8

Después de marcharse Carina, todavía sentado en el inodoro, haciendo cábalas, harto de hacerlas, me acuerdo de Araceli, que salía con mi hermano cuando yo todavía estaba en la facultad. Hace muchos años que no pensaba en ella y lo hago ahora por razones comprensibles. Era una chica algo mayor que él, quizá sólo siete u ocho años, pero cuando rondas los veinte, como debía de rondar él entonces —terminé la facultad con veintitrés y él es dos años menor que yo—, siete u ocho años es una diferencia considerable: un tercio de tu vida. Era una mujer muy delgada, algo pálida, ojerosa, de cuya apariencia podía esperarse un carácter depresivo o al menos poco enérgico, y sin embargo era parlanchina, andaba siempre proponiendo tal o cual actividad que además era urgente, más bien, impostergable, y gesticulaba sin cesar con las dos manos, de una forma que no he vuelto a ver nunca: sus manos no se movían en paralelo, sino que una realizaba movimientos distintos de la otra, de forma que si no hubiese hablado al mismo tiempo habría resultado imposible leer en aquellos gestos lo que quería expresar. Hablaba además muy deprisa, como si las palabras se le agolparan en el cerebro y no quisiese dejar sin pronunciar ninguna de ellas. A mí me divertía y a mi hermano le volvía loco. En el sentido literal. Pasó una época de desequilibrio, que llegó a preocuparme, intentando dar la réplica a aquel torbellino cuya estela seguía sin tener las fuerzas para ello. Y ella disfrutaba, estoy seguro, de verlo esforzarse, querer ser más ocurrente o más brillante de lo que era, fingir iniciativa, cuando en realidad intentaba adivinar qué era lo que le podía apetecer a ella, buscar posturas, expresiones, ideas originales con las que impresionarla, o al menos que le quitasen a él la sensación de inferioridad que seguramente le torturaba. Es sabido que queremos que los ojos del otro reflejen no lo que somos, sino aquella persona que nos gustaría ser, aunque tengamos que cargar para ello con la sensación de insuficiencia al intentar adaptarnos a esa imagen ideal, más bien a esa deformación favorecedora de nosotros mismos. Y luego, en general, con el paso del tiempo, acabamos conformándonos con quienes somos, dejamos de fingir, reprochamos al otro que espere de nosotros más de lo que podemos darle, olvidando que justo eso era lo que le habíamos prometido. Sólo las parejas que acaban reconociendo el fraude y deciden renegociar lo que cada uno tiene que ofrecer, llevándolo a un plano más realista, tienen posibilidades de durar con un mínimo de felicidad. Casi nunca me he encontrado con una de esas parejas. Como mucho conozco a algunas que en lugar de empezar una guerra de reproches se acostumbran a usar un tono irónico con el que dan a entender que, aunque finjan creer las imposturas del otro, saben quién vive detrás de la máscara, y se comprometen a no arrancársela.

Mi hermano y Araceli no habían llegado a esa fase. Más bien, creo que Araceli sí sabía quién vivía detrás de la máscara de mi hermano, pero le divertía hacerle creer que no era así. También le divertía despertar sus celos conmigo, por ejemplo dándome besos excesivamente cariñosos cuando me encontraba con ellos, proponiendo, sin venir a cuento, jugar al strip poker si por casualidad nos reuníamos los tres en el piso de uno de nosotros, o cambiándose de ropa delante de los dos si por cualquier cosa los visitaba antes de salir a tomar algo o al cine —en aquella época creo que yo era el único amigo de mi hermano— y ella no había terminado de vestirse. Ya al final de su relación, aunque dudo que fuese el motivo de su ruptura, vinieron los dos a buscarme una tarde a mi casa; yo vivía entonces en un piso diminuto, con un salón-cocina-dormitorio en el que la cama hacía de sofá y las cuatro sillas eran plegables para que al menos dos de ellas sólo se abriesen si era estrictamente necesario, lo que dificultaba el acceso a la cocina, que mi casero llamaba americana, como para dar prestigio a la miseria. Llegaron los dos a media tarde, quizá porque hacía mal tiempo y se habían cansado de pasear su aburrimiento por los bares cercanos, y se sentaron en la cama. Yo cometí el error de sentarme con ellos, los tres con una copa de no recuerdo qué en la mano. Araceli empezó a hablar de la posibilidad de hacerse implantes en los pechos, cosa que entonces no era frecuente y parecía reservada a las actrices de las peores series norteamericanas. Mi hermano debió de sentir enseguida que se acercaba uno de esos momentos en los que Araceli lo ponía a prueba, porque empezó a hablar más de lo normal en él, dando vueltas alrededor del tema al mismo tiempo que lo generalizaba, como si quisiera que Araceli acabase aburriéndose y hablase de otras cosas.

—Imaginad —dijo— si dentro de cien años ocurriese una catástrofe que borrase las huellas de nuestra civilización.

Araceli chasqueó la lengua, disgustada con que mi hermano le quitase el papel estelar y eso justo cuando señalaba sus propios pechos como para que viésemos la necesidad de la operación.

—Imaginad que un tiempo después —continuó mi hermano— seres venidos de otro planeta deciden investigar esa civilización desaparecida, como hacemos nosotros con la sumeria o la minoica. Y sólo tienen para guiarse lo que encuentran en las tumbas. El tipo de ataúdes, el ajuar funerario, la postura, la orientación de las fosas…

Yo le interrumpí diciendo que cada vez la incineración era más frecuente y que probablemente, por falta de espacio, en pocos años sería obligatoria. Araceli dijo que ella lo que quería cuando se muriese era que sus cenizas se convirtiesen en un pequeño brillante.

—Hay empresas que están empezando a hacerlo, en Estados Unidos, claro —dijo—, y a mí me gustaría que mi último amante llevase ese brillante en un pendiente después de morir yo.

Mi hermano no se dejó desviar de su tema.

—Imaginad, y va a ser así, porque los implantes son un símbolo de estatus, y los símbolos de estatus acaban alcanzando a las clases medias cuando se vuelven asequibles, que la mayoría de las mujeres y los hombres lleva implantes de silicona: en los labios, en los pechos, en las nalgas.

Mi hermano empezó a reírse por anticipado, una costumbre que lo hacía un mal contador de chistes.

—Y cuando abran las tumbas y encuentren esos cojines de silicona, siempre en los mismos lugares, empezarán a idear teorías sobre su función, igual que hacemos nosotros con las pinturas rupestres. Alguno pensará que en nuestra civilización la silicona era la materia que unía esta vida con el más allá, que se le atribuían propiedades sobrenaturales.

Araceli no esperó a que mi hermano acabara de reír. Se puso de rodillas en la cama, de frente a nosotros, cada uno sentado a un lado suyo, y se quitó la blusa, bajando la vista para contemplar sus propios pechos.

—¿Qué pensáis? ¿Necesito un implante?

Mi hermano se apresuró a decir que a él le gustaban así, y Araceli se volvió hacia mí.

—¿No te parece que están demasiado caídas?

Como no supe qué contestar, me tomó una mano y la llevó a la parte inferior de uno de sus pechos, como para levantarlo con ella.

—¿Lo ves?, un poco sí que se me están cayendo.

—A él le gustan —dije.

—Ah, a él —respondió, y se fue al cuarto de baño sin vestirse. Mi hermano y yo no supimos cómo rellenar el silencio que dejó su marcha.

Cuando regresó se había puesto la blusa y creo que también se había peinado. Volvía triunfante, satisfecha por haberme metido en una situación incómoda al tiempo que despertaba celos en mi hermano, que él nunca habría confesado por miedo a parecer convencional.

—¿Os habéis dado cuenta de una cosa?

Se sentó en la cama entre los dos y se alisó la falda con un gesto que me hizo pensar en una colegiala. Tomó la mano de mi hermano y se la puso sobre el vientre. Con esos pequeños detalles le compensaba de sus martirios cotidianos.

—Cuando dos personas se enamoran y empiezan a pasar tiempo juntos, follan, esas cosas, como tú y yo, cariño —le dijo tirándole afectuosamente de la nariz, aunque a mí siempre me pareció un gesto demasiado condescendiente, una manifestación humillante de afecto—, llegan a ese momento en el que uno de los dos tiene que ir al baño. Y también, a mí me ha pasado muchísimas veces, porque yo nunca te he ocultado que soy enamoradiza, ¿no, mi vida?, eso de estar en el baño y no querer hacer ruidos, esforzarte para que la caca salga sin manifestaciones acústicas, y que no caiga chapoteando en el agua, eso, ya me entendéis, una se esfuerza en que lo más natural del mundo, que es cagar, pase desapercibido. ¿Sabéis por qué?

—Porque no quieres que el otro te imagine haciéndolo.

—Chico listo —me dijo, pero no se atrevió a cogerme la nariz y dejó la mano en el aire un momento—. Qué hermano sapientísimo tienes. Eso es, no quieres que una imagen, digamos sucia, estropee la visión idealizada que el otro tiene de ti. ¿Estamos?

—¿Queréis una cerveza? —pregunté.

—Calla y escucha, que es importante.

—Te puedo escuchar bebiendo una cerveza.

—Pst, concéntrate, porque necesito saber tu opinión. Estamos de acuerdo en que aunque sabemos que todos somos esclavos de nuestras funciones fisiológicas, procuramos que la persona de la que estamos enamorados no las tenga presentes, para seguir manteniendo ante él esa imagen ideal, sin mancha.

—Se nota que has estudiado psicología.

—Pedagogía.

—Eso.

—Como si fuese lo mismo. Pero cállate, qué pesado estás hoy, con lo prudente que eres siempre. Por dónde iba… Eso, nos esforzamos en que el otro no oiga en esos momentos los ruidos que producimos… Es un clásico en las películas, ¿no?, la pareja que va a la cama por primera vez y ella dice: «Espera un momento, cariño», y va al baño, él pone música, no tanto para no escuchar lo que hace ella en el baño como para darle la impresión de que él no lo va a oír. A vosotros también os ha pasado, ¿verdad?

Mi hermano y yo asentimos, aguardando el resultado de esa larga introducción con la que Araceli pretendía, aparte de copar el protagonismo por un rato, preparar el desenlace o el momento clave que ella conocía de antemano.

—A mí también. Pero lo interesante no es eso, ¿verdad?, lo que acabo de contar es una banalidad. Lo interesante empieza ese día en el que vas al baño y el otro se encuentra a unos pasos, al otro lado de la puerta, y no te esfuerzas en no hacer ruido, sino que lo consideras una consecuencia natural de un acto natural y dejas de esconderlo.

—A Araceli los temas escatológicos le encantan.

Ella dio a mi hermano una palmada en el muslo, con más fuerza de lo que habría podido considerarse amistoso. Más seria de lo habitual, sin ese aire de maestra un poco cursi que se le ponía cuando quería darse importancia, incluso se había despojado, como quien se quita el reloj antes de meterse en la ducha, de sus gestos teatrales: su espalda estaba algo menos rígida, y su voz salía trabajosamente cuando, vuelta hacia mí, como si mi hermano no estuviese o su opinión no importara, continuó:

—Y lo que no sé es si ese día que uno deja de preocuparse por los ruidos de sus tripas, por disimular las propias funciones fisiológicas, si ese día que no te importa que el otro te oiga cagando, es el día en el que el amor se acaba o el día en el que el amor empieza. ¿Entiendes lo que quiero decir?