—Sí.
Ha debido de ver mi número en la pantalla porque el monosílabo suena ya irritado, disuasorio.
—Soy Samuel.
—Te escribí que no me llamaras, ¿no?
—Clara me había pedido que no te lo dijese.
—¿Que no me dijeses que había estado en tu casa? Venga ya, Samuel.
—Le daba vergüenza.
Supongo que Carina está intentando interpretar la información, quizá tan sólo decidir si merece la pena seguir hablando conmigo. Decidir, en definitiva, quién le ha mentido: su hermana o yo.
—A Clara le daban vergüenza pocas cosas.
—Eso es lo que tú crees.
Ésta ha sido una buena respuesta; me siento orgulloso nada más darla porque estoy convencido de que me puede abrir una puerta. Todos somos conscientes de que no conocemos a los demás. Compartimos nuestra vida con extraños. Podemos vivir durante décadas con alguien y no saber qué siente de verdad cuando nos dice «te quiero» o cuando responde a nuestra pregunta con un «no estoy enfadada». Puede decirme lo primero porque lo siente, o porque hace tiempo que medita la posibilidad de abandonarme y se siente culpable y, hasta que sea inevitable, no desea hacerme daño, bien porque algo sí que me quiere, bien porque pretende que más tarde no pueda reprocharle nada, para marcharse con la cuenta de agravios en positivo —ella hizo todo lo que pudo, hasta el último momento—. Y puede que la respuesta a la pregunta hubiera debido ser: «Estoy profundamente herida, tanto que creo que ya ni siquiera siento nada por ti, tanto que estoy más allá del enfado y desde luego más allá de querer hablar de ello». ¿En qué está pensando alguien a quien preguntamos: «¿En qué piensas?»? Y responde: «En nada, cariño». No podemos saberlo, nunca, con certeza, no sabemos quién nos miente, quién se miente, vivimos con fantasías que nos construimos para explicar al otro y para crear una relación —qué más da que no sea cierta— que nos tranquilice y nos dé lo que deseamos. Y ni siquiera más tarde, cuando acaba una relación afectuosa y cuando el otro nos empieza a revelar cada una de las heridas, cada uno de los rencores, todos esos momentos en los que hicimos daño sin saberlo, tampoco entonces podemos averiguar si es así, si esa nueva imagen del pasado es la cierta o si es también una ficción, el relato que inventa el otro para empezar una nueva vida y que requiere eliminar o difuminar aquello que le ataba a nosotros. No sabemos, pero queremos saber, qué piensa de verdad sobre nosotros la persona con la que estamos, si somos o no protagonistas de sus fantasías, con quién más está, en qué otro mundo vive cuando se aleja del nuestro.
—¿Le daba vergüenza que yo supiese…?
Carina se interrumpe. A lo mejor es consciente de que se está adentrando en una trampa y considera si merece la pena dar el siguiente paso.
—Decía que con frecuencia se sentía incómoda contigo, no por tu culpa (nunca te criticó delante de mí) sino porque, decía, tendía a mirarse a sí misma con tus ojos y siempre se encontraba insuficiente; me dijo que seguramente considerarías inmoral que ella viniese a mi casa aprovechando las ausencias de mi mujer.
—Si me estás mintiendo…
—¿Por qué te iba a mentir?
—Pues porque a lo mejor pensaste que como Clara ha muerto podrías sustituirla por su hermana y por eso me contaste una historia en la que quedas como Dios. Pero no te pienses que me la creí.
—Empiezo a pensar que Clara te hablaba muy mal de mí.
—Bueno, la primera vez que voy a tu casa y ya…
—¿Y ya qué?
—Si me dices que fui yo quien te besó, cuelgo.
—Fuiste tú quien me besó.
Tarda unos segundos, lucha, se debate, pero no puede dar marcha atrás, ¿cómo iba a hacerlo? ¿Dónde quedaría entonces su dignidad?
No me importa, de verdad que no me importa. Yo también cuelgo. No hemos dicho la última palabra. No nos hemos despedido para siempre. Interrumpimos la comunicación igual que dos púgiles bailotean a dos metros de distancia, se observan, hacen fintas, planean el próximo movimiento.
El símil de los púgiles se lo debo en realidad a Angelina, una gaditana diminuta con la que viví apenas medio año cuando yo estaba terminando mis estudios. Angelina, desde la experiencia que le daba ser dos años mayor que yo, decía que yo nunca tendría una relación duradera porque para mí las discusiones eran un engorro innecesario, algo de mal gusto y que consideraba preferible evitar. El amor, me dijo, es eso, dos personas que se abrazan, como dos púgiles agotados: se golpean sin mucha fuerza, quieren imponer su superioridad y sus deseos, pero necesitan al otro, su apoyo, el contacto con su cuerpo para no derrumbarse. Si se me ocurría señalarle, como hice alguna vez, que la relación más larga que ella había tenido era la que estaba a punto de acabarse conmigo, me respondía que eso no significaba que estuviese incapacitada para relaciones más largas, sólo que no había encontrado aún al hombre adecuado; mientras que mi problema era estructural, mi carácter me impediría encontrar el auténtico amor.
Siempre he evitado la palabra amor. Un sustantivo devaluado, una moneda tan usada que ha perdido el relieve, de manera que se puede acariciar entre los dedos sin percibir imagen alguna; una moneda que no me atrevería a dar en pago por miedo a ser mirado como un estafador. Me incomodan los poemas que necesitan usar esa palabra para producir emoción. Ya sé que las canciones están llenas de ella, en todos los tonos, una palabra tan breve que a menudo la alargan multiplicando la última vocal —amoooor— o repitiéndola en todos sus tiempos y personas verbales, te amo, te amé, me amarás. ¿La usa alguien realmente? ¿De verdad se miran las parejas a los ojos y se dicen «te amo»?
Angelina sí me lo dijo más de una vez, pero no hubo reciprocidad; me resultaba imposible vencer el embarazo que me producía introducirme en un cliché esforzándome en que sonase sincero. Puedo decir «encantado de conocerle», otro cliché, pero del que nadie espera que sea cierto. No puedo decir «te amo» a una mujer que va a creerlo, que se va a empezar a forjar ilusiones a partir de esas dos palabras que no tienen un significado concreto.
Luego también ella dejó de decírmelo y fue entonces cuando encontró la explicación para mi deficiencia: yo era incapaz de amar porque rechazaba la parte negativa, los malos momentos, ese fajarse en silencio o a gritos en el que cada uno delimita, eso me decía, quién es; sólo el contacto con el otro te vuelve consciente de tus límites, de dónde acaban tus necesidades y dónde empiezan las del otro, decía.
Volví a verla años después, cuando yo había regresado a vivir a Madrid, en la cola de un cine; estaba cogida del brazo de un hombre más mayor que ella y con aspecto de alto ejecutivo, de esos que mediante la gomina, el traje, los gemelos, el pasador de la corbata y el gesto parecen querer marcar la clase a la que pertenecen; supuse que conducía un todoterreno. Ella le hablaba al oído y él sonreía, y también reía a veces con francas carcajadas, la miraba con ojos en los que, al menos en ese momento, había más diversión que deseo. Parecían felices, los dos, y me hubiese gustado saber si llevaban poco tiempo juntos o si Angelina había encontrado por fin al hombre dispuesto a mantener una larga relación, una hecha de distanciamientos y reencuentros, de abrazos y de peleas, de insultos y reconciliaciones, de portazos y ramos de rosas. Pero mi intriga no fue más fuerte que mi desgana ante la posibilidad de iniciar una conversación en la que tuviese que rememorar el pasado o, peor aún, contar mi presente y confirmar las sospechas de Angelina. No, por ahora no he sido capaz de una relación lo suficientemente larga como para sentirla cotidiana y que las costumbres adoptadas en pareja —desayunar los domingos en la cama, repartirnos el periódico de manera que uno reciba siempre primero las noticias políticas y el otro las culturales o las económicas o las de deportes, seguir tal o cual serie televisiva determinado día de la semana, llamarse a ciertas horas desde el trabajo, saber sin preguntar quién hace la compra, cuándo o quién lava y quién seca los cacharros—, sean parte de mi vida, sean mi vida.
El otro Samuel, ese a quien suplanto para Carina, tiene una mujer y tenía una amante. Yo nunca he tenido una amante porque nunca he tenido una mujer a la que engañar; quizá debería decir que nunca ha confiado en mí lo suficiente una mujer como para que podamos hablar de engaño. Y si por un lado puede sonar triste esta constatación, por otro me alegro de no ser uno de esos hombres que ocultan y fingen, llegan a casa y dan un beso a su mujer en la mejilla temerosos de que algún gesto o una palabra delaten que en realidad están pensando en la otra, de esos hombres particularmente cariñosos cuando llaman por teléfono a sus mujeres justo antes de irse a pasar la tarde con la amante, porque así evitan que su esposa les llame en un momento inoportuno y porque les ayuda a sentirse bien, a disminuir la culpa al haber dado esa señal de afecto a la mujer, haberla tranquilizado, haberla hecho sentir feliz. Me alegro entonces de no ser el otro Samuel, salvo porque me hubiese gustado conocer a Clara, que ella hubiera sido mi amante; ella habría venido entonces a buscar consuelo en mí, excitación, la constatación de que la vida puede ser más intensa y, sobre todo, que podría ser distinta, y que ella por tanto podría ser otra, diferente de la que es en su casa, con Alejandro.
Y con los niños. Me lo digo sin haberlo pensado previamente. Con Alejandro y con los niños. Y la frase, más que construirla yo, se ha construido sola, como una coletilla que se añade por tantas veces oída, y me hace caer en la cuenta de que no sé si Clara tenía hijos. Tiendo a pensar que no, puesto que ni los mencionó quien me llamó para darme la noticia del accidente —«los pobres niños, imagínate», podría haber dicho— ni Carina se ha referido a ellos en ningún momento. Tampoco a mí se me había ocurrido que una mujer tan joven, con un amante, pudiese tener hijos, como si tener amantes fuese algo para cuarentonas desilusionadas con su vida que intentan demostrarse que son más atractivas de lo que resultan para sus maridos, un tópico bastante ingenuo, pues no son necesarios ni la desilusión ni contemplarse en el espejo con desconsuelo por una vida desperdiciada para tener un amante; también puede tenerlo una mujer feliz que no acepta la monogamia, una joven madre que se busca fuera de casa, de los deberes compartidos, de la irritabilidad causada por las pocas horas de sueño, de una convivencia que, entre el trabajo y el cuidado del bebé, se ha convertido más en una forma de empresa común en la que se reparten derechos y deberes —tú le das el biberón esta noche y yo me hago cargo de él mañana, o tú sales hoy con tus amigas pero mañana por la noche yo me voy a ver el partido—, y como es imposible escapar de esa rutina con el marido, cansado, también ocupado por la doble carga de ser padre y trabajador quizá precario, se desfoga o se relaja en la relación con otro hombre que no esté pasando por una situación parecida. O es posible que una mujer como Clara, que ha sido capaz de rebelarse en su adolescencia contra una forma de vida de clase media en la que se sentía enclaustrada como una niña que muy pronto tiene que hacer votos de monja y ya sabe que el resto de su vida va a estar marcado por expectativas, normas, valores ajenos, se haya rebelado también contra el matrimonio, haya impuesto sus reglas, «mira, Alejandro, me parece perfecto que vivamos juntos, que tengamos hijos, compartir la intimidad, proyectos, incluso la rutina; pero no te prometo fidelidad, no puedo decirte que no habrá otro, porque el tiempo pasa, y las cosas suceden, buscándolas o sin buscarlas, y no sólo nos mueve la voluntad, también el deseo, no vivimos para un proyecto, porque lo inesperado ocurre, y no puedes cerrarte a ello salvo si estás dispuesto a ir aceptando que en tu vida pesen más las renuncias que las afirmaciones».
A mí me gustaría una mujer así, ya decía, que no pronuncie palabras como siempre, nunca, todo, sólo. Una mujer que se me entregue en parte, que sabría poseedora de algo que yo no tengo, que es suyo, una mujer por tanto con la que no poder entrar en una tibia simbiosis. Yo a Clara no intentaría poseerla por completo, porque lo que me gustaría de ella es ese resquicio inalcanzable, allí donde yo no puedo poner las manos ni la lengua, ese ser que se me escapa y por tanto deseo, sabiendo que la peor catástrofe sería atraparlo. Clara, pienso, debería haber vivido conmigo y tener a Alejandro como amante; seguro que habría sido más fácil para ella no tener que dar explicaciones si una noche no regresaba a casa, al contrario, consciente de que ese hombre con el que vive es feliz cuando ella crece y se reinventa en otros lugares, en otras confidencias, en otros cuerpos, porque la mujer que regresa es una desconocida que despierta una ternura y un deseo familiares y al mismo tiempo la excitación de quien puede sorprendernos: el riesgo de abrir la puerta y no saber quién llega.