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Hay gente que aborrece los lunes. Yo odio los viernes. Mi trabajo no me disgusta, al menos no tanto como para buscar otro. Pero al llegar el viernes siempre tengo la impresión de haber rendido lo suficiente, de haber sacrificado más tiempo del que nadie podría exigirme en justicia. Y sin embargo es frecuente que los encargos de última hora se acumulen precisamente ese día y que tenga que prolongar mi presencia en la oficina más allá de las ocho, la hora habitual de salida.

Hoy es viernes, y cuando un viernes lo primero que descubres sobre tu escritorio es una nota de la secretaria pidiéndote que vayas a ver a José Manuel en cuanto llegues, puedes estar seguro de que va a ser un día muy largo. Una urgencia de último momento, un error que subsanar, alguna reclamación que no puede esperar hasta el lunes.

Toco con los nudillos a la puerta de José Manuel y entro sin esperar respuesta. Está de pie, frente a la puerta, con los brazos cruzados, como si llevase largo rato esperándome en esa postura impaciente.

—¿Estás tonto o qué?

—Buenos días, yo también me alegro de verte.

—No me jorobes, Samuel.

José Manuel es incapaz de decir palabrotas y usa en su lugar ese tipo de palabras que las recuerdan sin serlo: fastidiar, caramba, caray, jorobar, ostras, vocablos que en boca de alguien nacido en el extrarradio del sur de Madrid sólo pueden responder a un esfuerzo por ocultar el origen y la clase social de procedencia. A fuerza de ocultar lo que es, José Manuel podría acabar como el protagonista de aquella película de Woody Allen, cuyo rostro se iba desenfocando. Si no temiese ofenderle —José Manuel se ofende con facilidad—, le diría que debería haberse dedicado a la delincuencia, asaltar bancos o joyerías; los testigos no se pondrían de acuerdo en si era rubio o moreno, si tenía la nariz aguileña o recta, los ojos grandes o pequeños. No lo habrían reconocido un par de días después ni habrían sido capaces de ayudar a dibujar su retrato robot.

—¿Qué ha pasado? ¿He hecho algo malo? Venga, quítate esa cara de confesor estricto y dime lo que hay.

—Lo que hay. Lo que no va a haber, al menos si sigues tirando el dinero por la ventana. Es la segunda vez. ¿Qué te ocurre?

—¿El último presupuesto?

—Pues sí. No has utilizado los precios actuales, ni de la grifería ni de los aparatos; de los azulejos sí, mira qué suerte. No sonrías, de verdad que no tiene gracia. Es el encargo más importante de este año; y gracias a ti todos los beneficios se van a hacer gárgaras.

—Todos no.

—Pero parte. Y no estamos como para tirar el dinero.

—Se puede corregir.

—Ya, pero seguro que se han apresurado a aceptar el presupuesto, y eso es un documento mercantil. Si quieren pueden llevarnos a juicio por incumplimiento de contrato.

—Es un error, joder, no exageres.

—Pues corrígelo. Hoy, tienes el día de hoy para corregirlo; llámales primero disculpándote y les envías el nuevo por fax. Esto no puede seguir así. ¿Te sucede algo? De verdad que estoy pensando en comprar tu parte; has perdido el interés. Si sólo fueses un empleado entendería que la empresa te dé igual, pero también eres el dueño, caray.

Es entonces cuando noto lo cansado que estoy. Y no sólo por la noche en vela ni por la resaca, ni porque es viernes; cansado de desempeñar un papel, el de empleado y a la vez accionista, ese papel de hombre serio y responsable que nunca deseé ser; igual que mis amigos, que de pronto han empezado a parecerse sospechosamente a sus padres, como si éstos fuesen aquellos alienígenas ladrones de cuerpos que se instalaban en un pueblo norteamericano y se introducían en sus víctimas, y éstas continuaban pareciendo ser ellas mismas pero en realidad habían sido poseídas por la voluntad perversa de otros.

He pasado junto a José Manuel sin responder y me he sentado en ese sofá de cuero demasiado ajado para una oficina de empresa próspera. No siento el menor deseo de enzarzarme con él en una nueva discusión sobre el empeño necesario para sacar un negocio adelante, las virtudes de la confianza y el espíritu positivo que José Manuel ha aprendido en libros de autoayuda para emprendedores.

—Mañana voy a un funeral —le digo, rascando las escamas del sofá con la uña.

—¿A un funeral? ¿Alguien cercano?

—Sí, mucho.

José Manuel da dos pasos hacia el sofá, impulsado quizá a buscar una cercanía física adecuada a la revelación, pero se arrepiente de camino y va a sentarse detrás del escritorio.

—Hombre, ¿por qué no me lo has dicho? Somos socios, pero también amigos. ¿Tú madre, o…?

—No, una amiga. Una muy buena amiga.

—Aquella con la que salías el año pasado.

—¿Julia? No, hace mucho que no sé nada de ella. Otra. No la conoces. Se llamaba Clara.

—Pues nunca la has mencionado. Ya me decía mi mujer que no se creía que estuvieses siempre solo.

—Ya ves, tenía razón.

—Nunca cuentas nada. Y se ha muerto. ¿Era muy joven? Bueno, qué bobada, tenía que ser joven.

—Un accidente. Por esquivar a un peatón. Cuando íbamos en coche conducía ella siempre, y discutíamos cada vez que daba un frenazo para no atropellar a una paloma o a un gato. Yo le decía que ponía en peligro nuestras vidas por la de un bicho cualquiera. Pero ella respondía que no podía pasar por encima de un animal sin intentar esquivarlo. Esta vez fue un hombre. Le esquivó, y se salió de la carretera. Él sí se salvó.

—Vaya. Anda, vete a casa, ya me encargo del presupuesto. Ahora entiendo tus despistes. Podías habérmelo dicho, haberte tomado el día libre.

—Habíamos roto. Y creía que no me afectaría tanto. Pero ahora me doy cuenta de cómo la he echado de menos. Ahora que de verdad no está.

La frase me ha salido así de melodramática y se me hace un nudo en la garganta. Estoy tan conmovido como perplejo. Nunca había urdido una historia tan idiota para librarme de trabajar. Y más idiota aún es esa congoja por una pérdida irreparable que acabo de inventarme.

—¿A qué hora es el funeral?

—A las once.

—Si quieres te acompaño.

—No sé si ir. La van a incinerar. La idea me parece insoportable.

—Tienes que ir. Hazme caso. Será aún peor si no estás allí, para despedirte, para cerrar el capítulo. Las cosas hay que concluirlas, darles una forma definitiva. Te llamo a mediodía y me cuentas, ¿vale?

—Te llamo yo. Me voy a casa. Y lo siento, lo del presupuesto, digo.

—No te preocupes. Lo arreglamos. Le pido a Genoveva que haga las correcciones, no es difícil.

Al salir del despacho, bajo al almacén sin motivo alguno. Atravieso las naves con azulejos, mamparas, inodoros, bañeras, pero no me quedo mucho tiempo entre las enormes estanterías. Prefiero los materiales apilados en el exterior: grava, cemento, vigas de hormigón armado, bloques, arena. A menudo paseo entre los montones de esos materiales que una vez usados desaparecen de la vista. Las ciudades se levantan sobre ellos pero luego casi nadie es consciente de su existencia. Y a mí me gusta perderme entre los palés de ladrillos y los montículos de arena, no sólo porque es una manera como cualquier otra de escapar al trabajo pero dando la impresión de que estoy haciendo algo útil. También porque los materiales me acercan al trabajo en sí, carecen de la volatilidad de los números, que, aunque se refieran a objetos concretos, a acumulaciones de ellos, se desligan, durante las operaciones de cálculo, de lo real, alcanzan la perfección de lo imaginario. Los materiales tienen fallas, esquinas saltadas, superficies rugosas en las que se acumula el polvo, y yo paso la mano por encima de ladrillos y bloques, meto los dedos en la grava o en la arena como cuando de niño introducía las manos en el saco de legumbres o las desparramaba sobre la mesa; el tacto me devolvía a la solidez de las cosas, y me alejaba de una escuela en la que sólo me hablaban de lo remoto, de aquello con lo que no es posible tropezar ni tiene olor o sabor o consistencia. De niño quería ser agricultor, y me imaginaba montado en un tractor, sacudido mi cuerpo por las vibraciones del motor, el reverbero del sol en el capó obligándome a entrecerrar los ojos, disfrutando del olor a gasoil y a cereal. No puedo recordar cómo el adolescente que fui decidió estudiar Administración de Empresas, y si pudiera regresaría en el tiempo para sacarlo de aquel estupor en el que navegaba a través de los días, somnoliento y desapegado, como un náufrago que ha perdido la ilusión por descubrir tierra o ser rescatado por un barco, y le sacudiría suavemente para decirle «eh, no cometas ese error; te aseguro que lo vas a lamentar». Pero seguro que se habría encogido de hombros, echando hacia atrás el flequillo lacio con un movimiento brusco de la cabeza, sonriendo como quien no entiende el chiste que acaba de escuchar.

—¿Puedo ayudarle?

El encargado del almacén vela por sus territorios, un cancerbero que en lugar de tres cabezas tiene una tan grande que hace pensar inmediatamente en alguna enfermedad infantil, en una secreta minusvalía. Siempre lleva una gorra de béisbol con iniciales de algún equipo o de una empresa. No le gusta que esté por allí. Quizá por una marcada conciencia de clase, responde siempre con tono malhumorado cuando alguno de los de arriba, o sea, de los pertenecientes a esa otra clase que no conoce el esfuerzo físico más que como deporte o forma de mantener la línea, y cuyas manos están exentas de callos, grietas, grasa y polvo, le hace una pregunta por algún material o por algún plazo de entrega, y con su respuesta displicente siempre parece querer señalar que es él quien mejor sabe cómo administrar las existencias, cómo planificar los repartos y las entradas de material, y que lo sabe porque él lo ha ido aprendiendo en la obra y no, como nosotros, en un aula. Los demás somos intrusos, los señoritos absentistas a los que sólo mantiene la laboriosidad de los jornaleros.

—No, no puede ayudarme. Estoy sólo mirando.

—Mirando.

A mí me gustaría hacerme amigo suyo, caminar junto a él entre las enormes estanterías y comentar la calidad de tal o cual producto, la informalidad de los proveedores, la difícil logística de la flota de camiones. Me gustaría también fumar con él un cigarrillo en silencio, contemplando el almacén como un albañil que acaba de levantar un muro, con el orgullo que provocan las cosas bien hechas, con la sencillez de lo que no requiere explicación ni comentario. Porque en realidad es un hombre afable, aunque tenga esa habilidad para hacerme sentir como un turista que saca fotos de un niño harapiento y luego le da unas monedas para quitarse la mala conciencia de hurgar en la miseria de los demás; lo veo a veces de lejos, bromeando con el conductor de una carretilla elevadora, un rumano que apenas habla español, o con el grupo de polacos, a quienes es fácil imaginar de estibadores en un puerto brumoso y frío, y que aquí acarrean materiales de un lado a otro con una lógica que a mí se me escapa —quizá, como yo, sólo fingen estar atareados—, y en una ocasión le vi rodeado de los ecuatorianos, mientras portaba a hombros a uno de ellos como un San Cristóbal con las manos agrietadas por el contacto con el cemento, seguido en procesión por fieles bulliciosos. Él habla todas las lenguas salvo la mía, con todos convive salvo con el enemigo de clase.

Hago un gesto de despedida con la mano y, a pesar de que otras tardes un encuentro así podría haberme estropeado el humor, me marcho a casa satisfecho, como un colegial a quien el profesor acaba de creer la excusa inventada para no tener que ir a la escuela. He cometido un acto culpable, no un delito, pero sí un engaño de esos que te pueden costar una amistad o una relación de pareja. Y sin embargo, en lugar de pesarme aligera mis pasos, me lleva a silbar para mis adentros una melodía que hace años estuvo de moda y que recuerdo haber bailado alguna vez. Tampoco la tormenta que acaba de desatarse y que empapa mis ropas en pocos segundos me estropea el humor. Está bien, estoy bien, todo está bien. Me he librado de este viernes insoportable, me he librado de tener que poner mi expresión más seria, de decidir cosas serias, de seguir la corriente a José Manuel, o más bien, de seguírmela a mí mismo. Y hacía tiempo que no infringía tan claramente ninguna regla. Nunca he sido un infractor, alguien despreocupado por los códigos morales —no, no era tanto el miedo a ser descubierto como la conciencia de lo que se debe hacer y lo que no—, que sustrae en los grandes almacenes algo que no necesita o que podría pagar sin esfuerzo, como hacían mis amigos. Cuando cumplí veinticinco años entré en un IKEA y salí con una pequeña alfombra bajo el brazo que no me detuve a pagar en caja. Me parecía que haber cumplido veinticinco años y no haber robado nunca nada era reconocer una sumisión que a mí mismo me parecía excesiva y a la que debía poner remedio con urgencia. Y unos meses más tarde, como resultado de una apuesta con amigos a los que he perdido la pista, me presenté a una entrevista de trabajo para un puesto administrativo en una compañía eléctrica que en realidad no me interesaba mucho, con traje gris, zapatos relucientes y el pelo impecablemente engominado, y también con un cencerro de vaca en lugar de corbata. Ésas son mis dos únicas rebeliones abiertas, dos actos estériles, un magro historial para un hombre de cuarenta años.

Ahora, más que entonces, tengo la impresión de haber cometido una infracción liberadora, de haber hecho algo para no seguir enterrándome en la aceptación de los días como si no hubiese otras opciones, otras maneras diferentes de ser yo.

Clara ha muerto, una chica con una familia, amigos de los que no sé nada, que también mentiría de vez en cuando, que tendría cosas que ocultar y que ya nadie sabrá. O sí, porque después de muertos dejamos trazas de quiénes somos, aunque muchas serán malinterpretadas: ¿por qué guarda píldoras anticonceptivas en un cajón si estábamos intentando tener un hijo? Esa fotografía de un joven desconocido en un sobre, ¿de quién es? ¿Por qué tenía una segunda cuenta de correo de la que yo no sabía nada? ¿De quién son esas llamadas insistentes en su móvil que no dejan mensaje? ¿Por qué en las últimas semanas ha visitado tantas páginas relacionadas con el cáncer de estómago? Quizá esas preguntas tendrían una respuesta banal e inocua. Pero ya nada podrá ser aclarado ni explicado. Ni sabremos de las cosas que no dejan huella, de los deseos no expresados, de planes que no habían llegado a concretarse. Clara ha muerto. Y yo ni siquiera llegaré a conocer esas huellas, esos rastros, esos indicios equívocos. Y a mí me gustaría saber si era feliz, si llevaba la vida que había elegido o si estaba deseando salirse del camino trazado para lanzarse a una aventura que le hiciese sentir vértigo o pasión. Pero de pronto me doy cuenta de que quizá era una mujer de por sí vertiginosa y apasionada y no necesitaba cambiar nada. Me gustaría ver una foto suya, descubrir si en alguno de sus rasgos se podrían adivinar sus ansias, sus miedos, su historia.