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Esta mañana he tenido que ducharme con agua fría; el calentador ha dejado de funcionar. Después de secarme he buscado la carpeta en la que guardo las instrucciones de uso de los aparatos que voy comprando; he encontrado la carpeta pero no las instrucciones. El calentador se encontraba ya en el piso cuando lo compré hace dos años y, al parecer, entre los papeles que me dieron las antiguas propietarias, dos chicas con los roles tan bien repartidos y ensayados que tenían que ser necesariamente una pareja, no se hallaban las instrucciones, aunque sí del frigorífico, del horno, de la campana extractora y de todos los demás electrodomésticos que funcionan perfectamente. He pasado un buen rato examinando el aparato con la esperanza de descubrir y reparar yo mismo el problema —no soy del todo torpe—, pero no me he atrevido a tocar todas esas ruedas y válvulas cuya función desconozco.

Como todos los pisos del edificio fueron reformados al mismo tiempo y por la misma empresa —al menos eso me dijeron las chicas que me vendieron el piso—, llamo al timbre de la vecina de al lado, con la esperanza de que ella tenga el mismo calentador y no haya extraviado el manual. Es una chica muy joven con la que he coincidido a veces en el ascensor o en el portal, muy seria, reservada; siempre me ha hecho pensar en una mujer con un pasado particularmente duro, aunque no marginal porque no se ve en ella ese poso que dejan la pobreza, el alcohol, la droga, más bien parece alguien que de adolescente dejó de confiar en ser feliz. Y, a lo mejor a causa de su cuello demasiado delgado o demasiado largo, mi vecina tiene aire de fragilidad. Nunca hemos intercambiado más que unas palabras, corteses, distantes. No sé su nombre; ni ella me lo ha dicho, ni a mí se me ha ocurrido mirarlo en el buzón. Sí recuerdo que apenas me había mudado a este piso cuando, mientras subíamos en el ascensor, me dijo: «Si necesita algo, no dude en llamarme». Probablemente pretendía ser amable, la vecina educada, pero sonó tan distante y además acompañado de ese trato de usted al que aún no me he acostumbrado que me pareció un comentario más bien disuasorio.

Abre la puerta casi inmediatamente después de que yo haya tocado al timbre, como si hubiese estado esperando mi llegada.

—Hola, se me ha estropeado el calentador, y supongo que el tuyo es igual que el mío.

—No sé.

—¿Puedo verlo? Si es el mismo, quería pedirte el manual de instrucciones.

La chica mira hacia el interior del pasillo; está recién arreglada, aunque apenas maquillada; el pelo parece aún algo húmedo, huele a fijador o gel; y lleva una chaquetilla muy fina de cuero que no puede ser una prenda de andar por casa.

—Es sólo un momento.

—Vale, no sé si será el mismo. Yo no lo he cambiado.

Echa a andar por el pasillo; yo cierro la puerta tras de mí y la sigo. Desde un sofá, en el salón, me observan varios peluches sentados muy juntos, de cara a la puerta, como esperando a alguien. La cocina tiene los mismos muebles que la mía. Fotos y postales pegadas al frigorífico. Es el mismo calentador. Ella va a buscar el manual y regresa enseguida con él en la mano; debe de ser una mujer ordenada. Tengo una sensación agradable de intimidad, parados los dos en medio de la cocina minúscula, en ese apartamento cerrado, tan parecido al mío, y al mismo tiempo con detalles que hablan de otra vida, de otra historia, de alguien que ha tenido aventuras, vivido acontecimientos, sufrido heridas, acumulado recuerdos distintos de los míos. Me dan ganas de abrazarla, más bien me dan ganas de haberla abrazado ya muchas veces, de tener con ella una historia común, una complicidad, un afecto compartido.

Le doy las gracias. Camina muy deprisa por el pasillo, abre la puerta y sale del apartamento como si fuera ella quien se marchara y se despidiese de mí. Pero no lleva bolso, y todavía calza zapatillas. Le prometo devolverle el manual cuanto antes; tiene que echarse a un lado para que yo pueda salir del todo de su casa. Sólo al entrar en mi apartamento se me ocurre que ha tenido miedo de mí. Por eso ha salido de su propio piso, para poder escapar corriendo o gritar si yo la agredía. Y entonces me recuerdo cerrando la puerta tras de mí, y también recuerdo algo que en el momento casi ni percibí, uno más de esos miles de pensamientos que nos atraviesan la mente al cabo del día sin que lleguemos a ser del todo conscientes de ellos, nada, ni un segundo, un brevísimo relámpago de conciencia, en el que pensé que no debía cerrar la puerta, porque podía parecer un exceso de familiaridad o una imposición, una exigencia de que confiara en mí, pero cerré. Y también recuerdo que sentí cierto placer al hacerlo.

Hojeo el manual, analizo los croquis de espitas, tuberías y válvulas, giro una que regula la alimentación de agua, reactivo el encendido, abro el grifo del agua caliente. El calentador funciona otra vez. Inmediatamente voy al piso de la vecina. Toco al timbre. Sus pasos se acercan, suaves, cautelosos, la imagino dudando si abrirme o no, si asomarse a la mirilla aunque sabe perfectamente con quién va a encontrarse. Abre veinte o treinta centímetros, y me pregunto si ha fijado el pie firmemente contra la parte baja de la puerta como yo haría si temiese una intrusión violenta.

—Ah, ¿ya lo has resuelto?

—Sí, toma —le sonrío y le entrego el manual con el brazo extendido. Quisiera tranquilizarla, decirle: «No tienes por qué tener miedo de mí, de verdad». El rostro algo temeroso de la chica, esa expresión tan seria, de quien ha vivido algo malo y no quisiera repetirlo, me hace sentir, en una manera difícil de definir, superior, más maduro, más sólido.

Vuelvo a subir a la terraza con la foto de Clara en las manos. Me desnudo, y me tumbo en una hamaca. Beso los labios de la imagen como lo hice con la de alguna de las chicas con las que salí cuando era adolescente. El único sitio desde el que alguien podría verme es precisamente la terraza de mi vecina, pero ella no tiene una subida directa como la que construyeron ilegalmente los antiguos propietarios de mi piso, y casi nunca lo hace. Si subiese ahora podría verme a través de los huecos que deja el seto sintético, ya bastante ajado. Cierro los ojos y me tapo el sexo con una mano, aunque no sabría decir si mi postura es ahora más púdica o más obscena.