Capítulo 4

Una audiencia para el libertarismo

El problema tradicional de la libertad surge a partir de la proposición de que si el determinismo es verdadero, entonces no somos libres. Esta proposición expresa el incompatibilismo, y ciertamente resulta plausible a primera vista. Muchas personas que han reflexionado seriamente sobre la cuestión siguen pensando que es verdadera, de modo que antes de volver a mi provecto, que lo rechaza de plano, será bueno examinarla un poco para ver en qué consiste su atractivo, y cuáles son sus puntos fuertes, así como sus puntos débiles.

el atractivo del libertarismo

Si aceptamos la proposición tal como está formulada, se nos abren dos caminos, dependiendo de qué mitad de la proposición escojamos:

Determinismo duro: el determinismo es verdadero, luego no somos libres. Los científicos de la línea más dura proclaman a veces esta postura, que declaran incluso obvia. Muchos de ellos añadirían: y si el determinismo fuera falso, seguiríamos sin ser libres (no somos libres en ningún caso; es un concepto incoherente). Sin embargo, a menudo evitan entrar en la cuestión de cómo justifican las firmes convicciones morales que siguen usando como guía para sus vidas. ¿Dónde nos lleva esto? ¿Qué sentido podemos encontrar en los esfuerzos, los méritos y las culpas de los seres humanos? Ya vimos en el capítulo 1 el abismo que se abre ante nosotros exactamente en este punto. ¿Hay alguna alternativa estable a esta amenaza de nihilismo moral? (tal vez los deterministas duros que pueda haber entre los lectores descubran en capítulos ulteriores que su posición debidamente ponderada es que mientras que la libertad —tal como entienden ustedes el término— no existe en realidad, sí existe algo muy parecido a la libertad, y que es justo lo que necesitaban para revitalizar sus convicciones morales y permitirles establecer las distinciones que necesitan establecer. Y es posible que esta clase de versión moderada del determinismo duro ya sólo sea terminológicamente distinta del compatibilismo, la idea de que la libertad y el determinismo son a fin de cuentas compatibles, que es la idea que defiendo en este libro).

Libertarismo: somos realmente libres, de modo que el determinismo debe ser falso; lo que se verifica es el indeterminismo. Gracias a la física cuántica, el punto de vista más extendido entre los científicos hoy en día es que el indeterminismo es efectivamente verdadero (en el nivel subatómico y, por extensión, a niveles superiores en diversas condiciones especificables), lo que podría hacer pensar que estamos ante un final feliz para el problema; sin embargo, hay una pega: ¿cómo podemos servirnos del indeterminismo de la física cuántica para ofrecer una representación clara y coherente de un ser humano en el ejercicio de su maravillosa libertad?

Este sentido del libertarismo, por cierto, no tiene nada que ver con el sentido político del término. Probablemente haya más filósofos de izquierdas que de derechas en favor de esta clase de libertarismo, pero eso es sólo porque probablemente haya más filósofos de izquierdas en general. Puede ser que las personas políticamente de derechas que han pensado sobre ello tiendan a inclinarse por el libertarismo y que los conservadores religiosos se sientan atraídos hacia él, aunque sólo sea por repulsión hacia todas las alternativas, pero los libertaristas del libre albedrío no están comprometidos con ninguna idea particular sobre la relación entre los poderes del Estado y los ciudadanos. Coinciden en que la libertad requiere el indeterminismo, pero hay gran división entre ellos respecto al inconveniente antes señalado: ¿cómo puede el indeterminismo subatómico producir una voluntad libre? Un grupo se limita a declarar que este no es su problema, sino el de los neurocientíficos, tal vez, o el de los físicos. Todo cuanto les preocupa es lo que podríamos llamar las restricciones de arriba a abajo que impone la responsabilidad moral: para que un agente humano pueda ser considerado propiamente responsable de algo que ha hecho, debe verificarse de algún modo que la elección de la acción por parte del agente no haya estado determinada por el conjunto de condiciones físicas que se daban antes de la elección. «Nosotros los filósofos nos encargamos de establecer las especificaciones para que un agente sea libre; dejamos el problema de la implementación de estas especificaciones a los neuroingenieros». Otro grupo más reducido ha advertido que esta división del trabajo no siempre es una buena idea; la coherencia misma de las especificaciones libertaristas queda puesta en duda por las dificultades que surgen cuando se trata de implementarlas. Por otro lado, parece ser que el intento de desarrollar una explicación positiva de la capacidad de elección indeterminista en los seres humanos reporta beneficios que son independientes de la premisa del indeterminismo.

El mejor intento realizado hasta el momento en este sentido ha sido el de Robert Kane en su libro de 1996 The Significance of Free Will[1]. Sólo una explicación libertarista, sostiene Kane, puede aportar el elemento al que todos —o al menos algunos— aspiramos y al que Kane da el nombre de Responsabilidad Ultima. El libertarismo parte de una tesis familiar: si el determinismo es verdadero, entonces cada decisión que adopte, igual que cada bocanada de aire que tome, es en último término un efecto de cadenas causales que se remontan a tiempos anteriores a mi nacimiento. En el capítulo anterior argumenté que la determinación no es lo mismo que la causación, es decir, que el conocimiento de que un sistema es determinista no nos dice nada sobre las relaciones causales interesantes —o de la ausencia de relaciones causales— entre los eventos que se producen en él; pero se trata de una conclusión controvertida, que se enfrenta a una larga tradición. Algunos pueden verla, en el mejor de los casos, como una excéntrica recomendación acerca de cómo usar la palabra «causa», de modo que será mejor dejarla a un lado temporalmente y ver qué ocurre si nos mantenemos aferrados a la tradición y tratamos el determinismo como la tesis de que cada estado de cosas causa el estado siguiente. En este caso, y tal como muchos han sostenido, si mis decisiones vienen causadas por cadenas de eventos que se remontan a tiempos anteriores a mi nacimiento, soy tan responsable causalmente de los resultados de mis acciones como pueda serlo un árbol al que se le cae una rama en plena tormenta de la muerte de la persona que se encuentra debajo; sin embargo, no es culpa de la rama que no fuera más resistente de lo que era, o que el viento soplara con tanta furia, o que el árbol creciera tan cerca del camino. Para ser moralmente responsable, debo ser la fuente última de mi decisión, y eso sólo puede ser cierto si las influencias previas no eran suficientes para garantizar el resultado, que «dependía verdaderamente de mí». Harrv Truman tenía un famoso cartel en su escritorio del Despacho Oval que decía: «La cadena termina aquí». Una mente humana tiene que ser un lugar donde termina la cadena, dice Kane, y sólo el libertarismo puede aportar esta clase de libre albedrío, el único que puede darnos la Responsabilidad Ultima. Una mente es un terreno de «actos de voluntad (elecciones, decisiones o iniciativas)» y:

Si dichos actos de voluntad estuvieran a su vez causados por otra cosa, de modo que las cadenas explicativas pudieran remontarse a la herencia o al entorno, a Dios o al destino, entonces la ultimidad no estaría en los agentes, sino en otra cosa (Kane, 1996, pág. 4).

Los libertaristas tienen la necesidad de encontrar una manera de romper esas odiosas cadenas causales en el momento en que el agente toma su decisión, pero, tal como reconoce Kane, el inventario de modelos libertaristas propuestos hasta el momento es un zoo de monstruos inservibles. «Los libertaristas han invocado centros de poder transempíricos, egos inmateriales, yoes nouménicos, causas inobjetivables, y toda una letanía de otras instancias especiales cuyas operaciones no quedaban muy claramente explicadas» (pág. 11). La intención de Kane es corregir esta deficiencia.

Antes de pasar a examinar su propuesta, sin embargo, deberíamos señalar que algunos libertaristas no ven aquí ninguna deficiencia. Algunos dualistas impenitentes, entre otros, abrazan la idea de que la existencia de la libertad requiere algo así como un milagro. Tienen la certeza íntima de que la libertad, la verdadera libertad, es estrictamente imposible en un mundo materialista, mecanicista y «reduccionista». ¡Tanto peor para la visión materialista! Consideremos, por ejemplo, la doctrina conocida como «causación por el agente». Roderick Chisholm, el principal arquitecto de la versión contemporánea de esta antigua idea, la define del siguiente modo:

Si somos responsables […] gozamos de una prerrogativa que algunos atribuirían únicamente a Dios: cada uno de nosotros, al actuar, es un primer motor inmóvil. Al hacer lo que hacemos, causamos ciertos eventos, y nada —o nadie— es causa de que nosotros caúsanos dichos eventos (Chisholm, 1964, pág. 32).

¿Cómo podemos causar «nosotros» estos eventos? ¿Cómo puede un agente causar un efecto sin que haya un evento (en el agente, en principio) que sea la causa de tal efecto (y que sea en sí misma el efecto de una causa anterior, y así sucesivamente)? La causación por el agente es una doctrina francamente misteriosa, cuya tesis no encuentra paralelo en nada de lo que descubrimos en los procesos causales de las reacciones químicas, la fisión o la fusión nuclear, la atracción magnética, los huracanes, los volcanes, o procesos biológicos como el metabolismo, el crecimiento, las reacciones inmunológicas y la fotosíntesis. ¿Existe algo así? Cuando los libertaristas insisten en que es preciso que exista, caen en la trampa de los que están en el otro extremo, los deterministas duros, que no tienen problema en dejar que la insobornable definición de la libertad de los libertaristas siente los términos del debate, para que ellos puedan declarar a su vez, con la ciencia como aliada, que tanto peor para la libertad. Según he podido comprobar, aquellos que consideran evidente el carácter ilusorio de la libertad tienden a buscar su definición de la libertad en las formulaciones de los más radicales defensores de la causación por el agente.

Esta polarización es probablemente inevitable. Cuando hay mucho en juego, es aconsejable ser prudente, aunque un exceso de prudencia lleva a un encastillamiento de las posiciones y a la paranoia por la posible «erosión». Tal como se dice, si no eres parte de la solución eres parte del problema. Cuidado con cruzar la línea, con caer por la pendiente. Dales la mano y se tomarán el brazo entero. Sin embargo, la prudencia también puede llevar a que uno se convierta inconscientemente en su propia caricatura. En su celo por proteger algo que considera valioso, la gente a veces opta por marcar la línea demasiado lejos, convencida de que es más seguro defender demasiado territorio que demasiado poco. El resultado es que terminan por defender lo indefendible, y se aferran a una posición extrema que resulta vulnerable precisamente por su exageración. En todo caso, el absolutismo es una deformación profesional en filosofía, ya que las posiciones radicales y extremas son más fáciles de definir claramente, son más memorables y tienden a atraer más atención. Nadie se ha hecho nunca famoso como filósofo por promover el hibridismo ecuménico. En el tema de la libertad esta tendencia se ve amplificada y sostenida por la propia tradición: tal como han dicho los filósofos desde hace dos milenios, o somos libres o no lo somos; es todo o nada. Y así es como las diversas propuestas de compromiso, las sugerencias de que el determinismo pueda ser compatible con al menos algunos tipos de libertad, encuentran resistencia como malos negocios, peligrosas subversiones de nuestros fundamentos morales.

Los libertaristas llevan tiempo insistiendo en que las concepciones compatibilistas de la libertad como la que defiendo aquí no son realmente lo que buscamos, ni siquiera un sustituto aceptable, sino más bien un «miserable subterfugio», según la muy citada frase de Immanuel Kant. No hacen falta más que dos para jugar a este juego de descalificaciones. Observen ustedes mismos. A nosotros, los compatibilistas, nos parece que los libertaristas ponen como condición de la libertad que se pueda realizar lo que podríamos llamar la levitación moral. ¿No sería maravilloso que fuéramos capaces de levitar, y luego lanzarnos en cualquier dirección siguiendo nuestro capricho? Me encantaría hacer eso, pero no puedo. Es imposible. No hay tales entes milagrosos como los levitadores, pero sí hay algunos casi levitadores bastante buenos: por ejemplo los colibríes, los helicópteros, los dirigibles y los planeadores. A los libertaristas, sin embargo, no les parece que la casi levitación sea suficiente, y consideran, en efecto, que:

Si tienes los pies en el suelo, la decisión no es realmente tuya: es el planeta Tierra quien la toma en realidad. La decisión no la has tomado tú, sino que es la suma de las líneas causales que se cruzan en tu cuerpo, que no es sino un bulto móvil sobre la superficie del planeta, azotado por toda clase de influencias, sometido a la gravedad. La verdadera autonomía, la verdadera libertad, requiere que quien toma la decisión esté de algún modo suspendido, aislado del tira y afloja de aquellas causas, de modo que cuando se tomen las decisiones la única causa de ellas seas ¡!

Estas son las caricaturas. Tienen su utilidad, pero pongámonos serios y consideremos el intrépido intento de Kane de llenar las lagunas y ofrecer un modelo libertarista sobre la capacidad de tomar decisiones responsables. Tras reconocer que «la libertad es un término que tiene muchos significados», Kane concede que «incluso aunque viviéramos en un mundo determinista, podríamos distinguir con sentido entre personas que están libres de cargas tales como limitaciones físicas, adicciones o neurosis, coerciones u opresiones, y personas que no están libres de estas cargas, y podemos conceder que incluso en un mundo determinista merecería la pena preferir estas libertades a sus opuestos» (Kane, 1996, pág. 15). Así pues, algunas libertades que merecen la pena son compatibles con el determinismo, pero «las aspiraciones humanas trascienden» dichas libertades; «hay al menos un tipo de libertad que es incompatible con el determinismo, y es un tipo significativo de libertad que merece ser deseada». Es «el poder de ser el creador y el valedor último de los propios fines y propósitos» (pág. 15).

Se supone comúnmente que en un mundo determinista no hay verdaderas opciones, sino sólo opciones aparentes. En los dos capítulos anteriores he demostrado que esto es una ilusión, pero por más que lo sea también es cierto que se trata de una ilusión particularmente persistente y tentadora. Si el determinismo es verdadero, entonces en cada instante hay un único futuro físicamente posible, de modo que toda elección ha sido ya determinada, toda la vida no es otra cosa que el desarrollo de un guión que estaba escrito desde el origen de los tiempos. Sin verdaderas opciones, sin encrucijadas en la propia trayectoria a lo largo de la historia, parece que difícilmente podemos considerarnos los autores de nuestros propios actos; somos más bien como actores de teatro, que recitan las líneas con aparente convicción, y cometen sus «crímenes» con gracia o torpeza, según las directrices que le hayan marcado. Convincente, ¿verdad? Y sin embargo, es falso. Probablemente la mejor manera de hacer evidente la sorprendente conclusión de que esta visión es simplemente falsa —una reacción de pánico que no queda justificada por la premisa del determinismo— es darle a la otra parte la oportunidad de decir qué es lo que nos daría verdaderas opciones. El reto al que se enfrenta Kane es ofrecer un modelo de acuerdo con el cual nuestras decisiones aparentes pudieran ser verdaderas decisiones, y pretende hacerlo además sin postular ninguna entidad sobrenatural ni misteriosas formas de agencia. Kane es naturalista, igual que yo, y parte de la base de que somos criaturas pertenecientes al orden natural cuya actividad mental depende de las operaciones de nuestro cerebro. Este requisito del naturalismo suscita algunas cuestiones que merece la pena examinar. (En capítulos posteriores estudiaremos más de cerca lo que tienen que decir la neurociencia vía psicología cognitiva contemporáneas acerca de la toma de decisiones, para ver si obtenemos algún resultado interesante cuando nos volvemos más ambiciosos y tratamos de agregar más detalles al cuadro).

¿DÓNDE DEBEMOS PONER EL TAN NECESARIO VACÍO?

Una legendaria reseña literaria comienza diciendo: «Este libro viene a llenar un muy necesario vacío», y, lo dijera o no en serio el autor de la reseña, no hay duda de que Kane necesita ciertamente un vacío, un hiato en el determinismo, y pretende instalarlo en lo que llama la facultad de la razón práctica del cerebro. Describe esta facultad en términos de input, output*, y lo que a veces ocurre durante el proceso intermedio entre ambos (véase la figura 4.1). Kane distingue estos tres fenómenos en términos de tres sentidos de la voluntad.

(i) voluntad desiderativa o apetitiva: lo que quiero, deseo o prefiero hacer

(ii) voluntad racional: lo que escojo, decido o tengo intención de hacer

(iii) voluntad de perseverar [striving will]: lo que intento, pongo mi empeño o mi esfuerzo en hacer (Kane, 1996, pág. 26).

A grandes rasgos, las voluntades del tipo (i) constituyen el input para la facultad de la razón práctica, la cual da como output voluntades del tipo (ii), cuando todo va bien. Cuando se produce una tensión dentro de la maquinaria lo que obtenemos es (iii), que siempre implica una resistencia y, por lo tanto, una pugna y un mayor esfuerzo. Todo esto suena bastante correcto y familiar. Cuando estamos indecisos, cargamos nuestra mente con cualesquiera preferencias o deseos relevantes que se nos ocurren (i), nos recordamos a nosotros mismos los datos y las creencias relevantes, y nos ponemos a reflexionar. Nuestras reflexiones, sean fáciles o penosas (iii), llevan finalmente a decisiones (ii). «Si hay alguna indeterminación en el libre albedrío, esta debe encontrarse, en mi opinión, en algún lugar entre el input y el output» (Kane, 1996, pág. 27).

Kane propone un ejemplo para que podamos ver este sistema en funcionamiento: consideremos el caso de una mujer de negocios «que está de camino hacia una reunión importante para su carrera, cuando observa un asalto en una calle. A continuación se produce un conflicto interior entre su conciencia moral, que le reclama detenerse y pedir ayuda, y sus ambiciones profesionales, que le dicen que no puede faltar a la reunión» (Kane, 1996, pág. 126). Kane aventura la idea de que este conflicto podría activar dos «redes neurales recurrentes y conectadas», una para cada aspecto de la cuestión. Estas dos redes interconectadas se retroalimentan mutuamente, interactúan de múltiples maneras, interfieren la una con la otra y, en general, siguen revolviéndose hasta que una de ellas consigue tirar más fuerte de la cuerda, momento en que el sistema recupera el equilibrio y da una decisión como output.

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FIGURA 4.1. Facultad del razonamiento práctico

Esta clase de redes ponen en circulación impulsos e información en bucles que se retroalimentan y en general desempeñan un papel en el complejo procesamiento cognitivo que uno esperaría que tuviera lugar dentro del cerebro en el caso de la deliberación humana. Es más, las redes recurrentes son no lineales, lo que permite (tal como sugieren ciertos estudios recientes) la posibilidad de una actividad caótica [la cursiva es mía], lo que contribuiría a la plasticidad vía flexibilidad que manifiestan los cerebros humanos en la resolución creativa de problemas (de la que la deliberación práctica es un ejemplo). El input de una de esas redes recurrentes consiste en las motivaciones morales de la mujer, y el output en la decisión de volver atrás; el input de la otra, en sus ambiciones profesionales, y su output, en la decisión de seguir adelante hacia la reunión. Las dos redes están conectadas, de modo que el indeterminismo que creaba la incertidumbre [la cursiva es mía] respecto a si tomaba la decisión moral provenía de su deseo de hacer lo contrario, y viceversa, con lo que el determinismo surge, tal como hemos dicho, de un conflicto en la voluntad (Kane, 1999, págs. 225-226).

Antes de ir más lejos, debemos separar dos cuestiones que aparecen mezcladas en este pasaje. La «actividad caótica» que menciona Kane es un caos determinista, la impredecibilidad práctica de cierta clase de fenómenos que pueden describirse perfectamente dentro de la vieja física newtoniana. Tal como reconoce Kane, las dos redes que interactúan caóticamente no crearían en sí mismas ningún indeterminismo, de modo que si hubiera algún «indeterminismo que creara incertidumbre» tendría que proceder de otra parte. Este es un punto crucial. Kane no es el único en ver la importancia del caos en la toma de decisiones, pero su idea consiste en suplementar el caos con una pizca de aleatoriedad cuántica, siguiendo como muchos otros la estela de Roger Penrose (1989, 1994). La cuestión que debemos considerar es si el ingrediente extra de Kane aporta algo importante, y para ello necesitamos tener una idea más clara de en qué consiste un fenómeno caótico.

Consideremos la pieza Hyatt New Departure Ball Bearing. Durante muchos años, el Museo de Ciencia y Tecnología de Chicago tenía expuesta una vitrina de cristal donde tenía lugar un fenómeno asombroso, hora tras hora. Esta pieza, donada por una rama de la General Motors, mostraba una interminable procesión de pequeñas bolas de acero que salían rodando de un pequeño agujero situado en la parte de atrás de la vitrina, caían varios pies hasta la muy pulimentada superficie de un «yunque» cilíndrico magníficamente bruñido, saltaban por el aire para pasar por el centro de un anillo que rotaba como una moneda sobre una mesa (de modo que el ritmo de los saltos a través del anillo en rotación tenía que ser exquisitamente preciso) y luego saltaban desde un segundo yunque hasta un pequeño agujero en la parte de atrás de la vitrina por el que hacían un medido mutis: salto, salto, susurro, salto, salto, susurro, cientos de veces cada hora. El cartel que había encima decía: «Esta máquina demuestra la precisión de la manufactura y la uniformidad de las propiedades físicas de las bolas empleadas en los cojinetes de bolas». En cuanto los dos yunques estaban debidamente ajustados, podía seguir funcionando días y días, durante los cuales cada bola seguía exactamente la misma trayectoria que su predecesora, un movimiento perfectamente predecible, fiable, determinista, una convincente demostración de que las propiedades físicas pueden fijar el propio destino (al menos si uno es una pequeña bola de metal). Su predictibilidad habría desaparecido por entero, sin embargo, si simplemente hubiéramos duplicado el número de yunques (de modo que cada bola tuviera que dar cuatro saltos antes de salir) y si hubiéramos puesto los yunques de lado, de modo que las bolas tuvieran que saltar por sus lados redondeados en lugar de por sus extraordinariamente lisas superficies superiores. Los márgenes de error en el pulido de las bolas y el ajuste de los yunques se acercarían peligrosamente a cero[2]. ¡La mera presencia de observadores al otro lado del cristal crearía la suficiente interferencia gravitacional como para alterar los cálculos más precisos y hacer que muchas de las bolas no llegaran a su destino final!

Esta clase de caos es determinista, pero no por ello deja de ser interesante; ciertamente podría, tal como dice Kane, «contribuir a la plasticidad y la flexibilidad que manifiestan los cerebros humanos». En años recientes se han estudiado y demostrado a través de muchos modelos —a los que alude Kane— las potencialidades de este tipo de caos y, en general, de la no-linealidad. Parte de esta investigación ha sido saludada por los críticos como el toque de difuntos para la Inteligencia Artificial QA) o, más específicamente, para la variedad de la misma conocida como GOFAIGood Old Fashioned Artificial Intelligence [«La vieja y desfasada inteligencia artificial»] (Haugeland, 1985)—, y en muchos círculos está cada vez más extendida la impresión de que las redes neurales no lineales tienen potencialidades asombrosas que superan con mucho las de los simples ordenadores, con sus torpes y frágiles programas algorítmicos. Pero lo que han pasado por alto muchos fans de las redes neurales es el hecho de que los modelos mismos hacia los que señalan para demostrar sus tesis son modelos informáticos, no sólo estrictamente deterministas, sino también algorítmicos cuando bajamos a su sala de máquinas. Sólo dejan de ser algorítmicos en el nivel más alto (¿puede el todo ser más «libre» que las partes? Tal vez sea esta una de las maneras de conseguirlo). Incluso un comentarista tan astuto como Paul Churchland puede caer en esta trampa tan tentadora. Al criticar, con toda la razón, el intento de Roger Penrose de alistar a la física cuántica en su campaña contra los terribles algoritmos de la IA, Churchland escribe:

No hace falta ir tan lejos como al reino de la física cuántica para encontrar un rico dominio de procesos no algorítmicos. Los procesos que tienen lugar en una red neural de hardware [la cursiva es mía] son típicamente no algorítmicos, y constituyen la base de la actividad computacional que tiene lugar en nuestras cabezas. Son no algorítmicos en el sentido básico de que no consisten en una serie de estados físicos discretos que se suceden serialmente siguiendo las instrucciones de un conjunto de reglas de manipulación de símbolos previamente almacenadas (Paul Churchland, 1995, págs. 24748).

Nótese la inclusión de la palabra «hardware». Sin ella, lo que dice Churchland sería falso. En realidad, todos los resultados a los que alude Churchland (las NETTalk, las redes capaces de aprender gramática de Elman, el EMPATH de Cottrell y Metcalfe, y otros) no son el resultado de «redes neurales de hardware», sino redes neurales virtuales simuladas en ordenadores estándar. Y, por lo tanto, a nivel básico, cada una de esas demostraciones «consistió en una serie de estados físicos discretos que se suceden serialmente siguiendo las instrucciones de un conjunto de reglas de manipulación de símbolos previamente almacenadas». Sin duda no es este el nivel que explica su peculiar potencial, pero es en todo caso un nivel algorítmico. Nada de lo que hacen esos programas trasciende los límites de la computabilidad de Turing. Del mismo modo que tuvimos que ir al nivel del juego de ajedrez para explicar la diferencia de capacidades entre los programas A y B en el capítulo 3, tenemos que ir al nivel del diseño de la red neural para explicar las notables virtudes de dichas redes simuladas, pero en ambos casos lo que ocurre al nivel micro es un proceso determinista, digital, algorítmico. Los propios modelos que trata Churchland en términos tan favorables se implementan como programas informáticos: algoritmos, desde el punto de vista de los límites de computabilidad. Así pues, a menos que Churchland pretenda desautorizar sus propios ejemplos favoritos, debe conceder, después de todo, que los procesos algorítmicos pueden exhibir las potencialidades que considera cruciales para la explicación de la mentalidad. Pero en tal caso, aunque fuera cierta su tesis de que las redes neurales de hardware no son algorítmicas, eso no serviría para explicar su potencial (puesto que las aproximaciones algorítmicas de las mismas poseen todas las virtualidades necesarias[3]).

Tanto el sencillo mundo Vida tratado en el capítulo 2 como los programas de ajedrez tratados en el capítulo 3 son digitales y deterministas, y lo mismo sucede, a pesar de todas sus potencialidades suplementarias, con las simulaciones informáticas de redes neurales no lineales. El ingrediente extra de Churchland —el hardware en lugar del software virtual— no añade nada al potencial de las redes neurales. O, si lo hace, nadie nos ha dado ninguna razón para que pensemos que es así[4]. ¿Añade algo el ingrediente extra de Kane (el indeterminismo del nivel cuántico)? Para responder a esta pregunta, debemos examinar los detalles. ¿Dónde y cómo pretende Kane insertar el indeterminismo que busca conseguir?

EL MODELO INDETERMINISTA DE KANE PARA LA TOMA DE DECISIONES

¿Qué debería hacer la facultad de razonamiento práctico, y cómo debería hacerlo? ¿Cuáles son las especificaciones, tal como diría un ingeniero, de su dispositivo de toma de decisiones? Kane dice que debería discernir de algún modo el peso relativo de las diversas razones y preferencias que se le presentan, y optar por la razón «por la que quiere actuar el agente, más de lo que quiere hacerlo por cualquier otra razón (para actuar de otro modo)». Añade la condición ulterior de que los casos de ejercicio fructífero o exitoso de la facultad no deberían ser el resultado de la coerción o la compulsión (Kane, 1996, pág. 30). Kane deja abierta deliberadamente desde el principio la cuestión de si la facultad opera de manera determinista, ya que, de acuerdo con su tesis, para que esta facultad dé como resultado una voluntad libre en el sentido libertarista, se requiere el ingrediente extra del indeterminismo. Al considerar las especificaciones para una facultad de la razón práctica, resulta útil ir más allá de las condiciones mínimas de Kane y considerar algunos de los tipos de Incompetencia que no desearíamos que exhibiera nuestra facultad:

  1. No da ningún output: está simplemente averiada. Somos incapaces de pensar lo que vamos a hacer a continuación.
  2. Tiene una banda demasiado estrecha (no puede procesar simultáneamente todas nuestras querencias, deseos o preferencias, y se cuelga por incapacidad de digerir su inmenso input).
  3. Produce el output con demasiada lentitud para el mundo en que vivimos.
  4. Tiene el problema de Hamlet (bucle infinito) y retrasa indefinidamente su output.
  5. Falla sistemáticamente a favor de ciertas clases de input (consejos de mamá, consideraciones relacionadas con el patriotismo, el sexo, la propiedad…).
  6. Da un resultado incorrecto en relación con el input (por ejemplo, preferimos claramente los derechos humanos a tomar un helado en el tiempo t, pero nuestra facultad hace que decidamos comprar un helado en lugar de dar nuestro dinero a Amnistía Internacional).

Esta última idea plantea una interesante cuestión en relación con la debilidad de la voluntad, y con la voluntad de perseverar —el tipo (iii) de Kane— que surge cuando hay una resistencia y algo tiene que ceder. ¿Dónde está el embrague de este mecanismo? ¿Está dentro o fuera de la facultad?

El ejemplo ofrecido en (6) sitúa el embrague en el interior de la facultad, lo que permite desfases no deseados entre el input y el output: llegamos a una decisión no deseada. Pero parece haber un segundo caso posible: nuestro razonamiento práctico funciona perfectamente, de modo que decidimos gastar el dinero en derechos humanos, pero (lástima) el embrague se activa después de tomar la decisión y terminamos por comprar el helado en lugar de hacer lo que habíamos decidido hacer. (Véase la figura 4.2.) ¿Son realmente casos distintos? Si es así, ¿cuál es la diferencia, y qué importancia tiene? ¿En qué punto se convierte la decisión en una auténtica decisión? Este no es el único problema de límites que encontraremos.

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FIGURA 4.2. Posiciones del embrague, dentro y fuera.

¿Qué pasaría si nuestra facultad de razonamiento práctico diera outputs distintos para los mismos inputs? ¿Sería esto un defecto? Normalmente queremos que los sistemas sean fiables, y con esto nos referimos a que podamos contar con que den siempre el mismo output —el mejor output, sea el que sea— para cada input posible. Tomemos como ejemplo nuestra calculadora. A veces, cuando no es posible definir cuál es el mejor output o cuando queremos específicamente que el sistema introduzca una variación «aleatoria» en el supersistema general, nos parece bien que dé diferentes outputs para el mismo input. La forma habitual de conseguirlo consiste en incorporar un generador de números pseudoaleatorios en el sistema que haga las veces de una moneda lanzada al aire (y genere un 0 o un 1 cada vez que se le pida), de un dado normal de seis caras (y genere un número entre 1 y 6 cada vez que se le pida) o de una rueda de la fortuna (y genere un número entre 1 y n cada vez que se le pida). Kane quiere algo mejor que la pseudoaleatoriedad. Quiere aleatoriedad genuina, y se propone conseguirla suponiendo la existencia de algún tipo de amplificador de las fluctuaciones cuánticas en las neuronas. Tal como vimos en el capítulo anterior, esto no haría que su modelo fuera más flexible o abierto, más capaz de mejorar o de aprender. No le daría a su sistema ninguna oportunidad que no tuviera con un generador de números pseudoaleatorios, pero no es esa su función. Su función es metafísica, no práctica.

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FIGURA 4.3. Posiciones de la memoria, dentro y fuera.

En todo caso, ¿deberíamos querer que nuestra facultad de razonamiento práctico diera diferentes outputs para los mismos inputs? Nos enfrentamos aquí a otro problema de límites. ¿Qué consideramos un input? ¿Contiene dicha facultad la historia de sus actividades previas, o es sólo la maquinaria vacía de todo contenido, el procesador, que recibe (parte de) dicha historia desde una memoria externa? (Véase la figura 4.3.)

No nos gustaría que nuestro razonamiento práctico fuera tan rígido que tomara la misma decisión cada día: por ejemplo, decidirse siempre por un bocadillo de jamón para el almuerzo. Pero si incluimos en los inputs posibles hechos procedentes de la memoria de modo que uno de los inputs de hoy sea el hecho de que llevamos dos días comiendo bocadillo de jamón, ello haría que el caso de hoy fuera distinto del de ayer, con independencia de cuál sea la decisión final. Como las personas poseen una memoria y una capacidad perceptiva notables, nunca se encuentran dos veces en el mismo estado exacto, de modo que pueden obtener gran variabilidad en el output de sus facultades de razón práctica por el mero hecho de alimentarla con un input más variado acerca de su estado y sus circunstancias actuales. Nuestro sistema de razonamiento práctico debería ser tan fiable como una calculadora, determinado en todo caso para dar el output en respuesta al input, para cada valor de i y, sin embargo, no tomar nunca la misma decisión dos veces, simplemente porque el tiempo avanza y el sistema nunca se enfrenta exactamente al mismo input en dos ocasiones. Tal como se dice: «Eso fue entonces, esto es ahora». Como vimos en el capítulo 3, dos programas informáticos de ajedrez que jueguen uno contra otro no tienen por qué jugar dos veces la misma partida, y eso sin necesidad de reajustar nunca sus facultades de razón práctica, pues todas las variaciones serían resultado de cambios en los inputs a lo largo del tiempo. Podemos ser a la vez perfectamente coherentes y, sin embargo, no repetirnos en ningún momento con sólo dejar que los accidentes del camino influyan sobre nuestras decisiones.

Ahora ya estamos en condiciones de examinar la tesis central de Kane. Supongamos que nuestra facultad de razonamiento práctico, a diferencia del dispositivo determinista que acabamos de describir, estuviera equipada con un generador de indeterminismo «en algún lugar entre el input y el output». ¿Es esto un fallo o una especificación más del sistema? ¿Cómo debemos concebirlo? ¿Deberíamos imaginar que la facultad contiene en sus entrañas uno o dos módulos de razonamiento determinista y, por otro lado, un módulo indeterminista? Si ponemos el generador de números aleatorios fuera de la facultad (figura 4.4), los números aleatorios que generará deberían considerarse inputs respecto a la facultad, y esta debería tratarlos como cualquier otro input; si es fiable, debería producir un resultado determinado en relación con dicho input. Si, en cambio, ponemos un generador de números aleatorios en el interior de la facultad, para que sea más libre en su procesamiento de los inputs, entonces los outputs de la facultad no vendrán determinados por sus inputs. Sin embargo, no hemos hecho más que situar la línea en un lugar funcional diferente.

Kane dice que la indeterminación debería estar «entre» el input y el output, pero podríamos muy bien preguntarnos por qué la indeterminación no podría formar parte del input. ¿Qué diferencia supondría eso? Le planteé esta pregunta a Kane (al discutir un borrador previo de este capítulo), y dio una interesante respuesta:

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FIGURA 4.4. Generador de aleatoriedad externo.

Hay un razón por la que debe estar entre el input y el output y no formar parte meramente del input. La razón es que todo cuanto suponemos que ocurre entre el input y el output corresponde a la actividad del agente (en la forma de razonamiento práctico que tendrá como resultado la elección). El input (en la forma de disposiciones, creencias, deseos y cosas por el estilo) no es algo que el agente controle aquí y ahora, aunque parte de ello pueda ser el producto de razonamientos, actividades o elecciones realizados en momentos anteriores […]. El indeterminismo meramente en el input no da lugar a una responsabilidad fuerte. Para recoger plenamente la noción libertarista de responsabilidad, el indeterminismo debe ser un ingrediente no sólo de lo que le «viene a la cabeza», sino de lo que el agente está haciendo realmente (razonar, tomar decisiones). Si los inputs son el resultado de nuestras acciones, todo bien, pero si simplemente son algo que nos ocurre, no es suficiente, aunque sea por azar (Kane, correspondencia personal).

Kane quiere que el indeterminismo sea el «resultado de nuestras acciones» y no algo que «simplemente ocurre». Esto es fácil de arreglar: que la facultad de razonamiento práctico pida por encargo algo de aleatoriedad cada vez que, en el curso de sus labores, encuentre algo que interpreta como un bloqueo de algún tipo, sea un imponderable o sea una metaelección sobre qué pensar o dónde dirigir la atención a continuación (figura 4.5).

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FIGURA 4.5. Aleatoriedad por encargo.

De este modo, como la aleatoriedad será «reclamada» como resultado de las actividades específicas de la facultad, no será algo que haya caído del cielo sin que nadie lo pidiera. Es más, el uso al que se aplique la aleatoriedad requerida vendrá determinado por las actividades constructivas de la propia facultad. (Si decido lanzar una moneda para resolver dónde cenar hoy, sigue siendo una decisión mía; yo hice que eso resolviera la cuestión). Pero una vez más no estamos haciendo otra cosa que marcar la línea en otro lugar; cualquier cosa que pueda conseguirse gracias a una fuente de aleatoriedad interna puede conseguirse también a base de su importación desde una fuente externa de aleatoriedad que pueda ser consultada cuando sea necesario. La metáfora del contenedor, por lo que llevamos visto hasta ahora, ocupa un lugar central en la teoría de Kane.

Sin embargo, por mor de la argumentación, supongamos que Kane puede darnos una buena razón para distinguir entre fuentes internas y externas de aleatoriedad. Instalamos la indeterminación en el interior de la facultad, entre el input y el output, de acuerdo con sus especificaciones, y luego instalamos la facultad en el interior del agente. ¿Cómo funciona en la vida cotidiana? Kane señala que

las elecciones o decisiones son normalmente la culminación de procesos de deliberación o razonamiento práctico, pero no tienen por qué serlo siempre. No tenemos por qué descartar la posibilidad de que se tomen decisiones rápidas, impulsivas o irreflexivas, las cuales vienen a resolver también situaciones de indecisión, pero surgen de un razonamiento previo mínimo o nulo. Sin embargo, por más que puedan producirse decisiones rápidas o impulsivas de este tipo, son menos importantes para la libertad que las decisiones que culminan procesos de deliberación durante los cuales se consideran reflexivamente diversas alternativas. Ello es así porque en estos casos es más probable que nos parezca que controlamos el resultado y que «podríamos haber hecho otra cosa» (Kane, 1996, pág. 23).

De todo ello extraemos la imagen de unos actos ocasionales de elección deliberada que constituyen los puntos de inflexión moralmente relevantes —que «desempeñan un papel crucial» (pág. 24)— a partir de los cuales se establecen hábitos e intenciones sobre cuya base se actúa posteriormente de manera harto irreflexiva pero aún responsable. Consideremos, por ejemplo, una decisión rápida. Mi esposa me pregunta si puedo pasar por Correos de camino hacia el trabajo y enviar un paquete por ella, y le contesto casi instantáneamente que no puedo porque llegaría tarde a una cita con un alumno. ¿He deliberado? ¿Me embarqué en un proceso de razonamiento práctico? No se trata de una decisión moral de mucho calado, pero es el material del que están hechas en buena medida las vidas morales (e inmorales): cientos y miles de decisiones menores tomadas tras muy escasa consideración, habitualmente sobre el fondo de una justificación tácita e inarticulada. Sería más bien extraño que respondiera algo del estilo: «Bien, como eres mi esposa y hemos prometido solemnemente ayudarnos el uno al otro, y como no encuentro ningún defecto o problema en tu requerimiento —no me has pedido que haga algo físicamente imposible, o ilegal, o autodestructivo, por ejemplo—, hay sin duda fuertes razones para decir «Sí, cariño». Por otro lado, le he dicho a un alumno que nos veríamos a las 9.30 y, considerando el tráfico, cumplir con tu requerimiento supondría tenerle esperando al menos media hora. Podría tratar de llamarle y pedirle permiso para cambiar la hora prevista, pero tal vez no lo encuentre, y, por otro lado, la cuestión importante es si enviar el paquete con tal presteza es una tarea lo bastante importante como para justificar que le cause un inconveniente al alumno. Convenir una cita con él equivale por mi parte a realizar una promesa, aunque de una clase que sería disculpable romper por causa…». Tal vez sorprenda la observación de que todas estas consideraciones (¡y muchas más!) realmente contribuyeron en alguna medida a mi respuesta. ¿Cómo es posible? Pues bien, ¿habría emitido yo un juicio rápido, positivo o negativo, si mi esposa me hubiera pedido que por favor estrangulara al dentista de camino al trabajo, o hiciera saltar el coche por un precipicio? Si lo que le hubiera dicho a mi alumno hubiera sido meramente que tenía previsto estar en mi oficina a las 9.30 para tomar café (sin hacer ni dar a entender ninguna promesa), o hubiera propuesto una hora más flexible para la entrevista, o hubiera estado hablando con él por teléfono en el momento mismo en que mi esposa hizo su petición, todo ello podría haber marcado una diferencia, sin duda, en mi juicio rápido. Incluso un juicio rápido puede ser notablemente sensible a una multitud de aspectos de mi mundo que han conspirado a lo largo del tiempo para crear mis disposiciones actuales.

Kane concede sin ningún problema que dicho complejo conjunto de posiciones, que se ha venido gestando de manera más o menos continua desde que era un niño, pueda determinar mi respuesta en un caso como este y en otros casos en los que no delibero. Pero una vez más acechan los problemas de límites. ¿Debemos considerar que los juicios rápidos proceden de la facultad de deliberación (pero de forma tan instantánea y directa que los detalles se mantienen tácitos) o deberíamos considerar que proceden más inmediatamente de algún subsistema o facultad «inferior», mientras que la facultad de deliberación se mantiene en reserva para casos de un calado especial? En mi opinión, lo mejor es establecer las demarcaciones (que al fin y al cabo no son sino líneas de análisis para los filósofos, no límites anatómicos por descubrir) de tal modo que también los juicios rápidos sean realizados, sin dificultad, en y por la facultad de razonamiento práctico. Pues, aunque el paréntesis del indeterminismo debe localizarse en el interior de la facultad (entre el input y el output), Kane sostiene, tal como veremos, que la facultad no tiene por qué actuar siempre de manera indeterminista. En ciertas ocasiones puede operar de manera determinista, incluso al tratar cuestiones morales de peso. (¿Debo estrangular al dentista? ¡Anda ya!).

Kane no tiene mayor problema con este papel ocasional que desempeña el determinismo en la vida de un agente moral, y ello por diferentes motivos. En primer lugar, le permite dar una versión realista de dichos juicios rápidos. Simplemente no resulta plausible sostener qué los hábitos de toda una vida, que dan pie a decisiones tan predecibles que uno puede apostar la vida por ellas, sean sin embargo indeterministas (excepto en el sentido limitado de que pueda haber una posibilidad entre un cuatrillón de que puedan tener una excepción). Pensemos en nuestra disposición a conducir por la autopista, frente a coches que se acercan por el carril contrario a una velocidad superior a los 160 kilómetros por hora. Nuestra vida depende de que los conductores no decidan, como serían libres de decidir, pasarse repentinamente a nuestro lado de la autopista, sólo para ver lo que pasa. Nuestra ecuanimidad en la autopista demuestra hasta qué punto asumimos que es predecible el comportamiento de esos perfectos extraños. Podrían matarnos en un acto sin sentido, un acte gratuit suicida, pero no pagaríamos ni un dólar o un centavo de dólar por la oportunidad de vaciar la carretera de todos los coches que puedan venir en dirección contraria antes de salir. En segundo lugar, Kane necesita que el determinismo le eche una mano para dar respuesta a una objeción más seria contra el libertarismo que planteé yo mismo en Elbow Rooms: el caso de Martin Luther.

«Aquí estoy —dijo Luther—. No puedo hacer otra cosa». Luther afirmaba que no podía hacer otra cosa, que su conciencia le hacía imposible retractarse. Por supuesto, podría ser que estuviera equivocado o que estuviera exagerando deliberadamente la verdad. Pero, incluso aunque lo estuviera haciendo —tal vez sobre todo si era así—, su declaración es testimonio del hecho de que simplemente no eximimos a nadie de mérito o culpa por un acto porque pensemos que no podía hacer otra cosa. Fuera lo que fuera lo que estuviera haciendo Luther, no estaba tratando de escamotear su responsabilidad (Dennett, 1984, pág. 133).

Kane acepta que la decisión de Luther no podía estar más lejos del juicio irreflexivo, que era sin duda una decisión moralmente responsable, y que es muy posible que fuera cierto lo que dijo Luther respecto a ella: no podía haber hecho otra cosa; verdaderamente estaba determinado en el momento por su facultad de razonamiento práctico para mantenerse firme. El caso de Luther no es un caso raro o carente de importancia. Tal como veremos en capítulos posteriores, la estrategia de prepararse a uno mismo para tomar decisiones difíciles a base de asegurarse de que uno esté determinado para hacer lo correcto cuando llegue el momento es uno de los umbrales de la responsabilidad madura, y Kane lo reconoce como tal. En realidad, Kane construye su teoría de la libertad alrededor de la idea de que todo agente moralmente responsable habrá pasado por una serie de ocasiones relativamente infrecuentes a lo largo de su vida en las que se habrá enfrentado a deseos contrapuestos, lo que da pie a una voluntad de perseverar del tipo (iii). En algunas de estas ocasiones habremos decidido realizar «acciones autoformativas» (AA), que pueden tener un efecto determinista sobre nuestro comportamiento subsiguiente; el único requisito es que dichas AA sean el resultado de procesos genuinamente indeterministas que hayan tenido lugar en el interior de la facultad de razón práctica:

Un acto como el de Luther puede ser responsable en último término […] aunque esté determinado por su voluntad, porque la voluntad de la que surgió es una voluntad generada por él mismo, y en este sentido es su «propia» voluntad […]. Los actos responsables últimos, o los actos realizados por el propio libre albedrío, constituyen una clase de acciones que no se agota en las acciones autoformativas (AA) definidas por su indeterminación y porque el agente podría haber hecho otra cosa. Pero si no hubiera acciones «autoformativas» en este sentido, no conservaríamos la responsabilidad última por nada de lo que hiciéramos (Kane, 1996, pág. 78).

Cuando lanzo una piedra con una catapulta contra mi enemigo, la trayectoria de la piedra deja de estar en mis manos desde el momento en que se encuentra en el aire, y queda de este modo fuera del alcance de mi voluntad, pero los efectos de su caída siguen siendo responsabilidad mía, por mucho que tarde en producirse. Cuando me lanzo a mí mismo en una trayectoria de un cierto tipo, y me aseguro de que en lo sucesivo no podré modificar varios aspectos de esa trayectoria, la conclusión sigue siendo manifiestamente la misma. Reflexiones como esta llevan a algunos libertaristas a aceptar que la libertad que tratan de implementar podría encontrarse concentrada en algunas ventanas de oportunidad con ciertas propiedades especiales. (Peter van Inwagen, por ejemplo, se suma a Kane en este punto, pero a diferencia de Kane supone que dichas ventanas deben de ser más bien infrecuentes). Pero ¿de qué propiedades especiales estaríamos hablando? Kane dice que una AA debe cumplir la condición PA:

(PA) El agente tiene posibilidades alternativas (o puede hacer otra cosa) respecto a A en t, en el sentido de que en t el agente puede (tiene el poder o la capacidad de) hacer A y puede (tiene el poder o la capacidad de) hacer otra cosa (Kane, 1996, pág. 33).

Nótese la función que cumple «en t» en esta fórmula. Algunos filósofos no pueden soportar decir cosas sencillas como: «Supongamos que un perro muerde a un hombre». Se sienten obligados a decir, en cambio: «Supongamos que el perro p muerde al hombre h en el tiempo t», con lo que demuestran su compromiso incorruptible con el rigor lógico, aunque no manejen luego ninguna fórmula que contenga p, h y t. Las referencias a t son omnipresentes en las definiciones filosóficas, aunque raramente desempeñan ningún papel relevante. Aquí, sin embargo, sí desempeña una función relevante. La definición se refiere a lo que es el caso en cada momento en el tiempo; requiere de nosotros que pensemos en «posibilidades en un determinado instante». Kane (pág. 87) cita un lírico pasaje de William James:

La cuestión crucial […] es que las posibilidades están realmente aquí […] En aquellos momentos que ponen el alma a prueba, cuando la balanza del destino parece vacilar […] [reconocemos] que la cuestión no se decide más que aquí y ahora. Eso es lo que da su realidad palpitante a nuestra vida moral y hace que nos estremezcamos […] con una excitación extraña y sutil (James, 1897, pág. 183).

Examinemos más de cerca esta balanza que vacila. Imaginemos que nuestra facultad de la razón práctica lleva incorporado un dial con una aguja que marca la inclinación presente de la balanza en el curso de nuestras deliberaciones, una aguja que baila entre el Irse y el Quedarse (suponiendo que estas sean las opciones que consideramos en este momento), cabecea del uno al otro y tal vez incluso vacila, en sus bruscas oscilaciones entre los dos valores (figura 4.6). Y supongamos que en cualquier momento podemos dar fin al proceso de deliberación presionando el botón ¡Ahora!, con el que sellamos nuestra elección en favor de la opción —Irse o Quedarse— que resulta favorecida en aquel instante de la deliberación. Supongamos, de momento, que todo el procesamiento por parte de nuestra facultad del razonamiento práctico es determinista; se limita a «comparar pesos» de acuerdo con cierta función determinista aplicada a todos los inputs considerados hasta el momento, y da como resultado un valor constantemente actualizado que oscila de un lado al otro, entre el Irse y el Quedarse, en función del orden en el que son procesadas y reprocesadas las distintas consideraciones a la luz de las deliberaciones posteriores.

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FIGURA 4.6. Aguja que oscila entre Irse y Quedarse.

¿Se cumpliría la condición PA en un caso como este? ¿Dónde debemos mirar para encontrar la respuesta a esta pregunta? Supongamos que miramos al último minuto de la deliberación y observamos que en este período la aguja ha oscilado entre un lado y el otro doce veces o más, y que la aguja ha apuntado más o menos la mitad del tiempo hacia el Irse y la otra mitad hacia el Quedarse. Respecto a esta escala temporal parece claramente como si ambas alternativas estuvieran abiertas (en comparación, por ejemplo, con un minuto durante el cual la aguja apuntara firmemente hacia el Quedarse). Pero para Kane (y para james) no hay bastante con esto. Para que haya auténtica libertad, ambas posibilidades deben estar abiertas en el tiempo el instante mismo en el que se ha presionado el botón ¡Ahora! Si nos concentramos en ese momento, y observamos que durante los 10 milisegundos previos al tiempo la aguja apuntaba firmemente al Quedarse, que era también la decisión registrada en el momento de presionar el botón ¡Ahora!, parecería que había buenos motivos para decir que la opción Irse no estaba disponible en el momento t (véase la figura 4.7).

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FIGURA 4.7 Ampliación de la figura 4.6 en el período de los 10 milisegundos.

¡Ah, pero hay una laguna! Hemos imaginado que habíamos presionado nosotros el botón ¡Ahora! ¿Cómo podemos introducir la indeterminación si permitimos que el momento exacto en que se presiona el botón «dependa de nosotros»? Supongamos, pues, que el proceso de deliberación está completamente determinado y que la indeterminación está en el momento exacto en que se presiona el botón ¡Ahora! En algún momento de los próximos 20 milisegundos el botón será presionado, pero exactamente cuándo es algo que queda estrictamente (cuánticamente) indeterminado. En tal caso, si la oscilación entre el Irse y el Quedarse se produce con una frecuencia lo bastante alta como para que haya momentos de Irse y Quedarse en aquella ventana de 20 milisegundos, la decisión que se tome al activarse el botón ¡Ahora! quedará indeterminada, completa y oficialmente impredecible desde una descripción completa del universo al comienzo de la ventana de oportunidad (figura 4.8).

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FIGURA 4.8 Ventana de oportunidad.

Por desgracia, seguirá sin cumplirse la condición PA, debido a un defecto en la definición de PA: esa fastidiosa cláusula «en t». Seguirá siendo completamente predecible que si la decisión ocurre en el milisegundo 5, por ejemplo, será una decisión de Irse, y si ocurre en el milisegundo 17 será una decisión de Quedarse. En realidad, para cualquier tiempo t en la ventana de oportunidad está perfectamente determinada cuál será la decisión que se tome; lo que no está determinado es el momento exacto en que se tomará la decisión. El agente no es libre en t para Irse o Quedarse, para ningún valor de t. Pero ¿no podría haber suficiente con eso, mientras el instante de la elección siguiera siendo indeterminado? Resulta tentador proponer una revisión moderada de la condición PA que responda a nuestro sencillo modelo: que el tiempo t esté repartido por toda la ventana temporal de 20 milisegundos en lugar de concentrarse en un instante, en cuyo caso ya seríamos libres, puesto que tanto Irse como Quedarse coexisten en el tiempo t así extendido (y difícilmente puede considerarse que 20 milisegundos es un período largo de tiempo).

No hay duda de que la aguja en el dial y el botón hacen que este modelo tenga un aspecto terriblemente «mecánico», pero es el propio Kane quien lo quiere así. Pretende ser un libertarista naturalista, por lo que quiere que su modelo sea científicamente respetable, algo que pueda implementarse en el cerebro, y el dial y el botón son simplemente dispositivos que nos ayudan a visualizar el estado subyacente de complejidad neural relevante. Debe haber algún tipo de estado neural físicamente posible que realice la comparación de pesos, y algún tipo de transición entre estados que implemente la decisión (que produzca un output); podemos pretender simplemente que el dial se encarga de lo primero y el botón de lo segundo. De este modo el modelo ilustraría una manera posible —una familia de maneras— de amplificar la indeterminación cuántica subatómica para que desempeñe un papel crucial en la toma de decisiones. Es más, el modelo parece satisfacer el requisito de Ultimidad de Kane para las AA:

(U) para cada X e Y (donde X e Y representan ocurrencias de eventos y/o estados) si el agente es personalmente responsable de X, y si Y es un arché[5] (es decir, una base, una causa o una explicación suficiente) para X, entonces el agente también debe ser personalmente responsable de Y (Kane, 1996, pág. 35).

Traducción: sólo podemos ser personalmente responsables de algo si somos personalmente responsables de todo cuanto sea condición suficiente para ello. Según Kane,

las AA son las acciones (u omisiones) voluntarias indeterminadas y últimas que se requieren en las historias vitales de los agentes para que se cumpla U (Kane, 1996, pág. 75).

La activación indeterminista del botón ¡Ahora! convertiría la decisión en indeterminista en aquellos casos en los que ambas opciones oscilaran en una ventana de oportunidad ligeramente ampliada; en ningún momento anterior habría condición suficiente ni para la decisión de Irse ni para la de Quedarse, de modo que podríamos ser personalmente responsables de Irnos (o de Quedarnos) sin tener que preocuparnos por si somos responsables de alguna condición suficiente previa para Irse (o Quedarse). Por supuesto, todavía debemos encontrar alguna forma de dar sentido a que el accionamiento indeterminista del botón «dependa de nosotros» y no sea en sí mismo un input externo y aleatorio.

SI UNO SE HACE LO BASTANTE PEQUEÑO, PUEDE EXTERNALIZARLO PRÁCTICAMENTE TODO[6]»

Una vez más nos encontramos con un problema de fronteras, y esta vez es serio: ¿cómo puede Kane conseguir que la indeterminación cuántica se quede en el interior del sistema relevante? Para ver dónde está la dificultad, supongamos que alguien que pasa por ahí grita justo cuando estamos a punto de presionar el botón ¡Ahora!, y nos sorprende hasta el punto de hacernos presionar el botón cinco milisegundos antes, lo que lo convierte en la causa de que lo hayamos presionado. ¿Ya no es nuestra la decisión? Después de todo, la parte crucial de la relación causal, la parte que determinaba si debíamos Irnos o Quedarnos, vino en sí misma causada por el grito de ese alguien (que tenía su causa en una gaviota que volaba muy cerca, lo que a su vez fue causado por el regreso de la flota pesquera, lo que a su vez fue causado por el regreso de El Niño, lo que… vino causado por una mariposa que batió sus alas en 1926). Y aunque el batir de alas de esa mariposa estuviera verdaderamente indeterminado y no fuera sino el efecto magnificado de un salto cuántico en su minúsculo cerebro, este momento de indeterminismo se encuentra en el lugar y el momento equivocados. No será el momento de libertad de la mariposa en 1926 lo que nos haga libres a nosotros hoy, ¿verdad? El libertarismo de Kane requiere que rompa la cadena causal en algún lugar dentro del agente y en el momento de la toma de la decisión, el requisito del «aquí y ahora» del que tan elocuentemente hablaba William James. Si tan importante es, como sin duda piensan los libertaristas, será mejor que protejamos nuestros procesos de deliberación de todas esas interferencias externas. Haríamos mejor en aislar la pared que está alrededor de… nosotros mismos, para que las fuerzas externas no interfieran en la decisión que estamos preparando en nuestra cocina interna, sólo con los ingredientes que nosotros hemos permitido que entraran por la puerta.

Esta retirada del yo a un recinto vallado en el interior del cual se realiza todo el trabajo importante de creación tiene lugar en paralelo con otra retirada al centro del cerebro, siguiendo la desviada línea de argumentación o razonamiento que lleva a lo que llamo el Teatro Cartesiano, el lugar imaginario situado en el centro del cerebro donde «todo confluye» ante la conciencia. No hay tal lugar, y cualquier teoría que presuponga tácitamente que existe debe ser descartada de entrada por errónea. Las funciones que realiza el homúnculo imaginario en el Teatro Cartesiano deben ser distribuidas, en el cerebro, en el tiempo y el espacio. El problema que se le presenta a Kane es complejo, ya que debe encontrar alguna forma de conseguir que el evento cuántico indeterminado no sólo esté en nosotros, sino que también sea nuestro. Ante todo quiere que la decisión «dependa de nosotros», pero si la decisión es indeterminada —el requisito definitorio del libertarismo— tampoco puede estar determinada por nosotros, con independencia del tipo de ente que seamos, porque no está determinada por nada. Seamos lo que seamos, no podemos influir en un evento indeterminado —el sentido mismo de la indeterminación cuántica es que tales eventos cuánticos no están influidos por nada—, de manera que de algún modo tendremos que convertirlo en nuestro socio o unir fuerzas con él, ponerlo a trabajar para algún fin íntimo nuestro, como objet trouvé que incorporamos de forma útil a nuestra decisión de un modo u otro. Pero, para conseguirlo, debemos ser algo más que un punto matemático; tenemos que ser alguien, debemos tener partes —recuerdos, planes, creencias y deseos— que habremos ido adquiriendo a lo largo del tiempo. Y será entonces cuando volverán a entrar en escena todas esas influencias causales del pasado, del exterior, dispuestas a contaminarlo todo, a ocupar el lugar de nuestra creatividad y a usurpar el control de nuestras decisiones. Un grave dilema.

El problema, como se recordará, va fue claramente reconocido por William James cuando preguntó: «Si un acto "libre" ha de ser una novedad absoluta que no proceda de mí, de mi yo previo, sino ex nihilo, y simplemente se asocie a mí, ¿cómo puedo yo, el yo previo, ser responsable de él?». Kane da algunos pasos importantes para responder a esta pregunta retórica con su idea de la «racionalidad plural» (Kane, 1996, capítulo 7). No queremos que nuestros actos libres sean inmotivados, inexplicables o meros destellos aleatorios carentes de fundamento. Queremos que haya razones que los justifiquen, y queremos que sean nuestras razones, y (si somos libertaristas) queremos que cumplan con la condición PA para ser libres en el sentido de que «en el tiempo t» «podríamos haber hecho otra cosa». Una forma de conseguirlo es tomarse la molestia de elaborar personalmente dos (o más) listas de razones contrapuestas. Cada cual deberá encargarse de componerlas, desarrollarlas, revisarlas, limarlas y pulirlas localmente, por sí mismo y sin la ayuda de nadie. Aunque tal vez hayamos podido tomar prestadas algunas ideas y detalles del exterior, los hemos hecho nuestros, de modo que no hay duda de que son listas del tipo «hágalo usted mismo». Es más, cada uno suscribe, al menos tentativamente, ambas listas de razones. (Si dejáramos de suscribir una de las dos, no habría mucho problema, ¿verdad? Habríamos tomado una decisión —tal vez incluso una decisión rápida— en favor de la otra). De modo que cuando la deliberación llegue finalmente a su fin, vayamos por el lado que vayamos, será una opción que habremos considerado muy seriamente, hasta el límite mismo de suscribirla por entero. Nuestro acto constituye algo así como un veredicto final, una declaración que nos convierte en la clase de persona que somos (uno que se Queda o uno que se Va), y en aquel mismo momento podríamos haber hecho otra cosa.

La idea de la racionalidad plural —del «procesamiento paralelo», según el nombre que le da Kane recientemente (Kane, 1999)— surge de una intuición que siempre hemos tenido: es justo que se nos considere responsables por el resultado de un acto que incluye un elemento de azar o indeterminado, si aquel resultado es el que tratábamos de obtener. El asesino que tiene la suerte de darle al Primer ministro con un disparo lejano no queda absuelto por haber dado en el blanco por pura suerte, ni aunque sea un azar genuinamente indeterminista. Al proponer un proceso contradictorio por el que se crean dos posibilidades enfrentadas (por ejemplo, el dilema de la mujer de negocios a propósito de hacer lo correcto o subir un escalón en su carrera), Kane garantiza que cuando una de las posibilidades falla se impone la otra, y que la mujer es responsable en ambos casos porque esa es una de las cosas que estaba tratando de hacer. El hecho de que tratara de conseguir dos cosas incompatibles al mismo tiempo no demuestra que en caso de que consiguiera una de ellas no hubiera tratado de conseguirla.

Así pues, Kane pretende que esta inserción del indeterminismo en el conflicto de las razones, en medio del cual el agente trata —tipo (iii), voluntad de perseverar— de encontrar la correcta, salva al resultado, sea cual sea, de ser un golpe de suerte, un mero accidente. Cualquier agente adulto se ha enfrentado a esta clase de dilemas, de carácter moral o prudencial, y se define a partir de ellos.

Al escoger una opción u otra en estos casos, los agentes refuerzan sus caracteres morales o prudenciales o bien sus instintos egoístas o imprudentes, según sea el caso. Se están «haciendo» a sí mismos o «formando» sus voluntades de un modo u otro, de una forma que no venía determinada por el carácter, los motivos y las circunstancias previas […]. El hecho de que sus acciones sean, pues, una respuesta a los conflictos interiores implícitos en el carácter y los motivos previos del agente hace que su carácter y motivos puedan explicar los conflictos y el porqué de las acciones, sin explicar también el resultado de estos mismos conflictos y acciones. Los motivos y el carácter previos aportan razones para hacer una u otra cosa, pero no razones decisivas que puedan explicar qué camino tomará inevitablemente el agente (Kane, 1996, pág. 127).

La idea de que alguien que se ha enfrentado a serios dilemas de razonamiento práctico, que ha luchado contra tentaciones y resuelto disyuntivas, tiene más posibilidades de ser «dueño de sí mismo», un agente moral más responsable que alguien que simplemente haya bajado flotando felizmente por el río de la vida, aceptando las cosas tal como le venían, es una idea familiar y atractiva, pero a la que pocos filósofos han prestado atención. En la mayoría de las teorías de la libertad, la presencia de puntos de inflexión en la historia del agente no desempeña ningún papel destacado y es, de hecho, una posibilidad en buena medida ignorada, probablemente porque llama la atención sobre un embarazoso caso límite: el «asno de Buridan», que supuestamente muere de hambre porque está a la misma distancia de dos pilas de comida y no encuentra ninguna razón para ir a la derecha y no a la izquierda (o viceversa). Ya en los tiempos medievales se hablaba de esta «libertad de la indiferencia», y siempre se ha reconocido que la mejor solución para dichos impasses es lanzar una moneda al aire, como complemento útil de la voluntad, podría decirse, lo cual no parece sin embargo un buen modelo de libre albedrío. Cuando los teóricos nos acercamos a una perspectiva según la cual nuestras únicas elecciones libres serían aquellas en las que también podríamos haber lanzado una moneda al aire, es que debemos haber tomado un camino equivocado. Es mejor volver atrás. Y por ello el tema sigue en buena medida ignorado. Pero Kane demuestra de manera bastante convincente que la forja del carácter que puede (o no) resultar de una vida de elecciones graves tomadas seriamente añade una «variedad valiosa y deseable de la libertad». Sólo hay un problema con ella, sin embargo: no necesita el indeterminismo que inspiró su creación. Es más, no puede utilizar el indeterminismo de ningún modo que lo distinga del determinismo, pues el requisito del «aquí y ahora» no sólo no está bien fundamentado: tal como veremos, es probable que sea también incoherente.

CUIDADO CON LOS MAMIFEROS PRIMORDIALES

La idea básica es que la responsabilidad última reside donde se encuentra la causa última.

ROBERT KANE, The Significance of Free Will

Tal vez piense usted que es un mamífero, y que los perros, las vacas vías ballenas son también mamíferos, pero la verdad del asunto es que no hay ningún mamífero: ¡es imposible que los haya! Ahí va un argumento filosófico para demostrarlo (tomado, con algunas alteraciones, de Sanford, 1975).

  1. Todo mamífero tiene a un mamífero por madre.
  2. En caso de que hayan existido los mamíferos, sólo ha podido ser un número finito de mamíferos.
  3. Pero la existencia de un solo mamífero supone, en razón de (1), que debe haber existido un número infinito de mamíferos, lo cual contradice (2), de modo que no puede haber habido ningún mamífero. Es una contradicción en términos.

Como sabemos perfectamente que hay mamíferos, sólo nos tomamos en serio este argumento como desafío para descubrir la falacia que se esconde detrás de él. En alguna parte debe estar el fallo, y sabemos más o menos dónde debe estar: si nos remontamos lo bastante en el árbol de familia de cualquier mamífero, llegaremos finalmente a los terápsidos, una extraña y extinta especie puente entre los reptiles y los mamíferos. Se produjo una transición gradual de los reptiles puros a los mamíferos puros, y el espacio intermedio fue cubierto por numerosos intermediarios de difícil clasificación. ¿Cómo deberíamos trazar las líneas divisorias en este espectro de cambios graduales? ¿Podemos identificar a algún mamífero, el Mamífero Primordial, que no tuviera a un mamífero por madre, y que negara de este modo la premisa (1)? ¿Con qué argumentos? Sean cuales sean estos argumentos, serán indistinguibles de los argumentos que podríamos usar para apoyar el veredicto de que dicho animal no era un mamífero (después de todo, su madre era una terápside). ¿Qué deberíamos hacer? Deberíamos poner coto a nuestro afán de marcar líneas divisorias. No necesitamos tales líneas. Podemos vivir con el hecho escasamente misterioso y sorprendente de que, ya ves, se produjeron una serie de cambios graduales que se fueron acumulando a lo largo de millones de años y al final dieron como resultado mamíferos puros.

Los filósofos muestran preferencia por la idea de detener el temido regreso al infinito mediante la identificación de algo que ponga —que debe poner— fin a la regresión: el Mamífero Primordial, en este caso. Ello les lleva a menudo a doctrinas llenas de misterio, o al menos con muchos puntos oscuros, y, por supuesto, les obliga a comprometerse en la mayoría de los casos con el esencialismo. (El Mamífero Primordial sería el primer animal dentro del conjunto de los mamíferos que tuviera todas las características esenciales de los mamíferos. Si no hay ninguna esencia definible de un mamífero, tenemos un problema. Y la biología evolutiva demuestra que no hay tales esencias).

La teoría de la libertad de Kane postula específicamente ciertas instancias especiales donde «termina la regresión», los actos autoformativos, o AA.

Si queremos evitar el regreso al infinito, en algún lugar de la historia vital del agente debe haber acciones para las cuales los motivos dominantes y la voluntad a partir de la cual actúa el agente no hayan estado determinados de antemano (Kane, 1996, pág. 114).

Tal vez podríamos detenernos a preguntar cuan frecuentes deberían ser estos momentos. ¿Una media de uno al día, uno al año o uno por década? ¿Tienden a comenzar con el nacimiento, a los 5 años o en la pubertad? Estas AA se parecen sospechosamente a los Mamíferos Primordiales. Resulta preocupante que aunque sean eventos clave en la vida de un agente moral —los ritos naturales de paso, podría decirse, a la responsabilidad adulta— resultan prácticamente imposibles de descubrir. No hay forma de distinguir una AA genuina de una pseudoAA, un arrebato de razonamiento impostor que nunca hizo uso realmente de la indeterminación cuántica, sino que simplemente ofreció un resultado pseudoaleatorio y, por lo tanto, determinista. Se sentirían igual desde dentro y tendrían el mismo aspecto desde fuera, por muy sofisticado que fuera nuestro equipo de observación. Tal como me sugirió Paul Oppenheim, resulta útil comparar las AA de Kane con los eventos de especiación que se dan en el curso de la evolución, y que sólo pueden identificarse retrospectivamente. Cada nacimiento dentro de cada cepa es un evento de especiación en potencia, puesto que cada descendiente muestra cuando menos diferencias minúsculas que lo hacen único, y cualquier diferencia podría ser el comienzo de algo que finalmente diera lugar a la especiación. El tiempo lo dirá. No hay nada especial en un nacimiento que se revelará más adelante como un evento de especiación[7]. De modo parecido, deberíamos desconfiar de la idea de que haya un evento —una AA— que tenga algún rasgo especial, intrínseco, local, que lo distinga de los más cercanos y explique su capacidad de fundar algo importante. ¿Acaso resulta plausible que un agente que no haya experimentado todavía ninguno de esos momentos tan especiales (sino sólo momentos parecidos, pseudoAA) no sea responsable de ninguno de sus actos? «Sí, esas cosas peludas y de sangre caliente tienen ciertamente aspecto de mamíferos, y desprenden el mismo olor y hacen los mismos sonidos que los mamíferos, y es posible la fertilización cruzada con otros mamíferos, pero les falta la esencia secreta; no son mamíferos, ni mucho menos».

Consideremos a este respecto el caso de Luther. Kane dice: «Si Luther ha de ser el responsable último de su acto presente, al menos algunas de sus acciones o elecciones previas deben haber sido tales que podría haber hecho otra cosa respecto a ellas. En caso contrario, nada de lo que hubiera hecho podría haber marcado diferencia alguna en su manera de ser» (Kane, 1996, pág. 40). Así pues, tiene sentido —al menos eso pensaría uno— echar una mirada atenta a la biografía de Luther, para ver qué clase de educación tuvo, qué poderosas influencias le tenían atado, qué desgracias sufrió, y cosas por el estilo. Pero, en realidad, nada de lo que podamos descubrir acerca de tales detalles macroscópicos puede lanzar la menor luz sobre la pregunta de si Luther tuvo o no ninguna AA genuina durante este período. Sin duda podríamos descubrir que en diversas ocasiones hubo episodios de conflicto e introspección, y tal vez incluso podríamos confirmar que dichas «ocasiones» establecieron procesos contradictorios «caóticos» en las redes neurales de donde surgieron finalmente ciertas decisiones. Lo que no podríamos descubrir, sin embargo, es si esos conflictos disfrutaron de fuentes de variabilidad genuinamente aleatorias, y no meramente pseudoaleatorias. El precio que los libertaristas deben pagar para secuestrar sus momentos cruciales en transacciones subatómicas producidas en algún lugar privilegiado del cerebro (en el tiempo i) es convertir estas encrucijadas cruciales en indetectables tanto para el biógrafo cotidiano como para el neurocientífico cognitivista plenamente equipado. Alguien podría pensar que la diferencia entre Lutheri, que estuvo cinco años en prisión durante su adolescencia y sufrió un lavado de cerebro, y Luther2, que tuvo una adolescencia más o menos normal con su cuota de triunfos y problemas ante el mundo, es relevante para la cuestión de si hubo AA previas a la decisión tomada por Lutherhoy. Pero estas acusadas diferencias de contexto, que intuitivamente sí guardan relación con nuestra evaluación de la capacidad de Luther para la elección moral, no son en ninguna medida síntomas de la presencia o ausencia de AA. (Son tan irrelevantes para la cuestión de si hubo o no AA en Luther como lo serían los diez golpes cortos de demostración de Austin para la cuestión de si estaba o no determinado para fallar el tiro en el tiempo t). Y cuando sacamos nuestros supermicroscopios y examinamos la actividad subatómica en las neuronas, cualquier cosa que veamos será igualmente irrelevante respecto a la existencia de AA.

Pero ¿acaso esta inescrutabilidad de la responsabilidad última no es un problema al que se enfrenta cualquier teoría? Como ha dicho Kane,

Si un joven asesino es llevado a juicio y descubrimos una vida pasada de abuso infantil y acoso de sus compañeros, debemos elaborar algún tipo de juicio respecto a qué parte de su mal carácter actual, del que su acto fue el resultado, tiene su origen en él mismo y qué parte en influencias exteriores sobre las que no tenía ningún control. Tales cuestiones son relevantes para cualquier teoría a la hora de determinar la culpabilidad o la inocencia y hasta qué punto debería mitigarse el castigo. Son cuestiones extraordinariamente difíciles de responder, con independencia de qué perspectiva se adopte sobre el libre albedrío (Kane, correspondencia personal).

Hasta aquí, todo correcto. Las variaciones en la historia vital son sin duda relevantes para establecer variaciones en los grados de responsabilidad, tal como dice Kane, y también son difíciles de investigar, desde cualquier teoría. Pero la perspectiva libertarista de Kane requiere una investigación adicional que resulta difícil —en mi opinión, imposible— de justificar. Consideremos la cuestión desde un punto de vista estadístico: clasifiquemos a cien asesinos en función de su trasfondo social, desde los más necesitados hasta los más afortunados, para ver cuáles deberían ver mitigada su pena o recibir una plena exculpación (más adelante trataremos estas cuestiones de estrategia política). Supongamos que obtenemos los siguientes resultados: hay un 60% que es evidente que han pasado por grandes privaciones del tipo relevante y que, por lo tanto, son candidatos no problemáticos a una mitigación sustancial de la pena; el 10% son «casos límite» —han sufrido bastantes privaciones, pero ¿a partir de cuánto se puede considerar que es demasiado?— y el 30% restante da muestras de haber disfrutado de infancias normales o ejemplares, no tiene ningún signo de daños en el cerebro, etc. (véase la figura 4.9). Dichos individuos afortunados resultan ser, tras un proceso de eliminación, prácticamente indistinguibles unos de otros en todos los caracteres macroscópicos que consideramos condiciones necesarias para la responsabilidad (los caracteres que no están presentes en el otro 60%). Aparentemente son todos adultos responsables. Aparentemente se encuentran entre los mejor tratados por la sociedad: los hemos criado bien, hemos cubierto sus necesidades, les hemos dado igualdad de oportunidades, etc.

La naturaleza no acostumbra a ofrecer fronteras claras, pero a veces nosotros debemos marcar una línea de estrategia política, simplemente porque debemos tener alguna forma práctica y en principio equitativa de tratar casos concretos: en la mayoría de los Estados norteamericanos no se puede conducir hasta los 16, y no se puede beber hasta los 21, con independencia de cuan maduro sea uno para su edad. Frente al espectro de casos ilustrado por la figura 4.9, deberíamos encontrar alguna manera parcialmente arbitraria de marcar una línea en el 10% de casos intermedios, y sin duda habría serias diferencias de opinión acerca de qué factores deberían pesar más y qué factores deberían ser ignorados. (Si la curva fuera mucho más empinada, podríamos estar agradecidos por encontrar una articulación por la que cortar la naturaleza; si fuera más gradual, nuestra tarea política sería aún más ardua). Pero la tesis de Kane no sólo exige que reservemos nuestro juicio respecto al 10% con derechos marginales a la mitigación de la pena, sino también respecto al 30% de candidatos ejemplares. Un número desconocido de ellos —tal vez todos— podría resultar totalmente irresponsable, porque todas las aparentes AA de sus historias vitales fueran en realidad pseudoAA. Después de todo, Kane sostiene que ningún robot equipado únicamente con un generador pseudoaleatorio de números en su sistema puede tener la más mínima responsabilidad sobre sus actos, por más que dicho robot pudiera superar sin problema todas las pruebas macroscópicas para ser considerado humano.

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FIGURA 4.9. La distribución de los asesinos.

(Tal robot, a diferencia de una Esposa Stepford[8], no traicionaría su estatus de robot con una ciega obsesión por una determinada forma de actuar, puesto que los dispositivos pseudoaleatorios integrados en su facultad de razonamiento práctico conservarían eternamente su mentalidad abierta). Según Kane, cabe perfectamente dentro de lo posible que se pudiera responsabilizar legítimamente a algunos integrantes del grupo marginal del 10%, a pesar de sus privaciones, por haber experimentado en el pasado un modesto número de AA genuinas, mientras que algunos integrantes del grupo privilegiado del 30% no eran candidatos válidos para la responsabilidad moral.

Tratemos de imaginar al primer acusado (el hijo de un multimillonario, puesto que va a necesitar un costoso equipo de abogados y científicos) que trata de aportar al tribunal antes de la sentencia pruebas que «demuestren» que su cerebro carecía de las indeterminaciones cuánticas necesarias para ser responsable de sus acciones, aunque haya gozado de una educación ejemplar, tenga una inteligencia superior a la media, etc. El caso pinta mal. ¿Por qué habría de pesar más el dato metafísico de la Responsabilidad Ultima (suponiendo que Kane haya definido una posibilidad coherente) que otros caracteres macroscópicos que pueden definirse con independencia de la cuestión del indeterminismo cuántico y que están bien fundamentados en términos de la competencia de los agentes para tomar decisiones? Es más, ¿por qué habríamos de dar valor alguno a la Responsabilidad Ultima metafísica? Si no puede servir como base para establecer una diferencia de trato entre las personas, ¿por qué habría de considerar nadie que es un tipo de libertad que merece la pena? Tal como lo expresa el propio Kane: «En resumen, descrito desde una perspectiva meramente física, la libertad se parece mucho al azar» (Kane, 1996, pág. 147). Y el azar tiene siempre exactamente el mismo aspecto, sea genuinamente indeterminista o meramente pseudoaleatorio o caótico.

El libertarista, igual que el esencialista en biología, está cautivado por las fronteras, en particular por las fronteras que señalan el «aquí» y el «ahora». Pero esas fronteras, al ser parcialmente interdefinibles, son siempre porosas. Supongamos que murieran las neuronas indeterministas de nuestra facultad de razonamiento práctico, lo que nos incapacitaría para cualquier futura AA. Pero supongamos también que, por fortuna para nosotros, se puede sustituir la parte dañada de nuestro cerebro por un dispositivo indeterminista implantado exactamente en el lugar adecuado dentro de la parte sana de nuestro cerebro. Una buena forma de introducir genuino indeterminismo cuántico en un dispositivo físico es usar un poco de radio en proceso de desintegración y un contador Geiger, pero tal vez no fuera sano tener implantado en el cerebro un dispositivo de radio de este tipo, de modo que este podría quedarse en el laboratorio, rodeado de un escudo de plomo, y el cerebro podría tener acceso cuando quisiera a sus resultados por enlace radiofónico (como en mi relato «Where am I?», de Brainstorms, 1978). La colocación del dispositivo en el laboratorio, evidentemente, no supondría diferencia alguna, pues se hallaría funcionalmente en el interior del sistema; desempeñaría exactamente el mismo papel que antes realizaban las neuronas dañadas, con independencia de su localización geográfica. Pero tal vez hubiera una forma más barata y segura de conseguir el mismo efecto: podíamos usar fluctuaciones genuinamente aleatorias en la luz procedente del espacio profundo, captada por un transceptor implantado en nuestro cerebro. Como esta señal llega a la velocidad de luz, no hay forma de predecir cuáles serán las próximas fluctuaciones, aunque su fuente sea una estrella situada a años luz de distancia. Pero si no hay problema para obtener la indeterminación de una estrella lejana, ¿por qué insistir en que sea ahora? Grabemos una sucesión de fluctuaciones aleatorias en un dispositivo aleatorio de radio a lo largo de un siglo, e instalemos esta grabación del pasado en alguna parte de nuestro cerebro como nuestro generador de números pseudoaleatorios, para consultarlo cuando proceda.

En Elbow Room señalé lo irrelevante que era la diferencia entre una lotería en la que el boleto ganador fuera escogido (al azar) después de que todos los boletos estuvieran vendidos, y una lotería en la que el boleto ganador fuera escogido antes de que estos fueran vendidos. Ambas loterías son equitativas; ambas dan a todos los participantes las mismas posibilidades de ganar:

Si nuestro mundo es determinista, entonces lo que hay en nosotros son generadores de números pseudoaleatorios, no dispositivos basados en un contador Geiger. O, lo que es lo mismo, si nuestro mundo es determinista, todos nuestros boletos de lotería fueron sacados de una vez, hace eones, puestos en un sobre para nosotros, y enviados a medida que los necesitábamos en el curso de nuestra vida (Dennett, 1984, pág. 121).

Kane me ha hecho notar (correspondencia personal) que «el mecanismo generador de indeterminación debe ser sensible a la dinámica que tiene lugar en la voluntad del agente y no imponerse a ella, pues entonces estaría tomando las decisiones el mecanismo y no el agente». Su preocupación es que una fuente remota de aleatoriedad pudiera amenazar nuestra autonomía y tomar el control de nuestros procesos mentales. ¿No sería mucho más seguro —y por lo tanto más responsable— mantener el dispositivo en nuestro interior, en cierto sentido bajo nuestro ojo vigilante? No. La aleatoriedad no es más que aleatoriedad; no es una aleatoriedad invasiva. Los programadores introducen habitualmente remisiones al generador de números aleatorios en sus programas, sin preocuparse de que pueda escapar a su control e introducir el caos donde no se quería. Supongamos que visualizamos la dinámica del cerebro en nuestro ejemplo del Irse/Quedarse como una cresta en un paisaje de decisión, un lugar del que el explorador de la decisión deberá bajar por la pendiente norte hacia el valle del Irse o bien por la pendiente sur hacia el valle del Quedarse (véase la figura 4.10).

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FIGURA 4.10. Cresta en un paisaje de decisión.

El paisaje está generosamente sembrado de pieles de plátano: llamadas al generador de números aleatorios, que se activan cada vez que el explorador de la decisión pasa por encima de ellas. Esto mantiene en movimiento al explorador, aleatoriamente si hace falta, lo que impide que se repita el caso del asno de Buridan, de modo que el explorador no llega nunca a quedarse encallado en la cresta y a morir en la indecisión. Las resbaladizas pieles de plátano son inofensivas, sin embargo, porque una vez que la decisión se inclina hacia uno u otro valle, encontrar una piel innecesaria sólo puede o bien causar un breve retroceso en el descenso y retrasar por un micromomento el descenso que ya se ha iniciado, o bien acelerar su caída pendiente abajo, sin poder dar marcha atrás. O, para usar otra imagen popular entre los creadores de modelos, el generador de números aleatorios simplemente «agita» o «revuelve» el paisaje sin descanso, de modo que nada puede quedarse quieto en la cresta para siempre… pero la forma del paisaje no cambia nunca, de modo que nada malo puede «invadirlo».

¿CÓMO PUEDE DEPENDER DE MÍ»?

Un argumento popular que tiene muchas variaciones pretende demostrar la incompatibilidad entre el determinismo y la libertad (moralmente relevante) del siguiente modo:

  1. Si el determinismo es verdadero, la cuestión de si escojo Irme o Quedarme está completamente fijada por las leyes de la naturaleza y ciertos hechos del pasado remoto.
  2. No depende de mí cuáles son las leyes de la naturaleza, o qué ocurrió en el pasado remoto.
  3. Por lo tanto, la cuestión de si escojo Irme o Quedarme está completamente fijada por circunstancias que no dependen de mí.
  4. Si una acción mía no depende de mí, no es libre (en el sentido moralmente relevante).
  5. Por lo tanto, mi acción de Irme o Quedarme no es libre.

La respuesta libertarista de Kane a este convincente argumento es tratar de aislar el indeterminismo del modelo libertarista en unos pocos episodios cruciales de apertura de posibilidades «en el tiempo t», y espera poder localizar dichos episodios en el interior del agente, tanto a nivel espacial como temporal, para que las elecciones del agente «dependan» del agente. Pero una vez ha concedido Kane que los efectos moralmente relevantes de estos episodios pueden verse ampliamente repartidos en el tiempo (como en el caso de Luther), ¿para qué mantener el límite del contenedor? Si cierto hecho de la infancia de Luther puede desempeñar un papel crucial en la responsabilidad del Luther adulto por su trascendental decisión de no retractarse, ¿por qué no podría tratarse de un hecho relativo a la vida de la madre, cuando Martin no era más que un embrión? Pues porque, presumiblemente, dichos hechos no tuvieron lugar dentro de Luther, sino fuera de él, en el entorno exterior a él, por más firmemente que se le impusieran, y, por lo tanto, no «dependían de» Luther. De acuerdo, pero si «el niño es padre del hombre», ¿no es el joven Luther igual de exterior respecto al Luther adulto? ¿Por qué no considerar que las disposiciones juveniles de Luther, e incluso sus ocasionales recuerdos posteriores de su infancia, no son más que influencias más bien remotas «del exterior»? Esto no es sino una versión ampliada del problema que encontramos antes en este capítulo, cuando nos preguntábamos si debíamos situar la memoria en el interior de la facultad de razonamiento práctico o dejarla fuera y que se «cargaran» partes de ella cuando la ocasión lo reclamara. Las líneas que marcamos no cumplen ninguna función clara para nosotros. Y, tal como veremos más adelante, nuestra propia agencia moral depende muchas veces de que nuestros amigos nos den un poco de ayuda, sin verse por ello desmerecida en lo más mínimo. El ideal del «hágalo usted mismo», llevado a extremos absolutistas, no es sino superstición. Es verdad que si uno consigue hacerse lo bastante pequeño, puede externalizarlo prácticamente todo. Tanto peor para los modelos que concentran todas las cuestiones en un único momento, en algún lugar del centro de un átomo. Si hay algún argumento en favor del libertarismo, tendrá que venir de algún rincón todavía por explorar, porque el mejor intento realizado hasta la fecha, el de Kane, termina en un punto muerto. Tras un examen detallado, vemos que su requisito de la Responsabilidad Ultima impone condiciones a la vez injustificadas e indetectables a las especificaciones de un agente libre. Uno puede pedir si quiere un coche con dos volantes y una brújula en el depósito de gasolina, pero eso no significa que merezca la pena tenerlos.

Así pues, ¿qué respuesta deberíamos dar al argumento incompatibilista? ¿Dónde está el paso en falso que nos excusa de aceptar la conclusión? Ahora estamos en condiciones de reconocer que comete el mismo error que el falaz argumento sobre la imposibilidad de la existencia de mamíferos. Los hechos del pasado remoto sin duda no «dependían de mí», pero mi decisión actual de Irme o Quedarme depende de mí porque sus «padres» —ciertos hechos en el pasado reciente, como las decisiones que he tomado recientemente— dependían de mí (porque sus «padres» dependían de mí). Y así sucesivamente, no hasta el infinito, pero sí lo bastante lejos como para darle dimensión suficiente a mi yo en el espacio y en el tiempo como para que haya un mí mismo del que puedan depender mis decisiones. La existencia de un yo moral no queda más cuestionada por el argumento incompatibilista de lo que pueda serlo la existencia de los mamíferos.

Antes de abandonar el tema del libertarismo, deberíamos preguntarnos, una vez más, cuál puede ser el sentido del proyecto. Una chispa indeterminista que salte en el momento en que tomamos nuestras decisiones más importantes no podría hacernos más flexibles, darnos más oportunidades, hacernos más autónomos o dueños de nosotros mismos en ningún sentido que pueda reconocerse desde dentro o desde fuera, así que, ¿qué interés habría de tener para nosotros? ¿Cómo podría marcar alguna diferencia? Sin duda, podría darse el caso de que la creencia en dicha chispa, como la creencia en Dios, cambiara toda nuestra manera de pensar sobre el mundo y sobre nuestra vida en él, incluso aunque nunca lleguemos a saber (en esta vida) si es verdad. Sí, el argumento en favor de la creencia en el indeterminismo en el marco de la acción tiene que ser algo de este tipo. Pero hay una diferencia importante. Incluso aunque nunca lleguemos a saber, ni a demostrar científicamente, la existencia de Dios, no cuesta mucho explicar por qué la creencia en un Ser supremo y bondadoso que nos protege a todos puede resultar reconfortante y darnos esperanza, fuerza moral y demás. La creencia en Dios no es lo mismo que, digamos, la creencia en Gios (una gran esfera de cobre que órbita alrededor de una estrella situada fuera de nuestro cono de luz y que lleva prominentemente estampadas en su superficie las letras Gios). Cualquiera tiene derecho a creer en Gios si eso le hace sentir mejor, pero ¿por qué habría de hacerlo? Mi cargo contra los libertaristas es que han convertido unas aspiraciones perfectamente razonables hacia unas versiones valiosas y deseables de la libertad en un anhelo por un tipo de libertad que no sería más valioso ni deseable que la comunión con Gios. Pero también es cierto que por más desviado que esté dicho anhelo, tal vez no sea inteligente tocarlo demasiado. Tal vez sea mejor que vayamos de puntillas y evitemos cualquier crítica contra este anhelo irracional e inmotivado antes de disponer de un sustituto adecuado. (¡Detengan a ese cuervo!). Pero si se trata de eso, ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. Sería mejor mirar lo que se puede hacer para sacar a la gente de su engaño.

Capitulo 4

Un examen de la mejor versión del libertarismo demuestra que no es capaz de encontrar una ubicación defendible para el indeterminismo dentro de los procesos de decisión de un agente responsable. Como no puede fundamentar su condición definitoria, podemos dejar atrás el indeterminismo y considerar condiciones más realistas para la libertad, y el modo en que podrían haber evolucionado.

Capitulo 5

Hace cuatro mil años, no había libertad en nuestro planeta, porque no había vida. ¿Qué tipos de libertad han evolucionado desde el origen de la vida, y cómo pudieron las rabones de la evolución —las razones de la Madre Naturaleza— evolucionar hasta convertirse en nuestras razones?

NOTAS SOBRE FUENTES Y LECTURAS COMPLEMENTARIAS

Llamé la atención de los filósofos sobre la importancia del caos en Elbow Room (Dennett, 1984). Puede encontrarse un estudio compatibilista más reciente del papel del caos en Matt Ridley, 1999, págs. 311-313. Sobre la cuestión de dónde termina la cadena, véase Elbow Room (pág. 76), que también incluye discusiones sobre el caos newtoniano (págs. 151-152) y sobre el embrague móvil que marca la diferencia entre la debilidad de la voluntad y el autoengaño.

El tratamiento de los juicios rápidos en la facultad de razonamiento práctico procede de mi estudio de lo que supone captar un chiste en Brainchildren (Dennett, 1998a, pág. 86): el complejo estado disposicional de creencias que determina si alguien reirá o no ante un chiste depende de cómo complete esta persona muchos detalles que se pasan por alto al contarlo. Resultaría extraño dar el nombre de deliberación al proceso inconsciente que dispara una carcajada involuntaria, pero es en cualquier caso un sofisticado proceso de transformación de información.

Véase «What Happens when Someone Acts?», de David Velleman (1992), en relación con el concepto de causación por el agente de Chisholm y con una posible reducción de la misma a algo más aceptable para un naturalista, un tema que retomaremos en el capítulo 8 de este libro.

Los teóricos raramente suscriben de forma explícita el Teatro Cartesiano, pero a veces se puede conseguir que algunos salgan del armario. Para una colección de ejemplos, con comentarios, véanse mis libros y mis artículos recientes sobre la conciencia. Una imagen parecida de aislamiento en beneficio de la autoría inspira, y distorsiona, el pensamiento de algunos filósofos respecto al tema de la comprensión. Sobre el intento de Fred Dretske de salvar una comprensión casera genuina frente a simulacros prefabricados que pudieran comprarse e instalarse a un precio módico, véase mi «Do-it-yourself Understanding», en Brainchildren (Dennett, 1998a). (De acuerdo con esta perspectiva, puede parecer que los robots comprenden, pero no es una comprensión suya, porque no la realizaron ellos mismos).

Respecto a la idea de Kane del procesamiento paralelo: en un artículo titulado «On Giving Libertarians What They Say They Want» (en Dennett, 1978) hice una sugerencia muy parecida, a partir del ejemplo (págs. 294-295) de una madre que tenía que escoger entre aceptar un puesto en la Universidad de Chicago y aceptar un trabajo en Swarthmore; ambas decisiones son racionales y, aunque la elección esté indeterminada, cuando tome su decisión, sea la que sea, habrá una buena razón para ello, y será su razón. Pero no me tomé la idea muy en serio, excepto como una migaja que echarles a los libertaristas. Kane ha demostrado que la subestimé.

En relación con los mamíferos: en años recientes ha surgido una literatura bastante extensa dedicada a la vaguedad y a cómo tratar con ella. Recomiendo especialmente a Diana Raffman (1996); a mí me ha convencido, pero si su exposición no le convence a usted, puede usar sus referencias bibliográficas para lo demás.

El modelo de Sobremesa [Tabletalk] de Robert French (1995) es un diseño tremendamente satisfactorio para tratar la clase de proceso decisorio estocástico esbozado aquí: un mundo de juguete sin ninguna relevancia moral, pero muy revelador. Véase mi Prefacio a este libro, reimpreso en Brainchildren (Dennett, 1998a).

Kane propone una distinción entre lo que llama versiones «epicúreas» y «no epicúreas» del indeterminismo (Kane, 1996, págs. 172-174). Un mundo de indeterminismo epicúreo contiene «bifurcaciones en la historia» (basadas en los giros aleatorios de los epicúreos) mezcladas con cosas y hechos con propiedades «determinadas». En un mundo no epicúreo hay «tanto indeterminación en las propiedades físicas como posibilidad de bifurcaciones en la historia». ¿Qué diferencia supone eso? «Un mundo epicúreo en el que ocurrieran hechos indeterminados dentro de un pasado totalmente determinado —un mundo de azar sin indeterminación— sería un mundo de mero azar, no de libertad. No habría un “período de gestación” indeterminado para los actos libres, por decirlo así; simplemente surgirían por sorpresa del pasado determinado sin ninguna preparación previa del tipo de una tensión, conflicto o debate generador de indeterminación» (pág. 173). ¿Y qué ocurre con los modelos informáticos de conflictos no lineales, caóticos y de retroalimentación recurrente? Aparentemente disfrutan de «períodos de gestación» preñados de (aproximaciones digitales de) indeterminación, si se quiere, pero obtienen su pseudoindeterminismo a la manera epicúrea (con generadores de números pseudoaleatorios que insertan sus resultados en las subrutinas deterministas). No se pueden tener ambas cosas: si, siguiendo a Paul Churchland, queremos aplaudir el descubrimiento de las redes no lineales, recurrentes, con toda su apertura holista no simbólica, no rígida, debemos conceder que hay suficiente con un procesamiento algorítmico epicúreo para conseguirlo, pues así es como están hechos los modelos que se encuentran actualmente en funcionamiento.