School’s out for summer. School’s out forever.
Me despierto canturreando esa antigua canción y no se me va de la cabeza mientras me ducho y me visto. Bajo a la calle con la sensación de no tener obligaciones, como cuando te levantas de la cama con una mujer con la que no compartes rutinas ni expectativas, una mujer a la que conoces desde hace poco, y miras por la ventana y el sol está ya muy alto y te preguntas dónde tomar el aperitivo.
No me acuerdo de Samuel hasta que estoy casi saliendo del portal. Y al salir me detengo y me pregunto si debo volver a subir y descubrir cómo se encuentra. Un chino está ya sentado en los escalones. A éste creo no haberlo visto nunca: es más gordo que los chinos que conozco, con más aspecto de propietario de cadena de restaurantes que de empleado en una de esas pequeñas tiendas de ropa al por mayor. Me siento a su derecha. No sé cómo entablar conversación, así que, a pesar de la hora, saco la cajetilla y le ofrezco un cigarrillo. Él responde con varios movimientos abruptos de la cabeza, más como quien hace asustado una reverencia que como quien asiente, pero extrae un cigarrillo con dedos gruesos y hábiles. Yo saco también uno y me ofrece fuego. Le digo mi nombre y él responde algo que podría ser el suyo. Luego escupe hacia el centro de la calle.
Mientras fumamos en silencio me suena el móvil. José Manuel, que quiere saber cuándo narices voy a llegar al trabajo. Le digo que estoy de camino pero que hay un atasco. «Vienes en tren», me responde, pero se queda sin argumentos cuando le digo que hoy he cogido el autobús y, aunque no puedo decir que se tranquilice, al menos deja de lamentarse en mi oído. Lanzo un escupitajo que no llega ni mucho menos tan lejos como el de mi compañero. Se nos aproxima una mujer joven con una niña; las dos llevan lazos de color azul claro y el mismo peinado con raya al medio, una chaqueta blanca de lana y zapatos de charol rojos, como si la niña hubiese jugado a vestirse igual que su madre o hermana mayor. La mujer y el hombre hablan en su idioma, él sentado, ella de pie ante él, mientras la niña se dedica a observarme.
—¿Ya vas al colegio?
—Claro, todos los días —me dice sin acento ninguno. No sé cómo continuar la conversación; siempre me ha resultado difícil hablar con niños. Aunque ella parece querer seguir hablando conmigo, miro por encima de su cabeza, hacia el fondo de la calle, no sé si porque ya lo había visto sin darme cuenta o si al mirar ahora lo descubro. De pie, apoyando la espalda contra la pared, en la calle transversal, entre los letreros chinos de una tienda de ropa y la puerta de una de alimentos, con la cara vuelta sólo parcialmente hacia donde me encuentro, el encargado del almacén tiene el aspecto de un personaje de película de los años cincuenta o sesenta. También fuma, y la planta de uno de sus pies se apoya contra la pared; ha cambiado la gorra de béisbol por una a cuadros, más gruesa y plana, que no le he visto nunca, y un periódico enrollado en una mano con el que se golpea suave y rítmicamente una pierna. Una película de gánsteres, de persecuciones y robos en blanco y negro, una en la que un tipo apostado en una calle espera a que salga otro de una barbería y, cuando lo hace, el primero tira el pitillo al suelo, lo aplasta con la puntera y echa a andar tras aquel al que vigila. Sólo que el vigilado soy yo—. Los fines de semana no —la niña se me ha acercado un paso y espera mi respuesta con ojos muy serios, pero yo he perdido el hilo de lo que estábamos diciendo—. Los fines de semana no —repite—. Ni en vacaciones.
No sé de qué me habla. Los padres —supongo que lo son— siguen conversando animadamente. Sus frases están llenas de vocales largas y diptongos, acaban en otras vocales que se elevan dando la impresión de que lo que hacen es intercambiar una pregunta tras otra sin que ninguno de los dos responda jamás. Ella a veces ríe tapándose la boca con la mano como si se avergonzara de su dentadura, aunque tiene dientes blancos, regulares, particularmente hermosos, y ese gesto me recuerda a Clara: yo la había imaginado así, poniendo el dorso de la mano delante de sus labios al reír (pero la china lo que junta con sus labios es la palma). El hombre saca un paquete de cigarrillos algo arrugado del pantalón y me lo da sin volverse hacia mí, como si fuésemos amigos desde hace mucho tiempo y no necesitásemos cumplir la ceremonia de la cortesía. Aunque siento náuseas, cojo uno de sus cigarrillos y lo enciendo.
De pronto me acuerdo del tema de mi conversación con la niña.
—Yo estoy de vacaciones —le digo.
Ella asiente y enseguida hace un gesto de despedida con la mano, gira sobre sus talones y corre calle arriba dando saltos al mismo tiempo, a veces sobre una sola pierna, jugando a una rayuela imaginada sobre las baldosas de cemento. Desde el balcón de un primer piso, un perro lanudo asoma la cabeza entre los barrotes y ladra hacia la calle cuando los repartidores del butano arman el estruendo habitual golpeando las bombonas para avisar a la gente de que están en el barrio.
El encargado del almacén sigue en la misma postura y el mismo lugar, ahora más vuelto hacia mí, como si no le importara, o más bien como si deseara, que me dé cuenta de que me vigila. Invierto los papeles y soy yo quien apaga el cigarrillo pisándolo con la puntera, me levanto —«hasta luego», digo al chino; «hasta luego», responde con un gorgorito, extrayendo la ele y la ge del fondo de la garganta— y me dirijo hacia mi perseguidor.
A ver qué coño quiere; a ver por qué me quiere intimidar. A ver quién coño se cree que es, más que un puto encargado de almacén. Camino aparentemente decidido, pero no sé qué le voy a decir cuando llegue hasta él. Y sé que nada de lo que voy diciendo para mí saldrá de mis labios; le preguntaré, sí, qué hace ahí, en mi calle, si vive en este barrio, le daré la oportunidad de encontrar una razón para su presencia. Rechazaré un cigarrillo si me lo ofrece, y no sólo por el malestar que me han provocado los dos que he fumado. Y le diré que si un día quiere visitarme ya sabe dónde vivo.
No estoy tan lejos de él, treinta, cuarenta metros, cuando se separa de la pared y echa a andar por la calle transversal, hacia abajo, hacia la glorieta de Embajadores. Como tenía la cabeza medio ladeada no estoy seguro de si me estaba mirando o no antes de arrancar a caminar. Levanto una mano como para saludarlo o llamarlo, pero no me atrevo a añadir mi voz al gesto. Dar voces en la calle, por el motivo que sea, me resulta imposible. Incluso una vez que un peatón —un joven africano que cargaba a la espalda una de esas sacas sujetas por cordeles en las esquinas en las que llevan su mercancía falsificada— iba a cruzar la calle sin mirar y yo vi que una furgoneta de reparto se acercaba a toda velocidad, dije «¡cuidado!» en un volumen que sólo podría haber escuchado de encontrarse junto a mí. Si la furgoneta no lo atropelló no fue por mi alerta, sino porque una mujer lo detuvo sujetándolo de un brazo. Yo podría haber hecho lo mismo, pero no gritar para salvarlo.
El encargado desaparece de mi vista enseguida y yo corro —tontamente me acuerdo de los saltitos de la niña— hasta la transversal, justo a tiempo de verlo subirse a la trasera de una motocicleta que desciende, en dirección prohibida, antes de doblar a la izquierda dos calles más abajo. No he conseguido ver al conductor, pero era un hombre de baja estatura, quizá uno de los obreros ecuatorianos. Me quedo un rato allí de pie esperando el regreso de la motocicleta o cualquier otra cosa. Hace calor y no estoy de vacaciones. Tengo mal sabor de boca. Y, ahora que lo pienso, no he desayunado. De todas formas, emprendo el camino a la oficina.