6

Anochece. Estoy aburrido. Me llevo la fotografía de Clara al dormitorio; puedo verla en la penumbra; sus rasgos se vuelven más suaves, su mirada pierde sorna y se hace más tierna, los labios parecen sonreír abiertamente. Cuando ya me estoy quedando dormido, me incorporo, despierto por completo, atento, alarmado: el rostro de Clara me llega desde muy lejos, un rostro más joven, en movimiento, de risa ruidosa que hacía sacudirse todo el cuerpo delgado, nervioso, llevarse las manos a la cara, los antebrazos tan estilizados como los de un potro joven, la delicada tracería de las venas, los tendones de las muñecas (dos paralelas perfectas que se pierden en la carne), y el sonido de una voz algo más ronca de lo probable en mujer tan delicada, ni siquiera mujer, adolescente que sin embargo lleva el mismo peinado que en la foto. Estoy seguro de haberla conocido; años atrás, en algún lugar que no recuerdo, hemos estado cerca el uno del otro y sólo me falta encontrar el escenario, el paisaje, los otros rostros cercanos para acabar de descubrir cuál ha sido mi relación con Clara.

Son las nueve y media. Subo a la terraza. Cielo añil. Dos murciélagos revoloteando, movimientos que no parece posible reducir a un patrón, imposible adivinar hacia dónde el siguiente quiebro. ¿Habrá alguna función matemática que exprese esos trayectos en apariencia aleatorios? Una de las antenas de televisión vibra produciendo un zumbido monótono. Algún día desaparecerán de los tejados esas estructuras de varillas oxidadas, que me hacen pensar en esqueletos de un grácil animal extinto.

Cada vez estoy más convencido de que en algún momento hemos coincidido y probablemente hablado. Su expresión me resulta familiar, aunque pertenece a un rostro más joven aún que el suyo, y creo que estoy a punto de recordar de dónde la conozco, como esos instantes de déjà vu en los que la impresión de haber vivido una situación no oculta del todo la seguridad de que no podemos haberla vivido.

Marco el número de Carina. Podría imaginarme a Clara, inventarle enfermedades infantiles, un padre que la maltrata, un amor adolescente, los primeros escarceos con las drogas, la tarde en la que se emborrachó tanto que tuvieron que llevarla al hospital a que le pusieran una inyección de vitamina B12. Etcétera. Pero no me basta. Inventarle la vida sería igual que masturbarme imaginando que estoy con ella. Como todos los sucedáneos, me dejaría con la tristeza de no poseer lo auténtico, la tragedia de no conseguir lo que de verdad deseo. Y lo que deseo es conocer a Clara; nos habríamos llevado bien, estoy convencido; así me lo hace pensar su expresión descarada, segura de sí misma pero no tan rígida como su hermana; el flequillo, me gusta el flequillo de Clara. No veo su cuerpo, pero la imagino ágil, una mujer que corre a veces por el gusto de sentir el movimiento de sus miembros. Buena nadadora, seguro, se puede pasar horas nadando, y sale del agua ya cuando tiene la carne de gallina y los labios azules, sonriendo feliz, y viene a que yo la seque, yo, que la espero en la playa, y la cubro con la toalla y la abrazo, ese animal que vibra por una mezcla de placer y frío. Podríamos haber tenido una relación. La traería a esta terraza, nos besaríamos frente al inmenso paisaje urbano. Y ella conocería el nombre de varias constelaciones, que yo nunca conseguiría aprenderme ni identificar.

No dejo mensaje en el contestador. Decepcionado, enciendo un cigarrillo. Sólo fumo una vez que se ha puesto el sol. Es la condición que me exijo cumplir para no tener que dejarlo. Cielo azul marino. Sin nubes. Sólo las estelas de los aviones, algunas ya casi difuminadas, recortan el cielo en parcelas desiguales.

Suena el móvil, que había dejado sobre la mesa de teca. Lo cojo rápidamente.

—Sí.

—Perdona, pero tengo una llamada perdida tuya. ¿Quién eres?

—Samuel.

—Ah.

¿Decepcionada, fría, temerosa, molesta? ¿Por qué sólo «Ah»?

—Supongo que no esperabas que te llamase.

—Te di yo mi tarjeta.

—Es verdad. Me gustaría verte. Si tienes tiempo. Y te apetece.

Los campanarios de las iglesias cercanas se van iluminando. En uno de los pisos que se ven desde la terraza, un televisor encendido. Bajo esos techos, entre esas paredes, ocultas la mayoría en sus celdas, millones de personas sentadas mirando las imágenes. Tiene algo estremecedor: a pocos metros unas de otras, hileras y columnas de personas en una cuadrícula, inmóviles, atentas, olvidadas. Las estrellas se prenden una a una.

Calla como si estuviese sopesando pros y contras.

—Me parece bien —dice por fin—, cuando quieras. ¿Mañana después del trabajo?

—Vale.

—¿Y qué le vas a decir a tu mujer?

—Se ha marchado.

—¿Quieres decir que os habéis separado?

—Sí, supongo que es eso lo que quiero decir. Ya no vivimos juntos.

—¿Lo sabía Clara?

—Es tan reciente que no le dio tiempo a saberlo.

—Pobre. También es mala suerte.

—No te preocupes, estoy bien.

—Me refería a Clara. ¿Voy entonces a eso de las nueve?

Tendré que hacer algunos cambios en el apartamento para dar la impresión de que aquí ha vivido una mujer hasta hace poco. Aunque se hubiese llevado sus cosas, algún rastro habría dejado: fotos, recuerdos, cosméticos, un cepillo de dientes usado. Pero no es fácil convertir un apartamento de soltero en un apartamento de separado. Por suerte, ya casi nadie tiene álbumes de fotografías, nada en lo que hurgar para encontrar recuerdos de una boda, o la aparición repetitiva del mismo rostro, de la misma sonrisa. Nunca me han gustado los álbumes de fotografías: en ellos la gente tiende a parecer más feliz de lo que es, porque sólo fotografiamos las fiestas, las celebraciones, las ocasiones en las que estamos con amigos, los viajes, e incluso en los momentos en los que no estamos del todo felices, cuando nos ponemos ante la cámara tendemos a sonreír, a estrechar el cuerpo que tenemos al lado con más fuerza o más emoción de la que sentimos. Habría que tomar fotos de los momentos tristes; decir: «Espera, no te muevas», a esa mujer que llora por alguna culpa nuestra o que nos insulta por no darle lo que a ella le parece justo, autorretratarnos en ese momento cuando estamos mintiendo, o apretando las mandíbulas para no decir lo que pensamos, o cuando nos sale ese gesto de desprecio en el que nos costaría tanto reconocernos. Supongo que los álbumes, o las colecciones de fotos que guardamos en nuestro ordenador, tienden a compensar el trabajo injusto de nuestra memoria, pues ella suele quedarse más bien con lo doloroso, con traumas y frustraciones, con lo que no hemos conseguido, con la situación en la que no reaccionamos como habríamos deseado.

Pero mi apartamento es el apartamento de un hombre que vive solo y que lleva mucho tiempo haciéndolo. De un hombre sin hijos, por otro lado, pues en ningún sitio cuelgan dibujos infantiles de coches ni de guerreros ni de esquemáticas familias, ni esos cursis corazones que los niños tienen que hacer en el colegio por el día del padre o de la madre, ni por supuesto fotos de niños que me muestran felices su sonrisa mellada o que se lanzan a la piscina en una competición escolar. Aquí vive un hombre aficionado a la lectura, que ve la televisión —cuando funciona—, con un ordenador portátil en el dormitorio y uno de sobremesa en el despacho, que bebe bourbon y vino y cerveza, un fumador cuya casa no huele a humo porque tiene esa rara disciplina de salir siempre a fumar a la terraza, también cuando llueve o nieva, bajo el paraguas y con guantes, pero feliz de concederse esas pausas nocturnas, contemplar la noche que siempre parece iluminada para él —y le gusta la idea de que todas las luces se apaguen cuando él vuelve a descender al salón— durante el tiempo que fuma un cigarrillo. Una casa sin recuerdos de viajes y sin muchos adornos, salvo una colección de fotografías en blanco y negro —retratos de músicos de jazz— y un par de grabados modernos. ¿No viaja, no abandona nunca esa pequeña torre de marfil para ampliar sus experiencias, su conocimiento del mundo o al menos de sí mismo? Si lo hace, no quedan de ello huellas materiales, y ése será uno de los primeros comentarios que me haga Carina poco después de entrar en el apartamento: «Clara decía que no salías casi nunca». Y me resultará extraño que lo diga mientras mira mis cosas, el lugar en el que vivo, estableciendo esa extraña relación con una persona que no soy yo, pero con la que, como pasaría con cualquier ser humano, comparto algunos rasgos o algunas costumbres.

José Manuel no me pone muchas pegas cuando le llamo la mañana siguiente para pedir dos días libres. Resopla, suspira, me hace notar aun a través del teléfono la dificultad que le supone prescindir de mí y que desde luego dos días es el límite, «pero claro, si lo necesitas, quédate en casa, aunque a lo mejor te haría bien salir, ocupar la cabeza en otras cosas; tú de todas maneras tienes un cerebro rumiante, y ya sabes lo que quiero decir».

No le discuto, le doy la razón en todo pero me aferro a esos dos días, prometiéndole que no me voy a quedar encerrado todo el rato en casa. No es que necesite ese tiempo libre, pero una novia fallecida es una buena excusa para permitirme este lujo, esta travesura, escaparme a comer un helado mientras todos los demás niños están en el colegio.