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Al abrir ahora el armario y buscar algo adecuado para la ceremonia, se pone de manifiesto lo reacio que soy a ponerme ropa oscura. Me encuentro con diferentes gamas de colores pálidos: beiges, tostados, grises, verdes suaves, azules claros; mis camisas recuerdan un muestrario de pinturas en el que se encuentran tonos tan similares que resulta difícil apreciar la diferencia. A pesar de que algún naranja más atrevido rompe la monotonía del armario, me asalta el temor de que esta predilección por los colores suaves delate alguna debilidad de mi carácter. Yo no me fiaría de alguien que sólo se pone ropa de colores apagados, como un camuflaje con el que pasar desapercibido en el gris de la vida cotidiana. Lo más oscuro que encuentro es el azul marino de los vaqueros. Nada de color negro salvo algunos pares de calcetines y de calzoncillos.

No he estado en un funeral desde que murió una tía mía, hermana mayor de mi madre, cuando yo era aún adolescente. Supongo que no he llegado a esa edad en la que la generación anterior empieza a morirse. Mis abuelos sí murieron cuando yo era tan niño —de hecho, uno ya antes de que yo naciera— que ni recuerdo su muerte ni haber ido a ceremonia funeraria alguna. Mi madre vive, si se puede llamar vida a ese avanzar tanteando el camino con la sensación de haberse extraviado hace mucho tiempo, y mi padre creo que también, o al menos nunca he recibido noticia de su defunción. Pero es cierto que otra gente de mi edad pierde a sus hermanos, a sus cónyuges, a sus hijos. La muerte me ha rondado poco, anda distraída por otros lugares, así que es para mí una desconocida, más una referencia literaria o cinematográfica que personal. Por eso ni siquiera estoy seguro de si todavía se respeta la costumbre de ir de oscuro o incluso de negro a las ceremonias funerarias. Al final me decido por los vaqueros, una camisa gris claro y una americana de lino pardo que ni siquiera recuerdo haber comprado y que ha colgado inadvertida desde hace años en el interior de una funda para trajes.

Miro en Google cómo llegar al tanatorio y descubro que tengo que tomar varios medios de transporte: metro, cercanías, taxi. La lluvia me convence de ir en taxi ya desde mi casa. Además, esta mañana he salido a comprar un ramo de flores para llevarlo al funeral y me sentiría ridículo en el metro con un ramo en la mano. También me parece más digno y más solemne ir a un tanatorio en taxi que en metro.

En la recepción, un empleado me pregunta a qué ceremonia asisto con la despegada eficiencia de un conserje de hotel preguntando si deseo una habitación con o sin desayuno incluido. De hecho, el tanatorio parece un hotel especializado en congresos y conferencias: tonos suaves color melocotón, muebles de tienda de decoración, demasiado impersonales para resultar acogedores, y dorados y flores y maderas que parecen de calidad sin serlo. El empleado aguarda pluma en alto —Montblanc— mi respuesta.

—¿Hay varias?

—¿Perdone?

—Varias ceremonias al mismo tiempo.

—Tenemos diecisiete salas perfectamente equipadas.

Para no tener que confesar que sólo conozco el nombre de pila de la difunta, lo que acaso le habría hecho desconfiar de mí, alzo la mano como para pedirle unos segundos de tiempo, saco el móvil con la urgencia de quien acaba de recibir una llamada y finjo una conversación en las cercanías del mostrador. Al poco tiempo se acerca una pareja de unos sesenta años, ambos de luto, y el hombre responde a la misma pregunta diciendo «Clara Álvarez». Dejo que se alejen unos pasos, esbozo una sonrisa de disculpa para el empleado mientras señalo con el móvil a la pareja de luto. Camino hasta ponerme a su altura. La mujer tiene los ojos enrojecidos. El hombre se mordisquea el labio inferior como para arrancarse un pellejo molesto. Se detiene y rebusca en los bolsillos. La mujer va a decirle algo, levanta una mano, se arrepiente y apoya la cabeza en el hombro de quien supongo su marido; él saca un pañuelo, con el que se limpia las comisuras de los ojos, que a mí me parecen secas. He tenido que pararme yo también; finjo mirar la galería enorme en la que nos encontramos, de arquitectura moderna algo grandilocuente, y nada mortuoria: grandes cristaleras que dan a un patio ajardinado, suelos de terrazo pulido tan brillante que parece mármol, inmensos sofás de polipiel. El hombre sigue pasando una y otra vez los incisivos por el labio inferior con una fascinante constancia de roedor, lo que me hace pensar que se trata de un tic y no de la expresión de un sentimiento.

Se me quedan mirando. Estoy parado a tres o cuatro pasos de ellos, con el ramo en la mano. Esperan quizá una indicación mía, pero nadie dice una palabra. Se ponen a discutir en voz baja mirando alrededor como si estuviesen perdidos en un bosque. La mujer señala a mis espaldas y se van hacia allá dando un pequeño rodeo para no pasar junto a mí. Los sigo.

Entran —y yo detrás— en una sala en la que hay veinte o treinta personas, de pie en grupos pequeños, sentados en sillas y sofás. Se dirigen a otra pareja, más o menos de su edad, los dos hombres se dan la mano y las dos mujeres se quedan abrazadas, inmóviles, silenciosas; podrían ser hermanas, no sólo porque comparten algunos rasgos —la nariz demasiado corta, la frente ancha y más combada de lo habitual—, también porque su estatura y su delgadez se asemejan. Los dos hombres se quedan frente a frente, confundidos o incómodos por el abrazo interminable de sus mujeres. A un lado de la sala hay una puerta que da a otra más pequeña, a la que llego con la impresión de que todo el mundo sigue mis pasos con la mirada. Una pared de cristal permite ver el ataúd.

Me quedo discretamente cerca de la puerta, intimidado por mi condición de intruso en un duelo al que nada me une más que el deseo de sentir yo también esa emoción intensa que sin duda provoca una pérdida. Para no tener que cruzar la mirada con las de los otros, vuelvo a fingir que examino la sala, detalles de la decoración, las sillas, en una actitud similar a la que adoptaba cuando era adolescente y me encontraba en una fiesta sin osar dirigirme a alguien, atenazado por una timidez de la que fui desprendiéndome con el paso de los años.

Lo que más me molesta de mi situación es tener que seguir empuñando el ramo de flores, pero para depositarlas junto a los ramos y coronas que rodean el féretro me vería obligado a pedirle a un empleado que lo hiciese por mí —no sé cómo se accede a la sala del féretro—, quizá a saludar o presentarme, soportar miradas inquisitivas; no he conseguido imaginar una historia, una excusa, que justifique mi presencia allí. Confío en la suerte de que nadie intente entablar conversación conmigo.

Aprovecho que un grupo que estaba parado frente al cristal se aleja y entra en la sala grande para acercarme yo también al vidrio. Suena una música solemne e insípida, elegida por alguien sin imaginación. Podría ser la música para cualquier muerto anónimo, la que elegiría un funcionario para un cadáver desconocido. Hay una foto, de pie a un costado del féretro: es una foto de una mujer joven, al menos más joven que yo, de pelo largo y liso, con un flequillo cortado como de un tijeretazo; ese corte de pelo, que la foto sea en blanco y negro y que los labios y las mejillas hayan sido retocados torpemente para darles algo de color me hacen pensar en el retrato de alguien que murió hace décadas. Clara tenía los ojos muy grandes y la boca pequeña y me imagino con los labios cerca de sus orejas musitándole tiernamente «mi murciélago» e imagino también su risa: para reírse se ponía la mano delante de la boca quizá porque pensaba que tenía los dientes feos; en la foto tiene la boca cerrada y no se ven sus dientes. Por lo demás, no hay nada que llame la atención en esa imagen, que tiene un fondo gris neutro y no aporta ningún indicio de dónde ha sido hecha, ni paisajes ni interiores ni un espacio en el que situar a esa joven que mira confiada al objetivo.

De pronto caigo en la cuenta de que el hecho de que el ataúd esté cerrado y la foto junto a él podrían significar que el cadáver quedó muy estropeado por el accidente; la cabeza quizá aplastada o desfigurada por cortes profundos, trozos de carne quemados o con tales abrasiones que es imposible maquillarlos. Pobre Clara.

Junto a la puerta que separa las dos salas, dos hombres cuchichean y se vuelven hacia mí de vez en cuando, lo que hace que otras personas giren la cabeza buscando la razón de la inquietud que empieza a recorrer las dos estancias; una mujer sentada en uno de los sofás, que se protege del aire acondicionado con una chaqueta de punto, también me clava una mirada de desaprobación, aunque dudo que sepa qué es lo que los demás podrían reprocharme.

Quizá debería marcharme en este momento, ya no de forma discreta, porque es difícil la discreción cuando tanta gente está pendiente de ti, pero sí en silencio. Una retirada a tiempo. Eludir un conflicto que aún no puedo intuir pero que sin duda tiene que ver con mi intrusión en el dolor ajeno, con mi entrada en una comunidad que no me ha reconocido como suyo. Pero aguanto aparentemente impasible el interés cada vez más evidente de los asistentes al funeral. Lo más probable es que ese interés sólo se deba a que no hablo con nadie, a que parezco desconectado por completo de los demás.

Entre el cabello negro o castaño oscuro de Clara se distingue un pendiente, un arco de lo que probablemente era un aro de metal. Tiene un rostro algo ancho, que hace pensar en alguien de Europa del Este y me recuerda a una chica polaca que conocí en la universidad y con la que compartí piso y cama durante un par de meses. La melena le cae recta a los lados casi hasta los hombros; quizá ha elegido ese corte de pelo de una manera consciente, para corregir algo que podría considerarse un defecto, aunque el flequillo más bien lo acentúa. Lo que más me gusta de ella es la amable sorna con la que parece enfrentarse a la cámara o al mundo —¿quién le ha hecho la foto, un familiar, un amigo, un amante?—, quizá producida por la combinación de una mirada chispeante, casi alegre, con un gesto que hace con los labios, difícil de describir, como si empezase a sonreír con una mitad de la boca mientras la otra mitad se mantiene en su sitio. Y me pregunto si a mí me miraría de la misma manera o tendría otra expresión para los desconocidos. Y ¿cómo me miraría si no fuésemos desconocidos, si fuese su hermano, o su amigo, o su amante?

No se entonan himnos ni rezos como había esperado, nadie pronuncia un discurso. Aguardo con interés la continuación: no veo trampilla alguna por la que pueda desaparecer el ataúd para su cremación, no distingo a ningún sacerdote, nadie hace un elogio de Clara. Sólo conozco los funerales de las películas y en ellos los parientes y los amigos suelen pronunciar discursos, sentidos pero con algún rasgo de humor como para destacar la complicidad que los une a todos entre sí y con el muerto. Así lo había esperado, pero nadie habla salvo, empiezo a convencerme de ello, para comentar mi presencia.

Se me ocurre que la ausencia de ritos se debe a que no estoy asistiendo al último acto, sino a uno previo; de aquí nos iremos todos a la sala donde se realiza la cremación y habrá discursos, y cantos, y misas y qué sé yo qué en honor de la difunta.

La difunta. Eso suena a muerte de mujer mayor; a luto, a arrugas, a piel ligeramente escamosa, a defectos de pigmentación en las manos y la cara, a venas abultadas, a pesar callado, a habitaciones con las persianas bajadas, a olor a medicamentos y desinfectantes.

Un empleado se acerca a las dos parejas mayores que había observado al llegar, ligeramente encorvado, como si en realidad quisiera susurrarles al oído. El hombre y la mujer a los que seguí hasta la sala se separan unos pasos, dejan solos con el empleado a los que empiezo a suponer que son los padres de Clara. La madre rompe a llorar; su marido, más bajo que ella, de pelo ralo y rojizo y una expresión entre indecisa y atemorizada, se balancea inquieto sobre las piernas, carraspea, busca una postura más cómoda, asiente como si escuchase instrucciones.

El chirrido que producen las patas de una silla al desplazarse rompe el relativo silencio. Uno de los dos hombres que habían estado antes cuchicheando junto a la puerta se dirige hacia mí. Lleva un traje de chaqueta gris oscuro, corbata negra, barba recortada pulcramente, las mandíbulas apretadas. Es bastante más bajo que yo, menudo y, quizá por su manera de caminar, que no diría afectada, pero que da la impresión de hacerlo con las piernas muy juntas, como si intentase que sus dos pies pisaran siempre una línea trazada delante de él, pienso que podría ser homosexual. Cuando se encuentra a un par de pasos de mí, demasiado pronto, le tiendo la mano.

—Le acompaño en el sentimiento.

Desde niño no había vuelto a participar en una pelea. Nunca he tomado parte en algaradas políticas ni he sido hincha de fútbol ni la casualidad me ha puesto en una situación en la que me haya visto obligado a defenderme a golpes. Por eso el puñetazo me causa perplejidad antes que dolor. No ha sido uno de esos puñetazos de película que hacen que el golpeado caiga hacia atrás con estrépito, derribando sillas, chocando con la espalda contra la pared o contra algún vidrio. Ha sido un puñetazo sin impulso, sin recorrido, un mero levantar el puño y lanzarlo desde muy cerca contra mi boca, un puñetazo torpe y apresurado, quizá casi involuntario, como un hipo o un tic. No se me pasa por la cabeza devolver el golpe o cubrirme de una nueva agresión. Me toco el labio, que ahora sí empieza a dolerme, y la sangre que mancha mis dedos me parece irreal, perteneciente a otra persona, una imagen que has visto mil veces en el cine, siempre con otro de protagonista, y de pronto estás tú allí, mirándote el índice y el corazón manchados de sangre.

Mi extraño contrincante me da un nuevo puñetazo, esta vez en el hombro y aún más flojo, casi un mero empujón con los nudillos, como si me estuviese provocando en una pelea de patio de colegio. Me gustaría saber quién es y si su comportamiento está justificado, qué le habrá hecho ese Samuel que yo no soy para despertar su enfado impotente; sigo sin sentir miedo, no me parece necesario defenderme ni huir; más bien siento una cierta solidaridad, casi complicidad, con ese hombre de tan escasa envergadura que quiere castigar un acto inapropiado, alguna mezquindad que ignoro, pero cuyo castigo intuyo merecido.

—Lo siento —digo para rellenar el silencio y ofrecer algo al coro callado que nos contempla con atención, y el hombre parado frente a mí, que quizá había esperado una reacción violenta que le diese una razón para continuar la pelea, aunque fuese para perderla y tener un argumento más, éste evidente y con testigos, para odiar a Samuel, sacude la cabeza incrédulo, frota contra el pantalón el puño con el que acaba de golpearme y se marcha seguido con rapidez indignada por el resto de asistentes. ¿Conocerán todos el motivo de la agresión o tan sólo se solidarizan con este pariente o amigo de Clara frente a un intruso?

Todo el mundo se va. Me quedo solo, frente al ataúd de Clara, a través del cristal, muerta, al otro lado. No sé qué hacer, adónde ir. Aún con el ramo de flores en la mano, decido entregárselo a ella. Salgo de la salita y busco la puerta de la cámara donde está Clara, lo que queda de Clara. Hace un frío considerable en el interior. Detrás de mí entran varios empleados. No hablan conmigo y hasta evitan dar la impresión de que son conscientes de mi presencia; alguien debe de haberles advertido de que hay un extraño en la ceremonia. Imagino que a veces es así, que en el duelo de una familia se cuela un desconocido que quiere sentir de cerca la muerte o el pesar de los otros. Levantan el ataúd y lo sacan de allí, dejando atrás la foto y los ramos y las coronas. No tiene sentido depositar mis flores en esa sala desierta, para nadie, para un recuerdo que no tengo. Cojo la fotografía y me dirijo a la salida. Paseo un rato por los jardines, con la foto y el ramo en las manos. Hace un día agradable, ni caluroso ni frío. Me siento un rato al sol. Cierro los ojos. Se está bien allí. Me amodorro con una sensación que no sé si es placentera o de tristeza. Cuando abro los ojos veo que de uno de los edificios sale una columna de humo.

«Clara», digo. Y, otra vez, «pobre Clara». Aunque el humo podría estar producido por los huesos y la carne de cualquier otra persona. Diecisiete salas perfectamente equipadas.

Me quedo aún un rato sentado en el banco. Cuando me voy a levantar, una mujer a la que creo que he visto en el funeral se me acerca con decisión atravesando el jardín y se detiene ante mí. Algo en ella me hace levantarme deprisa y dar un paso atrás, precaverme ante un nuevo ataque que en ella intuyo podría ser más doloroso, más radical, que el que he sufrido hace un rato.

—¿No tienes un pañuelo?

Me palpo los bolsillos de la americana, aunque sé de sobra que no llevo.

—No, lo siento.

Ella abre el bolso y me da uno de papel.

—El labio —dice.

Lo aplico sobre los labios y lo inspecciono. Queda sobre el papel algo de sangre reseca.

—Es un corte por fuera, con el anillo, creo. Eres Samuel, ¿verdad?

—Sí. ¿Tú?

—Carina. Tienes un par de huevos.

—¿Tú crees?

—No sólo lo digo yo. Ella lo decía también.

No sé qué responder. Secretamente me halaga lo que pueda pensar de mí esa desconocida y sobre todo lo que pensaba Clara.

—¿Clara decía eso de mí?

La joven señala la fotografía que he dejado sobre el banco.

—Pues sí que tienes huevos. Bueno, ya has conocido a Alejandro. Seguro que tenías ganas.

—¿El que me ha dado el puñetazo?

—¿Cómo has venido?

—En taxi.

—Ven, te llevo a casa.

Camina deprisa, tac tac tacatacatac, haciendo restallar los talones de aguja contra el suelo del aparcamiento, y yo me afano por no quedarme muy rezagado. ¿Camina tan rápido para que pueda ver su silueta por detrás, la figura de una mujer que hace deporte y que bebe refrescos light y desayuna con cereales? Lleva un traje de chaqueta entallada color perla y con falda de tubo. Sin duda sabe que su figura hace que se vuelvan muchas cabezas. Desprende la energía de una persona habituada a dar codazos para ascender en alguna empresa o bufete o ministerio, un gesto de estar continuamente dispuesta a responder a un ataque. Ella no se habría dejado dar el segundo puñetazo. Carina se gira sobre los talones, da un par de vueltas sobre sí misma extendiendo el control remoto frente a sí hasta que un auto emite un sonido de reconocimiento mientras se encienden brevemente los intermitentes.

—Siempre se me olvida dónde lo dejo. En los de varios pisos intento quedarme con el color o con el símbolo, pero no hay manera. Los números ni lo intento. Tú no tienes coche, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Clara.

—Erais muy amigas.

Lo he afirmado más que preguntado, para evitar que una entonación demasiado interrogante revele mi ignorancia.

—¿Tú estás tonto?

No le da más importancia, arranca y salimos del aparcamiento a mucha más velocidad de la permitida, provocando que algunos deudos se vuelvan a seguirnos con la mirada.

—¿Dónde vives?

—¿Eso no lo sabes?

—Pues no, eso no. Pero sé otras cosas más importantes.

Hablamos poco durante el trayecto: me limito a darle instrucciones sobre la ruta. Me siento bajo vigilancia y finjo abstraerme en mis pensamientos, temiendo preguntas a las que no sabría responder.

—Pues Clara decía que eras muy hablador —dice cuando estamos llegando a mi casa, como si continuase una conversación que no hemos empezado.

—A veces sí, a veces no.

—Oye, que no fue cosa mía, ¿vale? Ella vino a preguntarme y yo le dije lo que pensaba. Lo digo por si sigues enfadado.

—No, no sigo enfadado.

—Pero al principio lo estabas.

—Al principio sí. Pero supongo que querías ayudarla —aventuro. Ella asiente y contrae las mandíbulas, lo que le da un aspecto de decisión y firmeza que antes me disgustaba y ahora no estoy seguro, quizá porque mientras aprieta las mandíbulas tengo la impresión de que sus ojos se enrojecen. Pero no rompe a llorar.

—Lo que le decía es que si tú no te habías decidido ya a vivir con ella es que no te ibas a decidir. Esas cosas se hacen a la primera o no se hacen. Aquí es, ¿no?

—Sí, aquí es.

—¿De verdad que no lo estás?

—¿Enfadado? En absoluto.

—¿Dónde le has dicho a tu mujer que ibas?

Nada más preguntarlo se gira a coger su bolso del asiento trasero, hurga apresuradamente en su interior y saca un pañuelo con el que se limpia las comisuras de los ojos, con golpecitos suaves, como para que no se corra el rímel.

—No le he dicho nada.

—Ya. Mira, te dejo mi tarjeta. Por si quieres algo. Me llamas, me envías un mail. Lo que te dé la gana.

—Gracias.

Leo el nombre en la tarjeta, Carina Álvarez, y de repente me siento incómodo, con la sensación de haber llevado las cosas demasiado lejos, aunque también con el alivio de haber salido bien parado de una situación difícil. Por hacer algo, saco yo también una tarjeta de la cartera, y se la doy, como si nos encontrásemos en una cita de negocios, aunque en la tarjeta sólo pone mi nombre, mi teléfono y mi correo electrónico; nunca he querido hacerme tarjetas de empresa. Ella la toma, la lee, la deja en el salpicadero.

—Me alegro de haberte conocido al fin, aunque el momento…, quiero decir, qué desastre.

Y sólo entonces abandona ese aire decidido, su tono tajante, su manera de hacer las cosas como si vivir fuera un engorro al que hay que enfrentarse antes de pasar a asuntos importantes. Se queda con las manos sobre el volante, la cabeza inclinada hacia él, los ojos cerrados. Recuerdos, nostalgias, dolor; no sé qué siente, pero por primera vez estoy seguro de que siente, algo se ha roto en su coraza de actividad y ahora parece tan sólo una mujer desamparada.

Le habría regalado las flores, pero en la cercanía y el encierro del coche me parece un gesto demasiado íntimo. Así que tomo el ramo y la fotografía y, con las dos manos ocupadas, peleo un rato para abrir la puerta sintiéndome algo ridículo por mi torpeza. «Adiós», dice a mis espaldas. Antes de que se marche, golpeo con un nudillo la ventanilla como despedida. Al instante arranca, acelera ruidosamente y gira a toda velocidad en la siguiente bocacalle. En casa, pongo las flores en un jarrón, la fotografía de pie sobre la mesa del comedor. En la tarjeta que me ha dado Carina, una dirección desconocida, un número de teléfono, una profesión: osteópata. Había imaginado que sería agente de ventas o que trabajaría en una compañía de seguros. Quizá me ha causado esa impresión por el traje de chaqueta que ha elegido para el funeral y que acaso no forma parte de su habitual manera de vestir. Dejo sobre la mesa la tarjeta de la hermana de Clara, aunque no tengo la menor intención de llamarla.