En la empresa me encuentro con que José Manuel está reunido.
—Rusos —me dice Genoveva—, rusos de dos metros de alto y uno de ancho.
—¿Iban armados? —le pregunto.
—Creo que no —me responde muy seria.
Es una mujer que ronda los cincuenta y da la impresión de haberlos rondado siempre; lleva el pelo ahuecado y con laca, con un peinado alto que se parece mucho al de mi madre, y masca chicle continuamente; he comprobado si lo pega debajo de la tabla del escritorio, pero no lo hace, o al menos lo retira al final de la jornada. Suele vestirse con unos trajes de chaqueta color crema que quizá nunca estuvieron de moda, y debajo blusas salmón o azul pálido, y lleva unas gafas de montura dorada muy fina, mucho más estrechas en los bordes exteriores que en los interiores, que me hacen pensar en programas de televisión en blanco y negro, aunque casi ni los recuerdo.
—¿Cómo sabes que eran rusos?
—Los he oído hablar.
—¿Y puedes distinguir el ruso del serbocroata o del polaco?
Frunce dudosa los labios; es lo más bonito que tiene; no han envejecido como ella, al contrario, son labios de veinteañera, sin arrugas, sin estrías, suaves seguramente, carnosos. Si no la conociese desde hace tantos años me preguntaría si se ha hecho algún tipo de implante, pero esos labios estaban ahí cuando la vi por primera vez, aunque ya entonces la recuerdo como una mujer mayor. José Manuel, que nunca ha tenido una gran habilidad para las palabras, lo puso sin embargo una vez en una frase que me pareció perfecta: «Debe de haber tenido nietos antes que hijos». Aunque que yo sepa no ha tenido ni los unos ni los otros.
—Deberías ir a echarle una mano —me dice.
—¿Tú crees que estará en peligro? Es mejor que vayas tú. A una chica seguro que no le hacen nada.
—Cobardica —responde, y me da una carpeta con un rótulo que dice URGENTE.
Remoloneo un rato por el pasillo para intentar escuchar algún retazo de la conversación. Aunque oigo voces, no consigo discernir lo que dicen, tan sólo que los invitados hablan más que José Manuel. Para ser rusos, su español parece muy fluido.
Paso una hora examinando el inventario y las salidas de material del mes; luego hago un cuadrante con las compras del próximo. Dentro de poco tendré que ponerme a hacer un cálculo de los invendibles, quizá intentar colocarlos por eBay: azulejos que nadie pide, por motivos que no entiendo, pues no son ni más feos ni más bonitos que otros que tienen salida rápida, molduras de mala calidad, accesorios de baño demasiado caros. En el peor de los casos tendremos que deshacernos de ellos gratis para que no sigan ocupando espacio en el almacén.
José Manuel entra, como de costumbre, sin llamar.
—¿No se te ha ocurrido nunca que podría estar haciéndome una paja?
—¿En horario de oficina? No; y si lo haces me gustaría saberlo.
—O hurgándome la nariz. Puedo calcular mientras me hurgo la nariz.
—No seas cerdo. ¿Estás bien?
—Perfectamente.
Me doy cuenta demasiado tarde de que he contestado con despreocupación, con excesiva ligereza, no como alguien a quien se le acaba de morir la novia, aunque sea la ex novia.
—Desde luego, eres un misterio para mí.
—¿Quiénes eran?
—¿Ésos? Inversores.
—Mafiosos, quieres decir. ¿Estás en tratos con la mafia rusa?
—No son rusos.
—Es lo que decía yo. Pero si no me cuentas de dónde vienen voy a pensar que son albaneses.
—Kosovares.
—No jodas. ¿Vamos a blanquear dinero para ellos? Mola.
—Te he dicho que son inversores.
—Inversores kosovares. Aunque no te lo creas, leo los periódicos.
—Es posible que nos hagan un pedido. Un pedido enorme.
—Claro, vienen a buscar materiales de construcción a España porque en Kosovo están por las nubes.
—Qué pesado eres. ¿Qué estabas haciendo?
—Te creerás que vas a salir de aquí sin explicarme de qué iba eso. Soy socio de esta empresa.
—A veces tengo la impresión de que soy tu hombre de paja. Tú permaneces en la sombra mientras yo lo hago todo. Doy la cara, negocio, hago las llamadas difíciles.
—Eres el socio mayoritario. Y tienes más encanto que yo. Venga, dime lo que querían.
—Te lo acabo de decir. Puede que nos hagan un gran pedido. Quieren construir varios complejos hoteleros en la costa española. Vas a tener que hacer un presupuesto muy ajustado. Nos conviene hacer tratos con ellos. No importa que el margen sea pequeño.
—¿Te han amenazado? ¿Han secuestrado a tu mujer?
—Y sí, puede que estén interesados también en comprar parte de la empresa.
Está nervioso. Lo conozco desde hace tanto que identifico sus humores antes de que él sea consciente de ellos. No se ha sentado, sino que sigue de pie frente a mí, con las manos en los bolsillos de la americana. Ahora caigo en la cuenta de que va más elegante de lo habitual; traje siempre lleva, pero éste debe de ser el de las reuniones importantes o las celebraciones. Si no está hecho a medida, lo parece.
—Te sienta bien el gris.
—Vete a hacer gárgaras. ¿Qué opinas?
—Si vas a continuar con el estreñimiento informativo, no puedo opinar mucho.
—Te estoy diciendo…
—No me estás diciendo nada. Que quieren hacer un pedido. Que quizá también quieran invertir en la empresa. Pero ¿para qué van a hacer un pedido si quieren comprar la empresa? ¿Y nos van a comprar todo o sólo una parte? ¿Vas a vender la tuya y dejarme solo con esa banda de traficantes?
—No son traficantes. Son hombres de negocios.
—Kosovares que construyen en la Costa del Sol.
—No sé si es en la Costa del Sol.
—Así que no me entero de si vas a vender sólo tu parte o si lo quieren todo. Si les has dicho que vas a convencerme o que me vas a hacer una oferta que no podré rechazar. Te imagino ahí dentro rogándoles: «No, esperen, denme unos días, verán como le convenzo, no le hagan daño».
—Son sólo planes, Samuel.
—O sea, que la cosa va en serio.
—No me parece que sea una tragedia para ti. La empresa ni te va ni te viene. Haces tu trabajo, cuando terminas apagas el ordenador, cierras los cajones con llave y te marchas a casa; ¿o te quita el sueño alguna vez que hayan bajado las ventas un dieciséis por ciento este año? No debes de haber tenido insomnio en tu vida.
—Este año las ventas de todo el mundo han bajado, ¿por qué me iba a quitar el sueño que bajen en nuestra empresa?
—Porque tenemos empleados, porque la Seguridad Social no baja, y como tú te empeñas en no hacer contratos temporales…
—Tú querías contratos basura, no temporales.
—Lo que digo es que echar a un obrero nos cuesta más que comprar un piso.
—Entonces vendes a los kosovares y ellos se ocupan de racionalizar la empresa.
—Estoy harto.
—Vives como un rey.
—Trabajo como un esclavo.
—Venga, dime qué has acordado con ellos.
—He acordado que hablaría contigo. Nos harían una buena oferta. Quieren tener en una mano los suministros, la construcción y la venta de inmuebles.
—Lo que quieren tener es el control de varias empresas complementarias que se facturan entregas inexistentes para blanquear lo que han ganado con el tráfico de drogas.
—¿Y tú qué sabes?
—¿Me van a dejar en mi puesto de trabajo o me van a echar?
—¿Seguirías trabajando para ellos?
—O sea, que a ti tampoco te gustan.
Se deja caer, ahora sí, en la única silla que hay en mi despacho aparte de la mía. Tira de las perneras del pantalón hacia arriba, como si temiese que se le mojase el dobladillo en un charco, descubriendo unos calcetines de rombos azules y verdes, tan poco a juego con la sobriedad del traje que en otras circunstancias me habrían llevado a reírme de él. No debe de resultarle fácil, vender la empresa, ceder ese pequeño imperio que se ha construido y que creía duradero. Él siempre quiso ser empresario; quizá porque proviene de una clase —su padre era un mecánico empleado en un taller de Mercedes, si mal no recuerdo— que considera que sólo la propiedad te da la independencia, que sólo puedes decir que has tenido éxito cuando eres tu propio patrón. Su ascenso social ha sido una tarea de superación personal, no una persecución de la riqueza. No le gusta ostentar, y aunque podría haberse dado la satisfacción simbólica de comprarse un Mercedes, lleva un coche japonés, Mazda, creo, de color antracita, discreto aunque desde luego lo suficientemente grande, confortable y seguro como para no pecar de falsa modestia, un coche de padre de familia acomodado. Ya en la facultad él tenía claro que no quería trabajar para otro, tampoco especular en Bolsa, porque en realidad José Manuel era un joven moral, y le parecía deshonesto enriquecerse sin producir. Él quería una empresa asentada sobre algo sólido y siempre pensé que acabaría siendo dueño de una mina o de una fábrica de zapatos, pero al final se quedó con la empresa de materiales de construcción; aunque no los producía, los materiales que acarreaba servían a un fin concreto, las ciudades crecen gracias a ellos, la gente se cobija y se nutre rodeada de lo que nosotros hemos llevado hasta allí. Y a mí me cedió un quince por ciento de la propiedad a un precio ridículo. Por amistad, pero también por ese mismo sentido moral del que hablaba: José Manuel no habría aprobado Estadística sin mi ayuda, tampoco Microeconomía. Gracias a mí fue capaz de sentarse ante una hoja cubierta de números sin que se le nublase la vista. Yo me burlaba de él porque cómo demonios quería ser empresario si las matemáticas le daban vértigo. «Con un buen contable», me decía, y es lo primero que me anunció cuando montó la empresa: «Necesito un contable; y alguien que se ocupe de la financiación y los presupuestos, de esas cosas que se me dan tan mal».
Tiene razón en que la empresa no va bien. Tal como están las cosas en la construcción, nos hemos mantenido razonablemente, pero reduciendo de manera drástica los márgenes de beneficio. Supongo que debería alegrarme de que alguien quiera comprarnos. Aunque dudo de que mi parte baste para evitarme tener que buscar empleo en pocos años, o, siendo sensato, debería buscarlo inmediatamente, porque dentro de siete u ocho años nadie querrá emplear a quien ha estado parado tanto tiempo.
Se pasa las manos entre el pelo (pero luego no se huele discretamente las yemas de los dedos como suele hacer, la única manía algo desagradable que le conozco) y por un momento parece desamparado y aguardar a que yo le tranquilice o le dé mi absolución.
—Lo que me cabrea de todo esto es que no me hayas dicho nada hasta ahora.
—Es que ha sido muy repentino. Y tú estabas tan ido…, y luego con lo de tu novia… Por cierto, no me has contado del entierro.
—Ni quiero.
—La incineración, quiero decir.
—Vamos a terminar el otro tema, ¿vale? ¿Has buscado tú comprador o han venido ellos a ti en el momento oportuno?
Supongo que espero que me mienta. También supongo que no debería enfadarme si lo hiciera, precisamente yo, pero estoy seguro de que me va a sentar mal. Debería conocer a José Manuel: opta por la solución intermedia.
—Una mezcla de las dos cosas. Yo había dejado caer en algunos círculos la posibilidad de vender, intentando no parecer desesperado por hacerlo, ya sabes, un comentario aquí y allá, y hace una semana recibí una llamada.
—Me quedo de una pieza. ¿No podías haber dejado caer un comentario también en este despacho?
—Te digo que ha sido muy rápido. Ni siquiera estaba seguro de querer vender. Y si te lo digo muy pronto te montas una película y me mareas durante meses. Era una idea, nada más. ¿Estás en contra? Si tú no quieres, buscamos otra solución. Pero algo tenemos que hacer. Y eso es lo que no consigo que entiendas.
—Como no reduzcamos el presupuesto de chicles de tu secretaria…, seguro que los carga como gastos de gestión.
—Un ERE. Podríamos hacer un ERE.
—Eso es para empresas más grandes. Si nosotros despedimos tenemos que cerrar parte del negocio. No hay funciones que racionalizar ni sinergias ni aumentos de productividad ni hostias. Necesitamos gente en el almacén, conductores, sólo tenemos tres vendedores en el espacio de exposición. No podemos seguir funcionando igual con menos empleados. Se pueden vender un par de camiones, coger un almacén más pequeño y más lejos aún del centro, pero a medio plazo van a seguir cayendo las operaciones y los ingresos. De hecho, creo que van a caer más rápidamente que hasta ahora; varias de las empresas con las que trabajamos han cerrado o lo van a hacer pronto.
—O sea, que me estás diciendo que venda.
—No; te estoy diciendo que eres un cabrón y que vendas.
José Manuel se da dos ligeras palmadas en las rodillas, un gesto que interpreto como que le alegra que hayamos tenido esta pequeña conversación y que ahora, si no me importa… Pero no se mueve de la silla. Algo debe de pesar aún sobre su conciencia o tiene una preocupación que no sabe si transmitirme.
—Entonces…
—Entonces cuando te hagan la oferta, avísame.
—Claro. Pero la pregunta es…
—La respuesta es no.
—No sabes lo que te voy a preguntar.
—Quieres saber si deseo participar en las negociaciones.
—Caramba. Qué tío.
—Y te daba miedo que dijese que sí, porque yo soy una persona muy valiosa, bla bla bla, pero don de gentes no tengo mucho, y a veces salgo con cosas que nadie entiende o que no son apropiadas.
—Pues sí, más o menos.
—Sí te agradeceré que me informes antes de firmar. Aunque, técnicamente hablando, tú puedes vender tu parte sin decirme ni pío.
—No, hombre, cómo voy a hacer eso. Además, yo voy a negociar también tu parte, porque si no luego quedas en muy mala posición.
—Pero te das cuenta de que estamos vendiendo a delincuentes.
—Eso no lo sabemos.
—Lo mismo hay una orden de Interpol de búsqueda y captura.
—No sé cómo puedes seguir siendo tan crío. Bueno, te dejo, seguro que tienes mucho que hacer. Y yo también.
Y ahora sí, visiblemente aliviado, se levanta, se abrocha la americana como hacen los políticos cuando tras alzarse de un sillón se preparan a ser fotografiados, y sale de mi despacho. No me preocupa mucho la perspectiva de tener que dejar la empresa. Lo que me preocupa es el vacío. Los días y las noches en mi terraza, en mi casa, sin o con televisión, desaseado, porque en algún momento acabaría perdiendo la batalla contra la desidia, quizá bebiendo demasiado, quizá sin contestar al teléfono cuando llamaran mis amigos. Tomo el teléfono.
Carina responde tan deprisa como si hubiese tenido el aparato en la mano, a la espera de mi llamada.
—¿Me vas a colgar otra vez?
—Depende de ti. ¿Juegas al tenis?
—No.
—¿Al squash?
—No he jugado en mi vida al squash.
—Dame tú entonces una excusa para que volvamos a quedar. A mí no se me ocurren más.
—Que quieres saber por qué Clara no quería que te contase que estuvo en mi casa. Y que empiezas a descubrir cosas de tu hermana que no habías imaginado y sientes curiosidad.
—Eso no son excusas. Son razones.
—Te gustaría ir conmigo al Museo del Prado.
—No habría imaginado que fueses aficionado a los museos. Al arte.
—¿Tampoco eso te lo contó tu hermana?
—Empiezo a pensar que no me contó muchas cosas. Bueno, que no eras deportista sí debería haberlo recordado. Vale. Ir a un museo me parece que justifica lo suficiente que volvamos a vernos sin que parezca demasiado que doy marcha atrás, ¿no?
Quedamos el miércoles a las seis de la tarde. Hago un repaso mental de los cuadros que quiero ver con ella: Perro semihundido, la sala de los bufones, el David de Caravaggio, los cuadros de Baldung Grien, el Cristo yacente de Vallmitjana ,Venus y Adonis. Tengo un recorrido casi fijo cuando alguien me acompaña al Prado. Nunca he estudiado arte, pero cuando empecé Empresariales conocí a una chica que todas las semanas iba al Prado una tarde a las seis, para beneficiarse del horario de entradas gratuitas. Un día la acompañé, más por interés en el color de sus ojos —azul casi marino— que en el de la paleta de ningún pintor. Elegía de antemano tres cuadros, y se dirigía disciplinadamente a las salas en las que se encontraban sin prestar atención a las demás. Yo la seguí, me senté a su lado, examiné cada cuadro durante diez o quince minutos, el tiempo que les dedicaba mi amiga; y mientras tanto ella iba musitando —una audioguía de voz seductora— lo que veía. Habíamos acordado que no la interrumpiría y que si yo tenía algo que comentar, lo haría a la salida. Normalmente mi amiga, Carlotta, con dos tes por algún capricho de unos padres que habían nacido ambos en un pueblo de Extremadura y les debió de parecer exótico, de película europea, aumentar el número de consonantes en el nombre de su hija, hacía lo mismo para sus adentros, ir pensando todo lo que le llamaba la atención y lo que recordaba si en el cuadro se contaba una historia mitológica o bíblica. Aceptó mi presencia a condición de que me adaptase a su rutina, en la que sólo introdujo la variación de susurrar sus pensamientos. Los miércoles a las seis nos encontrábamos a la puerta del museo, obteníamos el ticket de entrada gratuita y yo la seguía por salas, escaleras y pasillos, felizmente ignorante del programa. Ante cada cuadro elegido —a veces el mismo con pocas semanas de intervalo— se repetía un ritual que me llevó, si no a ser un entendido en arte, sí a apreciar el placer que supone la contemplación prolongada, fijarse en los detalles, asociar ciertas técnicas a ciertas épocas, rememorar historias, a menudo cruentas y trágicas, a veces pedagógicas, a veces de opacos significados.
Nunca conseguí acostarme con Carlotta. Mi formación se prolongó al menos un año y, aunque a la salida yo siempre procuraba alargar el tiempo juntos, a lo máximo que accedía era a tomarse una cerveza antes de, como si siempre la estuviesen esperando en algún lugar, mirar el reloj, encogerse de hombros y decir: «Tengo que irme». El único cambio que conseguí introducir en nuestros encuentros fue que, tras unas semanas de respetar escrupulosamente su ritual, tomé una de sus manos mientras me susurraba, lo recuerdo con claridad, la muerte de Adonis atravesado por los colmillos de un jabalí y cómo en el rostro de Venus se adivina la preocupación por el destino de su amado, quizá arrepintiéndose ya de haberse enamorado de un mortal. Carlotta interrumpió su explicación el suficiente tiempo como para que yo pudiese pensar: «Ya está, ya lo has estropeado, ahora se va a levantar y se acabaron las visitas al Prado». Quitó sus ojos del cuadro, los posó sobre mi mano, luego en mis propios ojos con la expresión de quien no entiende algo, quizá banal, pero que le hace perder la concentración. Y entonces, aún mirándome a los ojos, me contó cómo Venus y Proserpina se repartían los favores de Adonis, que pasaba cuatro meses con una, cuatro con la otra y los otros cuatro era libre de estar con quien quisiera. «Parece una buena solución —dijo, permitiendo por primera vez que una observación ajena al cuadro se introdujese en su discurso—, a mí también me gustaría vivir así». Y antes de que yo pudiese responder, por supuesto de manera afirmativa y dándole a entender que cuatro de esos meses me gustaría que los compartiese conmigo, empezó a hablar de los colores de la escuela veneciana —estábamos viendo el cuadro pintado por Tiziano, más tarde aprendería que había otros dos, uno de Carracci y el otro de Veronese.
Semanas después, otra tarde en la que una vez más la convencí para que se tomase una cerveza conmigo y caminábamos hacia la cervecería de Correos, volví al tema de las relaciones triangulares y cómo me parecía una solución perfecta, siempre que no tuvieses hijos, repartir tu vida con dos personas y dejando un tercio del año al libre arbitrio, y cómo seguramente la pasión se renovaría una y otra vez tras la larga ausencia y, al pasar de una mujer a otra en mi caso, de un hombre a otro en el suyo, se aprendería a apreciar las virtudes de cada uno sin que sus defectos acabasen por ser agobiantes.
Ella me escuchó con atención y, cuando ya estábamos entrando en la cervecería, me dijo que en su caso se trataría de dos mujeres, porque nunca se había sentido atraída por los hombres, y que aunque se había esforzado en enamorarse o al menos sentir excitación por alguno, pues temía tener que decidirse por una forma de vida que sin duda le procuraría problemas, discusiones con sus padres, y que haría que sus relaciones con el resto de la familia se volviesen tensas —venía de una familia de clase media, no particularmente piadosa pero apegada a tradiciones como el matrimonio o el bautizo—, y como tenía un carácter más bien perezoso y sabía el esfuerzo que supondría defender su forma de sexualidad, había querido ella misma cambiar de gustos, pero sin éxito. También había intentado enamorarse de mí, que parecía un hombre atento y no la agobiaba con besuqueos, pero no había remedio, le gustaban las mujeres, y a quien miraba no era a Adonis, sino a Venus, a Dafne y no a Apolo, a mi hermana y no a mí, y en realidad, si estaba conmigo, aparte de que mi compañía le resultaba agradable, quitando esa costumbre absurda y algo embarazosa de tomarle la mano en el museo, era porque esperaba que algún día mi hermana se uniese a nuestras visitas al Prado o que yo la invitase a ella a alguna fiesta en la que se encontrara mi hermana. «Se parece tanto a Atalanta, ¿te has fijado? —me dijo—, por eso voy una y otra vez a contemplar ese cuadro. Siempre me han gustado las mujeres así, llenitas pero con los pechos pequeños», me confesó, y es verdad que mi hermana tiene pechos demasiado pequeños para sus anchas caderas, aunque a su carácter y su presencia de matrona le convendrían unos pechos generosos contra los que apretar a sus niños, a su marido, a sus amigos.
«Bueno, ya está, ahora lo sabes todo —me dijo—. No sé si seguirás queriendo acompañarme en mis visitas al Prado».
Si dejé de hacerlo fue porque pocas semanas después me vi tan desbordado por mis estudios que tuve que renunciar a buena parte de mis actividades extrauniversitarias. Aunque puede que también influyese en mi decisión el hecho de que después de las confidencias de Carlotta ya nunca tuve ánimo de tomarle la mano, no porque conocer sus tendencias sexuales le hubiese quitado atractivo, más bien al contrario, saber que le gustaban las mujeres la hacía más deseable, no sé si porque fantaseaba su compañía compartida con otra mujer o porque conquistarla parecía una tarea aún más heroica, de la que no podía salir derrotado, ya que si no lo conseguía podía atribuirlo a sus gustos sexuales y si lo conseguía me haría sentir particularmente orgulloso de mi atractivo, al hacer que incluso una lesbiana se enamorase de un hombre como yo; pero que a ella le resultara incómodo mi contacto me volvía demasiado consciente de que tocarla era una manera de ir más allá de lo que ella deseaba, y eso me hacía sentirme insistente como si echase un piropo a una mujer a la que desagradaran ese tipo de familiaridades.
Con Carina recupero aquella manera de visitar el museo y al final sólo elijo tres cuadros de la lista mental que me había hecho. Le hablo, no sé si para impresionarla, de la hipocresía de cuadros como Susana y los viejos, en los que una historia bíblica, que aparentemente condena la lujuria de los dos ancianos, sirve para satisfacer la del espectador masculino, pues aunque Susana intenta taparse escandalizada, en realidad muestra parte de su cuerpo a esos otros observadores ocultos para ella que somos quienes nos paramos delante del cuadro. «Los viejos somos nosotros —le digo—, los hombres que nos detenemos a contemplar el cuerpo de Susana, cuando ella cree que está cubriéndose». La llevo también a ver el Cristo yacente de Vallmitjana y ella me dice que ni siquiera recordaba que hubiese esculturas en el museo y que las pocas veces que lo había visitado, alguna de ellas cuando aún estaba en el instituto, sólo se había fijado en los cuadros. Completo el recorrido con La mujer barbuda. Carina lo contempla con menos atención que las obras anteriores, y creo que incluso con cierta impaciencia, como si la visita sólo fuese ese pretexto que me había pedido y ya empezara a hacérsele demasiado larga y a demorar innecesariamente nuestra conversación sobre su hermana.
—En realidad… —me dice nada más sentarnos a una de las mesas de la cervecería de Correos, único sitio al que se me ha ocurrido llevarla como si con ello reenlazase con mi juventud, con el Samuel que yo había sido en aquella época más bien despreocupada en la que no pensaba en el futuro y jamás me pregunté cómo sería ese hombre que quizá volvería a sentarse quince años más tarde a la misma mesa, qué desengaños, ilusiones, tragedias y comedias lo habrían ido transformando y cuánto quedaría del joven que fue—. En realidad, tienes razón, fui yo quien te besó.
Se interrumpe para pedir una copa de vino, dar tiempo a que yo pida también mi bebida, otro vino, y para dejar alejarse al camarero, un ecuatoriano.
—Antes los únicos extranjeros en este bar eran los turistas —comento para mí pero en voz alta, y como me da la impresión de que ella podría estar entendiendo que añoro aquellos años en los que los camareros eran españoles o que me molesta la presencia de inmigrantes en lugar tan castizo, añado—: Y no es que tenga nada contra los extranjeros —apostilla que me hace sentir infinitamente imbécil y que en todo caso podría confirmar la sospecha de xenofobia, igual que desconfiamos de alguien que afirma no tener nada en contra de los homosexuales o de los negros. Por suerte, Carina no hace mucho caso a mi comentario y continúa con lo que estaba diciéndome.
—Y ahora mismo ni siquiera sabría decirte por qué te besé, pero confieso que, aunque por un lado te lo reproché, por otro te agradezco que no rechazases mi beso. Y es que, aunque suene idiota, porque Clara está muerta, me parece una traición a mi hermana que me besases, pero si no lo hubieses hecho habrías puesto en evidencia que la traidora soy yo.
Asiento para darle a entender que estoy escuchando y no tengo intención de interrumpirla.
—No he dejado de dar vueltas a mis razones, porque además no es ni mucho menos mi estilo, eso de besar a un hombre al que he conocido hace poco, ni siquiera a uno al que hace mucho que conozco. Siempre me ha costado dar el primer paso, tomar la iniciativa, creo que tengo demasiado miedo a meter la pata o a exponerme a un rechazo, pero el caso es que lo hice, precisamente contigo, el antiguo amante de mi hermana, y pienso, no sé, que lo que quería era acercarme a lo que había vivido ella secretamente los últimos años, averiguar cómo era estar en su lugar y con esa persona, qué es lo que sintió, cómo era tratada, a lo mejor porque aún no me resigno a su desaparición, y por eso hablo contigo, y la busco no sólo en lo que me cuentas sino en ti, porque al conocerte mejor puedo quizá también averiguar qué buscaba ella. O lo que la satisfacía, o qué tipo de cosas la hacían feliz. La verdad es que en los últimos tiempos no veía feliz a mi hermana y quiero suponer que contigo lo era. Aunque lo que me contase de ti no me gustara y siempre me dejara con un reproche en los labios, y a veces incluso me atreviera a decirle que debía dejarte, ya ves.
»Ya ves —repite tras una breve pausa—, pensando que tú la hacías infeliz cuando a lo mejor era todo lo demás, pero a mí no se me pasaba por la cabeza aconsejarle que dejase a Alejandro, o su trabajo o el resto de su vida, como entonces, cuando quería sacarla de su ambiente punk sin preguntarme qué es lo que buscaba allí, qué echaba tanto en falta en su vida cotidiana para querer experimentar cosas más extremas, y sólo veía el peligro en la salida y no en la situación de la que quería salir. Pero todo esto, bueno, ya te das cuenta, todo esto responde, en parte, a la pregunta de por qué te besé, pero nada más. Y lo otro que me pregunto desde esa tarde no hace falta que te lo deletree, pero no pienso irme de aquí sin saberlo, o si lo hago será porque de verdad no tengo la intención de volver a verte ni hablarte una sola vez más, ya sé, no es una gran pérdida, ¿no?, pero te lo digo para que lo sepas, lo que necesito saber antes de continuar es por qué me besaste tú a mí.
—La echo de menos —respondo de inmediato y no añado más. Me siento repentinamente cansado de esta pantomima de la que sólo puedo salir con más teatro. No tengo ganas de inventar ahora una historia que pueda hacer que Carina siga hablándome y queriendo quedar de vez en cuando conmigo—. La echo de menos —y no voy a añadir otra explicación, porque en esas cuatro palabras hay algo cierto, aunque resulte absurdo añorar a alguien a quien no se ha conocido nunca, pero me gustaría tanto que Clara estuviese con nosotros en este bar, escucharla conversar con su hermana, familiarizarme con sus gestos y con el sonido de su voz. La echo de menos como se añora una infancia feliz que no se tuvo, con esa nostalgia de lo que nunca fue, una leve intuición de cómo podría haber sido nuestra vida, de lo que no será.
Carina me toma la mano que descansa sobre la mesa, la acaricia pasando el pulgar por el dorso; no me sorprende encontrarme sus ojos húmedos. Asiente otra vez, pero no para animarme a continuar, sino porque cree entender y por eso piensa que la explicación del beso, de haberme acercado a ella, de haber querido acostarme con ella, está implícita en esas pocas palabras, ella no está pensando como yo en esa nostalgia ficticia, sino en un hombre que no se resigna a la pérdida y se aferra a lo que mejor podría reemplazarla. Una vez más, dos personas que creen compartir el significado de un silencio y, aunque se sienten cercanas, están más lejos de lo que piensan. No aclaro el malentendido porque eso sería desvelar mi impostura y, siendo como parece una mujer de principios, es decir, intolerante con la debilidad, lo más probable es que se alejase de mí, como si fuera peor no haber conocido a su hermana, pero afirmarlo, que haber sido incapaz de sacarla de su tristeza.
En la calle, ante la puerta de la cervecería, Carina me abraza como podría abrazarse a un familiar cercano. Un buen rato su cuerpo permanece pegado al mío, y yo disfruto el aire fresco de la tarde, el sonido del tráfico, el contacto de sus cabellos contra mi cara, todo en un conjunto de sensaciones que acaban por conmoverme a mí también. Pero no voy a llorar, ni siquiera tengo la necesidad. Mis emociones son siempre secas, atónitas, finitas; no conozco el sentimiento oceánico, ni tengo la impresión de fundirme nunca en el cuerpo de una mujer. Hay quien dice que durante el orgasmo nuestra conciencia parece deshacerse, y se lo llama la pequeña muerte porque es como si nos perdiésemos en algo más amplio, como si nuestra identidad se disolviera. Pero yo cuando me corro no me pierdo en ningún lugar, al contrario, me vuelvo más consciente de mí mismo, de mis límites, del placer contenido en mi cuerpo, y casi me olvido de la mujer con la que estoy. Ahora, por ejemplo, mientras abrazo a Carina, soy más yo que nunca.
Carina se separa de mí, todavía con los ojos húmedos; me pasa un dedo por los labios, no sé si para pedirme que no diga nada o es una caricia, o las dos cosas. Echa a caminar calle Alcalá arriba, con pasos más lentos de lo habitual en ella, y su cuerpo me parece por primera vez blando, incierto, el cuerpo de alguien que ya no sabe adónde va ni pretende fingirlo.
Llego a casa con la excitación de quien acaba de superar un obstáculo que lo separa de aquello que desea. Aunque no tengo ganas de comprobar el contenido del buzón y desbrozarlo de propaganda, veo que varios papeles asoman de la ranura, casi apelotonados, como si el interior estuviese lleno y alguien se hubiese esforzado en seguir introduciendo cartas o folletos publicitarios. Al abrirlo me encuentro en efecto con que un paquete, que apenas cabe en el buzón, ha quedado atravesado tapando buena parte de la ranura. No está dirigido a mí sino a una tal Alicia Ramírez, pero en el exterior del paquete no se indica piso ni letra. Me pregunto si será mi vecina, y por eso, en lugar de dejarlo en la bandeja a la que van a parar todos los envíos equivocados, examino los demás buzones buscando el nombre de la destinataria, que supongo encontraré acompañado de la indicación del piso y la puerta. No lo encuentro en el primer repaso rápido; empiezo una segunda búsqueda ahora más despacio, tomándome la molestia de leer cada cartelito. Y es entonces cuando leo un nombre en el que nunca me había fijado hasta ahora, igual que desconozco el de los demás vecinos, porque vivo en esta casa como quien habla un idioma distinto de los demás o pertenece a otra religión o, puestos a exagerar, a otro planeta. No creo siquiera que pudiese reconocerlos si me los encontrase por la calle, salvo a mi vecina y a un actor que vive en otro de los áticos cuya cara me sonaba ya de antes de venir a vivir aquí.
Samuel Queipo. Vive en el 4.º D, justo debajo de mí. En la misma tarjeta, a bolígrafo con una caligrafía tosca, irregular, como si hubiese sido escrito en una posición incómoda, sujetando el papel contra un muslo o contra la pared, de renglones torcidos, aparece también un nombre de mujer que olvido inmediatamente. Samuel, ahí lo tengo, ese hombre del que hasta ahora sé que hablaba mucho y sabía poco, que no quiso irse a vivir con Clara cuando ella se lo pidió, que, según Carina, era aprovechado y egoísta, el hombre que la dejó poco antes de que muriese estrellada contra un árbol o contra una mediana o después de dar tres o cuatro vueltas de campana, no lo sé, y ahora mismo se me hace insoportable no saber cómo murió Clara, y si tardó en morir aprisionada entre el metal, si pudo escuchar las primeras voces de quienes se acercaron a ayudarla o si llegó a ver a los bomberos y a la policía, si tuvo conciencia de que iba a morir allí mismo, de que ese dolor no iba a ser pasajero sino un anuncio del fin de todo. Y también quisiera saber si alguien llegó a tiempo de tomar una de sus manos, de consolarla con su contacto mientras Clara moría.
Subo las escaleras a pie. Llego al cuarto casi sin darme cuenta. Se me ocurre la posibilidad de llamar a su puerta y, en cuanto me abra, sin presentarme ni dar otra explicación, decirle: «Clara ha muerto, lo siento mucho». Lo imagino ahí parado, con su mujer unos pasos a sus espaldas, y él consciente de la catástrofe pero también de que tiene que fingir, quizá me pregunte: «Qué Clara, no conozco a ninguna Clara», y a mí, entonces, lo que más me gustaría decirle es: «Pero qué hijo de puta y qué cobarde eres, Samuel. Se acaba de matar tu amante». Y quizá su mujer se daría cuenta en ese momento de con qué clase de hombre está casada y sin decir palabra se iría a meter sus cosas en una maleta.
Me detengo en su descansillo. Aunque estamos en septiembre, un diminuto muñeco de nieve cuelga de una pequeña reja de metal negro, a la altura del rostro, como de una casa andaluza, carente de la menor función porque detrás de ella hay madera, no una trampilla, sino la hoja de la puerta, una puerta de color verde oscuro con molduras, idéntica a la mía, porque todo en esta casa parece ser idéntico, como lo será ese cuarto de baño en el que Clara alguna vez se dejó fotografiar, desnuda y con bata, en el fondo de una bañera y de pie frente al lavabo, confiada, quizá feliz. Yo he visto ese muñeco de nieve más de una vez, cuando subo o bajo a pie porque no me apetece esperar al ascensor, y me he preguntado cuánto tiempo lo conservarán, o si lo dejarán ahí hasta las próximas navidades, pero nunca me había preguntado quién vive en ese piso, si hombre o mujer o pareja o familia con varios niños, si jóvenes o viejos, si el muñeco es una broma o un síntoma de desidia y abandono. Y tampoco había pensado, por obvio que me parezca ahora, que debajo de mi cuarto de baño hay otro cuarto de baño idéntico, y otro un piso más abajo.
Me acerco a la puerta y escucho unos segundos, pero nada indica que en ese momento haya alguien en el apartamento, ni música, ni las voces de la televisión, ni pasos, ni conversaciones. Saco el llavero del bolsillo y clavo la punta de la llave del portal, una llave de seguridad particularmente sólida, junto al tirador de la puerta y la voy desplazando sin aflojar la presión, sacando virutas de pintura verde, en todas direcciones, arriba y abajo, en círculos, en ochos. Cualquiera podría salir de los otros pisos y descubrirme allí, arañando con la llave una puerta ajena. Hago unos pocos garabatos apresurados más, cruzando con la punta de la llave la madera de lado a lado, y subo a toda prisa los dos últimos tramos de escaleras. En casa, me pongo inmediatamente un vaso de bourbon. Tengo que reprimir las ganas de llamar a Carina para contarle lo que acabo de hacer.