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Hace ya tres meses que se me estropeó el televisor. ¿Es un signo de salud mental o de desidia no haberme molestado en llamar para que lo arreglen? Llevo casi cuatro años viviendo solo. Un hombre que vive solo acaba convirtiéndose en una versión desmejorada de sí mismo: pequeñas manías se van instalando en la vida cotidiana, como cenar en bata o dejar los cacharros sucios apilados en el fregadero y únicamente ir fregando los que se necesitan, ver la televisión hasta la madrugada, no quitarse el pijama durante el fin de semana, perder el tiempo con juegos de ordenador. Los hombres que viven solos, a partir de cierta edad, cuando han dejado de creer que la vida en pareja podría ser placentera o excitante, a menudo tienen poca vida social; las mujeres, incluso las resignadas o decididas a permanecer solteras, como aquella amiga que me dijo: «Mi mitad inferior ha dejado de interesarme», mantienen contactos, salen, hablan de sí mismas y de otras amigas, necesitan piel, voz, intensidad, igual que los hombres necesitan distancia, silencio, indiferencia. Quizá yo no he alcanzado esa edad o esa resignación y por eso aún procuro combatir la tentación de no ducharme si no voy a salir, de no afeitarme o no cambiarme de calzoncillos, de dejar los platos sucios sobre la mesa, de no llamar a nadie durante días. Aunque no tenga muchos amigos y tampoco eche de menos una vida social más intensa, procuro evitar esa sensación de encierro, de relación enfermiza con pantallas y artilugios, con los espacios cerrados, con el monótono rumiar de mi conciencia, con la embarazosa existencia de quien no siente más que cuando se lo impone un drama televisado.

La terraza es mi salvación, porque al estar ahí, comiendo o leyendo, o pensando en mis cosas, tengo la impresión de no estar sólo matando el tiempo, sino disfrutándolo. Estás muerto cuando deja de atraerte el placer, cuando ya no piensas más que en evitar el aburrimiento y no te importa que tu vida sea más ausencia —de dolor, de pasión, de entusiasmo— que contenido. El mayor enemigo de la felicidad no es el dolor, es el miedo. Para estar realmente vivo tienes que estar dispuesto a pagar un precio por lo que obtienes. Y ahí es donde yo fallo. Me estoy volviendo perezoso; me cuesta pagar para obtener y tiendo a conformarme con lo que me sale gratis, es decir, con poca cosa.

Sin pensarlo, he tomado la foto de la mesa del salón y he subido a la terraza. Me estoy acostumbrando a llevarla allí donde me encuentro, a tenerla cerca, a contemplarla una y otra vez, como si quisiera constantemente adentrarme en el recuerdo de algo que nunca sucedió. Si cierro los ojos, veo el rostro de Clara con mayor precisión que el de cualquiera de mis ex novias. Ellas se han ido difuminando, quizá porque es más difícil recordar un rostro en movimiento que el fijado en una fotografía. A ratos me da rabia no haber podido conocerla; ignorar el sonido de su voz, si me gustarían o no sus opiniones, la mímica, los gestos que definen cómo nos sentimos en el mundo. Tiene una constelación de pecas sobre el puente de la nariz, lo que parece un defecto de pigmentación en el mentón izquierdo —pero podría también ser un fallo del revelado—, una barbilla de curva suave, un brillo en la mirada que debe de estar creado por el reflejo de una fuente luminosa, quizá una ventana, porque la foto ha sido hecha de día. Sentado en la terraza, tomando un bourbon, quizá algo borracho, bajo una sombrilla que apenas me protege de un sol ya tan cerca del horizonte que me da de frente en los ojos, tomo la fotografía entre mis manos, la contemplo una vez más e, inclinándome sobre ella, la beso como si fuese la imagen de una novia ausente, de una amante que me abandonó, de una mujer que aún deseo sentir a mi lado. La retiro unos centímetros. «Hola, Clara», digo, y se me escapa una sonrisa.

Dos vencejos atraviesan la terraza a toda velocidad emitiendo un pitido, a menos de un metro de mi cabeza. Uno de ellos choca contra la malla metálica tendida sobre el antepecho por el lado que da a un patio cinco pisos más abajo. Primero me sobresalta la rápida pasada de los dos pájaros, después el choque violento de ese cuerpo diminuto contra el alambre. El animal se queda aturdido o asustado en el suelo de la terraza, junto a los tiestos con los cactos y las suculentas. Al principio no me muevo de mi sitio para evitar asustarle. Al cabo de un rato el vencejo parece recuperarse ligeramente y hace varios intentos de remontar el vuelo. Siempre me ha parecido trágico que las alas de los vencejos sean tan largas que les resulta imposible tomar altura desde el suelo; y aunque me impresione su capacidad para dormir en pleno vuelo, con la mitad del cerebro activa y la otra mitad en reposo, considero sus alas un error de la naturaleza, un absurdo tropezón de la evolución que da lugar a una hipertrofia absolutamente inútil. Quizá esas alas desproporcionadas les permitan alcanzar mayor velocidad o maniobrar con una agilidad impresionante; pero también las golondrinas sobreviven con alas más cortas.

Bajo a la cocina y regreso a la terraza con un paño de secar cacharros. Lo lanzo sobre el vencejo para inmovilizarlo —como una red de gladiador—, pero no mido bien el impulso y el paño cae a su lado. El ave no se inmuta; tiene el pico muy abierto y parece jadear, si es que un pájaro jadea. Me acerco un poco más, recojo el paño, lo dejo caer desde mucho más cerca, y lo habría atrapado si no hubiese corrido a esconderse entre los tiestos; ahora tengo que cambiar de técnica e intentar atraparlo con la mano; en cuanto me acerco un poco, el vencejo aletea y corre estúpida, ciegamente entre los tiestos y la pared, sin apenas espacio, quizá haciéndose daño, aterrado, enloquecido, entre pequeñas rendijas, en posiciones imposibles. «Te estoy intentando ayudar, ¿no lo ves?» Le hablo en el mismo tono que usaría para calmar la rabieta de un bebé. Aún hace calor y he empezado a sudar, también a sentirme ligeramente irritado por la estupidez del bicho; por un lado me da pena su situación, por otro rabia de que no se deje salvar por mí. La persecución continúa tras una breve pausa para apurar el bourbon; el hielo se ha derretido y está aguado y tibio; tengo que ir retirando los tiestos y las jardineras de la pared para poder meter la mano con holgura detrás de ellos y que el vencejo no se refugie, como hace cada vez, allí donde no alcanzo. ¿Me picará cuando lo coja? Ahora boquea más que antes; las plumas de las alas están desordenadas y húmedas, como los cabellos de quien, febril, ha dado muchas vueltas en la cama. En cuanto le concedo una tregua se queda inmóvil, en posturas que sugieren algún descoyuntamiento, atento al siguiente ataque, porque probablemente interpreta mis esfuerzos por atraparlo como una agresión. Por fin consigo sujetarlo contra el suelo con una mano; el muy imbécil intenta aletear y escabullirse, lo que me obliga a apretarlo contra la baldosa más de lo que quisiera, pero no logro cerrar la mano alrededor del cuerpo tembloroso. «¿Te vas a quedar quieto, idiota?» A riesgo de hacerle daño, cierro el puño y ahora sí, ya lo tengo. Lo levanto en el aire y me lo acerco al rostro; el corazón palpita contra mis dedos a una velocidad increíble, el pico abierto, la mirada asustada, pienso, aunque no sé si se puede ver el miedo en los ojos de un pájaro. De repente noto humedad en la muñeca. El vencejo se me acaba de cagar en la mano. «¡Que no te voy a hacer nada, gilipollas!»

Sacudo el puño en el aire para hacerle entrar en razón. También yo sudo y también mi corazón late deprisa, pero de rabia. Doy unos pasos por la terraza con el animal empuñado, en una y otra dirección, agitándolo ahora como zarandearía a un niño que me impacienta. Poco a poco me tranquilizo; enseño el vencejo al rostro de la fotografía. Mira, no podía volar, pero creo que no está herido. Entonces voy hasta la malla metálica, paso la mano por encima y deposito el animal sobre el borde exterior del antepecho. Si quiere, desde allí puede arrojarse al vacío y emprender el vuelo.

Pero no se mueve. Continúa con las alas extendidas y la cabeza vuelta hacia lo alto. Le empujo con un dedo y él apenas se desplaza unos centímetros hacia un lado, raspando la piedra con la punta de las alas. Querría animarle a dar el salto: venga, seguro que puedes. Le empujo otra vez, él se resiste, sigo empujando, intenta aferrarse a la superficie lisa, llega por fin al mismo borde, se vuelca hacia delante obligado aún por mi dedo y se desploma hacia el fondo del patio como una cosa muerta, asustándome con la velocidad de su caída. Se eleva de repente, trazando contra el cielo una curva finísima, como un corte en un papel. Al cabo de muy poco ya no logro distinguirlo de los demás vencejos.

Si se hubiese estrellado contra el fondo del patio, ¿qué habrías hecho? Nada, qué iba a hacer; salvo confiar en que nadie me hubiera visto.