su hijo pequeño más corta la espera y reducir sus temores dándole un animal de peluche para que se abrace a él. No culparles, no responsabilizarles de quién soy, no justificar mis fracasos con los suyos, ni tampoco atribuirles mis logros.
Hará unos diez años inicié con una mujer la relación más larga de mi vida, dos años, aunque el secreto de su duración no era que hubiese encontrado algo parecido a la mujer ideal para mis deficiencias, ni que yo atravesase una etapa equilibrada y plácida, ni que las relaciones sexuales que manteníamos fuesen tan fogosas y satisfactorias que minimizaban las posibles desavenencias, sino sencillamente que durante esos dos años sólo convivimos de verdad ocho meses, de los cuales los cuatro últimos los pasé pensando cómo decirle sin hacerle daño —esa misión imposible que se propone uno una y otra vez— que quería separarme de ella.
—Separarte —me dijo—. ¿Cuándo has estado junto a mí?
Por lo general, en el momento de la separación, aparte de una serie de reproches, suelo recibir un diagnóstico de mis flaquezas, y siempre, irremediablemente, soy declarado culpable del fracaso, lo que, teniendo en cuenta mi condición de multirreincidente, ni siquiera a mí me parece descabellado, aunque agradecería también de vez en cuando un mínimo de autocrítica por parte de mis compañeras.
—Llevamos dos años juntos —respondí, no porque ignorase la afirmación sobreentendida en su pregunta, sino porque me produce un enorme alivio escuchar las acusaciones del fiscal, quizá porque las acepto y no me veo obligado a defender mi inocencia, y siempre es más fácil separarse tras ese proceso sumarísimo que soltarse de una relación en la que las acusaciones son implícitas, las sospechas insinuadas. El veredicto es fundamental para empezar una nueva vida.
—Siempre juegas con el equipo de suplentes —fue mi única novia aficionada al fútbol—. Así que contigo se tiene la sensación de no estar jugando el partido de verdad; una que se cree que ha llegado el acontecimiento importante, el del juego, el de los momentos decisivos, y poco a poco se da cuenta de que aquello es un entrenamiento, porque el contrario no está presente en el campo, y ha enviado a representarle a una versión descolorida de sí mismo. No juegas, no te implicas, no te arriesgas. No me extraña que vengas de la familia que vienes: un padre que se fue a comprar tabaco, una madre que ha vivido sola, sin relacionarse con nadie.
—Deja a mis padres.
—¿Lo ves? Los defiendes. Porque te identificas con ellos. No has llegado a adulto.
Así que esa idea de que para ser adulto tienes que dejar de tener padres, irte de verdad de casa, a lo mejor la formuló ella y yo me la he apropiado (me parece increíble, pero ahora mismo no recuerdo el nombre de esa mujer con la que mantuve una relación durante dos años).
—No los defiendo, pero es irrelevante cómo fuesen. Estás enfadada conmigo, no con ellos.
Siempre soy yo el que deja a las mujeres. No porque sea un hombre tan atractivo o tan cariñoso que no quieran perderme. Sencillamente soy más rápido: antes de que acaben de darse cuenta de mis defectos ya estoy marchándome. A estas alturas, aún no sé si encontrarlo divertido o triste.
—Complejo de don Juan —diagnosticó esta de la que acabo de hablar. Habíamos hecho el amor y ella parecía feliz, despreocupada, y me acariciaba afectuosa el pecho; yo estaba tumbado boca arriba, con esa sensación que rara vez se alcanza de carecer de historia y de deseos, como imagino que debe de sentirse un mamífero saciado y somnoliento. Pero ella me empezó a preguntar por el pasado, por las otras mujeres que había habido en mi vida. Yo le conté sin énfasis ni interés especial, aunque al cabo de un momento, según iba relatando la lista interminable de relaciones que había acumulado, esa sucesión de nombres, de apariencias, de finales, empecé a sentirme incómodo. Ella ya no sonreía ni parecía satisfecha, había dejado de acariciarme y se apoyaba sobre un codo, con el ceño fruncido y los labios tensos.
—No me digas que te estás poniendo celosa.
—No, no es eso. Me preocupa. Así que mejor me preparo para lo que se avecina.
Pero yo no tenía ni tengo la impresión de perseguir a las mujeres, de empeñarme en seducir a una tras otra, de conseguir acostarme con ellas con el deseo de abandonarlas después. No pienso en el después. No pienso en el tiempo. Me entrego a una relación no como un coleccionista sino como un investigador. Es sólo que las plantas se me dan mal, que no acabo de acostumbrarme a la continuidad de los afectos.