17

He salido a cenar con Javier, a quien acaban de echar del trabajo y necesitaba, si no consuelo, sí compañía. Son casi las doce de la noche cuando llego a casa. Vivo en una calle de poblado fantasma. Cuando los chinos bajan las persianas metálicas, echan los candados, se van a sus casas —¿dónde viven los chinos? No en este barrio, desde luego, nunca los ves entrando a un portal o haciendo la compra, tan sólo delante o en el interior de sus tiendas, fumando, esperando, acarreando grandes paquetes de ropa envuelta en papel beige—, cuando ha anochecido y tampoco los gitanos ni los rusos ni los polacos ni los indios van de tienda en tienda con grandes bolsas en las que meten sus compras, la calle queda totalmente desierta, silenciosa, sin tráfico. Entras en ella y es como adentrarte en otra dimensión, como si de pronto encontrases el acceso a una fotografía en blanco y negro por la que caminas sabiendo que no hay nadie más que tú y que no oirás otros pasos que los tuyos.

Y sin embargo, al abrir la puerta del edificio ya no estoy solo. Samuel está sentado en las escaleras de mármol, que dan a la casa un aspecto engañosamente señorial —también hay molduras en las paredes y en el techo, espejos, lámparas de candelabro—, con la cabeza entre las manos, el pelo que le había visto recogido en una coleta ahora convertido en una melena suelta que le oculta el rostro. Lleva la misma camisa de aire vagamente militar de la otra tarde y unos pantalones vaqueros deshilachados que, junto con la melena, no muy limpia, hacen pensar en un roquero entrado en años, en un hombre con un pasado poco convencional, o demasiado convencional, de excesos, juergas, drogas.

—Hola.

Me detengo a su lado y él, al cabo de unos segundos, apoya una mano en un escalón, como para levantarse, pero ni siquiera lo intenta.

—No sé quién eres —dice— ni me importa. Vete a tomar por culo. Me gusta sentarme en las escaleras, ¿vale?

—Vale.

Abro la puerta de cristal que separa el portal de la escalera principal y antes de que se cierre a mis espaldas vuelvo a oír su voz.

—Tú, como te llames, ¿no me podrías echar una mano? Estoy aquí como una ballena —dice, una imagen que resulta absurda para ese borracho más bien enjuto, desmadejado, que ahora sí intenta levantarse pero no lo logra hasta que lo tomo por las axilas y sumo mi fuerza a la suya para ponerlo en pie y dejarlo mirando hacia la calle como una marioneta sujeta por hilos poco tensos.

—¿Vas o vienes?

—Todas me dejan. No sé cómo coño lo hago, pero todas me dejan.

—Que si te estás yendo o regresas a casa. Si quieres te ayudo.

Se vuelve hacia mí con esfuerzo. Tiene una expresión ida, la boca flácida, como si no tuviera control sobre sus músculos y el labio inferior fuese demasiado grande, una expresión más de idiota que de borracho. Las manchas en las comisuras de los labios podrían ser de saliva reseca o vómito. Tarda en responder, cabeceando un rato a la frase que quizá resuena en su cabeza pero no acierta a formular.

—No nos conocemos de nada, tú y yo, digo.

—Te llamas Samuel.

—Eso es verdad.

—Y vives en el 4.º D.

—Ya, a mí me lo vas a decir.

Le ayudo a girarse y a subir los escalones, luego lo mantengo en pie hasta el ascensor. Mientras subimos, Samuel cierra los ojos y apoya la nuca contra la pared. Traga saliva continuamente, casi cada vez que respira, y me pregunto si va a desplomarse. Si se cae pienso dejarlo acurrucado en el suelo del ascensor y reenviar el paquete al bajo para que se lo encuentre algún otro vecino. Aunque se le doblan las rodillas cuando el ascensor frena en seco al llegar al cuarto, Samuel se mantiene en pie. Sale tanteando frente a sí y le sigo. Lo contemplo parado frente a su puerta, ligeramente encorvado y rebuscando en los bolsillos.

—La muy puta —dice.

—No encuentras las llaves.

—Mi mujer. Le pegaría dos hostias bien dadas.

—Va a ser mejor que llames al timbre.

—Vete a tomar por culo.

—O que me des las llaves.

—Así que ahora estoy sin ninguna. Ni la una ni la otra.

Sólo entonces entiendo lo que quiere decir. Me acerco a él, le saco las manos de los bolsillos y meto las mías en ellos para buscar sus llaves.

—Maricón —dice riendo.

Abro la puerta y entro antes que él, enciendo la luz y le hago un gesto para que me siga. Va detrás de mí con la cabeza gacha.

—Cierra la puerta —le ordeno. No me hace caso, continúa andando, ahora algo menos tambaleante, hasta llegar al sofá, en el que se sienta con tanto cuidado como si lo hiciese sobre una silla de la que no sabe si resistirá su peso. Me encargo yo de cerrar y voy a la cocina. Encuentro una botella de vino abierta y regreso con ella y con dos copas—. ¿Y tu mujer?

—La muy puta.

Me adentro en el pasillo y me asomo a las dos habitaciones; es un piso de dos dormitorios, idéntico al mío. Uno de los dormitorios está perfectamente ordenado, con una cama de matrimonio que parece recién hecha, con un pico de la sábana vuelto hacia atrás como en las camas de algunos hoteles. Sobre el cabecero cuelga una serie de cuatro fotografías tomadas en algún mercado norteafricano: cuencos con especias de colores rojizos y ocres. El narguile sobre la cómoda me hace pensar que, como las fotos, es el recuerdo de un viaje a Turquía o a algún otro país oriental. No hay fotos de él ni de su mujer.

El otro dormitorio está tan desordenado que podría imaginarse que un ladrón lo ha revuelto buscando joyas o dinero. Papeles, ropa, CDs, DVDs, cajetillas arrugadas de cigarrillos, zapatos descabalados, un calendario con fotografías de animales, cables, bolígrafos, libros, decenas de objetos desparramados por el suelo y por una cama deshecha, cuyas sábanas yacen hechas un gurruño en un rincón. Huele a algo rancio o muerto y a sudor. Cuando abro la puerta del baño sé que me voy a encontrar con una réplica del mío; aquí el desorden se limita a unas cuantas toallas amontonadas en la bañera y un par de calzoncillos grises en el suelo.

Al darme la vuelta descubro que Samuel está a mis espaldas, contemplando igual que yo la desolación de sus dominios, como un rey frente a los cadáveres de sus vasallos al terminar la batalla.

—Hasta la mujer de la limpieza se ha ido. Yo no sé qué tengo.

—Podrías ducharte, eso ayuda.

Sonríe satisfecho mientras exhala el aire entre los dientes y me pone una mano en el hombro.

—Ven, te invito a una copa. Siéntete como en tu casa.

Me resulta difícil imaginar a Clara enamorada de esta ruina, de este pelele desmadejado que ahora bebe de manera ruidosa y poco a poco va quedándose dormido. Es indigno de ella, no se la merece ni puedo aceptar que se la haya merecido nunca, incluso sobrio y enamorado sería insuficiente para Clara este cuerpo desparejo de adolescente que ha crecido demasiado deprisa, pero él ya no es adolescente, y a esa falta de armonía de sus miembros se le superponen los indicios del deterioro: entradas que no puede ocultar por más que se deje el cabello largo, uñas con estrías, la piel densa de alguien que bebe demasiado. Me levanto y lo cojo de las solapas de su estúpida camisa caqui.

—No te la merecías, cabrón.

Él sale de su sopor alarmado, quizá ni se acuerda ya de que estaba con él y me toma por un ladrón. Poco a poco retorna la calma a sus ojos asustados, incluso se permite cerrar los párpados otra vez unos instantes.

—Menudo descubrimiento, que no me la merecía. Nadie se merece a Clara. ¿Tienes un cigarro?

Inmediatamente ha entendido que le hablo de Clara, no de su esposa huida y tampoco de la mujer de la limpieza.

—La hiciste sufrir un montón.

—Y ella a mí, no te jode. Al principio de todo, ¿de verdad no tienes un cigarro?, yo me habría ido con ella al fin del mundo, y se lo dije, pero le daba pena su marido, que parece una muñeca de porcelana, el capullo. Y me dijo que no. Y cuando quiso que nos fuésemos…

—¿Te lo pidió?

—Claro que me lo pidió. Se iba a ir de su casa por mí, por mí, colega, ¿te imaginas?, se iba a ir de su casa por mí —reitera golpeándose el esternón con el índice—, y yo como un gilipollas, como un auténtico gilipollas…

—¿Por qué?

—¿Por qué? Mi mujer se había enterado, y me sentía fatal, o sea, tampoco le dije que no, le dije que esperase, que no sabía, que tenía que aclararme.

—Pues sí. Qué gilipollas.

—¿Y cómo iba a saber yo que me iba a dejar? Ni lo pensé. Desde hace dos semanas no da señales de vida. Ah, mira —dice, palpándose un bolsillo de la camisa—, si tenía yo tabaco. ¿Quieres uno?

Busco con la mirada un cenicero, pero si a él le da igual a mí también. Fumamos un rato. Él sacude la ceniza sobre la mesa, yo sobre la alfombra.

—Ha dejado de llamarte.

—Ésa ha sido la puta de su hermana, una mal follada.

—¿La conoces?

—No, pero Clara me dijo que su hermana le había aconsejado que me dejase. Que un tío que no es capaz de tomar decisiones no merece la pena. No te jode, como si fuese una decisión fácil.

—Y ahora tu mujer se ha ido también, vaya capullo estás hecho.

—Fíjate, si lo llego a saber le digo a Clara que sí y ahora ella estaría aquí conmigo en lugar de…, o estaríamos en otro sitio, ella y yo… O no, porque lo mismo cuando le dije que no, aunque nos hemos visto aún alguna vez, pensó que yo no valía… Oye, ¿tú cómo te llamas? ¿Y qué haces aquí? Yo no te he invitado. Creo.

—Háblame de Clara.

—¿De Clara? ¿Tú también la conocías?

—Me parece que te vi una vez con ella, entrando en tu casa. Una chica más joven que tú, pecosa, pelo corto. ¿Era ella?

—Una imprudencia, tío, traerla aquí. Aunque no fue por eso por lo que me descubrió mi mujer. ¿De verdad quieres que te hable de ella?

—No te hagas de rogar. Estás deseándolo.

Nos sirvo otras dos copas de vino. Samuel no toca la suya. Ahora parece concentrado, como si intentase recuperar un recuerdo huidizo o formular una idea que no tiene del todo clara. Frunce las cejas, ha dejado también de fumar aunque el cigarrillo aún está encendido. Se pasa los dedos por el pelo como un rastrillo en un terreno invadido por la grama, una y otra vez hasta quedar satisfecho. Me mira, por primera vez me mira con una expresión si no despierta o inteligente al menos firme, sin la flacidez de antes en su rostro, sin que los párpados se le cierren por su propio peso. Temo que ahora se vaya a preguntar qué hace contándole su vida a un desconocido y qué hace ese desconocido en su casa a esas horas de la madrugada.

—Vale —dice—. Te hablo de ella.

Clara, según Samuel, el del cuarto

—Y eso que a mí nunca me han gustado las mujeres con gatos. Sobre todo las mujeres solas con gatos. Me dan grima, no lo puedo evitar. Es una de las pocas cosas que he aprendido en la vida: evita a las mujeres solas que tienen gatos. Yo no sabía que Clara los tenía, ni que iban a ser la causa del desastre. Una cosa como de tragedia griega: el destino al acecho, un detalle que desencadena la catástrofe. ¿He dicho descadena? Ya me entiendes. Mierda de gatos. Al menos no vivía sola y ni siquiera estoy seguro de que fuesen suyos y no de su marido. Llevaba casada unos años con un tal Alejandro; lo he visto en una foto; parece de juguete. Pero en persona no, ni Clara me hablaba de él. Eso me gustaba, que no me usase para contarme lo capullo que era su marido. Además, cuando oigo a una mujer poner a parir a su marido enseguida pienso que, si estuviese conmigo, también hablaría así al cabo del tiempo.

»De todas formas, la relación que yo tenía con Clara no era de hablar mucho, era de follar. No, tío, no pienses en lo típico, el hombre que sólo está interesado en una cosa y no quiere una relación auténtica y esos rollos. Era ella. Yo, ya te digo, le había propuesto que se escapase conmigo. Yo habría querido algo más…, no sé, más serio. Al principio, luego me entraron las dudas. Pero al principio a mí me dio muy fuerte. Ella me usaba, como si fuese un gigoló. También al principio, luego a lo mejor ella sufrió el proceso contrario al mío. Se enamoró de mí, ¿a que es como para no creérselo? Quiero decir que yo ya no soy un último modelo, tengo mis abolladuras y un desgaste que te cagas. La fatiga de los materiales. No me he cuidado mucho. Si hubiese sabido que Clara se iba a cruzar en mi vida habría hecho dieta, ido al gimnasio. Hasta habría dejado de fumar. ¿Tú fumas?

—No.

—Mejor para ti. Yo fumo demasiado. Ella no. Tampoco bebía mucho. Trabajaba en la tele, como yo. Bueno, yo no trabajo en, sino para la tele. Guionista. Para ser exactos: dialoguista. Yo soy ese que escribe en los culebrones «Si te vas con esa mujer, te arrepentirás», o «Iván, eres un canalla», o «Dime que me querrás siempre» o «¿Cómo puedes hacer eso a la madre de tus hijos?». Me encanta. Clara decía que estaba desperdiciando mi talento, pero yo creo que le estoy sacando un partido que te cagas. Clara era una buena chica, creía en cosas; a mí me parecía que podría ser una gran amiga pero no una buena amante, quiero decir entonces, al inicio, cuando la conocía sólo de vista o de hablar un poco con ella. Una de esas mujeres que te consuelan si te van mal las cosas, que se interesan, que ríen y cuando lo hacen no suena ni sarcástico ni amargo, sino de verdad alegre. Qué más da. Lo que quiero decir es que daba el pego. Porque cuando me enrollé con ella yo pensaba que iba a ser mi momento estelar: le iba a descubrir sensaciones que desconocía, posturas que la harían sonrojarse, que la miraría a los ojos después de follar y me sentiría más musculoso y más guapo. Y una mierda. Se transformaba, tío. Como en las películas de miedo. Apenas entrábamos en la habitación del hotel, porque lo hacíamos mucho en hoteles, tomaba el mando. Tal cual. No te voy a dar detalles. No, no voy a dártelos. Te gustaría, ¿eh? Pues te jodes. Pero te voy a contar una historia. Para que veas cómo era Clara.

»Te he dicho que la conocí en la tele, ¿no? Ella era documentalista, pero no tuvimos nada que ver profesionalmente. Me la presentó un colega de vestuario (marica, o que lo parece) en la cafetería de Prado del Rey. Luego coincidimos varias veces. Yo te juro que no tenía fantasía ninguna con ella. Muy simpática, sí, incluso graciosa, pero la suponía madre de dos niños pequeños, con chalet en la sierra y que su idea de noche loca era irse a un karaoke con cuatro amigas. Yo a esas mujeres que sólo puedes imaginártelas en familia o con un grupo de amigas ni me acerco. Me acuerdo de una amante, una chica colombiana, morenita, que lo primero que me dijo cuando nos metimos en la cama, después de haberse hecho de rogar que ni te cuento, fue: “Quiero darte un hijo”. No esperé ni a que se secase la sábana. Mis piernas eran como las del correcaminos. Fiuuu, así de deprisa —hace un gesto con las manos como si pedalease con ellas.

»Y con Clara pasaba buenos ratos en el bar. Tenía conversación. Labia. Buen rollo. Pero una tarde va y me dice: “Tengo que irme a unos recados pero ¿por qué no pasas a buscarme luego y nos tomamos algo?”. “Vale”, digo yo, “por qué no”. Y cuando voy a buscarla primero pienso que me he equivocado, o que me ha dado mal la dirección. Pero se me encendió una lucecita, no soy tonto del todo. Qué bruja, pensé. Pregunté en la recepción del hotel por ella, porque lo que me había dado eran las señas de un hotel, y me dicen que la 312. Vale, ¿no? Estaba todo claro. Y yo me decía: “Mira, la mosquita muerta”.

»Nada más cerrar la puerta me di cuenta de que aquello iba a ser diferente de lo que había pensado. Era como hacer el amor con el monstruo de Alien. La primera vez pensé que debía de llevar años sin, porque, colega, qué energía, qué entusiasmo. Y luego fui conociéndola, conociéndola de verdad, a esa buena chica que esperas que te haga un bizcocho los domingos. Eran dos personas. Ya, todos somos dos personas, o tres o cuatro; yo a algunas de mis personalidades ni siquiera me las he cruzado todavía. Pero en ella vivían dos enemigos, no sé cómo explicártelo. Así que no te lo explico. Pero eso, era la tía más frágil y más tierna que puedas imaginarte, y luego de pronto, y no sólo en la cama, ahora vamos a eso, salía de ahí dentro una tía segura de sí misma, con garras y colmillos, eso es, Caperucita y el lobo en una persona. Me encantaba follar con ella, con las dos en una. Al principio me esforcé por mantener la iniciativa, pero mira, acabé por rendirme y no te imaginas cuánto gané.

»Y luego, o sea, no luego, un tiempo después, era verano, o hacía calor…

Está lanzado; Samuel habla cada vez más deprisa, ya no es el borracho balbuceante de hace unos minutos, ahora gesticula y se ha enderezado, y la cara se le ilumina al recordar su tiempo con esa Clara que le ha abandonado y que probablemente era lo mejor que le ha ocurrido en muchos años; en este momento no es consciente de la amargura por la pérdida, Clara está delante de él, y parece casi orgulloso, porque ha sido él, él y ningún otro, el que se ha llevado a la chica más guapa del barrio. Y yo también estoy orgulloso porque tengo la impresión de haber acertado bastante cuando hablé con Carina de su hermana: la chica tímida que toma la iniciativa, la chica con dos vidas, la que sabe lo que quiere.

—… el caso es que fuimos a la Casa de Campo porque ella no quería meterse en un hotel con el buen tiempo que hacía. Pues sí, me dio morbo, la idea de hacerlo en la Casa de Campo, como cuando era adolescente y no tenía adónde ir y no me podía llevar a la chica a casa de mis padres. Así que para allá que nos fuimos. Y hacía una brisa agradable, ni muy fría ni muy caliente, y había estrellas y luna y esas cosas, y ella dijo: «Aquí, de pie, contra ese árbol», y a mí me pareció bien, por qué no iba a parecérmelo. Pero no me dio tiempo ni a abrir la bragueta. No sé de dónde salieron. Eran sólo dos pero con pinchos. Drogatas, supuse. Y la miran a ella y me miran a mí, y uno hace así con la navaja, como un corte al aire, y dice «Te voy a romper el alma y a ella le voy a romper el culo». Mira, no te voy a mentir, pensé en salir corriendo; no me parecía que estuviesen muy en condiciones de seguirme campo a través. Pero luego, ¿cómo vives con eso? Dejar a Clara con esos dos, que los ves, de esos que tienen heridas en la cara, de caerse borrachos o drogados en cualquier parte, y las manos despellejadas, uno de ellos con una mano liada en unos trapos sucios y con un temblor que sabes que lo mismo le da una cosa que otra, sólo piensa en pillar, qué digo piensa, no creo que le diese la cabeza para un solo pensamiento, colega, yo sí pensaba, que me iba a cagar en cualquier momento, y ¿te puedes creer que me preocupaba esa gilipollez y me daba vergüenza la impresión que podía llevarse Clara si me cagaba?, y el que había hablado, que parecía más mayor que tú y que yo, a lo mejor no lo era, pero lo parecía, el de la mano vendada, de pronto le dice a Clara: «¿Tú de qué te ríes?», y a mí también me habría gustado preguntárselo, porque Clara no, no es que se estuviese riendo abiertamente, pero sonreía, tan tranquila, en una situación en la que habría debido estar llorando o por lo menos preguntándose si iba a ser ahí, en ese momento, esa noche en la Casa de Campo, cuando se jodería su vida para siempre, y yo me pregunté si los ataques de locura empezarían así, con una sonrisa tonta y no con esas carcajadas de las novelas románticas, ¿qué?, ¿que no me lo pregunté?, pues sí, fue esa chorrada la que se me pasó por la cabeza mientras tenía a dos yonquis y sus navajas delante de mis narices.

»“Dame un abrazo, Carlitos”, dice. Y el yonqui, que sí debía de llamarse Carlitos, baja el pincho, se queda si no boquiabierto, pasmado, “joder”, dice, “joder, mi Clarita, sol de mis días”, te lo juro, “sol de mis días”, le dice ese yonqui macarra y jodido, y se guarda la navaja y le da un abrazo y un beso en los labios como si quisiese comérsela de un mordisco, y el otro, el tembloroso, no entiende nada y gimotea, y dice: “Pero pídeles dinero, joé, que te den pasta”, y yo no sé qué decir, así que no digo nada, me quedo con el tembloroso mientras Clara y el otro yonqui se alejan unos pasos, y hablan en voz baja, y entremedias se abrazan, y él de vez en cuando le acaricia un brazo, no sé cuánto rato charlan los dos, mientras yo espero con el tembloroso, que se ha quedado en stand by, y al cabo de un rato vuelven, y Clara me pregunta: “¿Llevas dinero?”, y yo saco la cartera y se la tiendo. Ciento cincuenta euros creo que se llevaron. Se largaron los dos más deprisa de lo que sus piernas daban de sí, dos espantapájaros tropezando en la noche, y yo me vuelvo a Clara y le digo: “Nos vamos, ¿no?”, y ella da dos pasos hasta quedar frente a mí y lo siguiente que noto es su mano bajándome la cremallera.

»Demasiado, demasiado para mí. Que a lo mejor si le dije que no me iba con ella no fue por mi mujer, que también, lo estaba pasando muy mal, la pobre, pero un poco, al menos un poco, era también porque me acojoné: me di cuenta de que Clara tiene una parte que a mí me rebasa, yo soy un tío tranquilo, no es que no me guste el riesgo, pero antes más que ahora, tengo cuarenta y tres, y una tía que de pronto se lía a abrazos con un yonqui que te está atracando en un descampado, si lo unes a esas otras cosas que tiene, a esa parte dura que te decía, pues te da que pensar. Y pasé unos días así, pensando, que es cuando me preguntó y cuando le dije que no.

»Y ahora no me llama. Ni va al curro. La otra tarde pregunté y no me supieron decir cuándo iba a volver. Me parece que me voy a armar de valor y llamarla yo. Bueno, cuando desapareció la llamé al móvil, pero no me contestó. A lo mejor no quiere hablar conmigo. Así que la voy a llamar desde otro número para pillarla por sorpresa, porque ahora estoy libre, tío. Me jode que me haya dejado mi mujer, no te creas que no, pero al menos eso bueno tiene: me puedo ir con Clara, aunque sé que no voy a ganar para sustos. Pero antes tenía más que perder; ahora, mira mi casa, ¿tú crees que me apetece vivir aquí encerrado conmigo mismo, todos los días y todas las noches?, y además, piensa lo que quieras, pero con estos días que han pasado sin tener noticias de ella me he dado cuenta de lo que la echo de menos, pero de verdad, me levanto con una congoja que te mueres, con la impresión de que acabo de perder la oportunidad de mi vida, al menos de mi vida adulta. Qué error, tío. Porque, quieras que no, con sus aristas y sus secretos y su vida oscura o lo que sea, es la mujer que me ha hecho sentirme más vivo desde que tenía veinte años. Era como si me hubiesen quitado de encima una costra de cemento que yo ni siquiera sabía que estaba ahí. A veces te sorprende, ¿no?, verlo todo gris y moverte tan despacio, como si habitases en el fondo de una piscina de agua turbia, pero te parece que es lo normal. Voy a llamarla. ¿Qué me dices? ¿Tú crees que debería llamarla, aunque se cabree?

—Me parece que es demasiado tarde para eso.

—No digo ahora, capullo, son las cinco de la mañana. O las cuatro. O las seis. ¿Tienes hora?

—Está muerta. Clara ha muerto.

No estoy muy seguro de que me haya escuchado. Se levanta las dos mangas como buscando el reloj. Luego vuelve a sacar la cajetilla de un bolsillo y se la queda en una mano. Emite una especie de ronquido que podría ser un intento de carcajada.

—Qué va a estar muerta.

—Se suicidó. Después de que tú le dijeses que no querías irte con ella cogió el coche y se estrelló contra un árbol, grandísimo hijo de puta.

Niega con la cabeza, sin dramatismo, con el gesto tranquilo de quien escucha una tontería y quiere decir «no, hombre, no, qué bobada». Y creo que va a sonreír o a gastar una broma —en los ojos hay un brillo divertido— cuando se le cae la cajetilla de la mano. Entonces hace un gesto extraño con la boca, como si quisiera comerse sus propios labios. Se levanta y se dirige a la cocina, de repente cambia de rumbo y va hacia las habitaciones, entra en un dormitorio, en el desordenado. El ruido tan fuerte que se escucha unos segundos más tarde me indica que se ha desplomado y ha chocado con la cabeza contra el suelo. Lo encuentro tumbado boca abajo, con las piernas encima de la cama y la cara contra el parquet, en una posición que no parece definitiva. Pero ni se incorpora ni sigue escurriéndose hacia el suelo. Me voy a agachar para comprobar si respira y entonces mueve una mano, bracea buscando algo donde agarrarse.

—Y tú qué coño sabes —dice—. Y tú qué coño sabes.

Doy media vuelta y salgo de su casa. No sé a qué atribuir la enorme tristeza que me obliga a subir despacio los escalones, encorvado, con una opresión en el pecho como dicen que se siente cuando vas a tener un infarto; no es dolor, es sólo falta de espacio, la caja torácica comprimiéndose progresivamente, y me detengo, ahora soy yo quien niega con la cabeza, creo, no estoy seguro, con lágrimas en los ojos, como si fuese a mí a quien acabaran de dar una noticia trágica.

No sé cuándo fue la última vez que lloré; hago memoria parado delante de mi puerta. Hace años, una década. Dos. El llanto es algo que les sucede a los otros. Yo no encuentro motivos para llorar. Como la televisión estropeada: no estoy seguro de si es un buen o un mal síntoma.