La evolución de mentes abiertas
Los seres humanos no son simplemente brutos inteligentes, agentes ingeniosos que miran por sí mismos en un mundo peligroso, y tampoco son un mero rebaño de animales que se apiñan en busca de un beneficio común que no necesitan comprender. Nuestra sociabilidad es un fenómeno complejo, preñado de desarrollos de gran alcance como el reconocimiento mutuo (del reconocimiento del reconocimiento…), y que abre, por lo tanto, toda clase de oportunidades para actividades específicamente humanas, como el establecimiento de promesas y su ruptura, la veneración y la calumnia, el castigo y el honor, el engaño y el autoengaño. Es esta complejidad de nuestro entorno la que empuja a nuestros sistemas de control, nuestras mentes, a desarrollar su propia complejidad para que podamos hacer frente de forma efectiva al mundo que nos rodea (si somos normales). Hay seres humanos que tienen la desgracia de no poder hacerlo, por una razón u otra, y deben vivir entre nosotros con un estatus reducido, como si fueran mascotas, en el mejor de los casos: cuidadas y respetadas, controladas si es necesario, amadas y amantes a su manera limitada, pero que no participan plenamente en el mundo social y, por supuesto, carecen de la libertad moralmente relevante. Los límites problemáticos que se dan entre esas personas y el resto de nosotros, y las cuestiones extraordinariamente difíciles que se plantean cuando los individuos están a un paso de la promoción o la degradación serán el tema de un capítulo posterior, pero para preparar el terreno debemos considerar antes con más detalle cómo evolucionó esta complejidad única de la sociedad y la psique humanas.
Una araña realiza operaciones parecidas a las de un tejedor, y una abeja deja en ridículo a runchos arquitectos al construir sus celdas. Pero lo que distingue al peor arquitecto de la mejor de las abejas es lo siguiente: que el arquitecto levanta su estructura con la imaginación antes de poner sus cimientos en la realidad.
KARL MARX, El capital
La cultura hace las cosas más fáciles, o directamente posibles. Y algunos de los cambios que ha traído parecen más inexorables («evolutivos») que otros.
JOHN MAYNARD SMITH, «Models of Cultural and Genetic Change»
Entre las especies que ponen los huevos y se van, sin compartir nunca el mismo medio con su descendencia, los genes son prácticamente la única vía de transmisión vertical de rasgos hereditarios. Prácticamente, pero no del todo, como puede verse en el siguiente ejemplo: tomemos una especie de mariposa que normalmente pone sus huevos en las hojas de una especie concreta de planta, y consideremos lo que puede ocurrir cuando una hembra pone accidentalmente sus huevos en la hoja de una planta de otra especie. Es probable que el (principal) gen responsable de este hábito en la puesta de los huevos funcione a base de hacer que las larvas «graben» la primera hoja que observen al salir del huevo. La descendencia de esta mariposa anormal repetirá su mismo «error» e instintivamente pondrá sus huevos en hojas que se parezcan a la hoja donde nació. Si su error resulta ser un error feliz, es posible que su línea prospere mientras otras perecen: la preferencia por la nueva hoja será una adaptación que no comportará cambio genético alguno.
Este ejemplo pone de relieve el elemento de deixis —«señalar»— implícito en la clase de referencias que emplean las recetas genéticas. El gen de los descendientes de la mariposa dice, en efecto: pon tus huevos en algo que se parezca a esto (y un pequeño dedo señala ciegamente hacia fuera, hacia lo que sea que esté allí cuando el organismo «mire» hacia donde señala el dedo). En cuanto se ha comprendido el principio, es fácil verlo en acción por todas partes, especialmente en procesos complejos de desarrollo que dependen de la «memoria celular». La mariposa no depositó simplemente su ADN en la hoja; depositó huevos, unas células que contienen toda la maquinaria de lectura y las materias primas iniciales para seguir las recetas del ADN. Esta maquinaria de lectura, a su vez, contiene información necesaria para elaborar el fenotipo de la descendencia, una información que no está codificada en los genes; estos se limitan a «señalar» los ingredientes y a decirle a la maquinaria de lectura: usa esto y aquello para hacer y doblar la próxima proteína[1]. Si alteramos dichos elementos en el entorno inmediato del proceso de lectura de genes, podemos introducir un cambio en el resultado (igual que sucedía con el alterado hábito de elección de la hoja) y si resulta ser —igual que aquel hábito— un cambio que garantiza la recurrencia de la misma alteración en el entorno del proceso de lectura de genes, habremos producido una mutación del fenotipo (una mutación en el producto, el vehículo que se enfrenta a la selección natural) sin que comporte ninguna mutación en el genotipo (la receta). Los cocineros saben que un cambio sutil en la textura de la harina y el azúcar en países diferentes puede tener un efecto profundo sobre cómo les salen sus recetas favoritas. Siguen la receta al pie de la letra, buscan eso que llaman harina aquí, y obtienen como resultado un pastel distinto del que conocían. Pero si el nuevo pastel es un buen pastel, es posible que su receta sea copiada y seguida por muchos cocineros, y dé lugar a una línea de pasteles diferentes de sus antecesores y de sus parientes contemporáneos en el país original. (Confío en que los aficionados observarán los paralelismos que existen entre esta idea y la industria filosófica de la Tierra Gemela. Aquellos que no entiendan este paréntesis pueden considerarse afortunados por ello).
La Madre Naturaleza no es «genecentrista». Quiero decir con ello que el proceso de selección natural no favorece la transmisión genética de la información cuando la misma información puede ser (más o menos) transmitida con igual fiabilidad, y de forma más barata, con la ayuda de alguna otra regularidad del mundo. Por un lado están las leyes de la física (la gravedad, etc.) y los elementos estables a largo plazo en el entorno en cuya perseverancia se puede «confiar» sin mucho riesgo (la salinidad del océano, la composición de la atmósfera, los colores de las cosas, que pueden usarse como marcadores, etc.). Como esas condiciones son más o menos constantes, pueden estar tácitamente presupuestas en las recetas genéticas, sin necesidad de «mencionarlas». (Nótese que las mezclas para hacer pasteles que se venden en cajas a menudo prescriben diferentes temperaturas de cocción, o el añadido de más harina o más agua, para su preparación a gran altura, un ejemplo de variación que obliga a la receta a mencionar algo que de otro modo podría ahorrarse).
Entre las regularidades que pueden presuponerse en las recetas genéticas están las que se transmiten de generación a generación por el aprendizaje social. Dichas regularidades sociales no son sino otros tantos casos de regularidades previsibles del entorno, pero adquieren una relevancia ulterior por el hecho de que ellas mismas pueden estar sujetas a selección (a diferencia de la gravedad, por ejemplo). Una vez que se ha determinado la vía de transmisión de información, y los genes pasan a «confiar en ella» para hacer parte del trabajo, esta pasa a generar sus propias mejoras en el diseño, lo que ha dado lugar a una miríada de refinamientos que han ido puliendo los procesos de codificación, replicación, edición y transmisión del ADN a lo largo de eones. Los cambios genéticos que tienden a prolongar el contacto e interacción entre los progenitores y su descendencia, por ejemplo, pueden incrementar la Habilidad de la vía del aprendizaje social al darle más tiempo para operar, y más adelante se puede afinar la transmisión mediante el desarrollo evolutivo de marcadores de la atención (¡mira a mamá!). El camino se convierte primero en una carretera y luego en una autopista, un canal de transmisión de información especialmente diseñado por la selección natural para multiplicar la I+D en aquellos linajes que confían en él.
En aquellas especies en las que los padres conviven algún tiempo con su descendencia, hay una ancha avenida para dicha transmisión vertical pero no genética de información útil, o «tradición», como por ejemplo las preferencias en cuanto a la comida y al hábitat (Avital y Jablonka, 2000). Tal como hemos visto, la transmisión horizontal de un diseño genéticamente transmitido, la posibilidad de compartir genes útiles con organismos que no pertenecen a la propia descendencia o ascendencia, también ha estado presente desde los primeros días de la evolución y ha desempeñado un papel crucial en muchos de los avances más significativos de la evolución, pero estos casos parecen ser accidentes felices, no la vía prevista para la difusión de los diseños. La transmisión horizontal de información no genética es una innovación mucho más reciente en las formas de vida multicelular equipadas con sistemas perceptivos (en una palabra, los animales). En ningún caso son más evidentes sus potencialidades que en nuestra especie, aunque no somos los únicos en disfrutar de sus beneficios. Un famoso estudio de los monos de una isla japonesa mostró que aprendían por imitación u observación el truco de limpiar el trigo de la playa a base de lanzar un puñado de trigo mezclado con arena al mar y luego recoger los granos que flotaban en la superficie, y hay razones para creer que las tecnologías de construcción de presas que los castores adultos transmiten a sus crías podrían incluir una parte importante de observación y aprendizaje por observación, si no de instrucción formal. También existen, como es habitual en biología, unos cuantos ejemplos intermedios para iluminar los contrastes. Las cabras montesas abren con su paso una red de caminos óptimos en su territorio, con lo que legan un entorno perfectamente preparado, tan pulcro como cualquier sistema de carreteras humano, no sólo a sus hijos y a sus nietos, sino a todas las criaturas que se mueven por la región. ¿Podemos considerarlo una transmisión cultural? Sí y no. La preservación de la uniformidad en la que se confía depende de la repetición de las acciones por parte de las cabras individuales, que deben ser capaces de ver lo que hacen las otras cabras. ¿Es eso imitación? ¿Qué es lo que se está replicando? Resulta difícil de decir.
Hay, sin embargo, una especie, el Homo sapiens, que ha convertido la transmisión cultural en una verdadera autopista de información, y ha generado grandes familias de entidades culturales que se ramifican en nuevas familias de familias, y ha transformado totalmente a sus miembros por medio del hábito culturalmente transmitido de inculcar tanta cultura como sea posible a los jóvenes, desde el momento en que sean capaces de absorberla. Esta innovación en la transmisión horizontal es tan revolucionaria que los primates que la realizan merecen un nuevo nombre. Si lo que buscamos es un término técnico podríamos llamarlos euprimates (superprimates). O podríamos usar el lenguaje corriente y llamarlos personas. Una persona es un homínido con un cerebro infectado, que se ha convertido en hospedador de millones de simbiontes culturales, y los principales factores que hacen posible esta transmisión son los sistemas simbióticos conocidos como lenguajes.
¿Qué fue primero, el lenguaje o la cultura? Como la mayoría de los dilemas del huevo y la gallina, este sólo resulta paradójico cuando lo consideramos de una manera simplista. Es cierto que un lenguaje plenamente desarrollado no puede prosperar como institución entre los miembros de una especie hasta que no exista algo parecido a una comunidad, con normas, tradiciones, reconocimiento de individuos y funciones mutuamente aceptadas. De modo que hay razones en favor de considerar que algún tipo de cultura precede —y debe preceder— al lenguaje. En las comunidades de chimpancés existen normas y tradiciones (en sentido amplio), reconocimiento de individuos y funciones mutuamente aceptadas (en sentido amplio), sin que esté presente el lenguaje, y también se advierte una modesta capacidad para la tradición cultural: tradiciones o «tecnologías» para romper cáscaras de nueces, cazar termitas o sacar agua de fuentes de difícil acceso. Disponen incluso de algunos protosímbolos: en al menos una comunidad de chimpancés, el pícaro y lascivo gesto de acariciar una brizna de hierba por parte de un macho parece significar, a los ojos de una hembra, algo así como «¡Me pones a mil!» o «¿Estudias o trabajas?». Hay diferencias en las maneras de darse la mano durante los rituales de cortejo que parecen obedecer a reglas de transmisión cultural, no genética. Repasando nuestra propia historia evolutiva, hay pruebas (objeto aún de un encendido debate) de que el control de los homínidos sobre el fuego se podría remontar a un millón de años atrás, y seguramente debía ser una práctica de transmisión cultural (no genética, como las prácticas de cavado de nidos por parte de las avispas cavadoras), mientras que el lenguaje podría ser una innovación mucho más reciente: las estimaciones van desde cientos de miles de años atrás hasta sólo unas decenas de miles de años.
La cultura y la transmisión cultural pueden existir sin necesidad del lenguaje, y no son exclusivas de los homínidos, ni de los chimpancés, nuestros parientes vivos más próximos. Pero es el lenguaje el que abre las puertas para la transmisión cultural a gran escala que nos distingue de todas las demás especies. Parece que en nuestro planeta sólo ha evolucionado una cultura lingüística desarrollada (de momento). (Los Neandertales probablemente conocían el lenguaje, de modo que en cierto momento pudo haber en el planeta dos especies que lo usaban, pero, en caso de ser así, ambas debieron heredarlo probablemente de un ancestro común). ¿Por qué no hay ninguna otra especie que haya descubierto esta maravillosa suite de las adaptaciones? Todos conocemos la lista de rasgos únicos del Homo sapiens: el control del fuego, la agricultura (aunque no hay que olvidar a las hormigas cultivadoras de hongos), las herramientas complejas, el lenguaje, la religión, la guerra (aunque debemos recordar también a las hormigas), el arte, la música, las lágrimas, la risa… ¿En qué orden surgieron estos rasgos peculiares, y por qué? Los hechos históricos se hallan muy alejados en el tiempo, pero no son inertes; han dejado rastros fósiles que pueden ser estudiados en la actualidad por los antropólogos, los arqueólogos, los genetistas evolucionistas, los lingüistas, etc. El común de nominador de todas las interpretaciones de los datos y de todos los debates actuales es el pensamiento darwinista, y no sólo a propósito de los genes. A veces ni siquiera se les dedica una mención. El lenguaje sólo ha evolucionado una vez, pero no han dejado de evolucionar lenguas distintas desde que el primer grupo conocedor del lenguaje se rompió en varios subgrupos, y, aunque ha habido sin duda respuestas genéticas al surgimiento del lenguaje (los cerebros han evolucionado anatómicamente para convertirse en mejores procesadores de palabras), es muy improbable que alguna de las diferencias que han surgido entre, por ejemplo, el finlandés y el chino, o el navajo y el tagalog se deban a las mínimas diferencias genéticas que pueden descubrirse (usando un sofisticado análisis estadístico) entre las poblaciones que tienen dichas lenguas como lengua materna. Cualquier niño puede aprender con la misma facilidad cualquier lengua humana a la que esté expuesto, por lo que sabemos. Eso indica que la evolución de las lenguas no está relacionada directamente con la evolución de los genes, a pesar de lo cual ha seguido patrones darwinianos: toda I+D tiene su precio, y cada nuevo diseño tiene que salir a cuenta de un modo u otro. Si persiste una u otra complejidad gramatical, por ejemplo, lo hace por alguna razón, puesto que todo cuanto existe en la biosfera está sometido a renovación, revisión o cancelación, en todo momento. Las costumbres y los hábitos están tan abocados a la extinción como puedan estarlo las especies, si no hay nada que los mantenga en pie. Las innovaciones sofisticadas —en el lenguaje o en otras prácticas humanas— no ocurren porque sí; lo hacen por alguna razón.
La pregunta es: ¿la razón de quién? Los abogados preguntan Cui bono?, ¿a quién beneficia? Para responder adecuadamente a esta pregunta debemos realizar un atrevido salto con la imaginación, y sin la ayuda de ninguna pluma mágica. Tal como veremos, cuando demos el salto habrá una ruidosa multitud de observadores histéricos que nos advertirán de que no lo demos, que nos implorarán que giremos la espalda a esta peligrosa idea. El tema que estamos a punto de esbozar tiene un incomparable poder para irritar a los guardianes de la tradición y hacer que suba el volumen, aunque no la precisión, de sus críticas. Estamos a punto de considerar la noción de meme, un replicador cultural análogo al gen, y muchos de los que han considerado dicha idea han terminado por odiarla. Tratemos primero de comprenderla, sin embargo, y veamos si es realmente tan odiosa. Haré todo cuanto esté en mi mano para ofrecer una imagen vivida de las razones que hay detrás del odio para que no me acusen de dorar la píldora de una idea venenosa, y comenzaré a hacerlo desde ahora mismo.
Vemos cómo una hormiga escala laboriosamente el tallo de una hierba. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué ha evolucionado tal comportamiento? ¿Qué beneficios obtiene la hormiga por hacerlo? No es esa la pregunta que debemos plantear. La hormiga no recibe beneficio alguno. ¿Lo hace porque sí, entonces? En realidad, lo hace precisamente por eso: por un tremátodo*. El cerebro de la hormiga ha sido invadido por un tremátodo (Dicrocoelium denariticum), perteneciente a una familia de pequeños gusanos parásitos que necesitan llegar hasta los intestinos de una oveja o una vaca para poder reproducirse. (Los salmones nadan contracorriente; estos gusanos parásitos hacen que las hormigas trepen por los tallos de hierba para aumentar la probabilidad de que las ingiera un rumiante). El beneficio no es para las expectativas reproductivas de la hormiga, sino para las del tremátodo[2].
En El gen egoísta (1976), Richard Dawkins señala que también podemos concebir ciertos elementos culturales —a los que dio el nombre de memes— como parásitos. Tales elementos utilizan los cerebros humanos (en lugar de los estómagos de las ovejas) como hogares temporales y saltan de cerebro en cerebro para reproducirse. Igual que los tremátodos, han aprendido a negociar cada vez mejor este elaborado ciclo (debido a la competición entre los diferentes memes por el limitado espacio de los cerebros) y, también igual que los tremátodos, no tienen por qué saber nada acerca de cómo o por qué lo realizan. Son estructuras de información dotadas de un ingenioso diseño para explotar inconscientemente a los pensadores, lo que no significa que sean pensantes ellas mismas. No tienen sistema nervioso; ni siquiera tienen cuerpo, en el sentido ordinario. En realidad se parecen más a un virus que a un gusano (Dawkins, 1993), ya que viajan ligeras, sin necesidad de construirse un gran cuerpo con el que moverse. Básicamente, un virus no es más que una cadena de ácido nucleico (un gen) con una actitud. (También posee una especie de abrigo proteínico; un viroide es un gen aún más desnudo, desprovisto del abrigo). De modo parecido, un meme es un paquete de información con una actitud: una receta o un manual de instrucciones para hacer algo cultural.
Así pues, los memes son análogos a los genes. ¿De qué está hecho un meme? Está hecho de información, que puede ser transmitida por cualquier medio físico. Los genes, que no son sino recetas genéticas, están escritos en el medio físico del ADN y en un único lenguaje canónico, el alfabeto de C, G, A y T, que se agrupa en tripletes para codificar los aminoácidos. Los memes, que son recetas culturales, dependen de modo parecido de uno u otro medio físico para seguir existiendo (no son mágicos), pero pueden saltar de un medio a otro, y traducirse de una lengua a otra, igual que… ¡las recetas! Una misma receta de pastel de chocolate puede ser conservada, transmitida y copiada sin importar si está escrita con tinta en un papel y en lengua inglesa, grabada en una cinta de vídeo en italiano o almacenada en una estructura diagramática de datos en el disco duro de un ordenador. Como la prueba de un bizcocho es el momento de comerlo, la probabilidad de que una receta consiga que se hagan réplicas de sus copias físicas depende (principalmente) del éxito que tenga el pastel. ¿Del éxito que tenga el pastel en qué? En conseguir un hospedador que haga otra copia de la receta y la pase a otros. Cui bono? Por regla general, los beneficiarios son quienes comen el pastel, y por ello conservan la receta como un tesoro, hacen copias vías transmiten a su vez; pero con independencia del beneficio que puedan sacar estos «anfitriones», si el pastel consigue de algún modo animarlos a que sigan transmitiendo la receta, esta se beneficiará de la única manera que importa para las recetas: logrando que se hagan más copias suyas y que se prolongue su linaje. (Podemos imaginar, por ejemplo, que se tratara de una receta para hacer un pastel que resultara, en realidad, altamente tóxico, pero que contuviera un poderoso alucinógeno que despertara en las personas que lo comieran un deseo obsesivo e irresistible de hacer más copias de la receta y compartirlas con sus amigos).
En el dominio de los memes, el beneficiario último, el beneficiario en términos del cual deben realizarse los cálculos finales de costes y beneficios, es el propio meme, no sus portadores. Esto no debe interpretarse como una tesis empírica radical, que descarte (por ejemplo) el papel de los agentes humanos individuales en el diseño, la apreciación y la contribución a la difusión y perduración de los elementos culturales. Mi propuesta es más bien adoptar una perspectiva o punto de vista que nos permita comparar una amplia variedad de tesis empíricas distintas, incluidas las tradicionales, y considerar las pruebas que hay a su favor desde una posición neutral que no prejuzgue dichas cuestiones. A primera vista, esta visión de la cultura puede parecer más siniestra que prometedora. Si esto es una forma de libertad, resulta sin duda extraña, y no parece en nada preferible a la libertad ignorante, aunque feliz, de la que disfruta el pájaro para volar allí donde quiera. A partir de una analogía con el tremátodo, se nos invita a considerar un meme como un parásito que dirige a un organismo en aras de su propio beneficio replicador, aunque deberíamos recordar que dichos autoestopistas o simbiontes pueden clasificarse en tres categorías fundamentales: parásitos, cuya presencia reduce la competencia de su hospedador; comensales, cuya presencia es neutral (aunque, tal como nos recuerda la etimología, «comparten la misma mesa»); y mutualistas, cuya presencia aumenta la competencia tanto del hospedador como del invitado. Como dichas variedades se hallan distribuidas a lo largo de un continuo, no se pueden establecer límites muy precisos entre ellas; en qué punto cae el beneficio hasta cero o se convierte en perjuicio no es algo que se pueda medir directamente con ninguna prueba práctica, aunque podemos examinar las consecuencias de dichas variantes a través de modelos. Cabe esperar que los memes presenten también las tres variedades. Algunos memes seguramente promueven nuestra competencia y aumentan nuestras opciones de tener una descendencia numerosa (métodos de higiene, o para el cuidado de los niños o la preparación de la comida, por ejemplo), otros son neutrales —pero podrían ser buenos para nosotros en otros aspectos más importantes (la lectura y la escritura, la música y el arte, por ejemplo)— y otros memes son seguramente perjudiciales para nuestra competencia genética, aunque incluso estos pueden ser buenos para nosotros en otros sentidos que nos interesan más (el ejemplo más obvio son las técnicas de control de la natalidad). Evidentemente, los memes que persistan serán aquellos que posean una mayor competencia como replicadores, sean cuales sean sus efectos sobre nuestra propia competencia, o siquiera sobre nuestro bienestar. En consecuencia, es un error presumir que la selección natural de un rasgo cultural se da siempre «por alguna causa», entendiendo por tal algo que el hospedador pueda percibir subjetivamente (tal vez por error) como un beneficio. Siempre cabe preguntar si los hospedadores, los agentes humanos que intervienen como vectores, perciben algún beneficio y (por esa misma razón, sea buena o mala) contribuyen a la preservación y replicación del elemento cultural en cuestión, pero debemos estar preparados para recibir la respuesta de que no es así. En otras palabras, debemos considerar como una posibilidad real la hipótesis de que los hospedadores humanos, individualmente o como grupo, no estemos interesados en cierto elemento cultural, tengamos reservas respecto a él o incluso estemos positivamente resueltos en su contra, y que sin embargo este sea capaz de explotarnos como vectores. Tal como dijo George Williams:
Un meme puede promover la felicidad o la competencia de sus portadores dentro de una sociedad, pero también puede ser que no. Si puede transmitirse horizontalmente a un ritmo superior al que puede reproducirse su portador, la competencia de este pasa a ser en buena medida irrelevante. El avance del tabaco deja un rastro de cadáveres que están tan muertos como las víctimas de una cepa de espiroquetas (Williams, 1988, pág. 438).
Quedan todavía muchas preguntas por responder respecto a los memes, y también muchas objeciones. ¿Podemos convertir el punto de vista de los memes en una ciencia propiamente dicha, la memética, o es «sólo» un vivido artificio para la imaginación, una herramienta o un juego filosófico, una metáfora que no puede tomarse en sentido literal? Es demasiado pronto para decirlo. La mayor parte de los argumentos que se han esgrimido contra una posible ciencia de la memética están mal planteados o son fruto de la desinformación, y desprenden un tufo inconfundible de hipocresía o desesperación. Ello es particularmente evidente cuando dichos argumentos los repiten personas que manifiestamente no los comprenden, puesto que replican con toda ingenuidad y sin darse cuenta pequeños errores que de algún modo se colaron en la línea germinal. Mi mala objeción favorita es la tesis de que la evolución cultural es «lamarckiana» y, por tanto, no puede ser «darwiniana», una letanía que se presenta en diversas variantes pésimamente formuladas, ninguna de las cuales se sostiene en pie[3]. Pero suena bien, ¿no es verdad? Suena como una objeción sofisticada capaz de darle donde más le duele a esa odiosa derecha ultradarwinista. (¡Detengan a ese cuervo!). La vanguardia de las investigaciones actuales puede terminar por convertirse en una disciplina sustantiva de la memética y demostrar que aquellos críticos estaban en un error. (¡Cómete esa, cuervo!)*. O puede ser que no. Todavía quedan obstáculos y objeciones importantes que superar. (Véanse las notas sobre lecturas complementarias incluidas al final del capítulo). Tal como digo, es demasiado pronto para decirlo, pero eso no importa demasiado para nuestros propósitos, ya que la principal contribución que deben hacer los memes a esta exposición es en realidad «meramente» filosófica o conceptual, aunque no por ello menos valiosa: adoptar el punto de vista del meme nos permite apreciar una posibilidad que difícilmente nos tomaríamos en serio de otro modo. Tal como vimos en el capítulo 4, dedicado al libertarismo, existe un convencimiento ampliamente extendido entre los pensadores sobre la necesidad de librarnos de algún modo de nuestra herencia biológica para poder alcanzar la libertad relevante desde el punto de vista moral. Como no podemos recurrir a la Invitación moral mágica y no podemos aprovecharnos de los quanta para que nos lleven más allá de nuestra biología, debemos buscar nuestra liberación en alguna otra parte. Richard Dawkins termina El gen egoísta con una resonante declaración:
Tenemos el poder de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento y, si es necesario, a los memes egoístas de nuestra educación […]. Hemos sido construidos como máquinas genéticas e instruidos como máquinas meméticas, pero tenemos el poder de volvernos contra nuestros creadores. Sólo nosotros, en toda la Tierra, somos capaces de rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas (Dawkins, 1976, pág. 215).
Pero ¿cómo es posible que «nosotros» hagamos algo así? Dawkins no lo dice, pero pienso que el punto de vista del meme introduce precisamente las ideas que necesitamos para dar contenido a su proclama. Pero antes debemos dar unos cuantos pasos. El primero consiste simplemente en reconocer que el acceso a los memes —buenos, malos e indiferentes— tiene el efecto de abrir un mundo que de otro modo estaría cerrado a la imaginación de los seres humanos. La acción de nadar río arriba para desovar puede ser inteligente en muchos sentidos, pero el salmón no puede siquiera contemplar la posibilidad de abandonar su proyecto evolutivo y optar en cambio por pasar sus días estudiando geografía costera o esforzándose por aprender portugués. La creación de una panoplia de nuevos puntos de vista me parece el producto más extraordinario de la revolución euprimática. Mientras que todos los demás seres vivos están diseñados por la evolución para evaluar todas las opciones en relación con el summum bonum del éxito reproductivo, nosotros podemos sustituir este objetivo por miles de otros con la misma facilidad con la que el camaleón cambia de color. Los pájaros y los peces, e incluso otros mamíferos, son en gran medida inmunes al fanatismo, una patología de origen cultural única en nuestra especie, pero a la que irónicamente nos hace vulnerables la propia cultura al darnos una mente abierta en cuanto a fines y medios, en un sentido que no es aplicable a ningún otro animal.
Cuando un agente o sistema intencional toma una decisión sobre cuál es el mejor curso de acción, tras considerar todos los factores, debemos preguntar desde qué perspectiva juzga su optimalidad. Una presunción que se da más o menos por defecto, al menos en el mundo occidental, y especialmente entre los economistas, es tratar al agente como si fuera una especie de punto o locus cartesiano de bienestar. ¿Qué me aporta eso a mí? Interés racional. Pero si bien es cierto que algo debe desempeñar el papel del yo, es decir, algo debe definir la respuesta a la pregunta Cui bono?, para aquel que toma la decisión, no hay ninguna necesidad de adoptar dicha presunción, por más común que sea. El yo como beneficiario último puede estar indefinidamente distribuido. Puedo preocuparme por otros o por una estructura social superior, por ejemplo. No hay nada que me limite a unjo distinto de un nosotros. (Si uno se hace lo bastante pequeño, puede externalizarlo prácticamente todo).
Cierta tradición hablaría aquí de ayuda «desinteresada», pero esto introduce más problemas de los que resuelve: la búsqueda del «auténtico» desinterés es una misión destinada al fracaso. Y debe fracasar no tanto porque no seamos ángeles (no somos ángeles, pero no es ese el problema), sino porque los criterios que definen el auténtico desinterés son en todo caso equívocos, tal como veremos. Es mejor concebir la capacidad humana para reformular su propio summum bonum como la posibilidad de extender el dominio del vo. El hecho de que mi objetivo sea convertirme en el número uno no se ve desmerecido en nada porque incluya en esta posición no sólo a mi propio cuerpo, sino a mi familia, a los Chicago Bulls, a Oxfam… lo que se quiera. Y hay una buena razón para concebir de este modo el yo: supongamos que soy un agente que participa en una negociación, o en el dilema del prisionero, o que me enfrento a una oferta coercitiva, o a un intento de extorsión. Mi problema no se resuelve, ni disminuye, o ni siquiera cambia en ningún sentido relevante, si el «yo» que estoy protegiendo es distinto del mío, si no estoy tratando de salvar mi propio pellejo, por así decirlo. Un extorsionador o un benefactor que sepa cuál es el objeto de mis cuidados está en posición de crear una situación que me afecte en lo que más me importa, sea lo que sea.
Estamos ya a las puertas de la sala de conciertos, pero todavía queda mucho por explorar. Debemos ver de qué modo llega a producir la evolución cultural, a veces en colaboración con la evolución biológica, las condiciones sociales que componen nuestra atmósfera conceptual, el aire que respiramos, cuando nos comportamos con el convencimiento de que muchas veces somos libres de tomar nuestras propias decisiones, en un sentido moralmente relevante.
Las ideas éticas, políticas, religiosas, científicas… todas estas ideas y las instituciones que las encarnan han surgido en un período biológico muy reciente, y no por arte de magia. La cultura no descendió un día sobre una banda de homínidos como una nube de gérmenes transportados por el aire. Para comprender cómo las ideas surgidas gracias a la cultura contribuyeron a ampliar nuestros yoes, debemos observar la estructura del entorno donde debieron actuar dichos agentes ancestrales. Al hacerlo, descubriremos una amplia y en gran medida inexplorada variedad de hipótesis darwinianas que deberemos contrastar en nuestra investigación de la historia que ha llevado a nuestra herencia cultural, vías razones que explican algunos de sus aspectos.
Un hábito cultural puede desaparecer de un día para otro cuando se produce un cambio en el entorno cultural, y esta desaparición puede tener a su vez efectos ulteriores sobre el entorno selectivo, lo cual supone un potente ciclo de retroalimentación que acelera el ritmo de la evolución, a menudo en direcciones que podemos terminar lamentando. Consideremos algunos ejemplos. La película de dibujos animados de Walt Disney Bambi salió en 1942 y en pocos años cambió las actitudes de los norteamericanos hacia la caza del ciervo (Cartmill, 1993). En la actualidad la población de ciervos se ha convertido en un grave problema de salud en algunas partes de Estados Unidos, donde ha llegado a provocar una epidemia menor del mal de Lyme, que es transmitido por las garrapatas de los ciervos a algunos seres humanos aficionados a pasear por el campo. Las latas de aluminio desplazaron en el curso de una sola generación a las tradicionales cestas sukuma de la cultura masonzo, en las costas del lago Victoria, en África:
Dichas cestas herméticas eran obra de las mujeres y servían en las celebraciones como recipientes para consumir grandes cantidades de pombe, una cerveza de mijo […]. Las mujeres tejían las hojas de hierba desecadas con manganeso hasta convertirlas en cestas de diseños geométricos con un significado simbólico. No era siempre posible descubrir lo que significaban los diseños porque la llegada de los mazabethi —recipientes de aluminio llamados así por referencia a la reina Isabel y que habían sido introducidos a gran escala durante el mandato británico— había significado el fin de la cultura masonzo. Hablé con una anciana de un pequeño poblado que, después de más de treinta años, aún seguía indignada por la cuestión de los mazabethi […] «Sisi wanawake,, nosotras, las mujeres, acostumbrábamos a tejer cestas sentadas en el suelo mientras charlábamos. No veo nada malo en eso. Cada mujer se esforzaba por hacer la cesta más bonita posible. Los mazabethi terminaron con todo eso» (Goldschmidt, 1996, pág. 39).
Más triste aún es el efecto que tuvo la introducción de las hachas de acero entre los indios Panare de Venezuela:
En el pasado, cuando se usaban hachas de piedra, era preciso que varios individuos se reunieran y trabajaran conjuntamente para cortar los árboles necesarios para hacer un nuevo jardín. Con la introducción del hacha de acero, sin embargo, un hombre solo puede despejar un jardín […] la colaboración ya no es necesaria, ni tampoco muy frecuente (Milton, 1992, págs. 37-42).
Esa gente perdió su tradicional «red de interdependencia cooperativa» y ahora está perdiendo también buena parte del conocimiento que había reunido a lo largo de siglos, junto con la flora y la fauna de su mundo. A menudo desaparecen incluso sus lenguas, en sólo una o dos generaciones. ¿Podría ocurrimos algo así a nosotros? ¿Hay algún regalo de la ciencia o la tecnología que pueda tener un impacto parecido sobre nuestro medio cultural al que tuvieron aquellas sencillas hachas de acero en el suyo? ¿Por qué no? Nuestra cultura está hecha de las mismas cosas que la suya. (¡Detengan a ese cuervo!…, sólo que ahora tal vez todos estemos de acuerdo en que tal vez haya buenas razonas para detenerlo).
Estos ejemplos demuestran que los caracteres culturalmente mantenidos son muy volátiles y que se extinguen con facilidad en ciertas condiciones, lo cual resulta sin duda inquietante, aunque también es motivo de esperanza. Las perversiones culturales —como la tradición de la esclavitud o los abusos contra las mujeres— pueden evaporarse a veces en un período igualmente corto de tiempo, gracias a unos pocos cambios prácticos. No todos los caracteres culturales son igual de delicados. Un hábito culturalmente impuesto puede durar mucho más tiempo que el de su utilidad efectiva y persistir gracias a sanciones impuestas por los integrantes de la cultura, que pueden haber perdido de vista o tal vez apreciar sólo vagamente el sentido original de su hábito convertido en tradición. Un tabú como el de no comer cerdo, por ejemplo, pudo tener un motivo perfectamente válido (virtual o no) en el momento de su establecimiento, un motivo que quizá dejó de existir hace mucho tiempo y que, sin embargo, ya no es necesario para el mantenimiento del tabú. Y si un carácter está fijado genéticamente, el lapso temporal entre la cesación de su raison d’être y su extinción efectiva puede medirse por cientos de generaciones. Nuestra afición al dulce, por usar un ejemplo muy gastado, era perfectamente razonable en un mundo de cazadores-recolectores, donde la conservación de la energía era una cuestión de vida o muerte. En el mundo actual, donde el azúcar está presente por todas partes en nuestro entorno, es una maldición que debemos superar con toda clase de contramedidas culturales. (Levantad las manos los deterministas genéticos que consideráis que eso es imposible… hmm, no veo ninguna mano).
Hay muchas posibilidades de establecer interacciones complejas entre factores genéticos y culturales (así como con otros factores ambientales). Las simples diferencias de escala temporal garantizan eso por sí solas. Consideremos, por ejemplo, el siguiente estudio parcial de las posibles explicaciones darwinistas de la religión[4]. La religión es omnipresente dentro de la cultura humana y prospera a pesar de los considerables costes que supone. Cualquier fenómeno que excede aparentemente el terreno de lo funcional reclama una explicación. No nos maravillamos de que una criatura rebusque con insistencia entre la tierra con la nariz, porque suponemos que está buscando comida; si interrumpe regularmente su rastreo para dar una voltereta, en cambio, queremos saber por qué lo hace. ¿Qué beneficios supone la criatura (correcta o incorrectamente) que debe proporcionarle esta actividad suplementaria? Desde un punto de vista evolutivo, la religión parece ser una afición generalizada a dar las volteretas más elaboradas, y como tal reclama una explicación. No es que falten las hipótesis. La religión (o alguno de los rasgos de la religión) podría ser como:
El dinero: la religión es una innovación cultural bien diseñada cuya ubicuidad puede explicarse e incluso justificarse con facilidad: es un buen truco que previsiblemente volvería a ser descubierto una y otra vez, un caso de evolución social convergente. La sociedad se beneficia de ella. (Viene a ser como los rastros de feromonas que dejan los insectos sociales para coordinar las actividades de sus compañeros: su utilidad sólo puede comprenderse en el contexto del grupo, lo cual abre todas las cuestiones relacionadas con la selección grupal).
Una estructura piramidal: la religión es una estafa inteligentemente diseñada por una élite para aprovecharse de sus congéneres y que se ha venido transmitiendo (culturalmente). Sólo la élite se beneficia de ella.
Una perla: la religión es un bello subproducto de un mecanismo rígido y genéticamente controlado que responde a una irritación inevitable; el organismo se protege así de posibles daños internos.
La glorieta de un pájaro glorieta: la religión es el producto de algo análogo a una selección sexual desbocada, un proceso de elaboración de estrategias biológicas atrapado en una escalada de retroalimentación positiva.
El tiritar: esta agitación aparentemente inútil del cuerpo tiene en realidad una función positiva para el mantenimiento del equilibrio homeostático, ya que contribuye a elevar la temperatura corporal. El que tirita se beneficia de ello en la mayoría de los casos, aunque no en todos.
Un estornudo: los parásitos invasores han tomado el control del organismo y lo dirigen hacia destinos que les benefician a ellos, con independencia de cuáles sean sus efectos sobre el organismo, igual que hace el tremátodo en el cerebro de la hormiga.
La verdad acerca de la religión podría muy bien ser una amalgama de varias de estas hipótesis, u otras. Pero incluso aunque fuera así —sobre todo si fuera así— no conseguiremos hacernos una idea clara de por qué existe la religión hasta que hayamos distinguido claramente estas posibilidades y las hayamos comprobado todas. No todas apuntan en la misma dirección, aunque todas reflejan un pensamiento darwinista. Todas las hipótesis intentan explicar la religión tratando de descubrir algún beneficio, alguna función que justifique su coste, pero difieren ampliamente en la cuestión del Cui bono? ¿Es el grupo el beneficiario, la élite, el organismo individual? ¿Es un «efecto reina roja» en el que todos deben ir tan rápido como puedan tan sólo para seguir empatados? ¿Existe algún otro beneficiario evolutivo? Y ninguna de estas hipótesis invoca un «gen de la religión», aunque los genes tienen un papel principal en el establecimiento de algunas de estas hipotéticas precondiciones para ciertos aspectos de la religión.
Por supuesto, también podría ser que hubiera algo así como un gen para la religión. Por ejemplo, una especial tendencia hacia una «religiosidad» ferviente es un síntoma definitorio de ciertas clases de epilepsia, y se sabe que hay predisposiciones genéticas hacia la epilepsia. Podría ser que algunos entornos culturales —conjuntos de tradiciones, prácticas y expectativas— se convirtieran en factores de amplificación y configuración de ciertos extraños fenotipos, que tendieran a convertirse en chamanes, sacerdotes o profetas, cuyo mensaje sería el mensaje local que correspondiera según el caso (igual que como se aprende la lengua materna). Sólo en este sentido el «don de la profecía» podría «correr en la familia»: habría un gen para ello exactamente del mismo modo que hay genes para la miopía o la hipertensión. (Sí, sí, ya lo sé; «estrictamente hablando» no hay tal cosa como genes para la miopía y la hipertensión; esos supuestos genes no son más que predisposiciones hacia tales afecciones. ¡Detengan a ese cuervo!). Aunque hubiera realmente algún gen para la religión, eso no sería más que una de las posibilidades darwinianas menos interesantes e informativas. Mucho más importante es la evolución (y el mantenimiento, frente a una posible extinción) de las condiciones que podían explicar su amplificación, y esto es algo que casi con toda certeza no está gobernado por los genes. Es evolución cultural.
Del mismo modo que propongo caricaturas del pensamiento darwinista, también podría poner en guardia contra otra de ellas, que llamo la falacia nudista. La revista The American Sunbather (algunos números de la cual cayeron en mis sudorosas manos cuando era joven) daba gran importancia, según recuerdo, al carácter esencialmente natural del desnudo. Era un retorno a nuestro pasado animal desnudo, una forma de conectar con «el modo como la Madre Naturaleza quería que fuéramos». Absurdo. Y no me refiero a lo de que la Madre Naturaleza quiera algo (yo mismo defiendo el uso de esta vivida forma de hablar para referirme a las razones virtuales que explican los diseños que la evolución descubre y suscribe). Lo que es absurdo es la idea de que aquello que la Madre Naturaleza quiere sea ipso facto bueno (para nosotros en este momento). No deje usted de quitarse la ropa cada vez que sienta el impulso de hacerlo, pero no cometa el error de suponer que al ponerse en una situación tan «natural» mejora de algún modo su situación en la vida. (En realidad, la ropa es tan natural para nuestra especie como la concha que toma prestada un cangrejo ermitaño, el cual sería más bien imprudente si fuera desnudo por ahí). La miopía es natural, pero demos gracias por tener gafas. La Madre Naturaleza quería que comiéramos todas las cosas dulces que pudiéramos encontrar, pero eso no es una buena razón para seguirle la corriente a este instinto. Muchos de los elementos culturalmente evolucionados de la vida humana son eficientes correctivos de uno u otro «instinto» desfasado (Campbell, 1975), del mismo modo que otros elementos, tal como veremos, son correctivos de aquellos correctivos, y así sucesivamente. Los procesos darwinianos tienen su primer trampolín en la competición subyacente entre alelos dentro del genoma, pero en nuestra especie las adaptaciones han dejado el trampolín muy atrás.
Bajo la amable presión de las circunstancias, nuestras opiniones se revisan a sí mismas aprovechando que no prestamos atención. Les decimos con voz firme: «No, no me interesa cambiar en este momento». Pero no hay manera de tener quietas a las opiniones. No les importa si querernos mantenerlas o no; hacen lo que quieren.
NICHOLSON BAKER, The Size of Thoughts
En las últimas décadas, todo el mundo ha leído o visto un sinfín de libros dedicados a la cultura del narcisismo, del descreimiento, del deseo, de cualquier cosa. El argumento de estos libros es siempre el mismo: lo que crees que son tus bien fundadas creencias o preferencias resultan no ser otra cosa que un conjunto de reflejos implantados en ti por ciertas presunciones ocultas en tu «cultura». No eres escéptico con la religión porque no creas en la historia de Noé y el arca, sino porque formas parte de la cultura del descreimiento.
ADAM GOPNIK, The New Yorker (24 de mayo de 1999)
Antes de seguir adelante en este contexto tan cargado, es preciso exponer y desactivar una fuente ulterior de resistencia al pensamiento darwinista. Un profundo y persistente malentendido respecto al pensamiento darwinista pretende que siempre que se da una explicación evolutiva para un fenómeno humano, sea en términos de genes o de memes, se está negando que la gente piense. Algunas veces esta idea es un subproducto de la caricatura del determinismo genético, cuyos imaginarios seguidores tendrían la costumbre de decir: «La gente no piensa, simplemente tiene gran cantidad de instintos inconscientes». Pero también puede reconocerse la misma caricatura (a veces, debo admitirlo, una verdadera autocaricatura) en boca de algunos teóricos de la evolución cultural que dicen, en efecto: «Mis memes me obligaron a hacerlo», como si los memes (por ejemplo los memes del cálculo o de la física cuántica) pudieran hacer su trabajo en los hospedadores humanos sin requerir de estos ningún pensamiento. Los memes dependen de los cerebros humanos como sus nidos; los riñones o los pulmones humanos no servirían como localización alternativa, porque los memes dependen de la capacidad de pensar de sus hospedadores. Formar parte del pensamiento es la forma que tiene un meme de ponerse a prueba y enfrentarse a la selección natural, del mismo modo que conseguir que se realice la propia receta de proteínas y que el resultado salga al mundo es la forma del gen de ponerse a prueba. Si los memes son herramientas de pensamiento (y eso es lo que son habitualmente los mejores de ellos), es preciso empuñarlas debidamente para que muestren sus efectos fenotípicos. Es preciso pensar.
Es cierto que un buen modelo darwinista sobre el pensamiento no tendrá el mismo aspecto que los modelos tradicionales. Debemos dejar atrás el viejo y erróneo modelo cartesiano de una res cogitans centralizada y no mecánica, una cosa pensante en sentido literal, encargada de hacer el trabajo espiritual relevante. Es preciso desmantelar el Teatro Cartesiano, el lugar imaginario situado en el centro del cerebro donde «todo confluye» ante la conciencia (y el pensamiento), y distribuir las funciones del pensamiento entre instancias menos fantásticas. En el próximo capítulo veremos con más detalle las consecuencias que trae consigo el hecho de que nuestras tareas de pensamiento sean delegadas a varios subcontratistas neurales semiindependientes en competencia entre sí, pero ninguna de ellas es que no siga siendo necesario pensar, y siempre que hay pensamiento la gente hace las cosas por razones que son sus propias razones.
Así pues, no es una cuestión de memes contra razones. Ni siquiera de memes contra buenas razones. Las explicaciones que pretenden dar sentido a tal o cual cosa a partir del razonamiento seguido por un agente pensante no quedan descartadas por una teoría darwinista seria. Nada más lejos. La única tesis acerca de las razones que contradice la memética es la tesis más bien incoherente de que las razones se las apañan de algún modo para existir sin ninguna clase de soporte biológico, colgadas de algún gancho celestial cartesiano. Una parodia servirá para poner en evidencia la falacia que hay detrás de todo ello: «La gente de Boeing ha caído en el ridículo error de pensar que ha desarrollado el diseño de sus aviones sobre la base de sólidos principios científicos y de ingeniería, y ha demostrado rigurosamente que los diseños son tal como deben ser, cuando en realidad la memética demuestra que todos esos elementos de diseño son memes que han sobrevivido y se han difundido entre los grupos sociales a los que pertenecen dichos constructores de aviones». Sin duda es verdad que dichos memes han tenido éxito en tales círculos, pero eso no entra en competencia con la vieja explicación en términos de investigación y desarrollo racional debidamente planificada, organizada e implementada. No es sino un complemento de dicha explicación.
¿Por qué habría de pensar alguien de otro modo? Aparte de algunas confusiones ocasionales a este respecto por parte de algunos aprendices de darwinistas, y aparte de las inevitables caricaturas, hay una razón más interesante. A veces da la impresión de que los aprendices de memetistas niegan cualquier papel al pensamiento porque imitan la perspectiva que adoptan típicamente los genetistas de poblaciones, los cuales ignoran deliberadamente las actividades de los fenotipos cuyo éxito reproductivo diferencial determina el destino de los genes bajo estudio. Los genetistas de poblaciones tienden a obviar cualquier referencia a los cuerpos, las estructuras y los hechos del mundo real que de un modo u otro constituyen los factores de selección y se limitan a hablar de los efectos de tal o cual cambio hipotético sobre el acervo genético. Es como si los leones y los antílopes no vivieran realmente, sino que se limitaran a reproducirse o no, en función de los niveles de aptitud asignados a sus cuerpos. Imaginemos un torneo de tenis en el que los participantes simplemente se quitaran la ropa y fueran cuidadosamente examinados por parejas por un equipo de médicos y entrenadores deportivos que resolvieran por votación cuáles debían pasar a la siguiente ronda, hasta proclamar finalmente a un ganador. Los genetistas de poblaciones le verían todo el sentido a una práctica tan extraña como esta, aunque reconocerían que los criterios de los jueces deberían basarse en el juego real, por lo que sería mejor dejar que los jugadores hicieran su parte y fueran sus enfrentamientos concretos los que decidieran a los ganadores. No dejarían de insistir, sin embargo, en que no es necesario mirarlos. El razonamiento estándar vendría a ser el siguiente:
Mientras el paso de un mecanismo al siguiente dé lugar a variaciones en la herencia, se producirán adaptaciones por selección natural. En cierto sentido no importa cuál sea en concreto el siguiente mecanismo. Si seleccionamos las alas largas en las moscas de la fruta y obtenemos alas largas, ¿a quién le importa el camino concreto que haya seguido este desarrollo? Si el tremátodo ha evolucionado para sacrificar su vida para que el grupo termine en el hígado de una vaca, ¿a quién le importa qué (o si) piensa o siente cuando se cuela en el cerebro de la hormiga? (Sobery Wilson, 1998, pág. 193).
De modo parecido, podemos ignorar la lucha entre memes que tiene lugar en los cerebros (después de todo, resulta terriblemente caótica y complicada), dar un paso atrás y limitarnos a registrar los ganadores y los perdedores, lo cual no debe hacernos olvidar que la competición sigue en pie. Hay pensamiento, y cómo sea este pensamiento afecta al éxito que tengan los diferentes memes.
Los algoritmos darwinianos sobre la evolución son neutrales respecto al sustrato. No se refieren a proteínas o al ADN, ni siquiera a la vida basada en el carbono; se refieren a los efectos de la replicación diferencial con mutación allí donde se produzca, sea cual sea el medio. Esto resulta especialmente importante cuando nos interesamos, como estamos a punto de hacer, por la evolución de la moral. Para apreciar esta neutralidad, consideremos una fantasía relacionada con otra creación específicamente humana: la música. Es muy probable que nosotros, los H. sapiens, tengamos alguna predisposición genética hacia la música. Pero sean cuales sean las probabilidades, supongamos que es así, por mor del siguiente experimento mental. Supongamos que nuestra pasión por la música, nuestra reacción ante la música, nuestro talento para la música, etc., son en parte el resultado de ciertos rasgos de diseño genéticamente transmitidos. Y supongamos también que esto nos distingue de unos «marcianos» inteligentes (una especie no humana pero culturalmente desarrollada y capaz de comunicarse) que desconocen por completo esta extravagante afición humana innata por la música. Un equipo de investigadores marcianos visita nuestro planeta. Uno de ellos se interesa, en un sentido intelectual, por la música de la Tierra, y se esfuerza por incorporar a sus propias proclividades y capacidades perceptivas todas las discriminaciones, preferencias, hábitos, etc., de un ser humano amante de la música. Mientras que un ser humano no necesita tomarse ninguna de estas molestias y es un amante de la música nato, para nuestro marciano imaginario se trata, sin duda, de un gusto adquirido. Pero supongamos que el marciano logra adquirirlo, gracias a un diligente esfuerzo de estudio y entrenamiento. Dejemos a un lado la cuestión (en último término aburrida) de si el marciano puede apreciar realmente la música «tal como la apreciamos los humanos». Consideremos en cambio la más interesante cuestión de cuáles son los criterios que distinguen la gran música de la música buena, mediocre o infumable.
¿Cuáles son los criterios que va a tener que apreciar el marciano si quiere convertirse en un crítico musical competente, por ejemplo? Esos son los criterios —íntimamente ligados, sin duda, a la peculiar historia genética del H. sapiens, pero describibles independientemente de ella— que más le interesaría descubrir a un teórico de la música darwinista. Supongamos que nuestro pionero marciano se lleva de vuelta a Marte la música Terrestre y que otros marcianos adoptan este exótico pasatiempo y, siguiendo los pasos de su pionero, se imbuyen diligentemente de las actitudes y disposiciones requeridas (pero sólo a nivel cultural). Cuando ellos tocan, disfrutan o critican las obras de Mozart, la fuente de sus disposiciones será cultural, no genética, pero ¿qué más da? La cuestión de si alguien es un músico «natural» (diseñado genéticamente) o «artificial» (diseñado culturalmente) no tiene la menor importancia (desde ciertos puntos de vista relevantes). Las cuestiones relativas a las relaciones, las estructuras, las pautas que definen a Mozart, o a la música barroca, o a la música terrestre, son neutrales respecto al sustrato. Y si, como parece probable, la lista de éxitos marciana termina por incluir composiciones que nunca lograrían reunir a una audiencia en la Tierra, la explicación de las diferencias de sensibilidad entre marcianos y terrícolas que hay detrás de tales diferencias de gusto será neutral respecto a su origen genético o cultural. Ahora bien, si los marcianos fueran simplemente incapaces de adquirir estos gustos, nunca llegarían a exhibir los hábitos y las preferencias necesarias para perpetuar el fenómeno; los marcianos simplemente no tendrían oído para la música, no sería lo suyo. Pero si pudieran adquirir el gusto por la música, no importaría mucho en realidad cómo lo hubieran adquirido: la suma de las fuerzas de la naturaleza y de la crianza a lo largo de su desarrollo podría dar el mismo resultado aunque fuera por vías muy distintas, todas ellas darwinianas. Este experimento mental, a pesar de ser ciencia ficción, nos recuerda una importante verdad acerca de las diferencias entre los músicos humanos. Hay grandes diferencias entre aquellos que tienen un talento musical «natural» y aquellos que deben adquirirlo a base de internalizar grandes dosis de teoría. Es sin embargo algo próximo al racismo declarar que sólo los primeros son los músicos verdaderos, sólo los primeros tocan música de verdad. Sospecho que al final podremos identificar los genes «del» talento musical, pero la teoría musical es y debe ser neutral respecto a ellos.
Lo mismo debería decirse de la teoría que explique la moral. Debería ser neutral respecto a la cuestión de si nuestras actitudes, hábitos, preferencias y proclividades morales son producto de nuestros genes o de nuestra cultura. Desde un punto de vista empírico es importante saber hasta qué punto nacemos «de buena pasta», tal como ha dicho De Waal (1996) de los chimpancés, y hasta qué punto nacemos «torcidos» y tenemos que confiar en la cultura para que nos haga rectos, tal como ha dicho Kant sobre nosotros: Aus so krummem Holze, als woraus der Mensch gemacht ist, kann nichts ganz Gerades gezimmert werden [«De madera tan torcida como la de la humanidad no se ha podido hacer nunca nada derecho»]. La explicación de cómo surgió la moral y por qué es como es deberá ser en todo caso darwiniana. La interacción entre las vías de transmisión genética y cultural sólo puede examinarse desde una perspectiva neutral:
Incluso grupos genéticamente idénticos pueden diferir profundamente a nivel fenotípico a causa de mecanismos culturales, y esas diferencias pueden ser heredables en el único sentido relevante para el proceso de selección natural. El hecho de que la cultura pueda proporcionar por sí misma los ingredientes requeridos para el proceso de selección natural da a la cultura el estatus que los críticos del determinismo biológico no han dejado de subrayar (Sober y Wilson, 1998, pág. 336).
Explicar por qué existe la música y por qué tiene las propiedades que tiene es un proyecto apenas esbozado. Explicar por qué existe la moral y por qué tiene las propiedades que tiene es otro proyecto, en el que tal vez se hayan realizado más progresos, y al que dedicaremos el próximo capítulo. Algunas de las intuiciones fundamentales proceden de los estudios ya tratados en el capítulo 5 en el campo de la teoría de juegos evolutiva. En años recientes ha surgido un grupo cada vez más multidisciplinar de investigadores que ha dedicado sus esfuerzos a explorar la evolución de la «cooperación», o el «altruismo», o el carácter «grupal», o la «virtud». Llámese sociobiología, psicología evolutiva, economía darwiniana, ciencia política, ética naturalizada o simplemente una rama interesante de la biología evolutiva, sus planteamientos revelan unas pautas que deben estar presentes en cualquier situación de conflicto de este tipo, vengan encarnadas por los genes, por los memes o por otras regularidades culturales. Recientemente han aparecido varios libros excelentes dedicados a repasar y explicar dichas investigaciones, y no trataré de realizar otro manual cuando otros lo han hecho ya tan bien (véase el apartado «Notas sobre fuentes y lecturas complementarias» incluido al final del próximo capítulo). En lugar de eso, adoptaré una perspectiva más amplia y trataré de dar algunas interpretaciones para orientar el tema hacia nuestros propósitos, así como algunos correctivos necesarios frente a la plaga de malentendidos que han venido sufriendo estas investigaciones.
Capitulo 6
Una teoría darwinista de la cultura humana nos permite esbozar un modelo explicativo capas^ de justificar las principales diferencias entre nosotros y nuestros parientes más cercanos en el reino animal. La cultura es una innovación crucial dentro de la historia evolutiva. La cultura proporciona a una especie, el Homo sapiens, nuevos temas sobre los que pensar, nuevas herramientas con las que pensar, y —puesto que los medios de la cultura abren la posibilidad de que haya replicadores culturales cuya propia aptitud sea independiente de nuestra aptitud genética— nuevas perspectivas desde las que pensar.
Capitulo 7
La estabilidad de las condiciones sociales, las prácticas individuales y las actitudes en las que se funda nuestra agencia moral requiere un análisis y está cada vez más cerca de recibirlo, gracias a teóricos evolutivos que reconocen que la cultura debe obedecer también a las reglas de la evolución por selección natural. Frente a las sombrías advertencias de algunos críticos, este planteamiento no subvierte los ideales de la moral; más bien les proporciona un fundamento muy necesario.
Animal Traditions (2000), de Eytan Avital y Eva Jablonka, constituye una investigación fascinante sobre el tema escasamente estudiado de la tradición animal. Véase también mi reseña del libro (Dennett, en preparación b), que aparecerá en el Journal of Evolutionary Biology, así como la reseña de Matteo Mameli en Biology and Philosophy, vol. 17, n° 1 (2002).
Aquellos que quieran saber más acerca de la Tierra Gemela pueden consultar la antología de Andrew Pessin y Sanford Goldberg, The Twin Earth Chronicles (1996), o mi artículo «Beyond Belief», en La actitud intencional (Dennett, 1987).
Respecto a los memes, véanse Blackmore, 1999; Aunger, 2000, 2002; Dennett, en preparición c; y un número especial de The Monist sobre la epidemiología de las ideas (Sperber, 2001). Más allá de La peligrosa idea de Darwin (Dennett, 1995) y de mis artículos en Aunger, 2000, y Sperber, 2001, he escrito sobre los memes en «The Evolution of Evaluators» (Dennett, 2001); una reseña de Creation of the Sacred: Tracks of Biology in Early Religions (Dennett, 1997a) de Waltei Burkert; y un artículo general, «The New Replicators», en Enciclopedia of Evolution, de M. Pagels (comp.) (Dennett, 2002a).
Sobre la cuestión de por qué existe la religión puede encontrarse un excelente estudio en Religion Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought (2001), de Pascal Boyer.
El artículo de Gray y Jordán (2000) sobre la difusión del lenguaje en el Pacífico es un excelente trabajo acerca del empleo de métodos cladísticos para el análisis de la evolución lingüística. Mark Ridley (1995, pág. 258) trata la cuestión de los tremátodos y puede encontrarse una discusión más detallada en Sober y Wilson (1998). Cloak (1975) coincidió con Dawkins (1976) en la cuestión del Cui bono?, de los elementos culturales: «El valor de supervivencia de una instrucción cultural coincide con su función; es el valor para la supervivencia / replicación de sí misma o de su réplica».
Para una discusión del error que supone confrontar las explicaciones darwinianas con las razones, véase mi comentario de «A Critique of Evolutionary Archaeology», de James L. Boone y Eric Alden Smith, en Current Anthropology (Dennett, 1998b).