Carina no es culpable de nada ni tengo razones para irritarme por su manera de saludarme, por ese beso fugaz en la mejilla, por la forma en la que levanta la botella de vino que trae como si hubiese algo que celebrar, por su paso tan rápido al entrar que podría pensarse que el piso le pertenece, y ahora tan lento que tropiezo con sus tacones y me disculpo cuando realmente no quiero disculparme, por cómo examina muebles, cuadros, fotografías, cada detalle de mi casa, según avanza hacia el salón, como si con su beneplácito otorgase el derecho a existir de todos esos objetos que he ido acumulando.
Y sin embargo me irrita su presencia, como me irritan a veces los resultados de algunas de mis decisiones. Soy yo quien la ha llamado, yo quien la ha invitado a venir por un impulso nacido del deseo de saber algo más de Clara; podría haber roto su tarjeta, o haberla guardado en un cajón y olvidado como tantas otras tarjetas, informaciones, medicamentos caducados, agendas antiguas, o como esos recortes de prensa que voy almacenando hasta que, si un día los vuelvo a descubrir, ni siquiera entiendo por qué había decidido conservarlos. Soy yo el responsable de que se encuentre ahora aquí, con ese traje de chaqueta rojo, de corte parecido al que llevó al entierro y que me resulta incongruente, demasiado elegante, demasiado formal, un traje para una cita de trabajo, con el que no parecería adecuado sentarte en el suelo o beber una cerveza directamente de la botella, y en el fondo ya no estoy seguro de querer que me cuente cosas de mi supuesta relación con Clara, porque de alguna manera me doy cuenta de que es infantil pretender introducirme de rondón en una historia sentimental que no es la mía, y siento el mismo pudor con el que antes, es decir, antes de que se me estropease la televisión, asistía unos minutos a esos programas a los que va la gente a contar sus problemas sentimentales, a exhibir sus miserias y sus carencias, a hacer gala de sus odios y rencores, y yo cambiaba rápidamente de canal porque tenía la impresión de ser forzado a presenciar episodios íntimos, valiosos sin duda para sus protagonistas, pero que al mostrarse en público se volvían pornográficos, hombres y mujeres que nos enseñan aquello que deseamos ver pero sabemos que no debiéramos ver, snuff movies de nuestras miserias, presentaciones en directo de los cadáveres del alma, las torturas que nos infligimos para hacer significativa nuestra vida: «Ved, me sacrifico ante vuestros ojos para produciros placer, martirizo mi dignidad, me humillo, muestro lo más vergonzoso ,ecce homini».
Pero la he llamado y está aquí, quizá tan tensa como yo y acaso preguntándose ella también para qué ha venido, si ha sido por curiosidad morbosa, para saber cómo era el amante de su hermana, imaginarla conmigo, lo que hacíamos y lo que no, si soy un hombre cariñoso, peor o mejor de lo que ella imaginó; o también puede que haya aceptado mi invitación como una manera de recuperar partes de Clara que ella desconocía, y ahora tendría la oportunidad de disfrutar de una visión más completa de su hermana, también de cosas que quizá le ocultó en su momento. Somos buitres del pasado, habituados a hurgar en la carroña que han ido dejando nuestros errores e insuficiencias. Y como esas aves que regurgitan el gusano o el insecto que han devorado para alimentar a sus hijos, también nosotros sacamos de nuestro interior todo aquello que quedó a medio digerir, como si comiéndolo una y otra vez pudiéramos acabar de metabolizarlo, de hacerlo definitivamente nuestro.
Ella mira alrededor, se sienta en el sofá y afirma, como para sí misma:
—Clara decía que no salías mucho.
—Exageraba. Tengo amigos, quedo a cenar, voy al cine. Quizás menos que otras personas, pero no soy un ermitaño.
Sonríe bajando los ojos, como si le hiciese gracia un recuerdo que no quisiera compartir. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se desvele mi impostura? Hay mil detalles que sin duda no coinciden en la narración que Clara ha hecho de Samuel y la que se podría hacer de mi vida. No soy un viajero, es cierto, pero tampoco vivo encerrado ni en mí mismo ni en mi apartamento, como al parecer hacía el otro Samuel. Y poco a poco irán volviendo a su memoria detalles a los que hasta ahora no había dado importancia pero que no se ajustan a la persona que tiene delante.
—¿Sabes que no te había visto nunca?
—Lo imagino.
—Quiero decir, que nunca había visto ni siquiera una foto tuya. No quería.
—¿Por qué no querías?
—Ella, Clara, no quería. Decía que eras suyo, por lo menos los fines de semana que le concedías eras suyo, y que empezar a mostrarte habría sido una manera de compartirte con los demás, de entregarles algo de ti, y que tenía demasiado poco como para cometer ese acto de generosidad. Era más tonta…
—¿Y?
—Y nada.
—Quiero decir, que si soy muy distinto de como me habías imaginado.
—Más anguloso, más rígido, también más duro.
—Vaya.
—Te imaginaba un poco escurridizo, supongo que porque nunca me ha gustado cómo tratabas a Clara, de segundo plato, sólo cuando te convenía, sin atreverte de verdad. Por eso le dije que tenía que cortar contigo, bueno, ya lo sabes. Y sin embargo, me has invitado a venir.
—No creo que eso cuente mucho ahora.
—Algo más pequeño, menos musculoso, un poco más desaseado.
—No tenías muy buena opinión de mí.
—La tenía bastante mala. Si te digo la verdad, nada ha cambiado como para corregir esa opinión. ¿Qué iba a cambiar ahora salvo que ya no puedes hacerle daño?
—Te juro que nunca he querido hacerle daño, a Clara no.
—Ya. De todas formas, no he venido a hacerte reproches.
No ha venido a hacerme reproches, no sé a qué ha venido, no sé por qué me dio su tarjeta de visita ni por qué volvió sobre sus pasos en el tanatorio para ofrecerme un pañuelo. Y me pregunto si tiene alguna deuda con Clara, o si la tengo yo, algo que aún queda por saldar y por eso está aquí, con su traje de chaqueta y una cierta rigidez en la espalda —¡ella sí es rígida!—, y con ese ceño que tiende a fruncirse, como el de alguien que se niega a relajarse, a fiarse de los demás, como alguien que sabe que en cualquier momento va a tener que defenderse o atacar.
—No me lo vas a preguntar, ¿verdad?
—¿Quieres comer algo? ¿Algo de picar?
—No es ésa la pregunta.
—¿No te voy a preguntar qué?
—Por qué he venido.
—Me da igual. Me alegro mucho de que estés aquí.
—No te pongas melifluo.
Por primera vez me hace gracia. No recuerdo haber oído nunca la palabra melifluo, la he leído, claro, pero nunca conocí a alguien capaz de utilizarla. Además, me gusta que le desagrade ese tono de hombre amable y seductor que me ha salido sin quererlo, y que me lo haga saber.
Saco a pesar de su negativa unos platitos de queso y jamón. Pasamos las dos horas siguientes conversando; como si nos conociésemos de hace tiempo pero sin haber tenido ocasión de intimar. Desvío las preguntas que no entiendo o las contesto de manera neutra: «¿Qué tal en la televisión?», «bueno, ya sabes, no es más que un trabajo», y espío inquieto la aparición de algún gesto suyo de sorpresa o incredulidad. Prefiero contarle la separación de mi mujer, que presento como un acto civilizado que no nos ha obligado a llegar a los juzgados y a escenificar el habitual y penoso espectáculo que pueden ofrecer dos adultos intentando que el otro pague por cada uno de sus errores, por el tiempo que nos ha hecho perder, por cada herida, por cada desilusión. «La lavadora por la vez que, en público, dijiste lo cansino que soy; los niños por todas las veces que miraste con disgusto mi barriga; la casa, el coche, la televisión por haberme hecho creer que podría siempre contar contigo.» No, mi mujer, a la que llamé Nuria, y Carina aceptó el nombre sin un gesto, se había ido sin reproches, sin venganzas, sin estridencias. Había constatado que ya no éramos felices y que no teníamos por qué aceptar esa blanda cadena perpetua a una moderada satisfacción a la que nos habíamos resignado. Creo que el relato impresionó a Carina y quizá empezó a apreciarme algo más por mi manera de contar la separación, sin hablar despreciativamente de mi mujer, incluso dejando entrever un afecto que aún nos unía.
—Se fue, cogió todas sus cosas, ninguna de las mías, y se fue.
—¿Había otro hombre?
—No creo, pero lo habrá pronto, a ella le gustaba mucho la vida en pareja. Bueno, dependiendo de la pareja.
—¿Y tú, no luchaste?
—¿Para retenerla? Nuria tenía razón, y creo que nos habíamos quedado sin auténticos motivos para seguir juntos, salvo el miedo a estar solos en la vejez. Pero para eso falta mucho tiempo.
Y ahora Carina bebe varios sorbos del vino que ella misma ha traído, absorta, o más bien preparando una pregunta que no intuyo y que me llena de temor, porque aún no he ensayado suficientemente mi papel.
—Al separarte, si Clara no se hubiese matado en el accidente, ¿habrías querido vivir con ella?
—No, no inmediatamente. Habría necesitado un tiempo para estar solo. No habría podido pasar así, sin más, de una cama a otra.
—Pues eso no te planteaba muchos problemas cuando era tu amante.
—Era una situación muy difícil.
—¿La tuya o la de ella?
—También entonces intentaba separarlas, por ejemplo no llamándola cuando mi mujer salía un momento a la compra o de paseo, enviándole correos electrónicos sólo si sabía que después iba a estar horas solo, y si pasaba un fin de semana con Clara, la noche del domingo no regresaba a casa y el lunes iba directamente al trabajo. Dejaba siempre esos amortiguadores de tiempo, esa cámara de descompresión emocional, para no manchar ninguna de las dos relaciones con la presencia de la otra. Por eso tampoco la traje nunca a esta casa.
Carina no me ha interrumpido, parece impresionada o conmovida y yo tengo la sensación de haber conseguido reducir la cuenta de puntos negativos que creo tener en su lista.
—¿Estaba al tanto tu mujer? ¿Tenía alguna sospecha?
—¿Sabes lo que me gustaría? Que me hablases de Clara. Que me contases quién era como lo harías con alguien que no la conoce de nada.
—No me has contestado.
—Porque no me apetece.
Saca del bolsillo dos horquillas. Una se la pone entre los labios y con la otra sujeta un mechón de pelo que le caía por encima de un ojo.
—Vale —dice aún con la segunda horquilla en la boca—. Pero a cambio de algo.
—Claro.
—Que luego hagas tú lo mismo. Que me cuentes tú quién era mi hermana. ¿Hecho?
Es tan agradable la sensación de vértigo, sentir que en cualquier momento vas a caer, pero la amenaza no te produce miedo sino anticipación, el deseo ya de que la adrenalina te recorra de arriba abajo haciendo que se te erice el cabello. Ese instante antes de la aceleración definitiva, antes de estrellarte contra el fondo, ese instante en el que empiezas a estar vivo.
Carina acaba de sujetarse el pelo con la otra horquilla. Asiente. Su mirada asciende por la escalera que lleva a la terraza. Asiente de nuevo.
—De acuerdo —digo—. Luego te cuento yo quién era tu hermana.
Clara, según Carina
—Yo no sé si te habrá contado, supongo que algo te habrá dicho, pero te lo cuento yo ahora desde el otro lado, el lado de la hermana mayor y responsable, porque yo era la responsable, el lado de la hermana que mira con los ojos de los padres, la que se ha convertido en un sucedáneo paterno y dice que no le gusta la Coca-Cola porque sabe que es lo que se espera de ella, o que no quiere una motocicleta porque la bicicleta es más sana y no contamina el medio ambiente, o que prefiere no empezar a fumar porque luego se es un esclavo del tabaco para toda la vida —y ya ves, empecé a fumar a los veinticinco—, pero te quería hablar de mi hermana, no de mí, de la hermana pequeña que empieza a echarse a perder, a hacer cosas peligrosas que quitan a mis padres el sueño y que me llevan a enfrentarme con ella, a decirle: «Pero tú estás tonta, ¿tú te das cuenta de lo que estás haciendo sufrir a papá y a mamá?, te creerás más mayor por hacer esas cosas pero resultas infantil». Con lo que trazo un frente en el que mis padres y yo quedamos a un lado y ella atrincherada del otro y la obligo a adoptar la postura de la adolescente despreciativa, la que dice: «Y tú qué sabrás», la que dice: «Es mi vida, no la tuya», la que dice: «¿Y a ti qué te importa si me quemo?, el dedo es mío».
»Lo que yo no había entendido entonces es que Clara no era autodestructiva. Puede que sobrevalorase su propia resistencia, que fuese demasiado optimista: Clara pensaba que era capaz de atravesar un basurero sin mancharse, que, como un rayo de luz, podía tocar cualquier cosa, estar en cualquier lugar, sin formar verdaderamente parte de lo que la rodeaba. Como un espíritu en una mansión habitada, entraba en todas las estancias, se sentaba a la mesa con los demás, escuchaba sus tragedias y sus peleas, mientras ella llevaba su ingrávida existencia de fantasma. ¿Te contó que se fue a San Petersburgo en autostop con una amiga? ¿Que la detuvieron una vez por resistencia a la autoridad en una casa ocupada que pretendía desalojar la policía? Tenía quince años, quizá ni siquiera los había cumplido, una edad en la que no te abalanzas sobre un policía en traje antidisturbios y le arrancas el escudo y la visera, ya ves, esa chica tan tierna que tú conocías era capaz, a una edad en la que ni siquiera había terminado de crecer, de pelearse con un hombre que pesa casi el doble que ella y que está acostumbrado al uso de la fuerza; se sentía invulnerable.
»Mi padre quiso encerrarla en casa, pero no puedes prohibir a una chica de quince años salir a la calle; no te queda más remedio que permitirle ir al colegio, al médico, a la clase de guitarra, a la de inglés. Así que le quitó las llaves para que tuviese que regresar a una hora en la que hubiera alguien levantado. Clara dejó de venir a casa a dormir. Yo sabía por dónde andaba porque algún amigo común me lo venía a contar; la habían visto en la plaza del Dos de Mayo, sentada en una manta que compartía con tres o cuatro perros y con un punki que probablemente lo era desde los ochenta; una compañera de clase me señaló la casa en Lavapiés donde creía que pasaba Clara las noches, un pequeño edificio de dos pisos, en la esquina de un callejón, encalado, con cubierta de teja, contraventanas de madera y rejas de hierro pintadas de negro, esto es, con aspecto más rural que urbano, al que la cal ya amarillenta y los muchos desconchones imponían un aire de abandono y ruina, cubierto, en la parte baja y alrededor de los balcones, de pintadas que no recuerdo exactamente, pero sí la impresión de violencia y de rabia que me causaron, suficiente como para que no deseara de ninguna manera vivir en aquel lugar; igual que la música preferida por Clara, con la que sólo podía imaginar al cantante llenando de saliva a las primeras filas del público mientras rugía su odio. Nunca me invitó a abrirme a ella, a desear compartir esas emociones que siempre me hablaban de disolución, heridas, del abrazo de lo feo y lo oscuro, canciones que sólo puedes cantar haciendo muecas y poniendo tu cuerpo en posturas antinaturales; hasta los temas de amor que escuchaba Clara iban teñidos de desesperación, de tozuda vocación de infelicidad. Dirás que soy muy conservadora en mis gustos, que me falta atrevimiento o un mínimo de estridencia que me haga parecer original, y supongo que tendrás razón. Yo misma me lo reprocho y en aquella época confieso que, sin que haya querido nunca ser como mi hermana, sí me habría gustado copiar de ella alguna de sus poses.
»Mi madre quería llamar a la policía y denunciar la desaparición de su hija pequeña. Fui yo quien la convencí de que esperase un tiempo a que las incomodidades de la vida en la calle la devolviesen a casa, asegurándole que era preferible que perdiese unas semanas de clase y se convenciese por sí misma de que ésa no era vida para ella a que la forzasen a regresar y fomentasen lo que querían evitar, una rebelión radical; al fin y al cabo, Clara siempre había sido una chica razonable, y seguro que pasada esa fase de inseguridad, una vez que hubiese dejado clara su independencia, volvería a casa y a su vida de chica normal de clase media que había llevado hasta poco antes, una chica incluso particularmente dulce y complaciente, estudiosa, callada. Porque a pesar de todo el tiempo que pasaba con andrajosos, a Clara le gustaba ducharse y lavarse el pelo cada día, cambiarse de ropa, dormir en sábanas limpias. En realidad, yo estaba convencida de que no se acostaba con ninguno de esos chicos y que no pillaría el sida ni la sífilis, ni siquiera un herpes, no la veía en la cama abrazada a un cuerpo maloliente, con la nariz metida entre greñas grasientas, y es entonces cuando me vino esa idea de que Clara atravesaba la vida como un rayo de luz, o más bien debería decir como una sombra, porque en aquella época iba siempre vestida de negro y se había teñido el pelo de ese mismo color; su melena parecía el ala de un cuervo. Pero había truco. No quiero decir que estuviese engañando a nadie; a lo mejor a sí misma, pero sin ser consciente de ello. Llevaba un collar de perro —comprado en una tienda de animales—, se había afeitado las sienes, aunque podía tapar a voluntad la parte rasurada con la melena que crecía más arriba, llevaba cadenas, botas Doc Martens, pendientes aparatosos, enormes anillos de acero o latón. ¿Te das cuenta? Ninguna de las transformaciones a las que se sometía era permanente. Adornos estrafalarios, cortes radicales de pelo, tintes, ropas siniestras, eso era todo. Ni un solo piercing; ni uno de esos imperdibles que sus amigos se clavaban en labios, aletas nasales, cejas, pezones, clítoris, escrotos; en lugar de con tatuajes indelebles se adornaba las manos, a veces también la cara, con hena, no tenía tampoco marcas de agujas hipodérmicas; yo la había espiado más de una vez en el cuarto de baño, y el hecho de que se desnudase ante mí con tanta naturalidad ya indicaba que no tenía nada que ocultar. Y aunque es posible que probase alguna droga —también yo he tomado éxtasis, marihuana y, sólo dos veces, cocaína—, nunca tuvo el comportamiento que una espera de un drogadicto. Y si aquello cambió de repente, fui yo la culpable.
Entretanto se ha hecho de noche. Estamos abajo, en el salón, a oscuras. Yo sentado en el pequeño sofá de cuero anaranjado, un sofá de IKEA que no lo parece hasta que te lo encuentras en casa de un amigo y luego de otro, de color burdeos, o negro, o marrón; ella está sentada en un cojín en el suelo, a veces empuña una de sus esquinas, juega con ella, o ahueca el cojín como si estuviese preparando la cama de una muñeca. Ahora, al transcribir todo esto, probablemente estoy prestando a sus frases una cadencia, un tono y una sintaxis que son los míos. La recuerdo y la recuerdo con mis palabras, porque cuando contamos lo que nos rodea lo hacemos siempre en nuestra lengua, después de filtrarlo con ojos, con entendimiento y emociones que creemos neutrales o los únicos posibles pero que no dejan nunca de ser los nuestros, distintos, limitados. Ella habla en frases más cortas que las mías, duda menos también; adopta a veces un tono sarcástico tan ajeno al mío que soy incapaz de reproducirlo. Y tiene una manera de hablar en la que con frecuencia las frases resultan demasiado tajantes, como anticipándose a que la contradigan.
El volumen de su voz ha ido bajando sin que nos demos cuenta, casi diría que se ha reducido al mismo tiempo que la luminosidad del cuarto, como si la voz se adaptase a la penumbra, y temo que cuando la oscuridad sea completa ella se quedará callada. Hemos alcanzado el volumen de la confidencia, el de la intimidad, y me dan ganas de echar otro cojín al suelo y sentarme al lado de Carina, quizá apoyar la cabeza en su regazo mientras continúo escuchando la historia de su hermana.
—Porque, a pesar de lo que le había dicho a mi madre para tranquilizarla, según pasaba el tiempo sin que Clara regresara —estamos hablando de semanas, más que de meses— yo me iba sintiendo más inquieta. La seguía de lejos, a través de comentarios de conocidos comunes, también acercándome alguna vez a verla sentada sobre la manta sucia, o pidiendo dinero a los transeúntes, sin extender la mano como en las caricaturas de los mendigos, sino sonriendo, punk afable, como si pidiese por broma o juego, pero su amabilidad no solía lograr que alguien le diese dinero, o un cigarrillo, ni siquiera que aminorasen el paso, al contrario, lo aceleraban como temiendo algo de esa chica, casi una niña, de ese ángel oscuro que les obligaba a ver un lado de la existencia que casi nadie quisiera conocer.
»Sobre todo, me gustaba espiarla cuando jugaba con los perros, correteando por la plaza, llamándolos, haciendo cabriolas y retozando con ellos: entonces reencontraba a la Clara que conocía, y que rompía en esos momentos la costra de dureza con la que se había recubierto, para salir a la luz y revelarme a esa hermana divertida, infantil, llena de ilusión, a la que yo quería proteger. Pero luego se sentaba, encendía un cigarrillo, se ponía los auriculares y desaparecía en ese mundo hosco que se estaba construyendo para habitarlo en el futuro.
»Cuando me convencí de que no iba a volver por sí sola, fui un día a la plaza, no a espiarla una vez más sino a hablar con ella; te confieso que no me atrevía a ir a la casa ocupada, donde intuía maleantes, camellos, gente rota e hiriente, y preferí buscarla en campo abierto, allí donde solía sentarse con el punki cincuentón. Clara estaba pidiendo dinero cuando me acerqué, y entonces sí, tendió la mano hacia mí con la palma hacia arriba, como si con ese gesto quisiera señalarme que no nos unía ningún lazo, que yo era una transeúnte más, o a lo mejor tan sólo lo hizo porque de repente se sintió incómoda en su papel, y al exagerarlo se salía de él, lo convertía en una broma, en algo postizo. Yo me salté esa mano que era también una defensa, un límite, y le di un abrazo y un beso. “Ven, te invito a una cerveza”, le dije. “Prefiero que me des cien pesetas”, contestó sin dureza, pero me acompañó a la terraza de un bar tras hacer un gesto a su compañero, al que él no respondió, señalando adónde íbamos. Contaba con tener que enfrentarme a una Clara a la defensiva y a una conversación tensa, salpicada de reproches mutuos. Me sentía como una embajadora de la unidad familiar que pretendía engatusarla para que regresara a nuestra tibia existencia, en un momento en el que ella prefería el frío y el calor extremos, sin estar yo del todo convencida de que la tibieza fuese mejor que la intemperie. Y hablamos un buen rato, tomando cerveza, de temas que nada tenían que ver con lo que me había llevado a esa plaza ocupada por yonquis, mendigos y madres con niños. Y le conté de mis estudios —ni una palabra sobre el ambiente en nuestra casa, sobre suspiros y reproches, sobre el gesto ausente de nuestro padre—; Clara me escuchaba, hacía comentarios breves y sin mucha atención, contemplaba el ir y venir de la plaza. Y después poco a poco fui introduciendo la necesidad de que tomase una decisión, o más bien de no tomar esa decisión que condicionaba de tal manera su futuro, que podía transformarla en una persona que sin duda no quería ser; le dije que una vez que has vivido ciertas cosas —no especifiqué cuáles— ya no hay marcha atrás, ya no puedes volver a ser quien eras. Ella, cortésmente, no me dijo: “¿Y tú qué sabes?”, pero estoy segura de que lo pensaba, de que ella creía que alguien que nunca se ha atrevido a hacer nada arriesgado no está cualificado para dar consejos, ni siquiera para entender a quien sí se arriesga.
»Supongo que porque me fui quedando sin argumentos, porque me daba rabia tener que convencer a mi hermana pequeña de que estaba haciendo una tontería, y sobre todo, porque me hacía sentir como si yo fuese una señora mayor —¡tenía veintiún años!— que hablaba de lo conveniente y lo sensato, que hablaba del futuro y la responsabilidad, del sufrimiento de los padres, me puse a buscar un flanco por el que herirla.
»Ella mantuvo la amabilidad, aunque en ningún momento pareció de verdad interesada en mis argumentos. No diré que no me escuchase, pero lo hacía más bien como quien oye por enésima vez las quejas de una madre lamentándose de haber dejado su trabajo y de lo aburridas e ingratas que son las faenas caseras; entendemos su malestar, pero no es el nuestro, y no nos sentimos responsables de él. Clara, cuando me había quedado ya sin palabras, me tomó una mano, acarició, como solía hacer de niña, mis uñas una por una, y me preguntó afectuosamente: “¿Y tú qué? ¿Vas a ser una buena hija, llegar puntual por las noches, terminar la carrera, encontrar un trabajo hasta que te cases y tengas dos hijos, la parejita? ¿Irás a casa todas las navidades, los cumpleaños, los bautizos?, porque bautizarás a los niños para que no se ofenda la abuela, ¿no?”.
»Lo gracioso, si lo pienso ahora, es que no terminé la carrera, no me he casado, no he tenido hijos y al final me distancié yo más de mis padres y del resto de la familia que ella, quizá porque Clara hizo su revolución juvenil a tiempo mientras que yo la pospuse para cuando ya era adulta.
»Pero en aquel momento no me hizo ninguna gracia; mi hermana estaba expresando en voz alta mis temores de entonces; es verdad que me daba miedo no ser capaz de encontrar mi propia vida, haber perdido ya irremediablemente la posibilidad de ser quien yo quería ser —aunque, claro, no tenía la menor idea de quién quería ser—, y envidiaba a Clara la decisión con la que se había lanzado a inventarse su propia biografía, mientras yo me limitaba a interpretar un guión que no había escrito.
»—¿Y tú? —le dije—. ¿Vas a seguir jugando a las muñecas? —no me entendió; levantó la mano para saludar a su amigo, consiguiendo que los perros se incorporasen y, como su dueño los había atado a un aparcabicis, comenzaran a gimotear, a parar las orejas, a dar vueltas sobre sí mismos—. Porque no creas que no me he dado cuenta —le dije, y retiré la mano que aún tenía entre las suyas—. Peinados estrambóticos, colores fúnebres, mucho collar de perro y mucho anillo, pero nada irreversible. Estás jugando, jugando a ser la más mala de la clase. Y jugarás unas semanas, hasta que te aburras, pero tú no estás en esto. Tú no estás en ningún sitio.
»—¿De qué coño hablas?
»—De que tus amigos van en serio. Se pinchan, se hacen daño, rechazan la vida confortable, se hacen cortes, se hacen sangre. Pero tú hueles a champú de melocotón y usas crema de manos. Y no veo ni un pinchazo, nada que deje cicatrices.
»No había entendido que a Clara, a pesar de todo, le importaba mucho mi opinión, que para ella seguía siendo la hermana mayor. Que el hecho de que desvelase esa impostura de la que no creo que hubiese sido consciente hasta ese momento la ponía en una situación embarazosa. No respondió nada.
»No respondió nada y yo no imaginé lo que significaba su silencio, incómoda yo misma con lo que acababa de decirle, como si por maldad hubiese escondido el libro que la ha atrapado o roto su CD favorito.
»Me fui con la sensación de deber cumplido y de derrota a un tiempo. Había hecho lo que había podido por mi hermana, pero te mentiría si no te confesase que me sentía mal, falsa, más como si hubiese ido allí a aguarle la fiesta que a ayudarla, como esas adolescentes que, teniendo poco éxito entre los chicos, si su amiga se echa novio, se dedican a señalar cada uno de sus defectos y a atribuirle todas las malas intenciones imaginables.
»Te digo ahora todo esto, pero entonces no pensaba las cosas de una manera tan clara. Era consciente de mi malestar y echaba la culpa de él a mi hermana, que me hacía desempeñar un papel tan poco agradecido. Y no sé qué habría pasado si, unos días más tarde, quizá una semana, Clara no hubiese venido a casa a una hora en la que, dijo luego, pensaba que yo estaría en la universidad y nuestros padres en el trabajo, pero no se había dado cuenta, ella, con su vida sin obligaciones ni plazos ni horarios, de que era festivo. Entró en casa sin encontrarse con nadie; mis padres habían salido, no recuerdo a qué, y yo estaba en mi habitación. Aunque oí el ruido de la puerta, pensé que eran mis padres que volvían. Al cabo de un rato escuché a mi hermana canturrear en el baño una de sus siniestras melodías, poniendo una voz como uno imagina que podría ser la del diablo o al menos la de un alma en pena. Entré sin llamar y me la encontré desnuda, saliendo de la ducha. Ella se abalanzó sobre la toalla y, sin envolverse en ella, se la puso por delante con cara de susto, tapando su cuerpo como si en lugar de mí estuviese ante ella un hombre desconocido. No me preguntes cómo lo adiviné tan deprisa, supongo que por lo desacostumbrado que me resultaba que se tapase tan púdicamente cuando nos habíamos visto desnudas mil veces, y no sólo cuando éramos niñas. Muy poco antes de que se marchase a su vida callejera nos arreglábamos juntas, juntas nos depilábamos, y nos dábamos crema en las zonas del cuerpo a las que una no llega bien, y también en otras para las que no habríamos necesitado ayuda, sencillamente porque era agradable sentir esa intimidad, esa cercanía. Le arranqué la toalla y su esfuerzo por esconder uno de sus brazos me indicó lo que tenía que buscar. Dijo que había tenido que ir al médico, que no se encontraba bien, y le habían hecho un análisis de sangre.
»—Pero ¿tú te has vuelto loca? ¿Te has vuelto loca de verdad?
»Salí del baño, más que nada porque no se me ocurría qué decir, cómo reaccionar ante la monstruosidad de que mi hermana se estuviese metiendo heroína. Era mi hermana pequeña, y toda la rabia que había sentido las últimas semanas se transformó en miedo, porque Clara ya no estaba jugando a las muñecas, como yo le había dicho, sino que había pasado a las cosas serias, no sé si para impresionarme, para demostrarme que todo aquello no era una pose adolescente. Ella echó el seguro de la puerta y tardó aún unos minutos en salir, ya vestida con sus atuendos más tétricos, con una camiseta con un rótulo en rojo y negro, de letras picudas que me hicieron pensar en algo vagamente nazi y con una repugnante calavera a la que le salían gusanos, no recuerdo ya si por los ojos o la boca; llevaba los brazos cubiertos con unos manguitos negros que tapaban de la muñeca al codo. Justo en ese momento mis padres entraron en casa, se quedaron en el recibidor perplejos, mi padre con una sonrisa como si acabase de recibir una agradable sorpresa que no se cree del todo, mi madre contraída, esperando una nueva decepción o una noticia desagradable.
»—¡Se pincha! —dije—. Clara se está metiendo heroína.
»Mi hermana no lo negó. Entró muy deprisa a su dormitorio y salió al momento con una pequeña mochila que al parecer había llenado antes con ropa que quería llevarse. No sé si llegó a decir algo a mis padres al dirigirse a la puerta o si pretendía ignorarlos por completo. Mi padre, un hombre manso, al que mi hermana y yo siempre habíamos reprochado en secreto que no se atreviese a plantar cara a mi madre, que nunca nos defendiera y que ni siquiera se atreviera a mediar en nuestras riñas, extendió un brazo al frente con la palma abierta, como si quisiese empujar una puerta.
»—Clara —dijo.
»—Mierda, papá —respondió mi hermana. Mi madre se giraba ya, descompuesta, superada por la situación; ella, que tantas veces nos había hecho doblegarnos a sus deseos con un grito o incluso con una bofetada, o sólo con un gesto como sacado de la Biblia, un gesto de profeta antiguo amenazando con alguna plaga, daba la impresión de haberse rendido, de ser incapaz de enfrentarse a la pérdida de su hija. Entonces mi padre, produciendo un extraño sonido que parecía salir del pecho más que de la boca, a medias entre rugido y estertor, dio a mi hermana un puñetazo en la cara que la hizo caer al suelo. Lo recuerdo perfectamente: no el golpe en sí, yo estaba a espaldas de mi hermana y no pude verlo en realidad, porque la golpeó de frente, no en la boca ni en la nariz, por suerte, sino debajo del pómulo; lo que recuerdo es a mi padre con el brazo extendido y la mano cerrada, teniendo que dar dos pasos para conservar el equilibrio, al tiempo que a mi hermana se le doblaban las piernas y se sentaba en una posición parecida a la del loto, llevándose las dos manos a la cara.
»—Tú no sales de aquí —dijo mi padre, y fue a sentarse a un sillón, frente al televisor, donde se dejó caer con gesto de agotamiento. Mi madre y yo quedamos convertidas en estatuas, no sé si perplejas las dos por esa extraña conjunción del estallido de mi padre y de la docilidad de mi hermana, que recogió la mochila que había ido a parar junto al sofá y se fue a su dormitorio.
»Sé que Clara aún vio algunas veces a sus amigos okupas o punks o lo que fuesen, pero empezó a vestirse de otra manera, a dejar en casa el collar de perro y algunos anillos, no se volvió a teñir el pelo de negro. Y tampoco volvió a pincharse; luego me contó que sólo lo había hecho una vez, pero se hizo una escabechina porque el amigo que la ayudó era casi tan inexperto como ella y además con los nervios tuvo que pincharla varias veces y por eso se le formó tamaño cardenal alrededor de la vena. Sé también que mi padre se disculpó varias veces por el puñetazo y, aunque había sido providencial, lo siguió lamentando durante años. Y no sé, pero pronto empecé a pensar que Clara, consciente o inconscientemente, había venido a casa para que alguien le impidiese volver a salir, que quizá no había sido del todo casual que yo viese su brazo: quizá sí sospechaba que nos encontraría en casa y deseaba ser retenida a la fuerza, para no verse obligada continuar ese tonto descenso a los infiernos que había iniciado para demostrarme que su vida no era un juego.
»Pero ella y yo ya no volvimos a llevarnos como antes. Porque Clara de verdad había crecido o porque yo no supe cómo relacionarme con ella, también porque la que poco después entró en crisis fui yo, y dejé la universidad, me fui de casa, empecé a trabajar de secretaria en las oficinas de una empresa de cosmética.
»Clara y yo nos seguimos llevando bien, una y otra vez intentamos recuperar la ternura de la infancia, esa confianza que hacía que su cuerpo casi me resultase tan familiar como el mío —con la excitación de saber sin embargo que era el de mi hermana—, como cuando juegas con una muñeca y por un lado es distinta de ti, y por otro es parte tuya, es tu voz, es tus sensaciones, tus sentimientos, tus deseos, tus miedos; pero dejamos de meternos juntas en la cama para hablarnos casi al oído, y una o dos veces que lo intentamos la confidencia sonaba forzada. Ya no la maquillaba, ni ella a mí, ya no nos probábamos juntas los vestidos de nuestra madre, ya no nos mirábamos en el espejo, orgullosas cada una de la otra, ya no podía decir: “Es mi hermana”, o si lo decía era la mera afirmación de un vínculo jurídico, algo que puedes escribir en el libro de familia, pero que ha perdido ese poder que antes tenía, ya no era esa barrera que se interponía entre mí misma y la soledad de la vida adulta.
La oscuridad es casi completa. Aunque las ventanas del salón dan a un pequeño patio, la luz de otras ventanas y la que pueda llegar del reducido rectángulo de cielo que recortan las azoteas de los edificios dispuestos alrededor del patio apenas alcanzan para que pueda distinguir el perfil de Carina, el movimiento de su brazo al llevar el vaso a los labios. Ahora sí echo un cojín al suelo y me siento a su lado; aunque su voz no ha temblado en ningún momento, ni sonido alguno me hace pensar que pueda estar llorando, algo me dice que debería consolarla, no sé si por la muerte de su hermana o por esa frase rotunda con la que ha terminado la historia y que me hace intuir una vida triste, los días y las noches de una mujer que no ha encontrado la manera de ser feliz y que sospecha que no lo va a conseguir. Entonces esa rigidez que tanto me molestaba al principio, ese blindarse tras ropas demasiado formales, sus pasos decididos, esa incómoda energía que desprenden sus movimientos, como si encarase cualquier acción con una decisión que parece excesiva para la nimiedad de su objeto, empiezan a resultarme simpáticos, ya no una prueba de arrogancia o inflexibilidad, más bien el gesto torpe de quien quisiera protegerse y no sabe cómo. Acaricio su cabeza, y ella se vuelve hacia mí. Sonrío inútilmente en esa oscuridad. Aguardo.
Aguardo.
Me dice: «Nunca creí que haría esto» y, después de un mero roce con los labios, de entrechocar suavemente los dientes con los míos, me llena la boca de su lengua y su saliva, y su cuerpo se vuelve insoportablemente presente, como si se acabase de materializar, de hacerse carne un espíritu, de desnudarse ante mis ojos un ser rotundo y tangible; ahora, ya, quisiera estar en la cama con ella, a solas con su cuerpo, olvidado del deseo porque el deseo soy yo. «Nunca», repite, e, incorporándose, tira de mi mano hacia arriba para que yo también me levante, y después hacia el dormitorio, aunque yo no le he dicho que aquella puerta conduce al dormitorio; me lleva de la mano como un adulto llevaría a un niño a acostar, pero de repente se detiene, «dame un minuto», dice, y entra en el cuarto de baño. Mientras me desnudo, escucho los ruidos de ese cuerpo al otro lado de la puerta, imagino sus movimientos; oigo el chirrido que hace la llave del grifo al girar, la vibración de las tuberías, el agua al caer en el lavabo, oigo la tapa del retrete al chocar contra la cisterna, una cremallera, los zapatos que caen contra las baldosas, ahora la imagino en ropa interior —¿cómo es su ropa interior, blanca, negra, con, sin encajes?, cara, seguramente cara, quizá elegida para la ocasión, pero no, nunca, ha dicho, nunca habría creído que haría eso, así que quizá sea una ropa interior que no había pensado mostrar, o quizá a pesar del nunca la ha elegido a conciencia, para saberse hermosa aunque no hubiese ojos que pudiesen corroborarlo—, el chorro de su orina cayendo contra el agua del retrete, y me pregunto si debería poner música para evitarle el embarazo de saber que lo estoy oyendo todo, también el rasgar del papel higiénico, el rollo girando en el portarrollos de metal, y yo estoy entretanto desnudo, sentado en el borde de la cama, un poco incómodo con mi propio cuerpo, no acostumbrado a su desnudez con ella, a mostrarse por primera vez, su excitación y todas sus imperfecciones sumadas, el animal que soy cuando no bebo bourbon o no hago presupuestos o no intento impresionar a nadie o no hablo de mí mismo sin hablar de mí mismo, eso, animal, costillas, barriga, extremidades, el sexo reclamando atención. Y yo esperando a que se abra la puerta o al siguiente sonido que, como un radar, me revele su posición, pero ahora no oigo nada, silencio, así que imagino que sigue sentada en el retrete, pero ¿por qué?, ¿a qué aguarda?, ¿se ha arrepentido?, ¿está diciéndose que no puede acostarse con el ex amante de su hermana, que es una infidelidad acostarse con un recuerdo de ella, como si fuese una manera de robárselo? Aguardo, mi cuerpo cada vez más inquieto, la excitación remitiendo, ahora siento frío y decido meterme en la cama pero no lo hago —ah, mis decisiones—, sigo allí, cada vez más consciente de estar sentado desnudo en una esquina de la cama, en una postura de transición, que sólo se justifica porque hace un momento contaba con verla salir del baño también desnuda y venir a frotar su piel contra la mía, pero no sale, y empiezo a perder la noción del tiempo, no sé si será demasiado indiscreto llamar a la puerta, lo mismo tiene la regla y no encuentra los tampones y está intentando limpiarse con papel higiénico, pero hace mucho que no oigo el rasgarse del papel ni el girar del portarrollos, «¿Carina?».
—¡Carina!
Acerco el oído a la puerta y no sé si oigo o no oigo, si es el silencio o la respiración, o qué. O qué.
«Carina.» Toco con los nudillos, pero no responde y cuando abro cautelosamente ella está sentada en el retrete, con la camisa a medio desabrochar, las piernas desnudas y las bragas alrededor de los tobillos, lo que no me excita ni me parece impúdico sino que me enternece, pero me dice: «Sal». Su voz suena dura aunque sin urgencia, no se asusta de que la vea así, en esa postura que en general sólo se comparte tras cierto tiempo de intimidad, no es ésa la razón de que quiera que me vaya. «Sal de aquí», ordena. «¿Qué sucede?, ¿qué te pasa?», pero cierro la puerta, y cuando es ella la que sale, ya vestida, señala hacia el interior del baño, creo que hacia la bañera.
—¿Por qué coño me has mentido? ¿Para qué?
Yo también ahora con los calzoncillos puestos y una camiseta, una mínima protección para mi desconcierto.
—No sé. ¿Por qué te iba a mentir?
—Eso te estoy preguntando. ¿Te parecía que quedabas peor, que me haría una mala opinión de ti? ¿Querías quedar como un hombre considerado, como un adúltero honesto?
Yo sigo sin entender de qué me habla, miro hacia donde señala la mano de Carina para intentar encontrar allí una clave que me desvele el enigma de su rabia, pero no hay nada, nada que no haya visto mil veces, mi cuarto de baño, y sí, al fondo la bañera, champús, jabones líquidos y en pastilla, una crema corporal, la mampara de plástico transparente, ¿y qué? ¿Y qué? Carina recoge su bolso, que se vaya a la mierda Carina, recoge los zapatos que se había quitado en el cuarto de baño, uno ha ido a parar bajo el lavabo, el otro tiene que sacarlo de detrás del retrete, «pero ¿por qué te iba a mentir, me lo vas a explicar o qué?».
Se va.
Cierra la puerta tras de sí con más cuidado del que habría esperado de una mujer tan enfadada o tan herida o tan yo qué sé qué. Me vuelvo a poner los pantalones. Entro en el cuarto de baño. Me siento en el inodoro, contemplo desde allí lo que me rodea, como si al adoptar la misma postura que Carina, al tener exactamente la misma perspectiva, pudiese ver lo que ella ha visto y descubrir así el motivo de su enfado.