Capítulo 1

Libertad natural

Una extendida tradición pretende que los seres humanos somos agentes responsables, capitanes de nuestro destino, porque en realidad somos almas, halos inmateriales e inmortales de material divino que habitan y controlan nuestros cuerpos materiales como unos titiriteros espectrales. Nuestras almas son la fuente de todo sentido, y el centro de todos nuestros sufrimientos, alegrías, glorias y vergüenzas. Pero la credibilidad de esta idea de las almas inmateriales, capaces de desafiar las leyes de la física, hace tiempo que quedó obsoleta gracias al avance de las ciencias naturales. Mucha gente piensa que este hecho tiene implicaciones terribles: en verdad no somos «libres» y nada importa realmente. El objetivo de este libro es mostrar en qué se equivocan.

DESCUBRIR LO QUE SOMOS

Si, abbiamo un anima. Ma è fatta di tan ti piccoli robot.

Sí, tenemos un alma. Pero está hecha de muchos pequeños robots.

GIULIO GIORELU

No es necesario que seamos almas inmateriales al estilo antiguo para estar a la altura de nuestras esperanzas; nuestras aspiraciones como seres morales cuyos actos y cuyas vidas importan no dependen en absoluto de si nuestras mentes obedecen o no a unas leyes físicas enteramente distintas del resto de la naturaleza. La imagen de nosotros mismos que podemos extraer de la ciencia puede ayudarnos a asentar nuestras vidas morales sobre nuevos y mejores fundamentos, y, una vez comprendamos en qué consiste nuestra libertad, estaremos en una posición mucho mejor para protegerla frente a las amenazas genuinas que a menudo somos incapaces de reconocer.

Un alumno mío que ingresó en el Cuerpo de Paz para no prestar servicio en la guerra de Vietnam me contó más tarde sus esfuerzos para ayudar a una tribu que vivía en lo más hondo de la selva brasileña. Le pregunté si le habían exigido que les hablara del conflicto entre EE. UU. y la antigua URSS. Para nada, respondió. No hubiera tenido ningún sentido. No habían oído hablar nunca ni de Norteamérica ni de la Unión Soviética. En realidad, ¡no habían oído hablar nunca de Brasil! En la década de 1960 aún era posible que un ser humano viviera en un país, estuviera sujeto a sus leves, y no tuviera la menor noción de ello. Si esto nos parece insólito es porque los seres humanos, a diferencia de todas las demás especies del planeta, somos, seres dotados de conocimiento. Somos los únicos que hemos comprendido lo que somos y el lugar que ocupamos en este gran universo. E incluso comenzamos a comprender cómo llegamos hasta aquí.

Estos descubrimientos más bien recientes sobre quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí resultan, cuando menos, inquietantes. Somos un ensamblaje de unos cien billones de células de miles de tipos distintos. La mayor parte de estas células son «hijas» de la célula-óvulo y la célula-esperma, cuya unión dio inicio a nuestra existencia, pero en realidad se ven superadas en número por los billones de autoestopistas bacterianos de miles de cepas distintas almacenados en nuestro cuerpo (Hooper y otros, 1998). Cada una de nuestras células hospedadoras es un mecanismo inconsciente, un microrrobot en buena medida autónomo. No es más consciente de lo que puedan serlo sus invitados bacterianos. Ni una sola de las células que nos componen sabe quién somos, ni les importa.

Cada equipo de billones de robots está integrado en un sistema de eficiencia pasmosa que no está gobernado por ningún dictador, sino que se las arregla para organizarse solo para repeler a los extraños, desterrar a los débiles, aplicar sus férreas leyes de disciplina… y servir como cuartel general para un yo consciente, una mente. Tales comunidades de células son extremadamente fascistas, pero por fortuna nuestros intereses y nuestros valores tienen poco o nada que ver con los limitados objetivos de las células que nos componen. Algunas personas son amables y generosas, otras son despiadadas; algunas se dedican a la pornografía y otras consagran sus vidas al servicio de Dios. Durante largo tiempo ha sido muy tentador imaginar que tan notables diferencias debían obedecer a las propiedades especiales de un elemento extra (un alma) instalado de algún modo en el cuartel general del cuerpo. Ahora sabemos que por más tentadora que siga resultando esta idea, no se ve apoyada por nada que hayamos aprendido acerca de nuestra biología en general y de nuestros cerebros en particular. Cuanto más aprendemos sobre cómo hemos evolucionado y sobre cómo funcionan nuestros cerebros, más seguros estamos de que no hay tal ingrediente extra. Cada uno de nosotros está hecho de robots inconscientes y nada más, sin ningún ingrediente no-físico, no-robótico. Todas las diferencias entre personas se deben a la forma en que se articulan sus particulares equipos robóticos a lo largo de toda una vida de crecimiento y experiencia. La diferencia entre hablar francés y hablar chino es una diferencia en la organización de las partes correspondientes, y lo mismo sucede con todas las demás diferencias de conocimiento y personalidad.

Puesto que yo soy consciente y usted es consciente, esos extraños y minúsculos componentes de los que estamos formados deben ser capaces de generar de algún modo un yo consciente. ¿Cómo es eso posible? Para comprender cómo es posible una obra de composición tan extraordinaria, debemos contemplar la historia de los procesos de diseño que hicieron posible la evolución de la conciencia humana. También debemos examinar de qué modo estas almas hechas de robots celulares pueden conferirnos los notables talentos y las obligaciones resultantes que supuestamente nos garantizaban las tradicionales almas inmateriales (por un proceso mágico no especificado). ¿Sale a cuenta cambiar un alma sobrenatural por un alma natural? ¿Qué perdemos y qué ganamos con el cambio? Algunas personas llegan a temibles conclusiones con relación a este punto, pero no hay ningún motivo para ello. Mi propósito es demostrar su error mediante una descripción de la aparición de la libertad en nuestro planeta, desde su origen hasta el nacimiento de la vida. ¿Qué clase de libertad? A medida que se desarrolle nuestra historia irán surgiendo diferentes tipos de libertad.

El planeta Tierra se formó hace cuatro mil quinientos millones de años, y al principio no contenía el menor rastro de vida. Y así permaneció durante tal vez quinientos millones de años, y luego, durante los siguientes tres mil millones de años más o menos, la vida se extendió por los océanos del planeta, pero era una vida ciega y sorda. Las células simples se multiplicaban, se engullían y se explotaban unas a otras de mil maneras distintas, pero no tenían ninguna noción del mundo más allá de sus membranas. Finalmente evolucionaron unas células mucho más grandes y complejas —las eucariotas—, todavía ciegas y robóticas, pero con la suficiente maquinaria interna como para comenzar a especializarse. Así siguieron las cosas durante algunos cientos de millones de años más, el tiempo que tardaron los algoritmos de la evolución en encontrar buenas formas para que esas células y sus hijas y nietas se agruparan en organismos multicelulares compuestos por millones, miles de millones, y (finalmente) billones de células, cada una de las cuales cumple con una rutina mecánica concreta, pero ahora integrada en un servicio especializado, como parte de un ojo, una oreja, un pulmón o un riñón. Tales organismos (no los miembros individuales de los equipos que los componen) se habían convertido en seres capaces de conocer a larga distancia, capaces de espiar a su cena mientras trataban de pasar inadvertidos a media distancia, capaces de oír el peligro que les amenazaba desde lejos. Pero estos organismos completos todavía no sabían lo que eran. Sus instintos garantizaban que se aparearan con los organismos del tipo adecuado y formaran rebaño con los organismos del tipo adecuado, pero del mismo modo que aquellos brasileños no sabían que eran brasileños, ningún bisonte ha sabido nunca que era un bisonte[1].

Sólo una especie, la nuestra, desarrolló evolutivamente otro truco: el lenguaje. Este ha supuesto para nosotros una autopista abierta hacia la posibilidad de compartir el conocimiento, en todos los órdenes. La conversación nos une, a pesar de nuestros distintos idiomas. Cualquiera de nosotros puede llegar a saber mucho sobre cómo es ser un pescador vietnamita o un taxista búlgaro, una monja de 80 años o un niño de 5 años ciego de nacimiento, un maestro del ajedrez o una prostituta. No importa lo distintos que seamos los unos de los otros, diseminados como estamos por todo el globo, pues podemos explorar nuestras diferencias y comunicarnos acerca de ellas. No importa lo parecidos que sean dos bisontes, plantados uno al lado del otro en medio de un rebaño, pues no pueden llegar a saber nada de sus parecidos, y no digamos ya de sus diferencias, porque no pueden comparar sus respectivas experiencias. Tal vez sean parecidas, pero son incapaces de compartirlas como lo hacemos nosotros.

Incluso en nuestra especie han hecho falta miles de años de comunicación para comenzar a descubrir las claves de nuestra identidad. Sólo hace unos cientos de años que sabemos que somos mamíferos, y hace sólo unas décadas que comprendemos con detalle cómo hemos evolucionado, junto con otros seres vivos, desde aquellos sencillos orígenes. Nos vemos superados en número en este planeta por nuestros primos lejanos, las hormigas, y apenas tenemos ninguna presencia al lado de otros parientes aún más lejanos, las bacterias. Aunque estemos en minoría, nuestra capacidad para compartir conocimiento a larga distancia nos da poderes que superan con mucho los de todos los demás seres vivos del planeta. Ahora, por primera vez en millones de años de historia, nuestro planeta está protegido por centinelas capaces de ver a gran distancia, capaces de anticipar peligros en un futuro lejano —un cometa en curso de colisión, o el calentamiento global— y diseñar planes para darles respuesta. El planeta ha desarrollado finalmente su sistema nervioso: nosotros.

Cabe la posibilidad de que no estemos a la altura de nuestra tarea. Cabe la posibilidad de que destruyamos el planeta en lugar de salvarlo, en gran medida porque somos librepensadores, creativos, exploradores y aventureros incontrolables, a diferencia de los billones de esclavos que nos componen. Los cerebros permiten anticipar el futuro, lo que da la posibilidad de corregir las acciones a tiempo para obtener mejores resultados, pero incluso la más inteligente de las bestias tiene horizontes temporales muy limitados y escasa capacidad, si es que tiene alguna, para imaginar mundos alternativos. En cambio nosotros, los seres humanos, hemos descubierto el don relativo de poder pensar incluso sobre nuestras propias muertes y más allá de ellas. Una gran porción de nuestro gasto de energía a lo largo de los últimos diez millones de años ha ido destinada a calmar las inquietudes que nos causa esta turbadora perspectiva de la que sólo nosotros disfrutamos.

Si uno quema más calorías de las que ingiere, no tarda en morir. Si descubre algunos trucos que le proporcionan un excedente de calorías, ¿en qué podría gastarlas? Tal vez podría consagrar siglos de esfuerzo humano a la construcción de templos, tumbas y piras sacrificiales sobre las que destruir algunas de sus más preciadas posesiones, e incluso algunos de sus propios hijos. Pero ¿por qué razón habría de querer hacer eso? Tan extraños y horribles dispendios nos dan algunas claves sobre los costes ocultos de los ampliados poderes de nuestra imaginación. No hemos accedido a nuestro conocimiento sin dolor.

¿Qué haremos a partir de ahora con nuestro conocimiento? Los dolores del parto de los nuevos descubrimientos aún no han remitido. Muchos temen que aprender demasiado sobre lo que somos —cambiar misterios por mecanismos— no hará sino empobrecer nuestra concepción de las posibilidades humanas. Es un miedo comprensible, pero si realmente corriéramos el riesgo de aprender demasiado, ¿acaso no serían los que están en la punta de la lanza los que mostrarían mayores signos de inquietud? Echemos un vistazo a aquellos que participan en esta búsqueda de conocimiento científico y digieren con avidez los nuevos descubrimientos: es manifiesto que no les falta optimismo, convicción moral, entrega a la vida y compromiso con la sociedad. En realidad, si uno quiere encontrar ansiedad, desesperación y anomia entre los intelectuales de hoy, debe mirar hacia la tribu de moda en los últimos años, los posmodernos, a quienes les gusta proclamar que la ciencia moderna no es más que otro mito de una larga serie, y sus instituciones y su costoso equipo nada más que los rituales y los accesorios de una nueva religión. Que gente inteligente pueda tomarse en serio esta idea es un testimonio del poder que conserva el miedo ante las ideas, a pesar de nuestros avances en el autoconocimiento. Los posmodernos tienen razón en que la ciencia es sólo una de las cosas en las que podemos querer gastar nuestras calorías suplementarias. El hecho de que la ciencia haya sido la fuente principal de las mejoras en la eficiencia que han hecho posible este exceso de calorías no la hace merecedora de ninguna cuota especial de la riqueza que ha generado. Pero debería seguir siendo evidente que las innovaciones de la ciencia —no sólo sus microscopios, telescopios y ordenadores, sino su compromiso con la razón y la evidencia empírica— constituyen los nuevos órganos sensibles de nuestra especie, que nos permiten responder preguntas, resolver misterios y anticipar el futuro de modos a los que ninguna institución humana pretérita puede siquiera acercarse.

Cuanto más aprendemos sobre lo que somos, más opciones se abren ante nosotros a la hora de escoger lo que queremos ser. Los norteamericanos exaltan desde hace tiempo al hombre que se «hace a sí mismo», pero ahora que los nuevos conocimientos nos permiten rehacernos a nosotros mismos de maneras completamente nuevas, muchos se echan atrás. Muchos parecen preferir ir a tientas con los ojos cerrados, confiando en la tradición, antes que mirar a su alrededor para ver lo que va a ocurrir. Sí, es inquietante; sí, puede dar miedo. Al fin y al cabo, hay errores enteramente nuevos que por primera vez tenemos el poder de cometer. Pero es el comienzo de una gran aventura para nuestra especie. Y es mucho más excitante, y también mucho más seguro, ir con los ojos abiertos.

SOY QUIEN SOY

Recientemente leí en el periódico el caso de un padre joven que olvidó dejar a su hija pequeña en la guardería de camino hacia el trabajo. La niña se pasó el día encerrada en el coche en un sofocante aparcamiento, y cuando por la tarde el padre pasó por la guardería le dijeron: «Hoy no vino a dejarla». El padre volvió corriendo al coche y la encontró todavía atada a su pequeño asiento en la parte de atrás, muerta. Traten de ponerse en la piel de aquel hombre, si son capaces de soportarlo. Cuando lo hago siento un escalofrío; mi corazón se encoge ante la idea de la vergüenza inconfesable, el autodesprecio, el arrepentimiento más allá de todo arrepentimiento posible que debe estar sufriendo ese hombre ahora. Y como persona notoriamente despistada, con tendencia a perderse fácilmente en sus pensamientos, me resulta especialmente inquietante hacerme la pregunta: ¿soy capaz de hacer algo así?, ¿podría ser tan negligente con la vida de un niño a mi cuidado? Reproduzco la escena con diversas variaciones, imagino las distracciones: un camión de bomberos que pasa a toda velocidad por mi lado justo cuando voy a girar hacia la guardería, algo que dicen en la radio y que me recuerda un problema que debo resolver aquel día y, más tarde, en el aparcamiento, un amigo que me pide ayuda al salir del coche, o tal vez unos papeles que se me caen al suelo y que tengo que recoger. ¿Es posible que se conjure una sucesión de factores de distracción de este tipo hasta hacerme olvidar el proyecto supremo de llevar a mi hija sana y salva hasta la guardería? ¿Podría tener la mala suerte de encontrarme en una situación en la que los acontecimientos conspiraran para sacar lo peor de mí, poner en evidencia mis debilidades y arrastrarme por tan despreciable pendiente? Doy gracias de que no me haya encontrado aún en ninguna situación parecida, porque no estoy seguro de que no haya circunstancias en las que pudiera hacer lo mismo que hizo ese hombre. Cosas como esas ocurren a cada momento. No sé nada más de ese padre. Es posible que sea un desalmado y un irresponsable, un villano que merece todo nuestro desprecio. Pero también es concebible que sea básicamente una buena persona, una víctima de una mala suerte cósmica. Y, por supuesto, cuanto mejor persona sea, mayor será el remordimiento que sentirá ahora. Debe de preguntarse si hay alguna forma honorable de continuar viviendo. «Soy el tipo que se olvidó a su hija pequeña en el coche y dejó que se cociera hasta la muerte en el vehículo cerrado. Ese soy yo».

Cada uno es quien es, con sus verrugas y todo lo demás. No puedo convertirme en un campeón de golf o en un concertista de piano o en un físico cuántico. Puedo vivir con eso. Forma parte de quien soy. ¿Puedo bajar de los 90 en un circuito de golf o llegar a tocar esa fuga de Bach de principio a fin sin ningún error? Puedo probarlo, pero si nunca llego a tener éxito, ¿querrá decir eso que en realidad nunca podía haberlo hecho? «¡Sé todo lo que puedas ser!» es un estimulante eslogan del ejército norteamericano, pero ¿no encierra una ridícula tautología? ¿Acaso no somos todos, automáticamente, todo lo que podemos ser? «Hola, soy un tipo gordo, ignorante e indisciplinado que por lo visto no tiene las agallas necesarias para ingresar en el ejército. ¡Ya soy todo lo queje puedo ser! soy quien soy». ¿Se engaña a sí misma esta persona al negarse a probar una vida mejor, o ha llegado al fondo de la cuestión? ¿Hay algún sentido legítimo en el que aunque una persona no tenga ninguna posibilidad real y verdadera de ser un campeón de golf, tenga una posibilidad real y verdadera de bajar de los 90? ¿Puede alguno de nosotros hacer algo distinto de lo que termina haciendo? Y si no, ¿qué sentido tiene intentarlo? De hecho, ¿qué sentido tiene hacer nada?

Lo que queremos que se confirme a toda costa, de un modo u otro, es que nuestras acciones tienen sentido. Y durante varios milenios hemos luchado contra una familia de argumentos que apuntan en sentido contrario sobre la base de que si el mundo es tal como la ciencia nos dice que es, no hay espacio en él para nuestros empeños y aspiraciones. Tan pronto como los antiguos atomistas griegos soñaron la brillante idea de que el mundo estaba compuesto de una miríada de pequeñas partículas que chocaban unas contra otras, dieron con el corolario de que en tal caso todos los eventos, incluidos todos y cada uno de nuestros latidos, fibras y reflexiones privadas, se desarrollan de acuerdo con una serie de leyes de la naturaleza que determinan lo que va a ocurrir hasta sus más ínfimos detalles y no dejan, por lo tanto, ninguna opción abierta, ninguna alternativa real, ninguna oportunidad de que las cosas sean de un modo u otro. Si el determinismo es verdad, es una ilusión pensar que nuestras acciones tienen sentido, por más que parezcan tenerlo. En realidad, podemos poner todo el empeño que queramos en seguir pensando que lo tienen, pero con ello no haremos más que engañarnos a nosotros mismos. Esa es la conclusión que ha sacado mucha gente. Naturalmente, eso ha alimentado la esperanza de que después de todo las leyes de la naturaleza no sean deterministas. El primer intento de suavizar el golpe del atomismo vino de la mano de Epicuro y sus seguidores, quienes propusieron que una desviación azarosa en las trayectorias de algunos de esos átomos podía dejar espacio para la libertad de elección, pero como no tenían otra cosa que buenas intenciones para sustentar el postulado de esa desviación azarosa, la idea se encontró desde el principio con un merecido escepticismo. Pero no hay que abandonar la esperanza. ¡La física cuántica viene al rescate! Cuando descubrimos que en el extraño mundo de la física subatómica rigen leyes distintas, leyes indeterministas, se abre un nuevo y legítimo campo de investigación: mostrar cómo podemos utilizar este indeterminismo cuántico para proponer un modelo del ser humano como agente que dispone de oportunidades genuinas y es capaz de tomar decisiones verdaderamente libres.

Se trata de una posibilidad de un atractivo tan perenne que merece un examen cuidadoso y considerado, y tal examen lo recibirá en el capítulo 4, pero mi conclusión final será, como han argumentado muchos antes que yo, que esa hipótesis no puede funcionar. Tal como lo expresó William James hace casi un siglo:

Si un acto «libre» es una novedad completa, la cual no proviene de mí, mi yo previo, sino ex nihilo, y simplemente se incorpora a mí, ¿cómo puedo yo, el yo previo, ser responsable de él? ¿Cómo puedo tener ningún carácter permanente que se mantenga lo suficiente como para merecer elogio o castigo? (James, 1907, pág. 53).

¿Cómo es eso posible? Siempre aconsejo a mis estudiantes que estén atentos a las preguntas retóricas, pues marcan habitualmente la inferencia más débil en cualquier defensa. Una pregunta retórica supone un argumento por reducción al absurdo demasiado evidente como para que merezca ser formulado, el lugar perfecto para que se oculte una premisa incuestionada que podría revelarse merecedora de un rechazo explícito. A menudo se puede poner en una situación comprometida al que formula una pregunta retórica con el simple intento de responderla: «¡Yo te diré cómo!». En el capítulo 4 aplicaremos una estrategia de este tipo, y veremos que es posible responder en buena medida al reto de James. James va demasiado lejos en más de un sentido cuando concluye: «El rosario de mis días se deshace en un desorden de cuentas sueltas tan pronto como se retira la cuerda de la necesidad interna por influencia de la descabellada doctrina indeterminista». El indeterminismo no es descabellado, aunque tampoco será ninguna ayuda para aquellos que aspiran a la libertad, y nuestro examen pondrá al descubierto algunos pasos en falso que ha dado nuestra imaginación en su intento de encontrar una solución al problema de la libertad.

EL AIRE QUE RESPIRAMOS

La gente tiene una capacidad sorprendente para desviar su atención de las ideas que le resultan inquietantes, y en ningún caso se ha aplicado tanto a ello como a la hora de pasar por alto el verdadero problema en la cuestión de la libertad. El problema clásico de la libertad, definido y desarrollado a lo largo de siglos de trabajo por parte de filósofos, teólogos y científicos, plantea la pregunta de si la constitución del mundo es tal que nos permite tomar decisiones genuinamente libres y responsables. La respuesta depende, según se ha pensado siempre, de algunos hechos básicos y eternos: las leyes fundamentales de la física (cualesquiera que sean) y ciertas verdades analíticas sobre la naturaleza de la materia, el tiempo y la causalidad, así como ciertas verdades igualmente analíticas y fundamentales sobre la naturaleza de nuestras mentes, como el hecho de que una piedra o un girasol no pueden ser libres en ningún caso, pues sólo algo dotado de mente puede ser candidato a este don, sea lo que sea. Trataré de demostrar que este problema tradicional de la libertad es, a pesar de su pedigrí, una cortina de humo, un acertijo de escasa importancia real que aparta nuestra atención de algunas preocupaciones vecinas que sí importan, que sí deberían tenernos despiertos toda la noche. Dichas preocupaciones suelen descartarse por considerarse complicaciones empíricas que enturbian las aguas metafísicas, pero mi intención es resistir a esta tendencia y promover dichas cuestiones tangenciales al rango de cuestiones principales. La amenaza genuina, la fuente oculta de toda la inquietud que convierte el tema de la libertad en un foco de atención tan perenne en los cursos de filosofía, surge de un conjunto de hechos relativos a la situación humana que son de naturaleza empírica, e incluso, en cierto sentido, política: son sensibles a las actitudes humanas. Tiene mucha importancia lo que pensemos sobre ellos.

Vivimos nuestras vidas sobre la base de ciertos hechos, algunos de ellos variables y otros sólidos como la roca. La estabilidad procede en parte de los hechos físicos fundamentales: la ley de la gravedad nunca nos abandonará (siempre tirará de nosotros hacia abajo mientras permanezcamos en la Tierra), y podemos confiar en que la velocidad de la luz se mantendrá constante hagamos lo que hagamos[2]. La estabilidad procede en parte también de otros hechos más fundamentales aún, de carácter metafísico: 2 + 2 siempre sumarán 4, el teorema de Pitágoras va a seguir siendo válido, y si A = B, todo lo que sea cierto de A es cierto de B y viceversa. La idea de que somos libres es otra condición de fondo para nuestro modo de pensar nuestras vidas. Contamos con ella; contamos con que la gente «es libre» del mismo modo que contamos con que caigan cuando los empujamos barranco abajo y con que necesiten comida y agua para vivir, pero en este caso no se trata ni de una condición metafísica de fondo ni de una condición física fundamental. La libertad es como el aire que respiramos, y está presente en casi todos nuestros proyectos, pero no sólo no es eterna, sino que es fruto de la evolución, y sigue evolucionando. La atmósfera de nuestro planeta evolucionó hace cientos de miles de años como resultado de las actividades de ciertas formas sencillas de vida terrestre, y continúa evolucionando hoy en respuesta a las actividades de los miles de millones de formas de vida más complejas cuya existencia ha hecho posible. La atmósfera de la libertad es otro tipo de entorno. Es una atmósfera que nos envuelve, nos abre posibilidades, configura nuestras vidas, una atmósfera conceptual de acciones intencionales, planes, esperanzas y promesas… y de culpas, resentimientos, castigos y honores. Todos crecemos en esta atmósfera conceptual, y aprendemos a conducir nuestras vidas en los términos que ella determina. 'Parece ser una construcción estable y ahistórica, tan eterna e inmutable como la aritmética, pero no lo es. Ha evolucionado como un producto reciente de las interacciones humanas, y algunas de las actividades humanas que se han desarrollado gracias a ella podrían amenazar también con perturbar su estabilidad futura, o incluso acelerar su desaparición. No hay garantía de que la atmósfera del planeta dure para siempre, como tampoco la hay de que lo haga nuestra libertad.

Ya estamos tomando medidas para evitar el deterioro del aire que respiramos. Tal vez no sean suficientes y tal vez lleguen demasiado tarde. Podemos imaginar ciertas innovaciones tecnológicas (grandes cúpulas acondicionadoras de aire, pulmones planetarios…) que nos permitirían vivir sin la atmósfera natural. La vida sería muy diferente, y muy difícil, pero seguiría valiendo la pena vivirla. ¿Qué ocurre, sin embargo, si tratamos de imaginar que vivimos en un mundo sin la atmósfera de la libertad? Sería vida, pero ¿seríamos nosotros? ¿Valdría la pena vivir la vida si dejáramos de creer en nuestra capacidad de tomar decisiones libres y responsables? Y ¿es posible que esta atmósfera omnipresente de la libertad en la que vivimos y actuamos no sea ni mucho menos un hecho, sino sólo una especie de fachada, una alucinación colectiva?

Hay quien dice que la libertad ha sido siempre una ilusión, un sueño precientífico del que apenas comenzamos a despertar. Nunca hemos sido realmente libres, y nunca podríamos haberlo sido. Pensar que hemos sido libres ha sido, en el mejor de los casos, una ideología que nos ha ayudado a configurar y a hacer más fáciles nuestras vidas, pero podemos aprender a vivir sin ella. Algunas personas pretenden haberlo conseguido ya, pero no está claro a qué se refieren. Algunos insisten en que, aunque la libertad sea una ilusión, este descubrimiento no afecta para nada a su modo de pensar sobre sus vidas, sus esperanzas, proyectos y temores, aunque no se toman la molestia de desarrollar esta curiosa separación de conceptos. Otros excusan la persistencia de ciertos vestigios de aquel credo en sus formas de hablar y pensar diciendo que son hábitos básicamente inocuos que no se han tomado la molestia de superar, o que se trata de concesiones diplomáticas a las nociones tradicionales de los pensadores menos avanzados que les rodean. Siguen la corriente de la multitud, aceptan la «responsabilidad» por «decisiones» que en realidad no fueron libres, y culpan y elogian a los demás mientras cruzan los dedos bajo la mesa, pues saben que en el fondo nadie merece nunca nada, ya que todo lo que ocurre es simplemente el resultado de una vasta red de causas inconscientes que, en un último análisis, impiden que nada tenga ningún significado.

¿Están equivocados los que se autoproclaman desengañados? ¿Han abandonado una valiosa perspectiva sin ninguna buena razón para hacerlo, deslumbrados por una mala interpretación de la ciencia que les lleva a aceptar una imagen empobrecida de sí mismos? Y ¿tiene alguna importancia si es así? Resulta tentador desestimar toda la cuestión de la libertad como un acertijo filosófico más, un dilema artificial construido a partir de una conjunción de ingeniosas definiciones. ¿Eres libre? «Bien —dice el filósofo mientras enciende su pipa—, todo depende de lo que entiendas por libertad; ahora bien, por un lado, si adoptas una definición compatibllista de la libertad, entonces…» (y ya la tenemos montada). Para asegurarnos de que hay más en juego, de que estas cuestiones importan realmente, resulta útil trasladarlas al terreno personal. Así pues, reflexione usted sobre su vida adulta y escoja un momento realmente malo, un momento tan malo como sea capaz de contemplar con asfixiante detalle. (O, si eso resulta demasiado doloroso, trate simplemente de ponerse por un momento en la piel del joven padre). Fije, pues, aquel acto terrible en su mente; fue usted quien lo hizo. ¡Qué no daría por no haberlo hecho!

¿Y qué? En el contexto general de las cosas, ¿qué sentido tiene su arrepentimiento? ¿Tiene algún valor, o es sólo una especie de hipo involuntario, un espasmo sin sentido causado por una palabra sin sentido? ¿Vivimos en un universo en el que tienen sentido la esperanza y el esfuerzo, el arrepentimiento, la culpa, la promesa, los propósitos de mejora, la condena y el elogio? ¿O forman parte todos de una vasta ilusión, reverenciada por la tradición pero cuyo tiempo ha pasado ya?

Algunas personas —tal vez sea usted una de ellas— encuentran un consuelo momentáneo en la conclusión de que no son libres, de que nada de todo eso importa, ni las faltas más denigrantes ni los triunfos más gloriosos; todo eso no es más que el despliegue de un mecanismo sin sentido. Pero aunque al principio les pueda parecer un gran alivio, tal vez luego se den cuenta, con irritación, de que a pesar de ello no pueden dejar de dar importancia a las cosas, no pueden evitar preocuparse, esforzarse, tener esperanzas… para luego darse cuenta de que no pueden dejar de sentir irritación ante este incesante deseo suyo de dar importancia a las cosas, y así sucesivamente, en una espiral descendente hacia el equivalente motivacional de la Muerte Caliente del Universo: nada se mueve, nada importa, nada.

Otras personas —tal vez sea usted una de ellas— están convencidas de que son libres. No sólo se plantean retos; se entregan a sus retos personales, desafían su supuesto destino. Imaginan posibilidades, tratan de sacar tanto como pueden de las oportunidades de oro que se les presentan y se estremecen cuando ven de cerca el desastre. Creen tener el control de sus propias vidas y ser responsables de sus propias acciones.

Habría, pues, según parece, dos tipos de personas: las que creen que no son libres (aunque no puedan evitar comportarse la mayor parte del tiempo como si creyeran serlo) y aquellas que creen ser libres (aunque sea una ilusión). ¿En qué grupo está usted? ¿A qué grupo le va mejor, cuál es más feliz? Y, en último término, ¿cuál tiene razón? ¿Acaso las del primer grupo son las que no se dejan engañar, las que ven más allá de la gran ilusión, al menos en sus momentos reflexivos? ¿O son ellas las que se engañan y son víctimas, por tanto, de ciertas ilusiones cognitivas que les llevan a la tentación de dar la espalda a la verdad, que les llevan a cerrarse posibilidades por descartar la idea misma que da sentido a sus vidas? (Es algo lamentable, pero tal vez no puedan evitarlo. Tal vez estén determinadas a rechazar la idea de la libertad por su pasado, sus genes, su crianza, su educación). Como decía en broma el comediante Emo Phillips: «No soy un fatalista, pero aunque lo fuera, ¿qué podría hacer para evitarlo?»).

Esto plantea lo que podría ser otra posibilidad más. Tal vez haya dos tipos de personas normales (dejando a un lado las que están verdaderamente incapacitadas y no pueden en ningún caso ser libres porque están en coma o sufren un trastorno mental): aquellas que no creen en la libertad y por ello mismo no son libres, y aquellas que creen en la libertad y por ello mismo son libres. ¿Es posible que «el poder del pensamiento positivo», o algo por el estilo, sea lo bastante grande como para marcar la diferencia crucial? Tal vez eso tampoco nos consuele demasiado, pues al parecer seguiría siendo cierto que sólo la suerte determina en qué grupo está cada uno, para bien o para mal. ¿Es posible cambiar de grupo? ¿Querría usted hacerlo? Es endiabladamente difícil mantener en perspectiva este curioso aspecto de la libertad. Si el hecho de que la gente sea (o no sea) libre es un hecho metafísico en bruto, entonces no puede verse influido por ninguna «ley de la mayoría» o nada por el estilo, y la única opción (¿opción?… ¿acaso seguimos teniendo opciones?) consiste en si queremos o no queremos saber la verdad metafísica, sea cual sea. Pero la gente habla y escribe a menudo como si, de hecho, estuvieran haciendo campana en favor de la creencia en la libertad, como si la libertad (y no sólo la creencia en la libertad) fuera una condición política que pudiera estar bajo amenaza, que pudiera propagarse o extinguirse como resultado de lo que crea la gente. ¿Es posible que la libertad sea como la democracia? ¿Qué relación existe entre la libertad política y la libertad metafísica (a falta de mejor palabra)?

En lo que queda de libro, mi tarea será deshacer este nudo de ideas y ofrecer una visión unívoca, estable, coherente y empíricamente fundada de la libertad humana, y ya se sabe cuál es la conclusión a la que llegaré: la libertad es real, pero no es una condición previamente dada de nuestra existencia, como la ley de la gravedad. Tampoco es lo que la tradición pretende que es: un poder cuasi divino para eximirse del entramado de causas del mundo físico. Es una creación evolutiva de la actividad y las creencias humanas, y es tan real como las demás creaciones humanas, como la música o el dinero. Y es incluso más valiosa. Desde esta perspectiva evolutiva, el problema tradicional de la libertad se resuelve en una serie de cuestiones en buena medida por explorar, cada una de las cuales tiene su importancia a la hora de iluminar los problemas serios relacionados con la libertad; sin embargo, sólo podemos emprender este renovado examen una vez que hayamos corregido los errores en los que han caído los planteamientos tradicionales.

LA PLUMA MÁGICA DE DUMBO Y EL PELIGRO DE PAULINA

En Dumbo, la clásica película de dibujos animados de Walt Disney sobre un pequeño elefante que aprende a desplegar sus gigantescas orejas y volar, hay una escena clave en la que un indeciso —más bien aterrorizado— Dumbo escucha cómo sus amigos, los cuervos, tratan de convencerle para que salte al vacío y se demuestre a sí mismo que puede volar. Uno de los cuervos tiene una idea brillante. Cuando Dumbo no mira le arranca una pluma de la cola a uno de los suyos y luego se la entrega ceremoniosamente a Dumbo, anunciando que es una pluma mágica: mientras Dumbo la lleve agarrada con la trompa, ¡podrá volar! La escena es presentada con magistral economía de medios. No se ofrece ninguna explicación, pues incluso los niños pequeños captan la idea sin necesidad de que se la digan: la pluma no es mágica en realidad, es una especie de amuleto que hará que Dumbo se eleve sobre el suelo por el poder del pensamiento positivo. Imaginemos ahora una variación de la escena. Imaginemos que otro de los cuervos, un escéptico de pueblo que es lo bastante listo como para captar el truco pero no como para comprender su virtud, se dispone a decirle a Dumbo la verdad cuando este está inclinándose sobre el borde del precipicio, con la pluma firmemente agarrada. «¡Detengan a ese cuervo!», gritarían los niños. ¡Hagan callar a ese listillo, rápido, antes de que lo eche todo a perder!

A ojos de algunos, yo soy ese cuervo. Cuidado, avisan. Esta persona se dispone a hacer algo terrible, aunque sea con la mejor intención. Insiste en hablar sobre temas en los que es mejor no entrar. «¡Chist! Romperás el hechizo». Esta advertencia no vale sólo para los cuentos de hadas; a veces resulta bastante apropiada para la vida real. Una docta disquisición sobre la biomecánica de la excitación sexual y la erección no es un buen tema de conversación para seducir a nadie, y las reflexiones sobre la utilidad social de la ropa y el ceremonial no son bienvenidos en un servicio fúnebre o un banquete de boda. Hay momentos en los que es más sabio apartar la atención de los detalles científicos, momentos en los que la ignorancia es fuente de felicidad. ¿Nos encontramos ante un caso de este tipo?

La capacidad de volar de Dumbo depende sólo circunstancialmente de la creencia de Dumbo en que puede volar. No es una verdad necesaria; si Dumbo fuera un pájaro (¡o sólo un elefante con más confianza en sí mismo!), su talento no sería tan frágil, pero siendo quien es, necesita todo el apoyo moral posible y no deberíamos permitir que nuestra curiosidad científica interfiriera en su delicado estado mental. ¿Es así también la libertad? ¿No parece al menos probable que nuestra libertad dependa de nuestra creencia en que somos libres? ¿Y no justifica este hecho que evitemos formular doctrinas que puedan minar esta creencia, con o sin razón? Aunque no podamos reírnos del chiste, ¿no estamos por lo menos obligados a cerrar la boca y cambiar de tema de conversación? Ciertamente hay quien piensa así.

En los muchos años que llevo trabajando en este problema, he terminado por reconocer una tendencia general. Mi punto de vista fundamental es el naturalismo, la idea de que las investigaciones filosóficas no son superiores ni previas a las investigaciones de las ciencias naturales, sino que van asociadas a dichos proyectos, y que el auténtico trabajo que deben hacer los filósofos en esta cuestión es clarificar y unificar las muchas perspectivas contrapuestas en una visión unificada del universo. Eso significa aceptar con gusto el tesoro de las teorías y los descubrimientos científicos que tanto esfuerzo ha costado reunir como material de base para las teorías filosóficas, de modo que sea posible una crítica recíproca informada y constructiva entre la ciencia y la filosofía. Cuando presento los resultados de mi naturalismo, mi teoría materialista de la conciencia (por ejemplo en La conciencia explicada, 1991a) y mi examen de los algoritmos darwinianos carentes de conciencia o finalidad que dieron origen a la biosfera y a todos sus productos derivados —tanto nuestros cerebros como nuestras ideas— (por ejemplo en La peligrosa idea de Darwin, 1995), me encuentro siempre con restos de incomodidad, un viento general de desaprobación o inquietud muy distinto del mero escepticismo. Habitualmente esta incomodidad se mantiene disimulada, como un leve rumor de un trueno lejano, una máxima de pensamiento positivo que distorsiona casi subliminalmente las actitudes. A menudo, después de que los interlocutores hayan agotado su repertorio de objeciones, alguien expone el motivo oculto de su escepticismo: «Todo eso está muy bien, pero ¿qué pasa entonces con la libertad? ¿No destruye su idea cualquier posibilidad de libertad?». Esta es siempre una respuesta bienvenida, pues apoya mi convicción de que la preocupación por la libertad es el motor que hay detrás de casi toda la resistencia al materialismo en general y al neodarwinismo en particular. Tom Wolfe, que está sin duda en perfecta sintonía con el espíritu de los tiempos, ha recogido esta idea en un texto que lleva el apremiante título de «Sorry but Your Soul Just Died» (Lo sentimos, pero su alma acaba de morir). Trata del surgimiento de lo que etiqueta de forma más o menos confusa como «neurociencia», cuyo ideólogo principal sería E. O. Wilson (el cual, por supuesto, no es ni mucho menos un neurocientífico, sino un entomólogo y un sociobiólogo), seguido de sus secuaces, Richard Dawkins y yo mismo. Para Wolfe la cosa está muy clara:

Como la conciencia y el pensamiento son productos del cerebro y el sistema nervioso enteramente físicos —y como el cerebro nace con todo grabado—, ¿qué le hace pensar a usted que es libre? ¿De dónde podría venir su libertad? (Wolfe, 2000, pág. 97).

Yo tengo una respuesta. Simplemente, Wolfe se equivoca. Para empezar, el cerebro no «nace con todo grabado», aunque ese es sólo el menor de los malentendidos que hay detrás de esta extendida resistencia al naturalismo. El naturalismo no es ningún enemigo de la libertad; ofrece una explicación positivo de la libertad que da mejor respuesta a sus puntos oscuros que aquellas explicaciones que tratan de protegerla de las garras de la ciencia con una «oscura y miedosa metafísica» (en la acertada frase de P. F. Strawson). Presenté una versión de la misma en mi libro Elbow Room: The Varieties of Free Will Worth Wanting de 1984. Pero a menudo me encuentro con que la gente duda de que pueda creer seriamente lo que digo. Están convencidos, como Tom Wolfe, de que el materialismo por definición no puede dejar espacio para la libertad y, mientras que Wolfe muestra al menos una actitud sarcástica y distendida a propósito del tema («me encanta hablar con esa gente: manifiestan un determinismo incorruptible»), no es este el caso de otros. Brian Applevard, por ejemplo, ha escrito varias llamadas de alarma en forma de libros, aunque según otro alarmista, Leon Kass, él mismo podría haber caído también en la tentación:

A Appleyard no le gustan, y con razón, las implicaciones del pensamiento genocéntrico y manifiesta la esperanza de que pueda revelarse falso; en cualquier caso, insiste en que debemos resistimos a él. Pero no está filosóficamente preparado para mostrar dónde está el error. Peor aún, parece ser una víctima inconsciente de tal forma de pensar, haber tragado el anzuelo de los pomposos pronunciamientos de los más reduccionistas y grandiosos de los bioprofetas: Francis Crick, Richard Dawkins, Daniel Dennett, James Watson y E. O. Wilson (Kass, 1998, pág. 8).

Determinismo, genocentrismo, reduccionismo… guardaos de esos pomposos bioprofetas; ¡pretenden subvertir todo lo que es más precioso en la vida! Frente a tan frecuentes condenas (y confusiones, como veremos), he sentido la necesidad de decir algo a modo de apología. ¿Me estoy comportando de modo irresponsable al preconizar tan activamente estas ideas?

Tradicionalmente, los sabios, en sus torres de marfil, no se han preocupado demasiado de la responsabilidad que les pueda corresponder por el impacto ambiental de su obra. Las leyes contra la difamación y la calumnia, por ejemplo, no eximen a nadie, pero fuera de estos casos la mayoría de nosotros —incluidos los científicos de la mayoría de los campos— no acostumbramos a hacer declaraciones que puedan causar daño a otros, aunque sea indirectamente. Este hecho se manifiesta claramente en lo ridícula que nos parece la idea de un seguro profesional para críticos literarios, filósofos, matemáticos, historiadores y cosmólogos. ¿Qué podría hacer un matemático o un crítico literario, en el cumplimiento de sus deberes profesionales, para que pudiera necesitar la red de protección de un seguro profesional? Podría ponerle accidentalmente la zancadilla a un alumno en el corredor o se le podría caer un libro sobre la cabeza de alguien, pero aparte de estos daños colaterales más bien rebuscados, nuestras actividades son el paradigma de la inocuidad. O eso es lo que uno pensaría. Pero en aquellos campos en los que hay más en juego —y de forma más directa— existe una larga tradición que propugna la observación de una prudencia y un cuidado especiales para asegurar que no se produzca ningún daño (tal como profesa explícitamente el Juramento Hipocrático). Los ingenieros, conscientes de que la seguridad de miles de personas depende del puente que ellos diseñan, realizan pruebas especiales en condiciones predeterminadas dirigidas a garantizar la seguridad de sus diseños, de acuerdo con todos los conocimientos actuales. Cuando los académicos aspiramos a tener mayor impacto en el mundo «real» (v no sólo en el «académico»), debemos adoptar los mismos hábitos y actitudes que rigen en las disciplinas de orientación más práctica. Debemos asumir la responsabilidad de lo que decimos y reconocer que nuestras palabras, en caso de que alguien las crea, pueden tener profundos efectos, para bien o para mal.

No sólo eso. Debemos reconocer que nuestras palabras pueden ser malinterpretadas y que somos hasta cierto punto tan responsables de los malentendidos probables de lo que decimos como de los efectos «propios» de nuestras palabras. Se trata de un principio familiar: el ingeniero que diseña un producto potencialmente peligroso, en caso de uso indebido, es tan responsable de los efectos del uso indebido como de los efectos del uso debido, y debe hacer todo cuanto sea necesario para evitar usos peligrosos del producto por parte de personas inexpertas. Nuestra primera responsabilidad es decir la verdad hasta donde seamos capaces de hacerlo, pero no hay bastante con eso. La verdad puede ser dolorosa, sobre todo si la gente no la interpreta bien, y cualquier académico que piense que la verdad es una defensa suficiente para cualquier aserción seguramente no ha reflexionado lo suficiente sobre algunos de sus posibles efectos. En ocasiones, la probabilidad de que una aserción verdadera se malinterprete (o se haga de ella otro uso indebido) y el daño previsible que podrían causar tales malentendidos son tan grandes que hubiera sido mejor callarse.

Una antigua alumna mía, Paulina Essunger, propuso un vivido ejemplo para bajar las fantasías filosóficas a la fría realidad. Paulina había trabajado en el campo del sida y conocía bien los peligros que existen en este ámbito, por lo que llamaré a su ejemplo el Peligro de Paulina:

Pongamos por caso que yo «descubriera» que el sida puede ser erradicado de un individuo infectado bajo circunstancias ideales (total colaboración por parte del paciente, total ausencia de eventos que inhiban el efecto de la medicación, como náuseas, etc., total ausencia de contaminación con cepas diferentes del virus, etc.) tras cuatro años de seguimiento de un cierto régimen terapéutico. Puedo haberme equivocado. Puedo haberme equivocado en un sentido bastante simple y directo. Digamos que he calculado algo mal, que he leído mal ciertos datos, evaluando mal a los pacientes que han participado en el estudio o tal vez extrapolado demasiado generosamente. Aunque los resultados fueran ciertos, también podría hacer mal en publicarlos por el impacto ambiental que podrían tener. (Yendo más lejos, podría ser que los medios de comunicación hicieran mal en dar la noticia, o en darla de cierto modo. Pero parte de su responsabilidad parece revertir hacia mí. Especialmente si uso la palabra «erradican», que en contextos virales se refiere habitualmente a eliminar el virus de la faz de la Tierra, no «meramente» liberar del virus a un paciente infectado). Por ejemplo, podría extenderse una complacencia irracional entre los homosexuales masculinos: «Ahora el sida es curable, o sea que no tengo que preocuparme». Dicho relajamiento podría volver a disparar la incidencia de encuentros sexuales de alto riesgo dentro de este grupo. Es más, la extendida prescripción del tratamiento podría llevar a una rápida extensión de virus resistentes en la población infectada debido al periódico incumplimiento por parte de los pacientes (Essunger, correspondencia personal).

En el peor de los casos, uno podría tener una cura para el sida, saber que tiene una cura para el sida y, sin embargo, no encontrar una manera responsable de hacer pública esta información. No sirve de nada indignarse con la complacencia o la temeridad de las comunidades de algo riesgo, como tampoco culpar a los pacientes faltos de voluntad que abandonan sus tratamientos a medio camino: todos esos son efectos predecibles y naturales (aunque lamentables) del impacto que tendría la publicación de la cura. Por supuesto, sería preciso explorar todas las vías prácticas para evitar los excesos derivados del descubrimiento y hacer planes para implementar todos los mecanismos de seguridad posibles, pero cabe la posibilidad de que, en el peor de los casos, fuera imposible alcanzar todos los beneficios imaginables del descubrimiento: simplemente no habría forma de llevarlos a la práctica. Esto no sería sólo un grave dilema; sería una tragedia. (De hecho, el caso hipotético de Paulina se está haciendo realidad ya en ciertos aspectos: el optimismo sobre una cura inminente ha llevado ya a actitudes peligrosamente relajadas en las prácticas sexuales de ciertos grupos de riesgo del mundo occidental).

Así pues, esto entra en principio dentro de las posibilidades, pero ¿hay alguna probabilidad de que el intento de publicar una «cura» naturalista para el problema de la libertad pudiera enfrentarse a esta clase de obstáculos frustrantes? De hecho, existen unos cuantos obstáculos de este tipo, y no hay duda de que son frustrantes. Hay diversos guardianes del bien público que, con las mejores intenciones, quieren que ¡detengan a ese cuervo! Están dispuestos a dar cuantos pasos sean necesarios para desanimar, silenciar o desacreditar a aquellos que en su opinión están rompiendo el hechizo antes de que el daño sea irreparable. Llevan años entregados a esa tarea y, aunque sus campañas han ido perdiendo crédito con la reiteración y sus colegas científicos han puesto en evidencia una y otra vez sus ostensibles falacias, los desechos de estas campañas no dejan de contaminar la atmósfera de los debates y distorsionan la comprensión que tiene el público general de estos temas. Los biólogos Richard Lewontin, Leon Kamin y Steven Rose, por ejemplo, dijeron en una ocasión que se veían a sí mismos como

una brigada de bomberos que no cesa de recibir avisos durante la noche para apagar el último fuego y responder a las emergencias inmediatas, pero que nunca tiene tiempo de elaborar planes para construir un edificio verdaderamente a prueba de incendios. Primero es la relación entre el CI y la raza, luego los genes criminales, luego la inferioridad biológica de las mujeres, luego la inmutabilidad genética de la naturaleza humana. Es preciso apagar todos estos fuegos deterministas con la fría agua de la razón para que no se incendie todo el vecindario intelectual (Lewontin y otros, 1984, pág. 265).

Nadie ha dicho nunca que una brigada de bomberos tuviera que luchar con buenas artes, y esta brigada lanza mucho más que la fría agua de la razón sobre aquellos que ve como incendiarios. Y no son los únicos. Desde el otro extremo del espectro político, la derecha religiosa también domina el arte de la refutación por caricatura y se lanza sobre todas las oportunidades que encuentra para cambiar formulaciones cuidadosamente matizadas de los hechos de la evolución por simplificaciones sensacionalistas frente a las que pueden luego escandalizarse y poner en guardia al mundo entero. Coincido con los críticos tanto de la izquierda como de la derecha en que se han producido algunos desafortunados pronunciamientos simplistas o exagerados por parte de algunas personas que han merecido sus críticas, y coincido en que tales faltas a la responsabilidad pueden tener efectos seriamente perniciosos. Es más, no cuestiono sus motivos, ni siquiera sus tácticas; si yo pensara que el mensaje que difunde cierta gente es tan peligroso que no puedo arriesgarme a concederle la audiencia justa, tendría cuando menos una fuerte tentación de distorsionarlo y caricaturizarlo en aras del bien público. Sentiría el impulso de inventarme algunos epítetos, como determinista genético, reduccionista o fundamentalista darwinista, y luego agitar esos espantajos ante el público. Como se acostumbra a decir, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Donde creo que se equivoca toda esta gente es al poner a naturalistas responsables y prudentes (como Crick y Watson, E. O. Wilson, Richard Dawkins, Steven Pinker y yo mismo) y a los escasos irresponsables que prefieren el sensacionalismo barato en el mismo saco y al atribuirnos ideas que nosotros hemos puesto gran cuidado en desautorizar y criticar. Como estrategia es inteligente: si realmente piensas que debes echar tierra encima de algo, usa una pala bien grande para estar seguro del resultado; ¡no dejes que los malos se oculten detrás de un escudo de rehenes respetables! Pero eso tiene el efecto de poner a algunos aliados naturales bajo fuego amigo, y es en último término una acción deshonesta, por decirlo claramente, da igual lo buenas que sean las intenciones.

El Peligro de Paulina al que nos enfrentamos los naturalistas es que siempre que formulamos versiones ponderadas y precisas de nuestras posiciones, algunos de esos guardianes del bien público aplican toda su inteligencia para transformar nuestras matizadas tesis en sonoras proclamas que resultan sin duda absurdas e irresponsables. He descubierto que cuanto más cuidado pongo en formular mi mensaje de forma clara y convincente, por ejemplo, más suspicaces se vuelven dichos guardianes. Parafraseando sus palabras, vienen a decir algo así como: «¡No prestes atención a todas las advertencias y complicaciones que despliega su embaucadora retórica! ¡Todo cuanto está diciendo, en realidad, es que no tienes conciencia, que no tienes mente, y que no eres libre! ¡No somos más que zombies y nada tiene ningún valor!: eso es lo que dice en realidad». ¿Qué puedo responder a eso? (Por si acaso, que conste que no es eso lo que digo realmente). Y para empeorar aún más las cosas, existen graves defecciones y desacuerdos dentro de nuestro campo supuestamente monolítico de los «fundamentalistas darwinianos». Robert Wright, por ejemplo, cuyo reciente libro Nonzero: The Logic of Human Destiny es en la mayoría de los aspectos una excelente exposición de muchos de los temas que voy a presentar a continuación, se ve incapaz de suscribir la tesis central (según lo veo yo) de nuestra posición:

Por supuesto, el problema es aquí la tesis de que la conciencia es «idéntica» a los estados físicos cerebrales. Cuanto más se esfuerzan Dennett y otros por explicarme lo que quieren decir con eso, más me convenzo de que lo que realmente quieren decir es que la conciencia no existe (Wright, 2000, pág. 398).

Tras varios cientos de excelentes páginas dedicadas a una concienzuda desmitificación naturalista, Wright vuelve, lamentablemente, a la visión mística de Teilhard de Chardin. (Una defección menos radical, pero más frustrante, es la de Steven Pinker [1997], cuyo constante coqueteo con las doctrinas mistéricas de la conciencia es en sí mismo otro misterio. Nadie es perfecto).

Evidentemente, se trata de una cuestión que enciende las pasiones. Lo que tenemos aquí parece una carrera armamentista alrededor del evolucionismo, con una importante escalada por ambas partes. Pero nótese que en lugar de responder con el intento de ofrecer una caricatura aún mejor de mis oponentes, lo que preparo es un arma bien distinta en favor de nuestro bando: estoy tratando de despertar en ustedes la sospecha de que algunos de esos eminentes críticos puedan saber, en el fondo de su corazón, que tenemos razón. Al fin y al cabo el cuervo tenía razón, pero a pesar de ello siguen pensando: ¡detengan a ese cuervo! Tal como veremos en capítulos posteriores, algunas de las objeciones más populares que se han planteado a la versión naturalista de la libertad se apoyan más en miedos que en razones. Los miedos son en sí mismos bastante razonables: si uno piensa que la caja que le ofrecen podría ser la caja de Pandora, es normal que multiplique sus recelos y agote todas sus objeciones antes de permitir que se abra la caja, pues entonces tal vez sea demasiado tarde.

¿Por qué persisto en mi intento de mantener mi punto de vista frente a tan encendida resistencia, sobre todo cuando reconozco que no puede descartarse del todo la posibilidad de que cause algún daño? (Los críticos exageran el peligro, por supuesto, al insistir en presentar estos puntos de vista en su versión más peligrosa; no hay duda de que juegan a hacerse las víctimas ante nosotros, los naturalistas). Pues porque pienso que ya es hora de que le quiten a Dumbo su pluma mágica. No la necesita, y cuanto antes lo aprenda mejor. En la película, recordarán ustedes, a Dumbo se le escapa la pluma en un momento crucial, en el que parece precipitarse hacia un final seguro, y no es hasta el último instante cuando comprende lo sucedido y extiende las orejas para salvarse. A esto se lo llama madurar, y pienso que estamos listos para hacerlo. ¿Por qué está mejor Dumbo sin su mito mágico? Pues porque su conocimiento de la realidad le hace ser menos dependiente, más autónomo y capaz. Trataré de demostrar que algunas de nuestras ideas tradicionales sobre la libertad están simplemente equivocadas; más aún, que son contraproducentes y ponen serios problemas al futuro de la libertad en este planeta. Por ejemplo, una comprensión realista de la libertad puede clarificar algunas de nuestras ideas sobre la a y el castigo, y calmar algunas de nuestras inquietudes respecto a lo que llamo el Espectro de la Exculpación. (¿Va a demostrar la ciencia que nadie merece un castigo? ¿O un elogio, por la misma razón?). También puede ayudar a reevaluar el papel que debe desempeñar la educación moral, y tal vez explicar incluso el importante papel que en el pasado han desempeñado las ideas religiosas para el sostenimiento de la moral dentro de la sociedad, un papel que ya no puede ser debidamente desempeñado por las ideas religiosas, pero que no podemos eliminar por completo sin correr un grave riesgo. Si nos aferramos a nuestros mitos, si no nos atrevemos a buscarles sustitutos científicamente contrastados, que ya tenemos a nuestra disposición, nuestros días de vuelo están contados. La verdad realmente os hará libres.

Capítulo 1

Una descripción naturalista de cómo hemos evolucionado nosotros y nuestras mentes parece amenazar el concepto tradicional de libertad, y el miedo ante esta perspectiva ha distorsionado la investigación científica y filosófica en esta materia. Algunos de los que han dado la voz de alarma ante los peligros de los nuevos descubrimientos sobre nosotros mismos han presentado una imagen muy falseada de los mismos. Una serena reflexión sobre las implicaciones de nuestro nuevo conocimiento sobre nuestros orígenes servirá de fundamento para una doctrina más sólida y prudente sobre la libertad que los mitos a los que está llamada a reemplazar.

Capítulo 2

Nuestra manera de pensar el determinismo se ve a menudo distorsionada por ilusiones que pueden disiparse con la ayuda de una versión modelo, en la que puedan evolucionar entidades sencillas capaces de evitar el dolor y de reproducirse a sí mismas. Esto demuestra que el vínculo tradicional entre el determinismo y la inevitabilidad es un error, y que el concepto de inevitabilidad corresponde al nivel del diseño, no al nivel físico.

NOTAS SOBRE FUENTES Y LECTURAS COMPLEMENTARIAS

Las referencias completas de los libros y los artículos a los que se refiere el texto (por ejemplo, Wolfe, 2000) pueden encontrarse en la bibliografía que figura al final del libro. En cada capítulo ofreceré algunos comentarios suplementarios y remisiones a otras fuentes relacionadas con los temas objeto de discusión.

Es posible que a algunos lectores se les haya ocurrido pensar que el libro comienza con mal pie, pues caigo en una contradicción en la página 17. Primero niego que tengamos un alma distinta de los billones de células robóticas y luego observo como si tal cosa que somos conscientes: «Puesto que yo soy consciente y usted es consciente, esos extraños y minúsculos componentes de los que estamos formados deben ser capaces de generar de algún modo un yo consciente». Tal vez alguien se sienta tentado a decir, como Robert Wright, que mi tesis es en realidad que la conciencia no existe. Sería una lástima que tal convicción distorsionara su lectura del resto del libro, de modo que, por favor, traten de reservarse el juicio, ¡y dejen la puerta abierta a la posibilidad de que sea Wright quien se equivoque! Mi incorruptible materialismo es una parte integral de la perspectiva que pienso defender, y querría ser muy claro en este punto, aun a riesgo de generar antagonismo y escepticismo entre aquellos que añoran una concepción dualista de la conciencia. La articulación y defensa de esta teoría materialista de la conciencia puede encontrarse en mis libros antes mencionados, y aparece desarrollada y defendida contra varias críticas modernas en mis conferencias Jean Nicod, dictadas en noviembre de 2001 en París (en preparación d), así como en una serie de artículos publicados o de próxima publicación en varios libros y periódicos, y también disponibles en mi página web: http://ase.tufts.edu/cogstud

La literatura filosófica dedicada a la libertad es ingente, y en estas páginas sólo me centraré en una pequeña fracción de la obra reciente sobre el tema. Las obras que trataré contienen multitud de referencias que llevan a las demás. Al tiempo que yo introducía los últimos retoques a mi libro, se publicaron dos excelentes libros escritos por no-filósofos que cualquier persona interesada en el tema debería leer: Breakdokn of Witt, de George Ainslie (2001), y The Ilusion of Conscious Witt, de Daniel Wegner (2002). He introducido en mi libro unas breves reflexiones sobre estos dos textos, pero la riqueza de sus aportaciones va mucho más allá de lo que pueda deducirse de mis comentarios.