Llego a casa con Carina; he ido a recogerla a la parada del metro. En los escalones del portal hay sentados dos chinos. Casi siempre los encuentro delante de sus tiendas de ropa al por mayor que han invadido mi calle o, para ser preciso, que ya la habían invadido antes de que yo la considerase mi calle, fumando, hablando de tienda a tienda, escupiendo, y no sé, cada vez que los veo, si los he visto ya o son otros. Tampoco sé si los que están sentados en los escalones estaban allí sentados ayer y anteayer o son sus primos o sus hermanos. Al principio no los saludaba, me parecían provenir de un mundo ajeno con el que cualquier intento de comunicación sería imposible. Además, ninguno me miraba nunca a la cara ni sonreía o hacía un amago de saludo; en todo caso, si me estorbaban para entrar se corrían unos centímetros sin interrumpir su conversación y sin indicar de otra manera que se daban cuenta de mi presencia. Hasta que un día hice la prueba y dije «hola». Y desde entonces nos saludamos con esa palabra, que yo intento pronunciar como lo hacen ellos, en un tono ligeramente más agudo de lo que sería el mío, hola, hola, hola, ni una palabra más, y a mí me parece bien, como cuando decimos «ajá» por teléfono para que el otro sepa que seguimos ahí mientras monologa. «Hola», les digo, y los dos responden al unísono. Entro con Carina en el pasillo; el buzón de Samuel está abierto, con un montoncito de polvo de cemento sobre la portezuela abatible; también hay polvo desparramado en el suelo. Abro mi buzón sin hacer ningún comentario; tampoco Carina dice nada aunque se queda mirando el de Samuel; se adelanta a llamar al ascensor.
Cuando voy a cerrar la puerta del ascensor a mis espaldas se oyen pasos apresurados.
—¡Un momento!
Carina y yo tenemos que apretarnos hacia uno de los lados porque aunque en un pequeño cartel de metal dice «3 personas, 250 kilos», es difícil acoplar en su interior más de dos que no hayan alcanzado cierto grado de intimidad. Me giro noventa grados porque creo que así cabremos mejor los tres, de forma que Carina queda a mi lado, y encuentro ante mí la cara de un desconocido. Nos saludamos con un gesto de cabeza.
—¿A qué piso vais?
—Quinto.
Pulsa los botones del cuarto y del quinto y se gira hacia Carina por primera vez. Como es lógico, enseguida me asalta la sospecha. Y me lo confirma la expresión perpleja, inquieta, que se le pone al mirar a Carina. Hay algo, claro que sí, Samuel, algo en esa chica que te resulta conocido. Y por eso, aunque lo intentas, aunque procuras no ser demasiado indiscreto, tienes que girarte una y otra vez, tan sólo un poco, como si estuvieses mirando para otro sitio, pero en realidad es su cara la que estudias. ¿De qué te suena, Samuel? ¿Vas a caer en la cuenta de un momento a otro? ¿Estás viendo un fantasma encarnado en una desconocida? Yo, por mi lado, examino a Samuel. Vaqueros muy gastados, una camisa caqui de manga larga, como de saldos del Ejército; un reloj demasiado aparatoso. Tiene un cutis de poros anchos y profundos, una piel que parece densa como una loncha de tocino; alcohol y cigarrillos, y no es sólo una suposición sino que el olfato me ayuda a llegar a esa conclusión, aunque no veo ni en sus dedos ni en sus dientes manchas de nicotina. Y, por cierto, podrías lavarte un poco más el pelo, porque no basta con recogerlo en una cola de caballo para que parezca aseado. Carraspea, rebusca en sus bolsillos las llaves de casa cuando estamos llegando al cuarto. No, no va a poder evitarlo, pero yo quiero que lo evite, así que cuando se gira una vez más y veo que va a abrir la boca le digo cortante:
—Hasta luego.
Y él se arrepiente, no le dirige la palabra a Carina. ¿Qué le ibas a preguntar, idiota? «Oye, ¿no nos conocemos?»
Nada más entrar en el apartamento, pongo música, pero ella me pide con un gesto que la quite. No tiene hambre, no quiere beber nada. Señala la puerta del cuarto de baño y dice:
—Venga, cuéntame.
Su tono no es severo ni exigente. Me pregunto qué pasa por su cabeza. Parece tensa, como si estuviese a punto de escuchar un secreto particularmente importante para su vida y no quisiera distracciones ni retrasos, quiere oírla ahora, mi historia, la explicación de por qué su hermana prefería que no supiese ciertas cosas. Quizá siente celos de mi intimidad con ella, que podría ser mayor de lo que había supuesto. No soy sólo un polvo de fin de semana, el consuelo de una vida demasiado monótona, sino alguien a quien Clara contaba confidencias, le detallaba las difíciles relaciones con la hermana mayor, y cómo, a su edad, seguía preocupada por las reacciones y opiniones de ésta. De pronto Carina ve en mí al conocedor de un secreto, que puede contarle por qué, en su propia vida, algunas cosas se han derrumbado, no llegaron nunca a ser lo que pudieran haber sido. Yo, el guardián de los secretos, puedo decirle a Carina cómo era vista por alguien que la conocía mejor que ningún otro. Carina no quiere que le hable de su hermana, sino de sí misma.
Yo sí me pongo una cerveza. No me he tomado la molestia de pensar la historia que voy a contar, por esa pereza que siempre me ha llevado a estudiar sólo dos o tres días antes de los exámenes, preparar los presupuestos en el último minuto, no llamar al fontanero hasta que el riesgo de inundación es inminente. No he preparado nada y me maldigo mientras vierto la cerveza en un vaso, pero al mismo tiempo siento una hermosa excitación, la del actor que va a salir a escena a improvisar un monólogo del que depende su futuro artístico. Sonrío para mí, y aún sonrío cuando salgo de la cocina, con el vaso en la mano, e indico a Carina que me siga a la terraza. Ella está seria, concentrada, casi diría que temerosa. Nos sentamos en sendas tumbonas de plástico. La tarde es tranquila, aunque demasiado fresca. Se oye más ruido de tráfico de lo habitual y los vencejos dibujan arabescos en un cielo como de costumbre atravesado por las estelas de vapor trazadas por los aviones, que a esta hora, cuando el sol ya ha desaparecido de la vista pero aún reverbera en el horizonte, brillan como si estuviesen hechas de algún material fosforescente.
Dejo de contemplar el cielo.
—¿Lista?
—Hace rato.
Y aunque el cuerpo me vibra como a veces lo hacen los cables de alta tensión o las antenas, empiezo a hablar con una voz tan segura que me sorprende, una voz clara, convencida, sincera.
Clara, según Samuel
—A Clara le importaba mucho tu opinión, lo que pensases de ella. Te confieso que se me hacía raro que una mujer al parecer tan independiente concediese tanto valor a la opinión de su hermana.
—Pues le recomendé que te dejase y no me hizo ni caso.
—No, no te hizo caso como no te lo hizo en tantas cosas, pero no hacértelo, esto lo pienso ahora, después de lo que me contaste sobre ella, no era una forma de ignorar tus opiniones, sino de tenerlas en cuenta, ¿me entiendes? No, no me entiendes. A ella le importaba lo que pensases y le daba rabia que fuese así; le parecía que debía ser más madura, tomar sola sus decisiones, y por eso, aunque procuraba averiguar si te parecía bien o no cómo actuaba, a veces se imponía hacer justo lo contrario de lo que tú habrías hecho en su lugar, precisamente porque se sentía demasiado dependiente de ti.
»Ahora veo que ya cuando era una adolescente debía de sentir, sin saberlo, algo parecido. A mí nunca me contó que se hubiese ido de casa tan joven ni que hubiese tonteado con las drogas. Sí me dio a entender que había cometido algunas locuras, es la palabra que empleó, y que alguna podría haberle costado muy cara. De ti hablaba con ternura, con admiración, con impaciencia, como de alguien que nos parece tan perfecto que produce cierta irritación; se le quiere pero también se desearía que fuese algo más débil, porque sólo así podríamos acercarnos a él.
Carina cambia de postura, frunce el ceño, va a decir algo. Parece irritada por esa versión simplista de ella misma; la gente que nos admira nos pone incómodos porque no reconoce nuestras debilidades; admirarnos es una manera de negar lo que en realidad somos.
—Es verdad que no veníamos nunca aquí. Nos encontrábamos en hoteles; cogíamos una habitación, la usábamos por el día, y después ella se volvía a su casa. Lo habitual era que luego yo me quedase en el hotel unas horas; incluso en alguna ocasión pasé la noche en esa habitación en la que tu hermana y yo habíamos hecho el amor; mi mujer estaba no sé si acostumbrada, pero sí resignada a que a veces no regresara a dormir a casa. La llamaba para avisarla, y le decía que me quedaba a dormir en un hotel. «¿Solo?», me preguntaba siempre. «Sí, solo», le respondía. Una vez se empeñó en venir al hotel en el que me encontraba y pasar la noche conmigo: «Como si fuese tu amante», me dijo. Fue una noche muy intensa, en la que de verdad nos encontramos como amantes y no como el matrimonio que somos desde hace doce años. Éramos. Aunque no quería hablarte de esto; además, si sigo por ese camino vas a confirmar tu opinión de que soy un miserable. Pero las cosas no son tan sencillas, los sentimientos no se separan uno de otro con facilidad, y a veces los afectos y los deseos se mezclan.
»Clara no quería venir a mi casa, aunque mi mujer estuviese de viaje; no le parecía bien; decía que ya le estaba quitando el marido y no quería ocupar también su espacio, ese lugar de intimidad que no nos gustaría imaginar tomado por otro, porque entonces nuestras fantasías, a las que antes quizá les faltaba el contexto para ser nítidas —una habitación de hotel no es una imagen, sino que puede ser muchas distintas—, de pronto se concretan, y vemos a nuestra pareja haciendo lo que hace con nosotros, en ese mismo lugar, y entonces la presencia del tercero se vuelve insoportable, porque no se añade a nosotros, sino que nos suplanta. Yo, si te digo la verdad, no quería que viniese porque me daba miedo que Clara dejase alguna huella: cabellos, su olor, un pañuelo, cualquier cosa que se le cayera del bolso. Así que estábamos de acuerdo y nunca discutimos; a veces pagaba yo el hotel, a veces Clara. No era una mujer tacaña, tu hermana, pero bueno, eso ya lo sabes.
Sin que Carina se dé cuenta, porque tiene la cabeza gacha, como si fuese ella la que está confesando algo de lo que se avergüenza o debería avergonzarse, la observo en busca de algún cambio en su expresión, el posible desacuerdo con el juicio que acabo de emitir sobre el carácter de su hermana. Pero se mantiene en esa postura a la vez concentrada y tensa, así que continúo.
—Mi mujer tuvo que ausentarse una semana, no hace ni dos meses, poco antes de que tu hermana me pidiera que nos fuésemos a vivir juntos y yo le dijese que no; mi mujer es profesora en la UNED, y no es infrecuente que la envíen a supervisar los exámenes que se hacen en los centros de provincias y, a veces, si le gusta el lugar al que la envían, se queda un fin de semana para aprovechar; esa vez el destino era Tenerife, y decidió volar el viernes de la semana anterior y no regresar hasta el domingo de la siguiente. Coincidió que Alejandro también estaba fuera, no recuerdo por qué —la verdad es que ni siquiera recuerdo en qué trabaja Alejandro.
—No me creo que no recuerdes eso.
—La memoria no es mi punto fuerte.
—Tiene tiendas de muebles.
—Sí, es verdad. Tiendas de muebles.
—Si te hubiese dicho que es dueño de un concesionario de coches también habrías dicho «sí, es verdad».
—No, no me habría sonado.
—A veces dices cosas muy raras, como si no hubieses estado ahí. Como si no te hubieses enterado de nada.
—Tu hermana pensaba lo mismo. Que vivo en una burbuja turbia: que veo los bultos grandes y los detalles ni los percibo. Pero a lo mejor se me ha olvidado porque no me pegaba que Clara estuviese casada con el propietario de una tienda; la imaginaba más como mujer de arquitecto, o de abogado, o de catedrático de algo.
—Más razón para acordarte.
—Lo que tú digas. Alejandro tenía que hacer un viaje que coincidía, día más día menos, con la ausencia de mi mujer. Clara me propuso que nos tomásemos vacaciones y pasásemos juntos esos días. Hablamos de ir a la playa, a un apartamento de una amiga suya…
—Pilar, supongo, en Blanes.
—En Blanes, eso es, ahora que lo dices creo que era Blanes, ¿ves? Si me ayudas me acuerdo de las cosas, más o menos; la Costa Brava sí era, desde luego. Pero no era posible. Yo no podía regresar a casa bronceado; de hecho, no podía estar fuera de casa varios días y que mi mujer llamase y me dejase mensajes y yo no respondiese… Mi mujer, cuando viajaba, me llamaba todas las noches, siempre ha necesitado mantener ese contacto cuando estamos separados, como para cerciorarse, no de que estoy en casa, sino de que nuestra separación no es tal y continuamos charlando como si no estuviésemos a cientos de kilómetros de distancia. La verdad es que no acabo de creerme que mi mujer me haya dejado, nunca pensé que fuese capaz de estar sola.
—A lo mejor no lo está.
—¿Cómo?
—Que a lo mejor está con otro hombre.
—No, no te lo dije la otra vez que hablamos de ello, pero la verdad es que me dejó porque descubrió la historia con tu hermana.
—O aprovechó la circunstancia para hacer lo que quería y no se había atrevido.
—No conocías a mi mujer.
—Quizá tú tampoco. A lo mejor te llamaba cuando estaba de viaje para asegurarse de dónde estabas, quizá también para evitar que la llamases tú en un momento inoportuno. O para quitarse la mala conciencia, la gente se comporta de maneras que no siempre entendemos, las interpretamos como nos conviene…
Me molesta, aunque resulte ridículo y además yo pueda pensar cosas parecidas, me molesta que piense que mi mujer llevaba tiempo engañándome y me molesta sobre todo que lo diga con ese aire de desafío, como si levantando sospechas sobre mi matrimonio se vengase de alguna ofensa. Qué sabe ella de la mujer que yo tendría, de nuestra relación, si me engañaría o no. Tampoco sabe nada de mí. Ahora se ha enderezado en la tumbona y vuelve a tener ese gesto que no soporto porque me hace sentirme como si estuviese a punto de suspender un examen, la mandíbula apretada, los ojos mirándome de frente, retándome, ¿quién se cree que es?, está en mi casa, en mi terraza, le estoy contando la historia de su hermana, eso que ella desea saber, le estoy ayudando a descubrir cómo era de verdad su relación con Clara, pero ella olvida todo eso para reavivar una rencilla que debe de tener con el mundo, y que espera que yo asuma como mía.
—Da igual. No voy a discutir contigo algo que además ya no tiene importancia. Quería hablarte de tu hermana. ¿Sigo? —Carina deja escapar aire por la nariz, con lo que hace evidente que en ese momento en el que se había envarado, levantado la cabeza, asumido la posición de combate, había dejado de respirar—. Así que le propuse que pasásemos la semana en mi casa, aquí, y le hablé de la terraza, de noches tumbados bajo las estrellas, sobre colchonetas, y que sería como estar de vacaciones, yo me ocuparía de todo, cocinaría para ella, y por el día abriría el toldo, le llevaría cervezas y daiquiris, como si estuviese al borde de una piscina. Fue más fácil convencerla de lo que había pensado.
»Me acuerdo de que entró en el piso como quien teme que le hayan tendido una trampa. Era rara, tu hermana, a veces. Te juro que no siempre entendía sus reacciones, tan descarada, tan atrevida, con ese lado vertiginoso, que te hacía pensar que si te sujetabas a ella te iba a arrastrar en una caída interminable, pero luego con esa timidez que a veces me hacía sonreír, sentirme un poco, de verdad, un poco superior, como si fuese yo el hombre experimentado que la lleva de la mano a lugares desconocidos. Me entiendes, ¿verdad?
Carina asiente con la cabeza; se ha recostado en la tumbona de plástico y no estoy seguro de si de verdad me está escuchando o si piensa en otras cosas mientras contempla un cielo que está virando al añil; los vencejos ya no están. Cielo limpio, silencioso, barrido a veces por ráfagas de aire que sin embargo no empujan ninguna nube.
—Se sentó en el sofá de abajo, con esa manera que tenía de juntar las rodillas y separar mucho los pies, apoyando los codos sobre los muslos y la barbilla sobre las manos. Yo estaba un poco inquieto porque temía que no se encontrase a gusto y se nos echara a perder nuestra semana de vacaciones, que yo había imaginado despreocupada, alegre, golfa, los dos en una burbuja, a salvo de preocupaciones y malos augurios. «¿Quieres ver la terraza?», le pregunté. Ella miró hacia arriba sin cambiar la postura de la cabeza, aún apoyada sobre las manos, tan sólo girando los ojos hacia la escalera de metal que acabas de subir. «¿No quieres? De verdad que se está muy bien.» Entonces se levantó de repente, se vino hacia mí y, empujándome una y otra vez el pecho (yo no estaba muy seguro de si aquello eran bromas o veras, si estaba provocándome o si me agredía para liberarse de alguna rabia), así, un empujón tras otro, obligándome a dar un paso atrás con cada uno, me fue obligando a adentrarme de espaldas en el pasillo, en el dormitorio, a caer en la cama, y luego fue ella quien cayó sobre mí.
—Prefiero que no me cuentes vuestras actividades sexuales.
—No pensaba hacerlo. Está todo dicho. Clara volvió a recuperar ese papel, cómo decirlo, oscuro y luminoso a un tiempo, en el que se vuelve alegremente voraz, ¿me explico?, o sea, que tiene algo agresivo, no sé si decir siniestro, pero que luego se revela como una alegría de vivir que lo alumbra. Vaya, me estoy poniendo poético.
—Mejor que si te pones obsceno.
—Te he dicho que no pensaba… Oye, no sé para qué coño te estoy contando todo esto. Me has preguntado tú.
—Vale.
—¿Vale?
—Que sí, que vale. Sigue. Haz el favor.
—Como decía, no te voy a dar detalles. Lo pasamos bien. Has visto las fotos. Disfruté mucho esa intimidad con tu hermana, desayunar juntos, cepillarnos los dientes juntos, tomar el sol con su mano apoyada en mi antebrazo, cocinar juntos…
—Mi hermana no sabía cocinar.
—Yo sí.
—Ni le gustaba.
—Conmigo sí. ¿Algo más?
—Perdona.
—Ducharnos juntos. Las fotos que deberían ser testigos, cuando todo hubiera acabado, de una semana en la que nos quisimos o al menos comprobamos que podríamos querernos. Las fotos que tú conoces y que yo dejé como un idiota en la cámara y que mi mujer encontraría un mes más tarde. Uno nunca sabe por qué hace las cosas, por qué no las borré después de haber enviado las copias a tu hermana, por qué decidí dejarlo para luego a sabiendas, y recuerdo perfectamente que lo pensé, del riesgo que corría de ser descubierto.
»Pero eso fue después de que acabara aquella semana perfecta. Se acabó; llegó el sábado; tenía que limpiar la casa, tirar los cascos de las botellas que habíamos acumulado, eliminar posibles indicios, cabellos, horquillas quizá caídas por el suelo, lavar sábanas, inspeccionar armarios. Nos despedimos ahí, en la puerta del apartamento porque Clara no quiso que la acompañase a buscar un taxi. “No, mejor así”, dijo, “de una vez”. Y también dijo: “Por favor, no se lo cuentes a nadie”.
»—¿Que he estado contigo?
»—No, que he estado contigo aquí, en tu casa. No debería haberlo hecho, como tantas cosas.
»—¿Y a quién se lo voy a contar? ¿Piensas que voy a presumir de mis conquistas en el trabajo?
»—Digo que no se lo cuentes a nadie nunca, no ahora ni las próximas semanas, que no cuentes que me he metido en esta casa, que he sido tan mezquina.
»—¿Y qué más da dónde?
»—Claro que da, idiota. Me imagino que se entera mi hermana y me muero de vergüenza.
»—Ni siquiera sé qué aspecto tiene tu hermana. ¿No tendrás una foto suya?
»—Da igual, y no, no tengo una foto. Te digo que estoy hablando de dentro de meses, de años. Si la conoces un día.
»—Pero ¿a quién coño le importa si has estado en mi casa, en mi cama?
»—En la cama de tu mujer.
»—Y mía.
»—De tu mujer. Y te estoy pidiendo que no se lo cuentes a mi hermana.
»—También podrías pedirme que no se lo cuente a Barack Obama o a Jennifer López.
»—¿De verdad quieres joder la despedida?
»Tenía un aspecto triste en ese momento, tu hermana. Triste como si hubiese cometido un acto irremediable que la perseguiría para siempre. Como cuando hemos dejado pasar una de esas oportunidades que de haberla aprovechado nos habría reconciliado con nosotros mismos. Triste como yo lo estoy por haber dicho a tu hermana que no quería irme con ella y saber que ya no podré hacerlo, que ya no podré ser el hombre que habría vivido con Clara, que se habría enamorado, quizá que habría acabado peleándose con ella, o huyendo de su lado oscuro, yo qué sé, ese hombre que ya no podrá existir en ningún sitio y al que me habría gustado conocer, preguntarle cómo está, si ha conseguido ser feliz.
—¿Y se lo prometiste?
—Qué.
—Que no me lo contarías.
—No me acuerdo. Creo que no. O confusamente. La petición me parecía una estupidez. Y sólo volví a pensar en ella cuando te conocí, entonces recordé la escena y fui consciente de que tenía que guardarle el secreto. ¿Dónde encontraste las fotos?
—Qué más da.
Carina se levanta de la tumbona. Se abraza a sí misma. Imagino su cerebro intentando recomponer las piezas del rompecabezas, readaptando la imagen que tenía de su hermana a las nuevas informaciones.
—Aquello es el edificio de Telefónica, ¿no? —dice, señalando hacia el norte, por lo que imagino que tiene razón y asiento—. Y aquello Navacerrada. No lo entiendo.
—¿Por qué? Claro que es Navacerrada.
—No entiendo que mi hermana quisiera guardar ese secreto tonto. No te creo. Cuando me dijo que estaba saliendo contigo, más bien, que estaba teniendo una aventura con un hombre que también estaba casado, no la critiqué ni le puse la menor objeción. Ella ya no era la niña que yo había querido proteger de una vida de yonqui, ni yo era ya una mujer tan segura de lo que es bueno y lo que es malo. Clara sabía que no me iban muy bien las cosas, que yo, que parecía controlarlo todo, estaba perdiendo el control.
—Ajá.
—Samuel, ajá no basta. Dime algo.
—No sé qué decir. Te escucho. Tomo nota. No sé dar consejos.
—No te estoy pidiendo consejo.
—Tu hermana te admiraba. ¿Es eso lo que querías oír? Y le daba rabia hacerlo, porque al mismo tiempo le parecía que eras tú la que estaba desperdiciando su vida. Por cierto, ¿de verdad eres osteópata?
—Tengo el título, pero nunca he ejercido. En realidad soy gerente de una clínica.
—A ella tampoco le gustaban tus trajes de chaqueta.
—Ni mis zapatos de tacón tan alto, ya lo sé.
—Ni esos pendientes de perla.
—Vale, no sigas.
—Creo que admiraba tu seriedad, pero al mismo tiempo le parecías una prolongación de la autoridad de tus padres. No hace falta que lo explique más, ¿no? Y seguramente le molestó que le recomendases dejarme.
—Ya. En realidad, casi nunca hablamos de su aventura. Me contó de tu existencia, y al principio se la veía feliz. Luego empezó a preocuparme, porque andaba como ida, tristona, pero tampoco tuvimos mucho tiempo de sincerarnos, ni sé si lo habríamos hecho de haberlo tenido. Nos veíamos en las fiestas familiares, poco más. Y sólo cuando me dijo que te había propuesto que vivieseis juntos, recuperé mi papel de hermana mayor. Que no sé por qué lo hice; ¿quién soy yo para darle consejos a nadie sobre cómo ser feliz? Vivo sola, tengo un trabajo que me quita demasiadas horas y me da pocas satisfacciones, ni me acuerdo de la última vez que salir con un chico me pareció que merecía la pena; me están saliendo arrugas; me como las uñas.
—No me había dado cuenta.
—¿De cuál de las cosas que te he dicho?
Tiende las manos hacia mí, con el dorso hacia arriba. Es verdad: lleva las uñas tan cortas que el final del dedo aparece desnudo y abulta un poco por encima de la superficie de la uña. Quizá las lleva sin pintar para no atraer las miradas hacia ellas.
—A veces aconsejamos a los demás que hagan justo aquello que hemos hecho nosotros y nos ha vuelto desgraciados.
—Te ha quedado muy bien. ¿De quién es la frase?
—Creo que mía. Pero no estoy seguro.
—Un poco dura, dadas las circunstancias.
—Las circunstancias son una mierda.
—¿Sabes lo que encontré el otro día en un cajón? Una caja de píldoras anticonceptivas. Ni la había abierto. Y ¿sabes lo que encontré unos días antes? La tarjeta de embarque del último viaje de vacaciones que he hecho. Han pasado tres años. No creas que aspiro a mucho. A estar con alguien, hombre, mujer o perro, sentir que las cosas que me pasan no me pasan a mí sola.
—Un perro no sería complicado.
—Vale, tacha el perro. O al menos estar sola por decisión propia.
Me levanto sin pensarlo y voy hacia ella. Ya se han encendido todas las luces alrededor y el perfil de las montañas se ha fundido con la noche.
—Pero no lo has decidido aún.
Sacude la cabeza muy seria, toda ojos y ceño fruncido, toda pesar y dientes apretados. La abrazo. Su cuerpo se tensa ligeramente y estoy seguro de que me va a rechazar, pero poco a poco se ablanda, se abandona y olvida, me acepta al menos para apoyarse y descansar unos segundos en los que ella mira al sur y yo al norte, pero tengo la impresión de que estamos viendo lo mismo.