Auparse a la libertad
Es la cultura lo que nos ha permitido convertirnos en lo que Aristóteles resumió con su célebre fórmula: animales racionales. ¿Cómo? Al hacer posible, una vez más, una división del trabajo y una distribución de la responsabilidad que ha dado lugar a nuevos niveles de sofisticación en el diseño a lo largo de la historia evolutiva.
Somos criaturas que preguntan por qué, igual con las normas que en otros terrenos. Queremos que la moral no sea un conjunto ciego de tabúes, sino algo que tenga un sentido (o tal vez más de un sentido, pero entonces queremos descubrir qué relaciones pueden tener entre sí estos sentidos y cómo podemos reconciliarlos).
ALLAN GIBBARD, Wise Choices, Apt Feelings
La conciencia humana fue hecha para compartir las ideas. Eso significa que la interfaz de usuario humano fue creada por la evolución, tanto biológica como cultural, y que surgió en respuesta a una innovación en el comportamiento: la actividad de comunicar proyectos y creencias, y comparar las experiencias respectivas. Esta interconexión convirtió los cerebros en mentes, e hizo posible una distribución de la autoría que es la fuente no sólo de nuestra enorme superioridad tecnológica respecto al resto de la naturaleza, sino también de nuestra moral. El último paso requerido para completar mi versión naturalista de la libertad y la responsabilidad moral es explicar el proceso de I+D que nos ha dado a cada uno de nosotros una perspectiva sobre nosotros mismos, un lugar desde el que asumirla responsabilidad. El nombre de este punto arquimédico es el yo. Este es un rasgo propio de los seres humanos que nos distingue como potenciales agentes morales, y no es ninguna sorpresa que el lenguaje esté implicado en él. Lo que resulta más difícil de comprender es cómo el lenguaje pudo traer consigo, una vez instalado en el cerebro humano, la construcción de una nueva arquitectura cognitiva capaz de crear un nuevo tipo de conciencia… y la moral.
La cuestión es tanto histórica como de justificación. Si fuera una cuestión meramente histórica la respuesta podría ser del tipo: érase una vez, hace muchos años, que unos alienígenas del espacio vinieron a la Tierra y nos hicieron tragar a todos unas pastillas de moral; desde entonces les enseñamos moral a nuestros hijos. O tal vez una versión ligeramente más realista: un retrovirus diezmó a nuestros antepasados homínidos, y resultó que los escasos supervivientes habían desarrollado un gen para la apreciación de la justicia. U otra todavía más realista: los memes de la moral surgieron por accidente hace unas decenas de miles de años, y se extendieron como una epidemia entre la población humana a nivel mundial. Incluso aunque alguna de estas fabulosas historias fuera cierta, nos dejaría sin la mitad de la explicación que necesitamos: ¿qué pasa con la justificación?
Por fortuna, el razonamiento darwinista es ideal para explicar cosas que persiguen «un fin». Cualquier explicación en términos de selección natural presupone una respuesta sea la que sea a la pregunta de Cui bono? Sin embargo, todavía tenemos que buscar nuevas respuestas a la pregunta darwinista por el Cui bono, puesto que el fin de la moral no se restringe manifiestamente al «bien de la especie» o «la supervivencia de nuestros genes» o nada parecido. Deberá ser algo que surja en el curso de nuestra propia constitución como la clase de sujetos que somos.
Uno de los rasgos desconcertantes de los procesos evolutivos descritos en los capítulos precedentes es la ausencia de nada parecido a la comprensión en los agentes cuyas inclinaciones se ven configuradas por dichos procesos. Es posible que estos agentes (o mejor aún, sus genes) sean los beneficiarios de ciertos instintos amigables, ciertas disposiciones genéricas a cooperar, pero eso no representa nada para ellos. No tienen por qué darse cuenta de las razones que hay detrás de los principios que dominan sus vidas, no tienen por qué apreciar sus razones virtuales y, por lo tanto, tampoco representárselas. La evolución de nuestra capacidad para reconocer dichas razones y reflexionar sobre ellas, y convertirlas en razones enteramente distintas, fue otra transición crucial en la historia evolutiva, e igual que todas las demás, tuvo que operar a partir de cosas que habían evolucionado para servir a otros propósitos.
La idea básica es bien conocida desde hace siglos. Según explica David Hume, comenzamos por lo que llama los motivos naturales: el apetito sexual, el afecto por los niños, una benevolencia limitada, el interés y el resentimiento (una lista que cualquier psicólogo evolutivo del siglo XXI vería con buenos ojos). Dichas disposiciones tienen detrás unas razones que no son nuestras razones, aunque han creado el escenario que hace posible nuestra práctica de pedir y dar razones. Tal como dijo Hume en su Tratado de la naturaleza humana. «Si la naturaleza no nos hubiera ayudado en este particular sería inútil que los políticos hablaran de que algo fuera honroso o deshonroso, digno de elogio o de repulsa. Dichas palabras serían perfectamente ininteligibles» (Hume, 1739, pág. 500). Desde el principio nos encontramos con que aprobamos ciertas prácticas y actitudes como si fueran en cierto sentido «intrínsecamente» buenas, unas prácticas y actitudes que fueron configuradas a lo largo de milenios sin la intervención de ningún diseñador previsor, sino a partir de sus propias raisons d'être. Es posible que algunos de nuestros antepasados percibieran al menos vagamente los beneficios de algunos de estos hábitos y prácticas tan arraigados, pero ni siquiera esto es un requisito inexcusable, puesto que hay (al menos) tres maneras de explicar por qué los diseños heredados salieron a cuenta desde la perspectiva de la replicación diferencial: 1) que nuestras motivaciones naturales sean adaptaciones directamente ventajosas para los individuos que las poseen (una selección a nivel del individuo, el caso más o menos estándar); 2) que existiera una estructura grupal lo bastante desarrollada en las poblaciones humanas como para crear unas condiciones bajo las cuales aquellos grupos que siguieran inconscientemente ciertas prácticas prosperaran a costa de grupos constituidos menos favorablemente (selección grupal); o 3) que los memes de las motivaciones hayan estado compitiendo por el limitado número de nichos disponibles en los cerebros humanos e, igual que muchos otros de nuestros simbiontes, hayan terminado fijándose por alguna razón como rasgos estables de la ecología cultural humana. Todas ellas son formas «naturales», en el sentido de Hume, de justificar que estemos imbuidos de las motivaciones que sirven de fundamento para la siguiente ola de I+D, la ingeniería social deliberada, que sólo tiene unos pocos milenios de historia. Los motivos naturales, sostenía Hume, tienen «descendencia», la cual consiste en lo que llamó las virtudes «artificiales» de la moral (como por ejemplo la justicia). Hume veía la ética como una especie de tecnología humana, y veía la reflexión como el instrumento que nos proporciona la naturaleza para que podamos revisar nuestros instintos naturales, potenciarlos con nuevos complementos cuyas razones (virtuales hasta que Hume y otros lograron captarlas y representarlas) tienen por objetivo aumentar todavía más nuestra libertad, sin poner en peligro nuestra seguridad. Unas gafas para el alma, podría decirse. Pero antes de pasar a esta nueva clase de I+D, deberíamos considerar a grandes rasgos cuál pudo ser el proceso evolutivo que hizo posible la transición de los agentes inconscientes a los agentes reflexivos dotados de mente.
Comencemos con la elegante «fábula evolutiva» que propone Brian Skyrms en su libro Evolution of the Social Contract (1996, pág. 3 y sigs.) sobre el juego de cómo repartir un pastel. Supongamos que usted y yo nos encontramos con un pastel de chocolate y nos lo queremos repartir. En lugar de pelearnos por él (una opción peligrosa para ambos) nos ponemos de acuerdo para resolver la cuestión con un simple juego: «Cada uno escribe cuál es su pretensión última sobre el pastel en una hoja de papel, la dobla y se la entrega a un arbitro. Si ambas suman más del cien por cien el arbitro se come el pastel. En cualquier otro caso cada uno obtiene lo que ha reclamado para sí. (Podemos suponer que si la suma es inferior al cien por cien el arbitro se queda con la diferencia)» (pág. 4). Tal como observa Skyrms, casi todo el mundo escogería el 50%, la porción equitativa. (El árbitro no forma parte en realidad del modelo, es sólo una forma de completar el cuadro). Y, en efecto, la teoría de juegos evolutiva muestra que la repartición del 50 por 50 es una estrategia evolutivamente estable, o EEE. «Una división equitativa será estable en cualquier dinámica que tienda a incrementar la proporción (o la probabilidad) de las estrategias con mayores beneficios porque cualquier desviación unilateral de una división equitativa supone menos beneficios» (pág. 11). Pero esta no es la única EEE posible, observa Skyrms; hay muchas otras. Esto es lo que se conoce como el problema de las trampas polimórficas:
Supongamos por ejemplo que la mitad de la población reclama 2/3 del pastel y la mitad de la población reclama 1/3. Llamemos a la primera estrategia codiciosa y a la segunda modesta. Un individuo codicioso tiene iguales probabilidades de encontrarse con un individuo codicioso o con uno modesto*. Si se encuentra con otro individuo codicioso no consigue nada porque sus pretensiones exceden del conjunto del pastel, pero si se encuentra con un individuo modesto, obtiene 2/3. Sus beneficios medios son 1/3. Un individuo modesto, por otro lado, obtiene unos beneficios de 1/3 con independencia de con quién se encuentre.
Comprobarlos si este polimorfismo constituye un equilibrio estable. En primer lugar, nótese que si la proporción de codiciosos aumentara, los codiciosos se encontrarían irnos con otros con mayor frecuencia, y los beneficios medios para los codiciosos caerían por debajo del 1/3 que tienen garantizado los modestos. Y si la proporción de los codiciosos disminuyera, los codiciosos se encontrarían más a menudo con modestos, con lo que los beneficios medios de los codiciosos aumentarían por encima de 1/3. La retroalimentación negativa mantendrá las proporciones poblacionales de codiciosos y modestos en una igualdad. Pero ¿qué ocurriría si hubiera una invasión de estrategias imitantes? Supongamos que surge en la población un mutante supercodicioso que reclama más de 2/3. Dicho minante obtiene unos beneficios de 0 y se extingue. Supongamos que surge en la población un imitante supermodesto que reclama menos de 1/3. Dicho mutante obtendrá lo que pide, que es menos de lo que obtienen el codicioso y el modesto, por lo que también se extinguirá (aunque más lentamente que el supercodicioso). La posibilidad que nos queda es que surja un imitante a medio camino entre los dos, que reclame más que el modesto pero menos que el codicioso. Reviste un interés especial el caso del imitante equitativo que reclama exactamente ½. Todos estos imitantes se quedarían sin nada cuando se encontraran con un codicioso, y obtendrían menos que el codicioso al encontrarse con un modesto. En consecuencia obtendrían unos beneficios medios de menos de 1/3 y todos ellos incluido nuestro imitante equitativo se extinguirían. El polimorfismo tiene fuertes propensiones a la estabilidad.
Ello es una mala noticia, tanto para dicha población como para la evolución de la justicia, puesto que nuestro polimorfismo es ineficiente. Aquí todo el mundo obtiene, de media, 1/3 del pastel, mientras que otro tercio se echa a perder en los encuentros entre los codiciosos (Skyrms, 1996, págs. 12-13).
Skyrms observa también que en cuanto añadimos alguna correlación positiva al modelo, de modo que los representantes de cada tipo de estrategia tiendan a interactuar con los de su propia clase en lugar de emparejarse al azar, estos lamentables polimorfismos se vuelven menos atractivos (y por lo tanto más evitables). No es relevante qué aspectos del mundo sean los que contribuyen a potenciar esta correlación, pero los agentes con mentes y cultura están particularmente bien dotados para lograr este efecto, tal como demuestra Don Ross en una imaginativa «Historia de así fue» basada en el modelo de Skyrms:
Imaginemos una población que ha optado por una de las EEE polimórficas. El éxito continuado de los agentes codiciosos en este juego dependerá de su capacidad de convencer a los modestos para que eviten las interacciones con cualquier imitante equitativo que pudiera aparecer. Cabría esperar pues de esta sociedad que desarrollara normas de justicia parecidas a las de Aristóteles. Dichas normas asociarían la «justicia» a la idea de que los modestos deberían respetar su posición natural y someterse a los codiciosos. Son normas muy familiares en numerosas sociedades humanas, tanto pasadas como presentes. Si dichos agentes son incapaces de realizar cálculos moderadamente sofisticados, o derivar con el pensamiento las implicaciones de los mismos, la población se quedará en dicho estadio. Se encuentra, después de todo, en un equilibrio EEE Pero si dichos agentes son capaces de desarrollar algo de economía y comprender la lógica darwinista básica no se requiere nada muy elaborado se darán cuenta de que la EEE de todos equitativos es: a) más eficiente (tesis económica) y b) alcanzable de modo estable (tesis darwinista). No cuesta mucho imaginar lo que sucedería. Inicialmente, la mayor parte de la población vería la idea de la EEE de todos equitativos como una violación flagrante de la moral natural. Pero unos pocos de los modestos pasarían del reconocimiento de a) al concepto de su propia explotación. ¿Por qué no? Cualquier criatura con una cierta flexibilidad conceptual ensayaría dicho paso, aunque sólo fuera para desdecirse de la conclusión y someterse a la opinión pública. Algunos modestos que abrazaran dicha idea serían perseguidos; pero esto no haría sino contribuir aún más a la difusión del meme al dramatizar su importancia. Si los modestos ilustrados fueran capaces de reconocerse unos a otros, tendrían a su alcance una modalidad tranquila y efectiva de rebelión: sólo tendrían que jugar a la estrategia equitativa entre ellos, con lo que accederían a los beneficios superiores de este tipo de comercio. Después de todo, cuando hablamos de «mutantes equitativos» no tenemos por qué referirnos a bichos raros; cada vez que el meme equitativo se aloja en la mente de un modesto, tenemos un mutante. Permítasenos suponer que hasta el momento los mutantes sólo están movidos por el deseo de obtener más: todavía no han cuestionado mora/mente las normas dominantes. Es posible que la belleza matemática de los resultados más eficientes resultara lo bastante atractiva para algunos modestos, e incluso para algunos codiciosos, como para que la persiguieran por sí misma. Esto vendría a complementar el interés personal y serviría para acelerar la dinámica, aunque no es estrictamente necesario.
La teoría de juegos evolutiva muestra que esta población evolucionará inevitablemente hacia la EEE de todos equitativos. Mucho antes de llegar a este punto, surgirá de manera natural el concepto de justicia como equidad, puesto que los equitativos promueven mejor su propio éxito si animan al ostracismo de los codiciosos. Inculcar el rechazo moral hacia las estrategias de los codiciosos será un paso natural un buen truco muy evidente, con sólo que estén biológicamente equipados para experimentar un rechazo simple hacia alguna cosa. Al final, la población verá su consenso anterior (si tienen la suficiente amplitud de perspectiva) como una especie de estadio infantil y amoral. Si no la tienen, decidirán que sus antepasados eran malos, y algunos individuos estúpidos e inseguros desaconsejarán la lectura de los libros supervivientes de la época anterior.
Veamos ahora qué es lo que ha ocurrido aquí. Dichos agentes experimentaron una evolución moral, mensurable usando un estándar objetivo. El primer paso necesario para ello fue alcanzar cierta noción de la lógica elemental darwinista. Ningún superhéroe moral, ningún Cristo ni ningún Nietzsche tuvo que venir a exhortarles para dar este paso. Bastó un poco de ciencia y de lógica. Al final del proceso, ¿saben algo estos agentes que sus antepasados desconocían? Sin duda: saben que la equidad es justa; son moralmente superiores a sus antepasados. Contra el principio de la Guillotina de Hume*, lo descubrieron gracias a ser difusores conscientes de memes capaces de pensar en términos hipotéticos, y gracias a que usaron algunas de esas capacidades para aprender algo de teoría evolutiva (Ross, correspondencia personal).
Por supuesto, no es necesario usar el lenguaje de los economistas profesionales para apreciar la tesis económica, y no es preciso ser explícitamente darwinista para ver cómo se puede pasar del primer estadio (una ineficiente trampa polimórfica) al segundo (una distribución equitativa) por una vía sostenible. Como siempre, bastará con una difusa versión medio comprendida, medio imaginada, para que encontremos gradualmente el camino de la inconciencia a la comprensión. El propio Darwin llamó nuestra atención hacia la importancia de lo que llamaba selección inconsciente, como paso intermedio entre la selección natural y lo que llamó la selección metódica: la deliberada, previsora e intencionada «mejora de la raza» por parte de los criadores de animales y plantas. Darwin observó que la línea que separa la selección inconsciente de la metódica era también una frontera borrosa y gradual:
El primer hombre que seleccionó una paloma con una cola ligeramente más larga nunca soñó en qué terminarían convirtiéndose los descendientes de dicha paloma a través de una selección continuada, en parte inconsciente, en parte metódica (Darwin, 1859, pág. 39).
Y tanto la selección inconsciente como la metódica son sólo casos especiales de un proceso más amplio, la selección natural, dentro del cual el impacto de la inteligencia y de la capacidad de elección humanas es prácticamente nulo. Desde la perspectiva de la selección natural, los cambios en los linajes debidos a la selección inconsciente o metódica no son sino cambios que tienen lugar en un entorno donde la actividad humana es uno de los factores selectivos más destacados. Recientemente se ha unido un nuevo miembro a este catálogo de procesos de selección natural: la ingeniería genética. ¿En qué se diferencia de la selección metódica de la época de Darwin? Es menos dependiente de las variaciones preexistentes en el acervo genético y genera nuevos genomas de forma más directa, sin necesitar un proceso tan lento y directo de ensayo y error. Nuestra capacidad de predicción es cada vez mayor, pero, incluso en este estadio, si examinamos de cerca las prácticas de laboratorio, veremos que hay todavía una buena dosis de ensayo y error en la búsqueda de las mejores combinaciones de genes.
Podemos usar los tres niveles de selección genética de Darwin, más el cuarto nivel más reciente de la ingeniería genética, como modelo para definir otros cuatro niveles paralelos de selección memética en la cultura humana. Los primeros memes eran seleccionados de manera natural, y prepararon el camino para memes seleccionados inconscientemente memes «domesticados» sin darnos cuenta, por decirlo así, a los que siguieron los memes metódicamente seleccionados, en cuyo desarrollo desempeñaron un papel importante la previsión y los proyectos, aunque los mecanismos subyacentes eran sólo vagamente vislumbrados, y la mayor parte de la experimentación consistía en la búsqueda de variaciones simples de los temas existentes, hasta la situación actual, donde la ingeniería memética es una de las grandes empresas humanas: el proyecto de diseñar y difundir sistemas completos de cultura humana, teorías éticas, ideologías políticas, sistemas de justicia y de gobierno, un sinfín de diseños de vida social en competencia entre sí. La ingeniería memética es una innovación muy reciente en la historia de la evolución en este planeta, pero sigue siendo unos milenios más vieja que la ingeniería genética: algunos de sus primeros y más célebres productos fueron la República de Platón y la Política de Aristóteles.
No somos simples criaturas popperianas, capaces de anticipar el futuro e imaginar alternativas posibles y sus resultados probables, sino criaturas gregorianas, capaces de usar además las herramientas de pensamiento que nuestras culturas nos inculcan durante la infancia y más adelante (Dennett, 1995, págs. 377 y sigs.). Nos enfrentamos a los dilemas humanos con la ayuda de un equipaje compartido de preceptos memorizados y que tenemos siempre en la punta de la lengua. Incluso los cuentos de hadas y las fábulas de Esopo tienen una función valiosa a la hora de canalizar adecuadamente la atención de los niños. Una de las razones por las que raramente nos metemos en un callejón sin salida o segamos la hierba bajo nuestros pies es que hemos escuchado algún cuento divertido o memorable acerca de un tipo que hizo precisamente eso. Y si seguimos la regla de oro, o los Diez Mandamientos, no hacemos sino reforzar nuestros instintos naturales subyacentes con complementos que tienden a favorecer ciertas conceptualizaciones de las situaciones a las que nos enfrentamos. Pero buena parte de esta tradición ha evolucionado sin ningún autor explícito, y se ha transmitido sin ninguna apreciación explícita de su utilidad, hasta un momento relativamente reciente.
Lo que hice fue adoptar el punto de vista de un ingeniero psíquico que hubiera recibido el encargo de diseñar nuestras normas para obtener unas ventajas que pudieran ser reconocidas por todos.
ALLAN GLBRARD, Wise Choices, Apt Feelings
Una vez que hemos captado las razones virtuales que hay detrás de las motivaciones naturales, y hemos desarrollado una representación de las mismas que añadir a las demás representaciones de todos los artificios que soñamos en el curso de nuestras reflexiones, ya no nos vemos limitados por el ineficiente, derrochador e inconsciente proceso de la selección natural. Podemos aspirar a sustituir un equilibrio basado en la pura capacidad replicativa por un equilibrio reflexivo propio de agentes racionales implicados en una actividad colectiva de persuasión mutua. Este paso de un proceso ciego de ensayo y error a un sistema de (re)diseño inteligente es, tal como he sugerido, una transición importante en la historia evolutiva, que abre nuevas dimensiones de oportunidades antes literalmente inimaginables, para bien o para mal. Hasta el nacimiento de la ética, la I+D darwinista había avanzado durante miles de millones de años sin la menor previsión, en su lento ascenso por la pendiente del Monte Improbable (Dawkins, 1996). Cada vez que los linajes llegaban a alguna cima local en el paisaje de la adaptación, sus miembros no tenían ninguna forma de preguntarse si habría o no mejores cimas a uno u otro lado del valle. En el marco de sus paisajes meramente físicos, los individuos más audaces y perceptivos podían hacer algo equivalente a diseñar el objetivo de llegar al otro lado del río, o hasta esa franja visible de hierba comestible en aquella colina de allá, pero hubo que esperar a nuestra llegada para que encontraran expresión preguntas más remotas sobre el sentido de la vida y sobre la mejor manera de alcanzarlo. Somos la única especie cuyos miembros son capaces de ir más allá del paisaje físico e imaginar el paisaje adaptativo de las posibilidades, los únicos capaces de «ver» más allá de los valles hacia otras cimas concebibles. El mero hecho de que hagamos lo que estamos haciendo tratar de esclarecer si nuestras aspiraciones éticas tienen algún anclaje sólido en el mundo que la ciencia está desvelando demuestra hasta qué punto somos distintos de las demás especies.
Podemos concebir (al menos eso nos parece) mundos mejores y aspirar a alcanzarlos. ¿Estamos seguros de que esos mundos serían mejores? ¿En qué sentido? ¿Según qué criterios? Según los nuestros. Nuestra capacidad de reflexionar nos ofrece sólo a nosotros tanto la oportunidad como la competencia necesaria para evaluar los fines, no sólo los medios. Debemos usar nuestros valores actuales como puntos de partida para cualquier posible reevaluación de nuestros valores, pero la perspectiva que nos ofrece la cima actualmente alcanzada ya nos permite formular, criticar, revisar y si tenemos suerte acordar una serie de principios de diseño para la vida en sociedad. Podemos contemplar tentadoras cimas utópicas harto distintas de todo cuanto conocemos actualmente. ¿Podemos llegar hasta alguna de ellas? ¿Estamos seguros de querer intentarlo? Sería una lástima si al final no consiguiéramos alcanzarlas, pero no sería en ningún caso una ofensa a la razón. Uno de los problemas de diseño más difíciles que tenemos delante es descubrir y aislar los factores determinantes en el terreno de la política, el arte de lo posible. Podría darse el caso lamentable de que estuviéramos atrapados en el mejor de los mundos posibles, dadas las circunstancias históricas, pero también en este caso podríamos introducir alguna corrección en nuestro diseño actual que nos diera alguna esperanza de alcanzar cimas más altas. Y a diferencia de lo que ocurre con las demás especies, todo esto son problemas que se nos plantean a nosotros. Trabajamos en ellos, les dedicamos tiempo y energía. Reunimos información relevante para resolverlos, exploramos variaciones de los mismos, y debatimos sus méritos respectivos, conscientes de que nuestras reflexiones contribuirán efectivamente a determinar la trayectoria que tomará nuestro futuro.
Esto ofrece, finalmente, un marco naturalista en el que tienen sentido las cuestiones tradicionales sobre moral. Nuestro viaje evolutivo nos ha traído hasta el terreno tradicional del debate y la investigación filosófica y política, donde muchas ideas distintas compiten por ganarse nuestra aprobación. La ética es un campo vasto y complejo, una competición que no pretendo arbitrar o ni siquiera ampliar con ninguna aportación en este libro, más allá de unas pocas sugerencias sobre algunos rastros fósiles del viaje que todavía distorsionan el pensamiento ético. Una de nuestras tareas más urgentes, como ingenieros psíquicos, es ver si podemos fundamentar el concepto de agente moralmente responsable, un agente que, a diferencia del cooperativo perro de las praderas, del fiel lobo o del amable delfín, escoge libremente en función de razones meditadas y que puede ser considerado responsable de sus elecciones. Hemos esbozado el desarrollo evolutivo de las pautas que constituyen el entorno conceptual que hace posible el surgimiento de un concepto de este tipo el aire que respiramos, pero debemos examinar con más detalle cómo puede elevarse un individuo a una posición tan elevada. ¿Hay alguien realmente cualificado para ello? ¿No nos está enseñando la psicología que estamos muy lejos de ser los agentes racionales que pretendemos ser?
Allen Funt fue uno de los grandes psicólogos del siglo XX. Sus experimentos y demostraciones informales en Candiel Camera nos enseñaron tanto sobre la psicología humana y sus sorprendentes limitaciones como pudiera hacerlo la obra de cualquier psicólogo académico. Aquí tenemos uno de sus mejores experimentos (según lo recuerdo años más tarde): Funt montó un puesto especial en un lugar céntrico de unos grandes almacenes vio llenó de mangos nuevos y relucientes de carrito de golf. Eran unos tubos fuertes y brillantes de acero inoxidable, de unos sesenta centímetros de largo, con una ligera curvatura en el centro, con rosca en un extremo (para atornillarlo en el lugar correspondiente de nuestro carrito) y con un sólido pomo esférico de plástico en el otro. En otras palabras, la pieza de acero inoxidable más inútil que se pueda imaginar, a menos que uno tuviera un carrito de golf al que le faltara el mango. Luego puso un cartel. No identificaba el contenido de la parada, sino que simplemente decía: «Rebaja del 50%. ¡Sólo hoy! 5,95 dólares». Algunas personas los compraron, y cuando les preguntaban por qué lo habían hecho improvisaban cualquier explicación. No tenían la menor idea de qué era aquello, pero era un objeto bonito, y ¡toda una ganga! Esa gente no estaba bebida ni tenía ninguna lesión cerebral; eran adultos normales, nuestros vecinos, nosotros mismos.
Cuando nos asomamos al abismo que abre ante nosotros una demostración de este tipo nos entra una risa nerviosa. Tal vez seamos listos, pero ninguno de nosotros es perfecto, y aunque tal vez usted o yo no cayéramos en el viejo truco del mango del carrito de golf, sabemos que hay otras variantes de este truco en las que hemos caído y en las que sin duda volveremos a caer en el futuro. Cuando descubrimos lo imperfecta que es nuestra racionalidad, nuestra propensión a dejarnos arrastrar en el espacio de las razones por cosas que no son razones conscientemente apreciadas, nos asalta el miedo de que tal vez no seamos libres después de todo. Tal vez nos estemos engañando. Es posible que nuestra aproximación a una perfecta facultad kantiana de la razón práctica se quede tan corta que nuestra orgullosa autoproclamación como agentes morales no sea sino un delirio de grandeza.
Nuestros fallos en estos casos son sin duda fracasos en nuestra aspiración a la libertad, a responder como nosotros querríamos ante las oportunidades y las crisis que nos presenta la vida. Por esta razón son tan incómodos, porque esta es una de las formas valiosas y deseables de la libertad. Nótese que la demostración de Funt no nos impresionaría en lo más mínimo si sus sujetos no fueran personas, sino animales: perros, lobos, delfines o monos. Apenas puede sorprendernos que se pueda engañar a una simple bestia para que opte por algo brillante y vistoso, pero que no es lo que realmente quiere, o lo que debería querer. Partimos de la base de que los animales «inferiores» viven en el mundo de las apariencias, movidos por «instintos» y capacidades perceptivas que poseen una gran eficiencia dentro de su contexto, pero que quedan fácilmente en evidencia en circunstancias inusuales. Nosotros aspiramos a un ideal superior.
A medida que aprendemos cosas sobre las debilidades humanas y sobre la forma en que pueden aprovecharse de ellas las tecnologías de la persuasión, parece como si nuestra tan cacareada autonomía no fuera sino un mito insostenible. «Tome una carta cualquiera», dice el mago, y consigue hábilmente que uno tome la carta que él ha escogido previamente. Los vendedores conocen mil formas de hacer que nos decidamos a comprar ese coche, ese vestido. Según parece, bajar la voz funciona extraordinariamente bien: «Para mi gusto le queda mejor el verde». (Tal vez le interese recordarlo la próxima vez que un vendedor le susurre algo). Nótese que se trata de una carrera de armamentos donde cada estrategia se ve contestada con una contraestrategia. Yo no he hecho más que reducir un poco la efectividad del truco del susurro para aquellos que recuerden mi consejo. Resulta fácil descubrir el ideal de racionalidad que está detrás de esta batalla: caveat emptor, decimos, el riesgo es del comprador. Se trata de una política que presupone que el comprador es lo bastante racional como para no dejarse engañar por las lisonjas del vendedor, pero como ya no tenemos una fe inocente en este mito suscribimos una política basada en el consentimiento informado, que prescribe para la validez del acuerdo la presentación explícita de todas las condiciones relevantes en un lenguaje claro y comprensible. Pero también reconocemos que dicha estrategia es fácilmente eludible la estratagema de la letra pequeña, la pomposa e impresionante jerga especializada, por lo que podríamos prescribir todavía más condiciones para servirle la información a cucharadas al indefenso cliente. ¿En qué punto habremos superado el mito del «consentimiento adulto» en nuestra «infantilización» de la ciudadanía? Cuando oímos hablar de propuestas para adaptar los mensajes a determinados grupos o individuos mediante la inclusión de imágenes, explicaciones, facilidades y advertencias específicas, tal vez estemos tentados de condenarlo como paternalismo y considerarlo igualmente subversivo para el ideal de libertad según el cual somos agentes racionales kantianos, responsables de nuestro propio destino. Pero al mismo tiempo deberíamos reconocer que el entorno donde vivimos no ha cesado de actualizarse desde el origen de la civilización, a través de una cuidadosa preparación y de la instalación de toda clase de señales y advertencias en nuestro camino, para ayudarnos y hacernos las cosas más fáciles a nosotros, imperfectos electores. Aprovechamos sin dudarlo las mejoras que nos sirven a nosotros eso es lo bueno de la vida civilizada, pero acostumbramos a criticar las que necesitan los demás. En cuanto comprendemos que esto es una carrera de armamentos, resulta más fácil abandonar el absolutismo que sólo ve dos posibilidades: o somos perfectamente racionales o no somos racionales en absoluto. Dicho absolutismo promueve el miedo paranoico a que la ciencia podría estar a punto de demostrar que nuestra racionalidad es una ilusión, por muy benigna que pueda resultar desde ciertas perspectivas. Dicho miedo, a su vez, otorga un atractivo injustificado a cualquier doctrina que prometa mantener la ciencia a raya, conservar nuestras mentes como un espacio misterioso y sacrosanto. En realidad, somos extraordinariamente racionales. Somos lo bastante racionales, por ejemplo, como para ser muy buenos en el diseño de estrategias para ponernos trampas unos a otros, para buscar fisuras cada vez más sutiles en nuestras defensas racionales, un juego del escondite que no conoce ninguna pausa ni límite temporal.
Pero ¿cómo podemos conseguir ser lo bastante buenos en esto? Para dar una buena respuesta a esta pregunta es preciso defenderse de toda clase de paradojas (Súber, 1992). Si somos libres, ¿somos responsables de ser libres, o es sólo cuestión de suerte? Tal como vimos en el capítulo 7, los cooperadores capaces de resolver los problemas de compromiso y crearse una reputación como agentes morales disfrutan de los muchos beneficios de ser miembros respetados de la sociedad, pero si uno no ha llegado todavía a este estatus, ¿qué esperanza le queda? ¿Qué deberíamos sentir hacia los frecuentes traidores que hay entre nosotros: desprecio o compasión? Las fronteras creadas por los procesos evolutivos tienden a ser porosas y graduales, con casos intermedios que cubren los pasos entre una categoría y la siguiente, pero no podemos emular a la Madre Naturaleza en su rechazo a introducir categorizaciones. Nuestros sistemas morales y políticos parecen obligarnos a clasificar a las personas en dos categorías: aquellos que son moralmente responsables y aquellos que están excusados de ello por no estar cualificados. Sólo los primeros son candidatos válidos para el castigo, para que se les pidan responsabilidades por sus acciones. ¿Cómo podemos decidir dónde marcar la línea? Ciertas acciones estúpidas y ciertos hábitos y rasgos de carácter que descubrimos en nosotros mismos pueden hacernos dudar de si una categorización como esta puede ser algo más que un mito conveniente, algo así como el odioso mito de los metales de Platón, una estratagema pública pionera para mantener la paz en su República. Algunas personas han nacido de Oro, mientras que otras deberán contentarse con ser de Plata o de Bronce. Podría parecer, por ejemplo, que la teoría política adopta la estrategia de mantener una cierta proporción de castigos dentro de la sociedad para hacer creíbles las prohibiciones que mantienen controlados (en cierta medida) a los agentes racionales, una estrategia que estaría sin embargo condenada a la hipocresía. Aquellos que terminan siendo castigados pagan doblemente puesto que no eran realmente responsables de las acciones que, según nuestras beatas condenas, habrían cometido por su libre voluntad, y no son sino cabezas de turco a quienes la sociedad inflige un daño deliberado para sentar un vivido ejemplo ante los demás ciudadanos mejor dotados para el autocontrol. ¿Qué condiciones debe cumplir una persona para que podamos considerarla genuinamente culpable de sus fechorías? Y ¿hay alguien que las cumpla realmente?
Las cosas que promete el romanticismo están muy lejos de ser ciertas: y, sin embargo, sólo por creerse una criatura un poco inferior al querubín el hombre se ha convertido, por una interminable sucesión de pequeños avances, en un ser netamente superior al chimpancé.
JAMES BRANCH CABELL, Beyond Life
Haz ver que lo consigues hasta que lo consigas.
Eslogan de Alcohólicos Anónimos
En el capítulo 4 consideramos y rechazamos la propuesta de Robert Kane de detener la amenaza de una regresión al infinito mediante el recurso a ciertos momentos más bien mágicos las acciones autoformativas, o AA, unos puntos en los que termina la cadena y el universo contiene el aliento mientras una indeterminación cuántica le permite «hacerlo usted mismo», crearse a sí mismo como agente moralmente responsable (y podría haber hecho otra cosa). La solución de Kane no funciona porque no podemos detener la regresión mediante la invocación de un mamífero primordial, mediante la invención de una diferencia especial que es «esencial» y sin embargo invisible. Una persona que decide desde una genuina aleatoriedad cuántica y su gemela que lo hace desde una pseudoaleatoriedad no difieren en ningún aspecto discernible que pudiera suponer una diferencia tan especial. Tal como revela un examen atento de la cuestión, nunca podríamos saber si habíamos logrado experimentar una genuina AA, por lo que su relevancia moral se disuelve, y persiste la amenaza de la regresión. ¿Cómo es posible pues que hayamos llegado a la agencia moral partiendo de la inconsciencia amoral de un niño, si no es por un milagroso salto de autocreación? Nadie se sorprenderá de que mi respuesta invoque tópicos darwinistas relacionados con el azar, el entorno y el gradualismo. Con un poco de suerte, y también un poco de ayuda de nuestros amigos, podremos poner a trabajar nuestro considerable talento innato y auparnos a la agencia moral, centímetro a centímetro.
El proceso básico quedó esbozado ya en el capítulo 8: un yo humano propiamente dicho es una creación en buena medida inconsciente de un proceso de diseño interpersonal por el que animamos a los niños a comunicarse y, en particular, a incorporarse a nuestra práctica de pedir y dar razones, y luego a razonar lo que hacen y por qué lo hacen. Para que esto funcione, es necesario partir de las materias primas adecuadas. No lo conseguiremos si lo probamos con nuestro perro, por ejemplo, ni siquiera con un chimpancé, tal como lo han demostrado numerosos provectos obstinados y entusiastas a lo largo de los años. Algunos niños humanos tampoco están a la altura de lo que se les pide. El primer umbral en el camino hacia la personalidad es simplemente la cuestión de si los propios cuidadores consiguen criar a un comunicador. Aquellos a quienes no se les encienden las luces de la razón, por un motivo u otro, quedan relegados a un estatus indiscutiblemente inferior. No es culpa suya, es simplemente mala suerte. Pero ya que entramos en el tema de la suerte, tratemos de afinar nuestros criterios. Todo ser vivo es, desde una perspectiva cósmica, increíblemente afortunado por estar vivo. La mayoría de los seres vivos que han vivido, el 90% e incluso más, han muerto sin dejar ninguna descendencia viable, pero ni uno solo de nuestros antepasados, que se remontan hasta el origen de la vida en la Tierra, padeció este infortunio tan frecuente. Somos hijos de una cadena ininterrumpida de ganadores que se remonta a miles de millones de generaciones, y cuyos integrantes fueron, en cada generación, los más afortunados entre los afortunados, uno entre cientos o miles o incluso millones. De modo que por mucha mala suerte que podamos tener en alguna ocasión, nuestra mera presencia en el planeta testifica el papel que ha desempeñado la suerte en nuestro pasado.
Superado el primer umbral, las personas revelan una amplia diversidad de talentos ulteriores, tanto para pensar como para hablar o ejercer autocontrol. Parte de esta diferencia es «genética» debida principalmente a diferencias en el conjunto particular de genes que componen sus genomas, parte es congénita pero no directamente genética (debida a la malnutrición o a la adicción de la madre a las drogas, o al síndrome alcohólico fetal, por ejemplo) y parte no tiene ninguna causa en absoluto, tal como descubrimos en el capítulo 3: es el resultado del azar. Ninguna de estas diferencias en nuestra herencia está bajo nuestro control, por supuesto, puesto que ya estaban allí antes de nuestro nacimiento. Y es cierto que los efectos previsibles de algunas de ellas son inevitables, pero no todos (y cada año que pasa son menos). Tampoco es en ningún sentido culpa nuestra que naciéramos en un entorno determinado, rico o pobre, que fuéramos niños mimados o maltratados, que estuviéramos en la primera línea de la salida o en la última. Y todas esas diferencias, que son muchas, también tienen efectos diversos: algunos son evitables y otros inevitables, algunos dejan cicatrices para toda la vida y otros tienen un efecto transitorio. Muchas de las diferencias que sobreviven tienen, en cualquier caso, una importancia desdeñable en comparación con lo que nos importa aquí: el segundo umbral, el de la responsabilidad moral (a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con el genio artístico). No todo el mundo puede ser un Shakespeare o un Bach, pero casi todo el mundo puede aprender a leer y escribir lo suficientemente bien como para convertirse en un ciudadano informado.
Cuando W. T. Greenough y F. R. Volkmar (1972) demostraron por primera vez que las ratas que se criaban en un entorno rico en juguetes, aparatos para hacer ejercicio y oportunidades para realizar exploraciones vigorosas tenían un mayor número de conexiones neurales y unos cerebros más grandes que las ratas criadas en un entorno vacío y restrictivo, algunos padres y educadores se apresuraron a llevar a la práctica este importante descubrimiento, y comenzaron a preocuparse por si el niño tenía suficientes juguetes en la cuna. En realidad, siempre hemos sabido que un niño que se haya criado solo en una habitación vacía y sin juguetes quedará seriamente afectado, y nadie ha demostrado aún que tener dos juguetes o veinte o doscientos suponga alguna diferencia perceptible a largo plazo en el desarrollo cerebral del niño. Sería extraordinariamente difícil de demostrar, a causa de las muchas influencias que intervienen en el proceso, algunas de ellas planificadas y otras fortuitas, que podrían hacer y deshacer cien veces al año el efecto que nos interesa a lo largo del desarrollo del niño. Deberíamos dedicar nuestros mejores esfuerzos a la investigación, pues es posible que algún otro factor desempeñe un papel más importante del que pensábamos (y, por lo tanto, sería un objetivo más apropiado para dirigir nuestros esfuerzos de evitación). Pero podemos estar bastante seguros de que la mayoría de estas diferencias en las condiciones de partida, si no todas, se desvanecen en la bruma estadística con el paso del tiempo. Igual que sucede con los lanzamientos de moneda, los resultados no tienen por qué revelar ninguna relación causal privilegiada. En cuanto hayamos conseguido aislar todos los factores hasta donde sea posible a través de un cuidadoso estudio científico, podremos decir con la debida certeza qué influencias pueden ser necesarias para compensar qué limitaciones, y sólo entonces estaremos en posición de realizar los juicios de valor que todo el mundo está tan ansioso por emitir.
Tom Wolfe, por ejemplo, deplora el uso de Ritalin (metilfenidato) y otras metanfetaminas para corregir el trastorno por déficit de atención con hiperactividad en los niños. Lo hace sin pararse a considerar la abundante evidencia científica que apoya la tesis de que algunos niños padecen un desequilibrio de dopamina en sus cerebros fácilmente corregible (evitable) que genera un trastorno en el departamento de autocontrol con la misma certeza que lo hace la miopía en el departamento de la visión.
Una generación entera de niños norteamericanos, desde las mejores escuelas privadas del noreste hasta las peores escuelas públicas basura de Los Angeles y San Diego, estaba ahora colgada del metilfenidato, que recibían diariamente de manos de su camello particular, la enfermera del colegio. ¡Norteamérica es un país maravilloso! ¡Lo digo en serio! ¡Ningún escritor honesto pondría en duda esta afirmación! ¡La comedia humana nunca se queda sin material! ¡Nunca deja que te aburras!
Mientras tanto, la noción de un yo un yo que ejerce la autodisciplina, pospone la satisfacción, contiene el apetito sexual, se refrena ante la agresión y el comportamiento criminal, un yo que pueda hacerse más inteligente y auparse a las cimas de la vida por sus propios medios gracias al estudio, la práctica y la perseverancia a pesar de los grandes obstáculos en el camino, esta anticuada idea (¿qué significa auparse, por amor de Dios?) del éxito alcanzado gracias al esfuerzo y al auténtico valor se está perdiendo, perdiendo… perdiendo (Wolfe, 2000, pág. 104).
Este pasaje típicamente grandilocuente contiene cierta ironía poco frecuente en su autor. Me pregunto si Wolfe recomendaría un severo régimen de ejercicios oculares y cursos para «Aprender a vivir con la miopía» en lugar de darles unas gafas a los miopes. Wolfe termina por declamar la versión del siglo XXI del viejo lema: si Dios hubiera querido que voláramos, nos hubiera dado alas. Tan nervioso le pone el imaginario hombre del saco del determinismo genético que es incapaz de ver que el aupamiento que pretende proteger, la fuente misma de nuestra libertad, se ve potenciada antes que amenazada por una desmitologización del yo. El conocimiento científico es el camino real el único camino hacia la evitabilidad. Tal vez hayamos encontrado aquí el verdadero rostro del miedo secreto que se esconde detrás de algunos de los gritos de: ¡detengan a ese cuervo! No es que la ciencia vaya a robarnos nuestra libertad, sino que va a darnos demasiada libertad. Si nuestro niño no tiene el mismo «auténtico valor» que el hijo del vecino, tal vez podamos comprarle algo de valor artificial. ¿Por qué no? Este es un país libre, y la mejora personal es uno de nuestros mayores ideales. ¿Qué importancia habría de tener que hagamos todas nuestras mejoras a la manera antigua? Todas estas son preguntas importantes, y sus respuestas no son evidentes. Pero deberían abordarse de frente y sin distorsiones motivadas por un injustificado afán de acallarlas.
En Elbow Room comparé las diferencias tanto genéticas como ambientales que se dan entre los participantes en la atropellada salida de una maratón, en la que algunos corredores comienzan varios metros por detrás de otros, aunque todos se dirigen a la misma línea de meta. Defendí que el sistema era justo, puesto que en una carrera tan larga «una ventaja inicial tan relativamente pequeña no tiene ninguna importancia, pues cabe esperar que otras influencias fortuitas puedan tener efectos aún mavores» (Dennett, 1984, pág. 95). Esto es cierto, pero subestima el papel de las influencias no fortuitas que se dan en la carrera hacia la responsabilidad adulta. Alcanzar el estatus de persona es un esfuerzo colectivo, donde el público y los entrenadores desempeñan un papel importante, al enriquecer el entorno con una especie de andamiaje diseñado (inconscientemente) para sacar lo mejor de nosotros. Más importante aún que el suministro de juguetes adecuados para el desarrollo, e incluso que una nutrición adecuada, es el conjunto de actitudes y prácticas que observa un niño en su entorno y en los que termina por participar. Hay una abundante evidencia científica que apoya la hipótesis de que los niños expuestos a personas violentas, mentirosas y rudas tanto o más si son sus compañeros que si son sus padres tienden a perpetuar dichos rasgos de carácter. También es importante considerar el lado bueno de la historia: aquellos que tienen la suerte de criarse en una sociedad libre, en compañía de personas razonables, sinceras y cariñosas, tienden a aspirar a esos mismos ideales. La crianza sí marca una gran diferencia.
Es un error reducir los efectos de la crianza a la «educación moral», como si la clave para garantizar que los propios pupilos se conviertan en adultos responsables fuera prestar la debida atención a un catecismo u otro. Disponer de un vademécum de preceptos condensados es algo sin duda útil, pero antes de eso se ha instalado ya un conjunto más potente de influencias, las cuales canalizan hasta nuestros más leves pensamientos. Somos conscientes a medias de que la mayor parte de lo que les decimos a nuestros hijos antes de que aprendan a hablar es como sí no lo hubiéramos dicho, pero no todo. Parte de ello se queda ahí. ¿Qué quieres? ¿Eso te da miedo? ¿Dónde te duele? ¿Sabes dónde está el conejito? ¿Quieres tomarme el pelo? «No te preocupes, ya crecerás», dice mamá, mientras le pone a su niño unas ropas heredadas de su hermano que le van grandes, y lo mismo puede decirse en buena medida de las disposiciones en cierto modo demasiado grandes que los adultos nos imponen cuando somos niños. Sin duda, crecemos hasta que nos van bien, y las hacemos nuestras, y pasamos a hacerlas nosotros, y nos convertimos de este modo en agentes como los mayores. Cuanto más seriamente nos tomemos a nuestros hijos como participantes en la práctica de pedir y dar razones, tanto más seriamente acabarán por tomársela ellos.
Esta tendencia a dar las cosas por supuestas, a suponer más competencia en el diseño de nuestros jóvenes interlocutores de la que justificarían los fríos hechos, es un añadido extraordinariamente valioso al arsenal darwinista de trucos I+D. El hecho de que nosotros, los seres humanos, no seamos unos relojeros ciegos, sino unos educadores de personas dotados de una gran visión, capaces además de reflexionar sobre lo que vemos y de extraer inferencias sobre lo que queremos ver en el futuro, hace que seamos mucho más fáciles de rediseñar, primero por los demás y luego por nosotros mismos, que ningún otro organismo que haya evolucionado hasta ahora en el planeta. Consideremos por ejemplo el fenómeno de «sacar lo mejor de uno mismo». Más allá de cualquier instrucción que hayamos recibido en este sentido, sea formal o informal, casi siempre adaptamos nuestro comportamiento para que se ajuste a (lo que consideramos) las exigencias sociales del momento. Aparte de algunos raros espíritus libres que parecen genuinamente indiferentes a las presiones sociales, la gente debe realizar un gran esfuerzo de disciplina para frustrar deliberadamente las expectativas de aquellos que les rodean. Esta presión de las expectativas trabaja en todas direcciones. ¿Qué padre no ha descubierto una nueva fuerza de carácter, nuevos triunfos sobre la pereza, el miedo o la aprensión, al darse cuenta de que su hijo le estaba mirando? Como nos «ponemos a la altura de la situación», es bueno tener una vida llena de ocasiones y oportunidades para sacar lo mejor de nosotros mismos, ante los otros y ante nosotros mismos, y por lo tanto para aumentar las probabilidades de que este mejor yo tenga aún mejor aspecto en el futuro. (Ainslie, 2001, trata de forma particularmente sugerente esta dinámica). La «presentación del yo en la vida cotidiana» (Goffman, 1959) es un baile interactivo de refinada coreografía (aunque sea en gran medida inconsciente), en el que no sólo tratamos de parecer mejores de lo que somos, sino que en el proceso sacamos lo mejor de los demás. No deberíamos jugar alegremente con los mecanismos que regulan estas prácticas, fruto de miles de años de evolución genética y cultural. Podría echar por el suelo una valiosa I+D. (¡Detengan a ese cuervo!). Por otro lado, si se hace con la debida comprensión y discernimiento, sí se pueden introducir algunas correcciones para reforzar o potenciar estos diseños, para evitar algunas oportunidades perdidas o algunas percepciones imprecisas. Es más, cierta intervención deliberada podría contribuir a eliminar aquellas variantes desafortunadas de nuestras prácticas que pueden parecer contraproducentes. Aquí es donde entra en juego la capacidad que hemos desarrollado evolutivamente para la reflexión. Consideremos la sutil pero devastadora inclinación que descubrió la escritora afroamericana Debra Dickerson en su padre:
Más tarde comprendí que él esperaba y necesitaba que los negros fracasaran, pues de otro modo no habría prueba alguna de la perfidia y la iniquidad de los blancos. Nunca comprendió que su fatalismo era una profecía autorrealizadora y autocontradictoria. Nunca consideró que debiera creer que los blancos eran superiores, a ningún nivel, porque consideraba que los negros no tenían ninguna oportunidad en la vida (pero probablemente lo habría atribuido al poder trascendente de la maldad innata de los blancos). Entre nosotros decimos que «el hielo de los blancos es más frío» para referirnos a los muchos de entre nosotros que no creen o valoran nada a menos que venga de los blancos. Cuanto peor es la situación de algunos negros, más mágicos les parecen los blancos, aunque sea una magia perversa.
De este modo mi padre, igual que muchos otros negros, hacía el trabajo del opresor por él; y me enseñó a mí a hacer lo mismo. Fue en este momento cuando comencé a encerrarme en mí misma. Tal vez los blancos hubieran estado bien dispuestos a asumir ellos mismos la tarea, pero raramente tenían que hacerlo. Los blancos no tenían que poner barreras en mi camino, lo hacía yo misma al «aceptar» el lugar que tenía asignado al final de cualquier cola. El racismo y la desigualdad sistemáticas son fuerzas muy reales en nuestras vidas, pero también lo son el fatalismo y cierta exaltación perversa de la opresión (Dickerson, 2000, pág. 40).
¿Cuáles son las estructuras sociales a gran escala que mejor promueven la libertad y la distribuyen de manera más equitativa por el globo? ¿Qué combinación de normas explícitas y trucos sutiles tiene más probabilidades de modelar el entorno de un modo que promueva el crecimiento de las personas? En el capítulo 7 consideramos la idea de Robert Frank de que los problemas de compromiso y autocontrol se resuelven mutuamente en parte al favorecer la evolución de emociones como el enfado y el amor. Allan Gibbard desarrolla esta idea al especular sobre cómo podría afinar un «ingeniero psíquico» las disposiciones de la gente hacia el enfado, la culpa y otras emociones. El enfado, observa Gibbard, «es poderoso e inevitable, y a menudo ayuda a regular la acción en sentidos deseables» (Gibbard, 1990, pág. 298). Si bien «no podemos evitar enfadarnos, sean cuales sean nuestras normas» (pág. 299), algunas culturas no parecen dar ningún papel a la culpa. Esto plantea la cuestión de si no estaríamos mejor sin esta emoción. Algunos deterministas radicales sostienen que no sólo no deberíamos lamentar la desaparición de la «genuina» libertad; también deberíamos celebrarlo como una suerte, puesto que sin la presunción de libertad podemos abandonar también las presunciones de responsabilidad moral, culpa y retribución, y vivir felices para siempre. He hecho todos los esfuerzos posibles por cortar la conexión que algunos imaginan que existe entre el determinismo y la responsabilidad, pero todavía podríamos preguntarnos, como Gibbard, si la moral es en sí misma algo que queremos preservar en nuestras sociedades. «En parte se trata de una cuestión pragmática: ¿acaso nos iría mejor sin esos sentimientos particulares, o sin normas que los gobernaran?» (pág. 295). La culpa y el enfado combinan bien: la culpa aplaca el enfado, y la amenaza de la culpa nos refrena de realizar actos que provocarían enfado. ¿Cómo tenderían a comportarse entre sí las personas en una sociedad que minimizara el papel tanto del enfado como de la culpa, o con un heroico esfuerzo de ingeniería social los anulara por completo? ¿Tal vez sería sabio por nuestra parte, por una razón u otra, reajustar la culpa y el enfado para que dejaran de estar en equilibrio, y uno dominara un poco sobre el otro? Los deterministas radicales dicen que el mundo sería un lugar mejor si consiguiéramos de algún modo deshacernos del sentimiento de culpa cuando causamos daño, y del enfado cuando nos lo hacen a nosotros. Pero no está claro que cualquier «cura» en este sentido no fuera peor que la «enfermedad». El enfado y la culpa tienen su razón de ser, y está profundamente arraigada en nuestra psicología.
Tal vez sea mejor, según Gibbard, promover unas condiciones que moderen la imperatividad de las normas que gobiernan estas emociones. Gibbard distingue entre un diseño «imperativo» y «moderado» de las normas morales. Las normas imperativas son muy exigentes, y provocan por lo tanto reservas privadas, hipocresía y desconfianza en los demás. Exigen un gran esfuerzo a la naturaleza humana y tienden a implicar «intimidaciones en cierto modo ineficientes». En su opinión, esto es un error de diseño, lisa y llanamente, del mismo modo que lo sería hacer demasiado sensible el volante de un coche, lo que haría que los conductores se pasaran al girar, luego al corregir el giro, luego al corregir la corrección, etc. Es un diseño inseguro y exige un esfuerzo innecesario al mecanismo sin conseguir los efectos deseados (pág. 306). Las normas moderadas, en cambio, son relativamente poco exigentes, un compromiso entre la prudencia y el interés personal que resulta más fácil de aceptar y, por lo tanto, más fácil de cumplir por parte de los individuos. Gibbard sugiere que el diseñador racional debería afinar las normas que gobiernan el enfado y la culpa para que fueran más moderadas, un ajuste cultural que sacaría mayor partido a la naturaleza, sin enfrentarse a ella.
Consideremos el caso del «pensador privado», un individuo a quien Gibbard presenta enfrentado a la competición entre sus fines egoístas y la llamada general a la benevolencia, o la moral. Supongamos que en el debate público el pensador se ve arrastrado a expresar su asentimiento con relación a ciertas normas públicas, a pesar de lo cual mantiene sus reservas con respecto a ellas y se pregunta si debe hacer realmente lo que le piden cuando podría no hacerlo y salir igualmente bien parado. Tal vez esté familiarizado con la tesis de Robert Frank de que, desde un punto de vista prudencial, sale a cuenta ser bueno para parecer bueno, pero tal vez juegue con la idea de que él pueda ser la excepción a la norma. Ha aceptado ayuda de sus amigos pero es capaz de preguntarse hasta qué punto le sale a cuenta este intercambio, si exige reciprocidad por su parte. ¿No se habrá visto empujado a convertirse en un buen ciudadano meramente por las exigencias circunstanciales de la conversación? La resolución de este conflicto depende en gran medida de la atmósfera social:
Si la integridad moral es la mejor forma de promover sus fines egoístas, la ambivalencia está resuelta. Es improbable que se dé esta circunstancia con una moral imperiosa; con una moral moderada, parece más plausible. […] Lo que caracteriza a una moralidad moderada es que se alía con los suficientes motivos ajenos a ella como para prevalecer en la mayoría de los casos (para prevalecer entre las personas actuales, con todo lo que las une y las separa, con sus motivaciones normativas y sus apetitos, sentimientos, impulsos y aspiraciones) (Gibbard, 1990, pág. 309).
Los ingenieros, igual que los políticos, se dedican al arte de lo posible, lo cual exige por encima de todo realismo respecto a cómo son actualmente las personas, y cómo llegaron a ser de esta manera. Las teorías éticas que se niegan a doblegarse a los hechos empíricos sobre la humanidad están condenadas a generar fantasías que tal vez puedan tener cierto interés estético, pero que no deberían tomarse en serio como recomendaciones prácticas. Como todo lo que ha creado la evolución, somos una caja de trucos inventados de manera más o menos oportunista, y nuestra moral debería estar basada en esta idea. Los filósofos han tratado a menudo de establecer una moral hiperpura, ultrarracional, no contaminada por la «compasión» (Kant) ni el «instinto», ni por disposiciones, pasiones o emociones animales. Gibbard lanza una mirada pragmática sobre los materiales que tenemos para trabajar y propone hacer, como ingenieros, lo que la Madre Naturaleza ha hecho siempre: trabajar a partir de lo que hay.
Tomarse a uno mismo como agente racional es asumir que la propia razón tiene una aplicación práctica o, lo que es lo mismo, que se tiene voluntad. Es más, uno no puede asumir esto último sin presuponer de entrada la idea de la libertad, razón por la cual sólo se puede actuar, o pensar que se actúa, bajo esta idea. Constituye, como si dijéramos, la forma del pensamiento de uno mismo como agente racional.
HENRY A. ALLISON, «We Can Act Only under the Idea
of Freedom»
La explicación que he esbozado del arte de hacerse a uno mismo lo hace depender de un inquietante número de manipulaciones inconscientes o subliminales, además del ejercicio de la «razón pura». ¿No socava este proceso mismo el concepto de un yo responsable? Esta cuestión ha sido ampliamente explorada por Alfred Melé en Autonomous Agents (1995). Melé sostiene que más allá del mero autocontrol hay lo que se llama la autonomía, que distingue a su vez de la heteronomía, la cual se produce cuando un agente capaz de ejercer autocontrol se encuentra sin embargo bajo el control (parcial) de otros. Melé propone un Principio de Responsabilidad por Defecto: si ninguna otra persona es responsable de que usted se encuentre en el estado A, lo es usted. Esta maniobra corta limpiamente el regreso al infinito que tanto temía Kane; nos permite pasarles la pelota a los «lavadores de cerebros» (si es que se ha cruzado con alguno en el pasado), pero no a la «sociedad» en general o a un entorno sin agentes. Sólo si le han estado manipulando para sus propios fines unos agentes dotados de voluntad y previsión está usted absuelto de responsabilidad personal por las acciones emprendidas por su cuerpo; no son acciones suyas, sino de aquellos que le han lavado el cerebro. Hasta aquí ningún problema, pero cabe decir que también los educadores diseñan sus interacciones con nosotros con objeto de perseguir sus propios fines, en particular el fin de convertirnos en agentes morales dignos de confianza. ¿Cómo podemos distinguir entre la buena educación, la propaganda dudosa y el pérfido lavado de cerebro? ¿Cuándo nos estamos beneficiando de la ayuda de nuestros amigos, y cuándo se están aprovechando de nosotros?
El término que usa Melé para referirse al lavado de cerebros es el de «ingeniería de valores» y habla en términos muy negativos de dicha ingeniería cuando «elude» la capacidad de las personas para controlar su vida mental (Melé, 1995, págs. 166167). Tal como hemos visto en capítulos anteriores, el autocontrol que tenemos sobre nuestra vida mental es en todo caso limitado y problemático, de modo que no es ninguna sorpresa que tengamos problemas para distinguir la ingeniería que elude nuestras capacidades de la ingeniería que las explota de una manera tolerable o deseable. Para poner de relieve la diferencia entre autonomía y heteronomía, Melé propone algunos experimentos mentales sobre dos agentes separados por diferencias mínimas, Ann y Beth. Supongamos, para empezar, que Ann es genuinamente autónoma (sea lo que sea lo que eso signifique). Suerte para Ann. Luego supongamos que Beth es igual que Ann, su gemela idéntica desde el punto de vista psicológico, podría decirse, pero sin que ella lo sepa le han practicado un lavado de cerebro para dejarla en su estado psicológico actual, tal vez sólo aparentemente envidiable. Beth tiene las mismas disposiciones que Ann; es igual de abierta y poco obsesiva que ella, tan flexible aunque decidida como Ann, pero su aparente autonomía, según Melé, es falsa. Viene a ser como la perfecta falsificación de un dólar, fácilmente intercambiable por una Cocacola y algo de cambio, y sin embargo inauténtico en un sentido importante, un sentido moral.
Los experimentos mentales que proponen unas estipulaciones tan extremas y poco realistas tienden a confundir la imaginación del filósofo, por lo que es importante tocar todos los botones, variar todas las estipulaciones en un sentido y en otro, para ver de dónde proceden realmente las intuiciones. Normalmente, en el mundo real, la importancia que pueden tener las cuestiones históricas (en este caso, la educación de Ann frente al lavado de cerebro de Beth) es que supongan alguna diferencia en la disposición o el carácter que a su vez dará lugar a diferencias en el comportamiento futuro. Esto es precisamente lo que hemos descartado en el caso imaginario, pero ¿podemos admitir esta estipulación tal como está formulada? Los experimentos mentales relativos a lavados de cerebro son endémicos en las discusiones filosóficas acerca de la libertad, y un elemento rutinario aunque raramente comentado en los mismos es la estipulación de que la víctima no recuerda nada de la intervención. Veamos lo que ocurre si cambiamos esto. Supongamos, como Melé (1995, pág. 169), que posteriormente se informa a Beth de su historia secreta y se le ofrece la posibilidad de pedir que le deshagan su lavado de cerebro. Si ella da su conformidad retrospectivamente, ¿qué valor tiene este acto?, ¿es a partir de ahora un agente autónomo? Tal vez nuestras intuiciones vacilen en este punto, puesto que el estado de Beth cuando «da su conformidad» es también (por hipótesis) un producto de su lavado de cerebro anterior. Tal vez usted quisiera objetar que ella ha sido diseñada para dar su conformidad a su propio diseño, lo cual se convierte en un gesto vacío por su parte. Pero no está tan claro. Consideremos la diferencia que podría introducir el tiempo. Supongamos que esperamos unos años antes de informarle de su historia secreta y le damos gran cantidad de experiencia en el ancho y diverso mundo de las decisiones morales. Como Beth es tan abierta y cognitivamente flexible como Ann (por hipótesis), esta experiencia será tan intensa y valiosa para ella como lo sería para Ann y, por lo tanto, sería tan válida para fundar un consentimiento en su caso como en el de Ann. Podemos llevar aún más lejos esta línea de razonamiento si ahora suponemos que introducimos la misma variación en el caso de Ann: le decimos a ella que ha sido víctima de un lavado de cerebro (lo que es mentira). Ella reflexiona sobre este dato y decide que aprueba su manera de ser: ¡qué otra cosa queremos que haga! Después de todo, es efectivamente autónoma (sea lo que sea lo que eso signifique). ¿Vale algo más su acto que el de Beth? No veo ningún motivo para ello. Yendo más al fondo de la cuestión, tal vez sienta usted alguna inclinación a suponer que al mentirle a Ann le hemos causado algún perjuicio en su departamento de autonomía (suponiendo que se crea nuestra mentira, claro). ¿Por qué? Porque ahora está gravemente desinformada respecto a su pasado, haga o no uso de esta información distorsionada en sus decisiones. (Y resulta fácil imaginar que esta desinformación podría alterar todas sus reflexiones posteriores sobre temas morales).
Pero recordemos que Beth estaba también radicalmente desinformada antes de que le contáramos lo de su lavado de cerebro. ¿No es así? Melé no entra en esta cuestión, pero seguramente se le ocultó que le habían practicado un lavado de cerebro; presumiblemente parte de su parecido psicológico con Ann antes de que se le revele su secreto es un conjunto asombrosamente rico de falsas pseudomemorias de una educación moral propiciadora de autonomía que nunca tuvo lugar. ¿Cómo puede mantenerse si no la estipulación de que sea la gemela psicológica de Ann?
¿No podría ser, entonces, que las marcas definitorias del lavado de cerebro fueran simplemente la falsedad y la ocultación? En la medida en que digamos la verdad (lo que se considera la verdad en el momento de decirlo) y evitemos engañar a las personas, mientras las dejemos en un estado desde el que puedan realizar una evaluación independiente de su situación al menos tan buena como la que pudieran hacer antes de nuestra intervención, no les estamos practicando ningún lavado de cerebro, sino que las estamos educando. La idea de que la propia historia pueda suponer una diferencia moralmente importante sin que introduzca ninguna diferencia para la propia competencia futura no queda apoyada en absoluto por los experimentos mentales de Melé. Su comparación con la falsificación perfecta de un dólar es instructiva en este sentido. Las falsificaciones importan por sus efectos sobre las creencias y deseos del pueblo respecto a la fiabilidad de su dinero, pero esos efectos son de carácter general, no afectan para nada a los billetes concretos. La identificación y retirada de falsificaciones perfectas de la moneda en circulación sería un proyecto inútil, puesto que la diferencia entre un dólar auténtico y una falsificación perfecta es (ex hypothesi) un hecho histórico inerte. La creencia de que una gran cantidad de falsificaciones perfectas en la moneda de curso legal podría trastornar la economía al debilitar la confianza en el control del gobierno sobre su política monetaria, pero no tendría ningún sentido reunir los billetes falsificados y destruirlos (en lugar de reunir y destruir cualquier conjunto de dólares en circulación).
Volvamos al caso de Ann y Beth. Si Beth llega a conocer la verdad sobre su lavado de cerebro, ello lanzará sin duda sombras inquietantes por toda su psique, y quién sabe qué efectos tendrá sobre su competencia moral. Pero Ann experimentará exactamente lo mismo si se le explica convincentemente la misma «verdad» sobre ella misma. El perjuicio es igual en ambos casos. Y si la autonomía de Ann depende de la verdad de sus propias creencias acerca de su pasado, entonces el problema de Beth es simplemente que le han mentido, no que le hayan llevado hasta un envidiable estado disposicional a través de técnicas de «ingeniería de valores». Nótese, por cierto, lo que esto presagia para cualquier doctrina que pretenda defender el ¡Detengan a ese cuervo! sobre la base de que la gente está mejor si no sabe la verdad: «Tuvimos que destruir la autonomía de la humanidad para salvarla». No es un eslogan muy atractivo.
El agente genuinamente moral es racional, capaz de ejercer autocontrol, y no es víctima de ninguna desinformación grave. La repugnancia intuitiva que sentimos ante las «píldoras morales» y los «lavados de cerebro», frente a la vieja y conocida educación moral, se debe tal vez a una vaga apreciación de la completa imposibilidad de que haya algún tratamiento abreviado de este tipo que pueda preservar realmente nuestra información, flexibilidad y apertura, que según nuestra experiencia depende de una buena educación. No veo por qué tomar conscientemente una píldora para mejorar el propio autocontrol ha de ser algo más subversivo para la propia autonomía que fomentar deliberadamente un cierto autoengaño respecto a las propias capacidades. El hecho de que usted esté dispuesto, como adulto responsable, a manipularse a sí mismo de este modo y a asumir los efectos tanto prospectivos como retrospectivos de dicha manipulación puede servir como un test relativamente bueno para saber si está justificado que manipule del mismo modo a sus hijos. En Lake Wobegon, la ciudad mítica de Garrison Keillor, «todos los niños están por encima de la media», y este mito feliz les hace mejores de lo que serían de otro modo (mientras no lleguen a engañarse demasiado a este respecto). Ciertamente es mejor que creer que el hielo del hombre blanco es más frío.
Los filósofos han explorado también otro punto de vista sobre la autonomía, siguiendo los pasos del influyente artículo de Harry Frankfurt: «Freedom of the Will and the Concept of a Person» (1971). Frankfurt propuso la idea de que una persona un agente adulto y responsable se distingue de un animal o de un niño por tener una psicología más compleja: en particular, por tener deseos de orden superior. Puede darse el caso de que una persona quiera una cosa y, sin embargo, quiera querer otra cosa, y actúe de acuerdo con este deseo de segundo orden. Tal capacidad para reflexionar sobre los deseos que uno descubre en uno mismo, para luego asumirlos o rechazarlos, no es sólo un signo de madurez, según Frankfurt; es el criterio que define la personalidad. Esta idea intuitivamente atractiva ha demostrado bastante resistencia a entrar en una formulación que no caiga en regresiones o contradicciones, y un interesante intento relativamente reciente de David Velleman en este sentido subraya tanto el papel que debe reservarse al razonamiento como el requisito de no hacernos demasiado pequeños: «La función del agente, según Frankfurt, es reflexionar sobre los motivos que compiten por gobernar su comportamiento, y determinar el resultado de la competición al optar por algunos de sus motivos en lugar de otros» (Velleman, 1992, pág. 476). ¿Cómo puede una persona optar a favor o en contra de algunos de sus propios motivos?
Consideremos las siguientes diferencias entre dos monjes católicos: uno abraza ardientemente su voto de celibato y triunfa sobre su constitución genética gracias a la fuerza de su voluntad; el otro es igualmente célibe, pero ve su catolicismo como una adicción. Considera que le han lavado el cerebro, que es la víctima de unos memes invasores, pero no consigue convencerse para dar el salto y abandonar los principios que le han enseñado. Ciertamente hay personas reales que entran en estas dos categorías en muchos campos, pero ¿en qué consiste primariamente la diferencia? Ambos monjes están fuertemente motivados por los principios del catolicismo, pero uno se identifica sinceramente con su religión, mientras que el otro no. La identificación no depende de que un ego cartesiano o un alma inmaterial acepte unos memes y rechace otros; la entidad que asume o no dichos memes tiene que ser también algún tipo de meme o estructura cerebral compleja. Pero ¿cómo podemos aceptar una estructura de este tipo, una especie de agente dentro del agente capaz de optar por un bando u otro, sin caer otra vez en los misterios cartesianos sobre una res cogitans independiente que ejerce el papel de jefe, o por lo menos el de juez o guardia de tráfico, dentro de la caótica competición que tiene lugar en el cerebro? Velleman ofrece un ejemplo en este sentido que recuerda algunos de los experimentos de Daniel Wegner, en los que la acción viene gobernada por una conspiración sumergida, parcial o incluso enteramente inconsciente de motivos, razones, reconocimientos y demás:
Supongamos que acudo a una cita largo tiempo esperada con un viejo amigo para resolver una diferencia menor, pero que en el curso de nuestra conversación me siento provocado por algunos comentarios casuales suyos, levanto la voz y soy cada vez más cortante hasta que al final nos separamos en términos nada amistosos. Una reflexión ulterior me lleva a comprender que las ofensas acumuladas habían cristalizado en mi mente, durante las semanas previas al encuentro, hasta convertirse en una resolución de terminar con nuestra amistad por aquella cuestión, y que fue esta resolución lo que dio el tono cortante a mis comentarios […]. Pero ¿debo pensar necesariamente que tomé la decisión, o que sólo la ejecuté? […] Cuando mis deseos y creencias engendran la intención de cortar una amistad y cuando esta intención hace que adopte un tono agresivo, están ejerciendo los mismos poderes causales que poseen en circunstancias corrientes, y, sin embargo, lo hacen sin ninguna contribución por mi parte (Velleman, 1992, págs. 464465).
¿Qué habría cambiado si hubiera existido dicha contribución? Tal como observa Velleman, un agente debe ser más que un punto matemático, puesto que
cuando opta por alguno de sus motivos, le confiere una fuerza adicional a la que tienen por sí mismos y por lo tanto distinta de ella. […] ¿Qué evento o estado mental podría desempeñar esta función de dirigir siempre pero no someterse nunca a este escrutinio? Sólo puede ser otro motivo que dirija el propio pensamiento práctico (págs. 476-477).
Y este motivo sólo puede ser, tal como dijo Kant hace largo tiempo, el respeto mismo por la razón: «Lo que anima el pensamiento práctico es una preocupación por actuar de acuerdo con razones» (pág. 478). ¿Y de dónde procede esto? De la crianza, que hace participar al hijo en la práctica de pedir y dar razones. La función de la conciencia aquí es precisamente llevar los asuntos al terreno de la deliberación y la reflexión, donde con el tiempo se puedan considerar y negociar las razones en pro y en contra. Pero ¿qué pasa con aquellos jesuitas que (según se dice) decían tener bastante con los primeros siete años de un niño para hacer que se identificara con la fe?" ¿Es eso adoctrinamiento o educación?" Pienso que el planteamiento que estoy esbozando sale antes reforzado que debilitado por dar la posibilidad de que ambos monjes católicos puedan tener razón; el primero no tiene por qué engañarse a sí mismo en su creencia de que tiene la autonomía necesaria para asumir su decisión y cumplirla, y el segundo puede estar justificado al lamentarse por su adoctrinamiento, y, sin embargo, las diferencias entre sus respectivas educaciones pueden ser mínimas. Las personas son seres extraordinariamente complicados, y lo que es bueno para una puede ser muy perjudicial para otra. (Lo mismo puede decirse del Ritalin, por supuesto; muchos niños a quienes se les ha prescrito no deberían estar tomándolo). ¿Cuál es entonces el importante papel que desempeña este yo? El yo es un sistema al que se atribuye la responsabilidad, a lo largo del tiempo, con objeto de poder confiar en que esté allí para asumir la responsabilidad, para que siempre haya alguien que responda cuando se plantean cuestiones de responsabilidad. Kane y los otros tienen razón al buscar un lugar en el que termine la cadena. Simplemente han estado buscando una cosa equivocada.
Capítulo 9
La cultura humana ha hecho posible la evolución de mentes lo bastante poderosas como para captar las rabones que hay detrás de las cosas y hacerlas suyas. No somos agentes perfectamente racionales, pero el mundo social en el que vivimos genera procesos de interacción dinámica que requieren y al mismo tiempo permiten la renovación y la suscripción de nuestras rabones, y nos convierten en agentes capaces de asumir la responsabilidad por sus acciones. Nuestra autonomía no depende de nada parecido a una suspensión milagrosa de los procesos causales, sino más bien de la integridad de los procesos educativos y de intercambio de conocimiento.
Capitulo 10
Las auténticas amenazas a la libertad no son metafísicas, sino políticas y sociales. A medida que vayamos conociendo las condiciones que hacen posible la toma de decisiones en los seres humanos, deberemos diseñar y acordar sistemas jurídicos y de gobierno que no sean rehenes de falsos mitos sobre la naturaleza humana, que sean sólidos frente a posibles descubrimientos científicos y avances tecnológicos. ¿Somos más libres de lo que queremos ser? Ahora tenemos más poder que nunca para crear las condiciones bajo las cuales viviremos nosotros y nuestros descendientes.
Don Ross me ha hecho ver que el análisis de Skyrms no posee la suficiente generalidad y que para encontrarla hay que ir al reciente (y terriblemente matemático) Game Theory and the Social Contract, vol 2, Just Playing (1998), de Ken Binmore.
En Elbom Room (Dennett, 1984) puede encontrarse una versión anterior de mi explicación gradualista sobre cómo nos aupamos a la moral, en el capítulo 4, «Selfmade Selves». La exposición actual complementa y no rescinde en ningún sentido la anterior.
El artículo de Peter Suber «The Paradox of Liberation» (no publicado, pero disponible en Internet en http://www.earlham.edu/~peters/writing/liber.htm), de 1992, ha sido una gran fuente de intuiciones para mí, y me ha proporcionado también las magníficas citas de James Branch Cabell y de Alcohólicos Anónimos que aparecen como epígrafes.
Véase The Nurture Assumption (1998), de Judith Harris, para encontrar un estudio basado en un amplio espectro de variables psicológicas según el cual los niños reciben una influencia más fuerte de sus compañeros que de sus padres.
The Moral Animal (1994), de Robert Wright, contiene algunos comentarios sobre La presentación de la persona en la vida cotidiana, de Goffman, en el capítulo dedicado al engaño y al autoengaño.
Véase mi artículo «Producing Future by Telling Stories» (1996c), dedicado al papel que desempeñan los cuentos de hadas en la construcción de agentes dignos de confianza. La obra de Victoria McGeer ha sido la fuente principal de mis comentarios sobre el papel del entorno en este sentido. También es relevante la abundante literatura relativa a la «teoría de la mente infantil», a la que puede darse un repaso a través de Astington, Harris y Olson, 1988; Baron-Cohen, 1995; y Baron-Cohen, Tager-Flusberg y Cohen, 2000.
Aquellos que quieran investigar los atractivos y los problemas del determinismo radical y posturas similares pueden consultar «Ethics without Free Will» (1990), de Michael Slote; La máquina de los memes (1999), de Susan Blackmore; y Living without Free Will (2001), de Derk Pereboom.
Para leer más sobre experimentos mentales extremos que nos reclaman que nos tomemos en serio fantasías tales como las píldoras morales y los lavados de cerebro que no dejan marca alguna, véase mi artículo «Cowsharks, Magnets, and Swampman» (Dennett, 1996b).
Sobre Hume, véase «Natural and Artificial Virtues: A Vindication of Humes Scheme» (1996), de David Wiggins.