13

Son las ocho de la mañana y el sol va consumiendo los restos de una niebla improbable en esta época del año y tan poco densa que podría pensarse que no es niebla sino que los cristales están ligeramente sucios. Anoche me quedé dormido en el cuarto de la terraza —más un invernadero que una habitación, rodeado de ventanales y con un techo de PVC—, sin desnudarme siquiera, derrumbado sobre el sofá cama en el que suelo dormir cuando hace buen tiempo, para despertarme con la luz del amanecer y los chillidos de los vencejos. Me cuesta despejarme, como le cuesta al día, y dormito aún un rato antes de decidirme a salir de la cama. Tendría que darme mucha prisa para llegar puntual a la oficina, pero si vamos a vender poco importa que yo cumpla o no con mi trabajo. Así que me tomo todo el tiempo para ducharme, vestirme, hacerme un café. Como tengo la cabeza en otro sitio y ni siquiera la ducha me ha despejado del todo, dejo hervir la leche hasta que se sale. Limpio los restos quemados que quedan sobre la placa y aprovecho para recoger la encimera, sobre la que se han ido acumulando platos sucios con restos de comida, pan duro, algunas mondas de fruta, trozos de corteza de queso. Hace dos noches que no saco la basura, así que la bolsa está tan llena que amenaza ya con desbordarse. La extraigo del cubo y no me molesto en cerrarla.

Bajo a pie, con un maletín en una mano y la bolsa en la otra. Me detengo delante del 4.º D y, estirando el brazo para que nada caiga sobre mis zapatos, vacío la bolsa sobre el felpudo que dice WELLCOME y que muestra un gato dormido de color verde, una imagen que se me antoja poco adecuada para un felpudo. Aunque casi todos los residuos que se van amontonando en el suelo son blandos —papeles grasientos, restos de verduras, posos de café—, del fondo de la bolsa sale una lata que debería haber estado en el cubo de los envases, rebota sobre el felpudo, después contra la puerta y acaba rodando por el suelo. Enseguida oigo pasos apresurados aproximándose por el pasillo al otro lado de la puerta. No reacciono hasta que alguien empieza a girar la llave en el interior. La puerta se abre cuando resuenan ya mis zapatazos sobre los escalones, que bajo de tres en tres; el estruendo de mi descenso contrasta con un silencio allá arriba que supongo de perplejidad. Pero quien ha abierto no tarda mucho en asociar la basura desparramada con los pasos ruidosos de esa persona que desciende a la carrera y echa también a correr, yo sé que inútilmente porque la caja del ascensor impedirá que pueda verme incluso aunque nos separe menos de un piso, y grita: «¡Cabrón!, pero será cerdo el tío» —¿por qué imagina que soy un hombre, porque no oye un repiqueteo de tacones, por el ruido que hacen mis suelas al estrellarse contra los escalones, porque una mujer no baja las escaleras a grandes saltos?—, «¡sinvergüenza!», grita, y se detiene. La mujer de Samuel, irritada e impotente, ni siquiera puede correr a la ventana para ver al que huye pues, igual que las mías, sus ventanas dan al patio.

Así que, ya en la calle, aminoro el paso y decido ir caminando hasta Atocha para coger el cercanías; media hora de paseo para bajar la adrenalina y porque me desagrada la idea de meterme directamente en el metro y sentir a la gente pegada a mí cuando ahora mismo mi cuerpo lo que necesita es espacio, aire, como si su volumen hubiese crecido en los últimos minutos y abarcara mucho más allá de lo que se ve.

Al llegar al trabajo me encuentro en el recibidor con José Manuel y uno de los kosovares, en efecto alto y musculoso como lo había descrito Genoveva, sentada ahora ante su mesa fingiendo no escuchar su conversación. El hombre es tan grande que si tomase a José Manuel por el cogote parecería que estuviera manipulando una marioneta. Con una calva blanquecina sobre la cabezota casi esférica, lleva un traje gris por debajo de la cazadora de cuero negro y aunque sin duda se trata de ropas caras ofrece el aspecto de quien en un reparto se ha quedado con prendas destinadas a alguien mucho más pequeño. Los tres se vuelven hacia mí y aguardan a que llegue junto a ellos. José Manuel me presenta, también me dice el nombre impronunciable de su interlocutor. El hombre tiende una inmensa mano de boxeador en la que la mía se pierde hasta desaparecer. No me estruja los dedos como temo, sino que los empuña con el cuidado que emplearía un gigante al sacar a su canario de la jaula. Me dedica una sonrisa afectuosa, impensable bajo esa nariz rota y esos ojos minúsculos y demasiado juntos. Se alegra de conocerme y espera que nuestro negocio sea beneficioso para todos, y lo dice con un brillo ilusionado en la mirada, que, si no es sincera, podría convencer al más incrédulo. «Yo también», respondo fascinado por su estampa de matón convertido a alguna religión mesiánica, y lo imagino en la cárcel acudiendo a oficios religiosos en los que asesinos y atracadores se toman de la mano y elevan la vista al cielo pronunciando jaculatorias o frases de arrepentimiento y de amor universal.

El encuentro no es una presentación sino una despedida. El kosovar se marcha después de repetir que se alegra y que todo irá bien, que estemos seguros, lo que enseguida me hace pensar en esos médicos de las películas que dicen «todo irá bien, lo prometo», al paciente que está muriendo de cáncer.

Creo que es la primera ocasión desde que trabajamos juntos, hace ya más de diez años, que Genoveva, José Manuel y yo nos ponemos a reír a la vez. Soltamos los tres una carcajada y nos contagiamos mutuamente, de forma que cuando uno está a punto de recuperar la calma, mira a los otros dos y vuelve a reír. La secretaria se quita las gafas para poder enjugarse las lágrimas, José Manuel se dobla sobre mí mismo y yo tengo que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio.

—¿A quién me recuerda?

José Manuel niega con la cabeza aún riéndose, y la secretaria responde:

—A uno de los Golfos Apandadores. Esos del Pato Donald… Ay —dice—, ay —y se lleva una mano al esternón como si le faltase el aire.

—Toni Soprano, pero en versión Europa del Este —dice José Manuel, pero yo pienso más bien en alguno de esos esbirros de película de James Bond, de dimensiones tan disparatadas que inducen más a la risa que al temor.

—¿Qué quería otra vez? ¿Se olvidó el sombrero en tu oficina?

—Pues la verdad es que no lo sé.

—No me cuentes historias.

—Te juro que no; ha venido sin avisar, me ha saludado, me ha preguntado qué tal estaba y hemos hablado de tonterías, hasta que ha dicho que tenía que irse. Y le he acompañado a la puerta.

—Una visita de cortesía.

—Yo qué sé. Un poco sí que asusta. Oye, vaya horas de venir a trabajar.

—Es que ya me siento como un rentista. A lo mejor le cojo el gusto.

Suena mi móvil.

—Sí. Ah, Carina. Sí, claro, como quedamos, a las ocho. Eso, allí te espero. Un beso.

Estoy seguro de que José Manuel quisiera preguntar algo; si se atreviese incluso haría un comentario jocoso («apenas has enterrado a una…»). Aguardo a ver si se anima, pero no. También Genoveva parece esperar una explicación.

—Era mi tía —digo, mientras me alejo de su curiosidad muda.

En lugar de dirigirme a la oficina bajo al almacén. Observo un rato la descarga de un camión de ladrillos. A veces echo de menos los tiempos en los que no todo estaba tan automatizado. Ahora la grúa del camión descarga los palés con los ladrillos perfectamente apilados. Antes los camiones hacían bascular el volquete y dejaban escurrirse al suelo los ladrillos, con un estruendo que hacía vibrar los dientes, en medio de una nube de polvo rojizo. Luego había que irlos apilando en hileras, y olía a arcilla, a sudor, a los cigarrillos que fumaban en las pausas los obreros. Me desagrada que todo se automatice, que la gente no sude, no tenga ampollas en los dedos por el roce áspero de los ladrillos, no se haga pequeñas heridas ni moratones. Me desagrada vivir en un mundo de mirones como yo, aquí parado, todos parados mientras la máquina realiza su labor.

De pronto me doy cuenta de que el encargado se ha detenido a mis espaldas, también a contemplar la descarga. Cuando concluye, saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa y me ofrece uno. Nunca fumo a estas horas de la mañana, pero el ofrecimiento es tan infrecuente que acepto. Enciende su cigarrillo y me pasa el mechero. Fumamos aún atentos a las actividades alrededor del camión, hasta que maniobra y sale del almacén.

—La gente está preocupada —dice.

—Con razón.

—Y tú estás de acuerdo con la venta.

—La verdad es que me da un poco igual.

—Porque te vas con el riñón cubierto.

No muestra particular animosidad. Lo constata, delimita con profesionalidad el campo de batalla.

—Para vosotros no tiene por qué cambiar nada. La empresa no cierra, se vende.

—Eso mismo me dijeron en la que estaba antes, una cementera de ahí de Vicálvaro.

—¿Y?

—No estoy aquí por el sueldo de puta madre que pagáis.

—Te echaron.

Con un movimiento del índice proyecta la colilla sin apagar a varios metros de distancia.

—La gente dice que no eres mal tío.

—¿Y eso qué significa?

—Y yo digo que no vas a poner la cara por nadie. Mirarás por tu interés. Ya está. O sea, que lo que yo digo es que eres como todos.

—Como tú, entonces.

Saca otra vez el paquete, pero ahora no me ofrece. Al ponerse el cigarrillo en la boca no sé si está sonriendo o sujetando la boquilla entre los dientes. Lo enciende y le da dos o tres caladas.

—Sí, tú y yo somos iguales. Pero yo tengo más mala hostia.

Y se va, haciendo oscilar su cuerpo pesado sobre dos piernas que parecen demasiado delgadas para sostenerlo. Su marcha resalta el hecho de que estoy parado en medio de la nave, ocioso. Me encamino a la oficina con decisión, como si tuviera algo urgente que resolver después de inspeccionar la descarga de los ladrillos. No estoy seguro de si acabo de recibir una amenaza.

Por la tarde, cuando regreso a casa, saco del maletín una bolsa de plástico con cemento que he cogido en el almacén. Con cuidado, voy vertiendo el polvo en la ranura del buzón de Samuel. Primero había pensado mezclarlo con agua para que se encontrase un sólido bloque al abrir el buzón, pero, no sé por qué, me gusta más la idea de que el polvo se desparrame por el suelo y encima de sus zapatos cuando abra la portezuela. Soplo alrededor para dispersar los restos del cemento y subo a casa, a pie, intentando imaginar alguna otra acción cuando llegue al cuarto, pero entonces oigo que se abre una puerta en el quinto, después unos pocos pasos de mujer y el zumbido del ascensor, al que sin duda acaba de llamar. Yo continúo subiendo la escalera preguntándome a quién me voy a encontrar, pero oigo nuevamente los pasos, esta vez apresurados, y una puerta abrirse y cerrarse. El ascensor llega al rellano al mismo tiempo que yo. Nadie sale, lo que me confirma que había sido la mujer la que lo había llamado. Entonces veo la sombra de los pies de mi vecina moverse en la ranura inferior de su puerta. Seguramente está espiándome por la mirilla. Venzo la tentación de mirar hacia donde se encuentra, quizá asustada, quizá conteniendo la respiración, quizá consciente de que en ese momento acabo de entender que ha corrido a esconderse de mí. Entro en casa. No sé por qué en este preciso momento me invade el desánimo. Hoy sí me gustaría que funcionase el televisor.