El venerable miembro del Consejo estaba sentado, solo, en el aposento en sombras. Su mente se centraba en la alarmante situación del imperio y en la dureza con la que la historia juzgaría a su gran civilización. La crueldad que habían mostrado con los pueblos inferiores del mundo volvía multiplicada por mil para perseguir al continente anillado. Un juicio, un desastre, que había comenzado tres años antes, con la rebelión de las naciones bárbaras del imperio exterior, al norte y al sur.
El anciano cerró los ojos y le pareció que incluso podía oír los gritos lejanos de ciudadanos y soldados por igual que se preparaban para la defensa final de lo que los bárbaros consideraban el Olimpo, hogar de los dioses que en otro tiempo habían venerado. Mientras él permanecía sentado dentro de la Cámara del Empirium, a salvo tras los triángulos de cristal de casi dos metros y medio de grosor que componían la burbuja geodésica, el resto de su mundo se enfrentaba, indefenso, al ataque de las naciones bárbaras aliadas que llegaban para asaltar el imperio.
El anciano abrió los ojos cansados, medio ciegos, y miró la orden que el Consejo del Empirium había redactado solamente una hora antes y que condenaba no solo a los bárbaros sino también a ellos mismos. Al pensarlo, volvió su atención a una de las llaves duplicadas del arma.
Andrólicus estiró el brazo y, con una mano temblorosa y salpicada de manchas de la edad, quitó el paño de seda que cubría el enorme diamante que tenía delante. Se quedó mirando las profundidades de la inmensa gema azul durante un momento y después permitió que sus dedos tocaran el remolino de profundos surcos tonales grabados en su superficie por los mejores científicos de su pueblo. Había otras dos llaves como la que tenía él delante, piedras preciosas que les había costado cincuenta vidas encontrar y casi la mitad convertir, y que eran el secreto que ocultaba el corazón de la gran onda de sonido.
En esos mismos momentos se estaba preparando una de esas llaves en lo más hondo de la Tierra. La segunda estaba oculta en la nación de los hostiles nubios, a muchos cientos de kilómetros de distancia, al sur, en los confines más lejanos del imperio. La tercera se encontraba delante de él, idéntica en forma y diseño y destinada a controlar lo incontrolable.
Las grandes puertas de la Cámara del Empirium se abrieron de golpe, bañando la sala con la luz esplendorosa del sol, que disipó las largas sombras que durante tanto tiempo habían mantenido prisionero al vetusto miembro del Consejo. Este, que cerró los ojos para defenderse del brillo del día, oyó entrar al general con paso firme y rápido en la cámara y dirigirse sin más preámbulos a la mesa del Consejo.
—Con vuestro permiso, gran Andrólicus.
El viejo al fin abrió los ojos y le dedicó al general una mirada triste y sagaz antes de cubrir con la seda el diamante azul de un metro de diámetro que permanecía sobre la mesa del aposento.
—General Talos, lo he alejado de las defensas del imperio por esto. —El anciano dio unos golpecitos en el documento con su avejentada mano—. Está aquí, con mi marca sobre él, como ha exigido el Consejo del Empirium, confirmando así mi responsabilidad en la extinción de nuestro imperio.
Los ojos de Talo salieron disparados hacia la mesa de mármol y estiró poco a poco el brazo para coger el documento manuscrito, pero Andrólicus posó con suavidad todo el peso de su mano y su brazo sobre el pergamino. Tiró de él hacia sí como si quisiera retenerlo, y detuvo al general en seco.
—Estamos en el cenit de nuestro tiempo, mi señor —dijo Talos—. Las fuerzas que tenemos en las penínsulas del norte y el oeste están a punto de verse arrolladas, el poder combinado de los macedonios, atenienses y espartanos abre brechas en nuestras defensas. Debemos actuar pronto o lo habremos perdido todo. En estos mismos momentos, los tracios y los atenienses están embarcando todas las fuerzas invasoras de los estados aliados en la Grecia continental. Han arrancado ciudadanos incluso de lugares tan lejanos como Mesopotamia.
—Con mi firma en esta orden, nuestra desaparición ya se ha hecho realidad, aunque continuemos aquí —respondió Andrólicus. Sus ojos pasaron del general al diamante cubierto por la seda.
—¿Mi señor? —preguntó Talos, confuso.
Andrólicus sonrió con tristeza y asintió, su largo cabello blanco y la barba rala rielaron cuando la luz del sol jugó sobre su rostro.
—Hemos tomado un rumbo que es mucho más letal que esas hordas de bárbaros que tanto tememos.
—Los Ancianos de la Ciencia y el Consejo de la Tierra han asegurado…
—Sí, sí, sí —dijo su interlocutor, interrumpiendo la respuesta del general—. Nos han asegurado a todos que la tecnología es infalible. —Volvió a acercar el documento y lo miró—. Infalible. A prueba de necios. Una expresión que parece tener más significado en estos días.
—Mi señor, demorar…
Andrólicus se levantó de repente, una acción tan rápida que resultaba impropia de sus ciento siete años.
—¡Demorar es continuar pensando! ¡Demorar es concebir otra forma de terminar con esto! ¡Demorar es detener a los necios que creen que la respuesta a nuestros padecimientos es infligir más violencia haciendo uso de una teoría no probada!
El general Talos se irguió, se puso en posición de firmes y se quedó mirando al infinito, como si de repente lo hubieran transportado a la plaza de armas. Tenía el yelmo de bronce torcido bajo el brazo izquierdo y la mano derecha apoyada en la empuñadura de marfil de la espada.
—Mis disculpas, viejo amigo.
El anciano sabía que con sus palabras había herido los sentimientos del general, el último de los grandes titanes.
El general parpadeó y después miró a Andrólicus. Posó poco a poco el yelmo con su largo penacho de plumas azules y pelo de caballo colgante en la larga mesa curvada de mármol que tenía delante y después permitió que se le ablandara el gesto de su cara barbuda.
—Estáis cansado. ¿Cuánto tiempo hace que no dormís?
El anciano se volvió y miró el gran tapiz de la pared de la cámara. El tejido de las hebras mostraba la gran llanura y los desiertos que rodeaban su diminuto mar interior. Su pequeño continente estaba en el centro exacto, situado entre las cuatro grandes masas de tierra del norte, el sur, el oeste y el este. También retrataba el mar occidental casi infinito que se adivinaba tras las Columnas de Heracles, llamadas así por ese bárbaro héroe griego que en ese preciso instante lideraba en el norte a su pueblo de monos hasta las mismas puertas de la ciudad natal de Andrólicus.
—Mi falta de sueño no es más que el menor de los males que me aquejan. Además, preveo que el descanso que tanto necesito está ya muy cerca.
—No digáis eso. Prevaleceremos. ¡Hemos de hacerlo!
Andrólicus descubrió la tercera llave.
—Fracasará. Los surcos tonales no significan nada. La graduación del tono es incorrecta y el arma no se podrá controlar. La llave y sus tonos solo aumentarán la onda hasta un nivel que está muy por encima de la ciencia, que jamás podrá enjaularla.
Vio la mirada de confusión en el rostro de aquel sencillo pero valiente titán.
—La ilusión se ha perpetrado porque se ha puesto a prueba en placas que son débiles y antiguas. Ah, ¿pero qué hay de la corteza bajo nuestros pies? —Agitó el dedo señalando a Talos—. Porque aquí son nuevas, profundas y fuertes. Con toda seguridad pondrá fin a nuestro mundo. Este diamante tiene la capacidad de almacenar e incrementar poder, y unido a ese hecho, el diagrama de la placa está mal ¡y no cabe duda de que lo destruirá todo y a todos!
—Vos sois un gran erudito, pero las ciencias…
—Se equivocan. He estudiado la llave tonal y el diagrama de placas y he descubierto que solo funcionará a muy pequeña escala. Una vez que comience el realineamiento de las placas activas, no hay nada en nuestra tecnología que pueda controlar el resultado. Si yo tengo razón y el diagrama miente, si las fallas y las placas están todas interconectadas, esta llave y sus hermanas no controlarán la ira de la Tierra, sino que darán el golpe de gracia a una bestia ya herida. Hay una razón para que los dioses hayan hecho que sea tan difícil encontrar el diamante azul: puede generar más poder en la onda a partir de la energía almacenada de la luz, el calor y hasta la misma electricidad generada por nuestros propios cuerpos. Como he dicho, es incontrolable.
—Entonces, ¿por qué firmáis la orden para que se usen las armas, mi señor?
La expresión de la cara del anciano se lo dijo todo al general. Supo entonces que el destino de su civilización estaba sellado. Ese gran hombre iba a permitir que el mundo se saliera con la suya. Los bárbaros estaban a punto de deshacerse de su yugo y Andrólicus iba a permitirlo porque era su momento. Gracias a muchas noches de charlas junto a cálidos fuegos, sabía que Andrólicus era un defensor de los bárbaros. Filosofaba con que solo necesitaban un comienzo para convertirse, como ellos, en un pueblo avanzado e inteligente. Talos vio que aquel hombre se relajaba.
—Dígame, ¿qué hay de su defensa, o debería decir su ataque preventivo, en el sur? —preguntó Andrólicus mientras se volvía una vez más para mirar el mapa del tapiz, que mostraba el norte de Africanus.
—Los gypos preparan su travesía por el mar interior, es posible que crucen por la mañana —dijo, y después bajó la cabeza. El anciano captó el silencio incómodo de su amigo tras el breve informe y se volvió para mirarlo.
—¿Derrotaron a sus ejércitos en el delta de Egipto?
—Masacraron hasta al último hombre. No tuvimos nada que hacer contra la fuerza combinada que enviaron contra nosotros. No había solo bárbaros del oeste; nuestros antiguos aliados, los africanos nubios, se aliaron con los gypos.
—¿Cuántos han muerto? —preguntó Andrólicus, y cerró los ojos antes de oír la respuesta.
—Seis mil ciudadanos que enviamos a Egipto no se unirán a nosotros para la defensa final del círculo interno. Eso, unido a la derrota del general Arquímedes ante el bárbaro Heracles en el círculo interno septentrional y ese detestable Jasón en el mar… cinco mil más de nuestros hombres no defenderán el segundo anillo. Los gypos también han envenenado el Nilo, así que he ordenado la destrucción del gran acueducto; ya ha caído al mar. No habrá más agua dulce en nuestras costas.
—¿Hemos perdido once mil soldados solo en este día? —El anciano se volvió, como si por mirar al general a los ojos la afirmación no fuera, no pudiera ser, cierta.
—Parece que nuestros antiguos enemigos han aprendido de nosotros el arte de la guerra.
El rostro de Talos traicionó su tristeza cuando contó el resto de la historia.
—Se han dispuesto contra nosotros Heracles, que apenas está por encima de la mentalidad de un hombre de las cavernas, y también Jasón de Tesalia, que no ha hecho más que copiar nuestros diseños navales y nuestros remos, nuestra tecnología. Los ejércitos aliados todavía empuñan hachas, espadas de madera y palos afilados, pero han derrotado a la más magnífica nación que el mundo ha conocido.
—Yo diría que los dioses se han vuelto contra nosotros, ¿no cree, mi gran titán? —murmuró el anciano a modo de respuesta—. El pasado siempre encontrará una forma de castigar al presente.
Talos sonrió con tristeza.
—Los pecados de los padres siempre perseguirán a los hijos.
Andrólicus asintió.
—Nuestros mayores tesoros, ¿han sido bien escondidos? —preguntó.
El más leve rastro de una sonrisa de satisfacción se había grabado en la boca dura de Talos.
—Fue difícil, puesto que hemos perdido treinta y dos barcos de exploración a manos de Jasón en el mar de Poseidón, pero sí, viejo amigo, los mayores tesoros están a salvo junto con las historias, nuestro legado, nuestra ciencia y nuestros escritos. Enviados por mar a los confines más remotos del imperio occidental, ni siquiera nuestros seguidores sabrán dónde están enterrados.
—Bien, bien… Ahora me siento más agotado de lo que lo he estado jamás.
—¿Estáis seguro de que el arma fracasará? —preguntó Talos, que ansiaba solo un rayo de esperanza, no para sí, sino para el pueblo mismo que había jurado proteger.
—Es tan incontrolable como soberbios somos nosotros. ¿Quiénes somos para creer que podemos manipular el propio planeta sobre el que caminamos? Solo podemos esperar que el secreto de su uso jamás sea desvelado. Los mapas de bronce, las placas, los discos, ¿se ha destruido todo?
—Todo salvo la única placa con el mapa y el disco dimensional que se envió con los barcos del tesoro.
—¡Tendrían que haber destruido la placa con el mapa! —dijo Andrólicus con tono airado.
—Lord Pythos embarcó en persona la placa, como salvaguarda, por si se necesitara la segunda llave.
Andrólicus posó la mano en la superficie fresca del gran diamante azul.
—No, no necesitará una segunda llave, ni una tercera. Se termina aquí. Se termina hoy.
Andrólicus empujó la orden con lentitud, sin apartar los ojos del titán.
—Entregue esto a ese loco que está bajo tierra y que los dioses tengan misericordia de nosotros. Siento que vaya a morir al lado de semejante necio.
—Yo también… ¿Y qué hay de vos, mi señor?
—Tengo mis recursos. —Bajó la cabeza, un movimiento que hizo que el general se sintiera desesperado por su centenario amigo—. Estos viejos ojos han contemplado demasiado. He visto lo que no estaba destinado a ver. Elijo no presenciar nuestra arrogante tecnología en funcionamiento. —Se le quebró la voz—. Podríamos haber sido un gran pueblo. Queríamos serlo, en su momento, hace siglos.
El anciano miró a su alrededor, la gran sala que se ocultaba en la seguridad de la cúpula de cristal: la maravilla de todos los tiempos.
El general Talos cogió la orden y, con una última mirada al tercer diamante cubierto, dio media vuelta. Se sentía como si estuviera abandonado a un padre moribundo. Atravesó con lentitud las grandes puertas de bronce de la sala y las cerró tras él, dejando la cámara una vez más sumida en la oscuridad, al igual que el gran Imperio de la Atlántida.
La gran gráfica de placas tectónicas se había tallado directamente en las paredes de piedra de la gigantesca y antigua cueva volcánica que había kilómetro y medio bajo la ciudad de Lygos, en una isla situada en el centro de los anillos de la Atlántida, en una cadena montañosa que los bárbaros consideraban el Olimpo. Para el ciudadano normal, las líneas onduladas y los círculos de la gráfica no eran más que un revoltijo de garabatos sin sentido. El único rasgo reconocible de ese extrañísimo mapa eran los tres grandes círculos de la Atlántida.
El diagrama llevaba cinco mil años confeccionándose y era el gran logro de su época. El Gran Mar de Poseidón estaba representado en todos sus intrincados detalles, pero las líneas no se detenían ahí. También atravesaban todo el mundo conocido, llegando incluso a Europa. Los territorios hindúes y las inmensas y barbáricas naciones asiáticas del mundo del Extremo Oriente, el mundo de los Hombres Dragón, los Chi, también estaban representados. Las líneas del diagrama disminuían a medida que cruzaban el enorme mar occidental de Atlantia y el oeste, hacia los dos gigantescos continentes inexplorados en su mayor parte del Lejano Oeste. Las inmensas exploraciones de los últimos cinco mil años estaban destinadas a trazar mapas de las fallas y las placas continentales de la mayor parte del mundo que fuera posible, porque solo los dioses sabían de dónde saldrían sus próximos enemigos.
La gigantesca gráfica la había producido la tecnología de su tiempo. Las extrañas líneas, de hecho, representaban las diminutas fallas de gran parte del mundo conocido, activas y extintas, descubiertas usando aparatos de adivinación. Las líneas más gruesas eran las placas en sí, que habían ido moviendo continentes enteros como lentos glaciares a lo largo de toda la historia del planeta.
—¿Los barcos de guerra son plenamente conscientes de la naturaleza extrema de su misión?
El general Talos miró furioso al hombrecillo anciano y menudo que tenía delante. El anciano, lord Pythos, había sido en un tiempo miembro del Consejo del Empirium, pero había renunciado más de treinta años antes para concluir su trabajo sobre la tecnología de la onda. Una pasión maníaca había consumido al longevo científico de la tierra durante la última parte de sus ochenta y cinco años de vida.
—El almirante sabe cuál es su obligación, no es necesario recordársela. Su destrucción está garantizada, así que puede recibir su señal, Pythos.
—Excelente —dijo el científico mientras miraba con expresión sagaz al general—. No crea que me dejo engañar por su presencia aquí. Sé muy bien que el traidor de Andrólicus le ha enviado a despacharme si el plan fracasa. Solo me sorprende que no haya decidido hacer el trabajo sucio él mismo.
—Para ese gran hombre usted no tiene ninguna importancia; cuanto menor es la tarea, menor también es el mensajero. Es usted demasiado poco para que esté él aquí. Y si vuelve a referirse a él llamándolo traidor, será la última palabra que pronuncie esa miserable boca.
El viejo continuó sin inmutarse.
—Una pena; habría visto el milagro que tanto ansía nuestro pueblo. Un milagro que destruirá a nuestros enemigos, hará temblar sus tierras natales, y convertirá sus chozas de barro y palos en polvo.
Talos miró con el ceño fruncido al viejo loco y después levantó la espada con gesto airado para que la cadena de banderas se preparase para dar la señal. Quinientos de sus soldados más gravemente heridos habían sido apartados de la defensa del segundo círculo de la Atlántida contra los invasores que los tanteaban. Su obligación sería transmitir la señal a los dos últimos barcos de guerra de la Gran Flota.
Pythos se acercó a una gran caja de bronce y hierro. Apartó sin miramientos de su camino a un esclavo nubio y les hizo un ademán a dos guardias para que lo levantaran. Después, empezó a sentirse nervioso cuando los hombres se pusieron manos a la obra para cumplir sus órdenes, y estuvo a punto de chillar cuando a uno de los soldados casi se le resbala un extremo. Una vez sujeta la caja con firmeza, Pythos se acercó y levantó la tapa de madera. Su mirada se quedó clavada en el objeto del interior. Estiró el brazo con gesto reverente y sacó la llave tonal. Tragó saliva al hacerlo. Acercó aquel diamante grande, de una redondez perfecta, al fuego de una antorcha y se echó a reír cuando lo sintió calentarse al absorber la luz de las llamas.
Talos pudo ver unos grabados profundos en su superficie. Unas líneas extrañas, como impresiones o boquetes, y que no eran defectos naturales, dibujaban una espiral alrededor de todo el diamante redondo. El general no entendía cómo producía el diamante los sonidos que no se oían y que activaban las grandes campanas del lecho marino, ya que su tecnología era inalcanzable para la mente de un soldado.
Pythos se giró y se acercó a un gran cilindro. Le ordenó a uno de los guardias que levantara una tapa de lo que parecía un barril de bronce echado de lado. Una vez abierto, Pythos colocó dentro el diamante azulado con el mismo cuidado que pondría una madre al acostar a su recién nacido. Después levantó los brazos y bajó un gran pincho coronado por un diamante azul mucho más pequeño, de solo diez centímetros de diámetro. Ese extraño pincho tenía un grueso alambre de cobre que descendía desde la parte superior. El otro extremo desaparecía en el interior del gran mecanismo con aspecto de barril. El viejo colocó el pincho dentro de uno de los profundos surcos de la joya, escogido en concreto para el estrato del lecho marino que se había fijado como objetivo, y después cerró con suavidad la tapa.
Talos se fijó en el alambre de cobre y en la gran rueda. Los dientes de esa rueda desaparecían en los dientes de otra más grande y esta, a su vez, en el interior de una pieza aún mayor. Parecía haber treinta de esas ruedas alineadas unas junto a otras, una reducción que iba engranando un mecanismo cuyo funcionamiento el general jamás sería capaz de desentrañar.
—¡Arrancad la rueda de palas! —gritó el anciano.
Mil seiscientos esclavos desnudos, todos ellos bárbaros (griegos, egipcios y nubios capturados), comenzaron a tirar de las maromas. A medida que se esforzaban como una sola masa humana, la gigantesca compuerta del suelo comenzó a deslizarse sobre sus raíles de hierro. El vapor y el calor salieron disparados como animales enjaulados y asaltaron a los presentes en la gran cueva. Los esclavos más próximos a la compuerta se quemaron al instante. La carne se les prendió mientras chillaban y corrían; los arqueros que bordeaban las gradas superiores de la cueva tuvieron la misericordia de derribarlos casi de inmediato.
La compuerta continuó abriéndose lentamente, los látigos restallaban y los hombres gritaban. Los músculos se abultaban y los pies excavaban con dureza las ranuras del suelo de piedra. Saltaron más llamas del pozo de lava cuando el río de magma pasó junto a la abertura a más de sesenta kilómetros por hora. Con todo, la compuerta que se abría al respiradero volcánico debía ganar en anchura, y los látigos de los tiranos cantaron su agónica canción.
—¡Sí, sí! —gimió el viejo por lo bajo—. ¡Ya es lo bastante ancha!
Los esclavos, muchos quemados casi hasta el hueso, se desplomaron en el suelo, las mujeres corrieron a atenderlos.
Pythos observó sonriente cómo su plan cobraba forma. Hizo una señal para que diera comienzo la siguiente fase. Cinco mil esclavos, estos más grandes y mucho más fuertes que los de la compuerta, se pusieron en pie a la vez. Las mujeres arrojaron agua sobre las espaldas repletas de cicatrices para prepararlos para el gran calor que los aplastaría como la propia onda que no tardarían en producir. Muy por encima de ellos, la enorme rueda de palas pendía inmóvil en su soporte. Las palabras y los jeroglíficos que encomiaban la ayuda de los dioses se habían grabado de manera profunda en el metal manufacturado y compuesto por el nuevo acero endurecido. El millón de pinchos de cobre colocados en fardos de un millar se erizaban alrededor de la gran máquina. Sobre la rueda había una placa de cobre de tres metros de grosor sujeta por un cable de acero hilado que soportaba su inmenso peso.
—Bajad la rueda relámpago hasta el indicador medio.
Los esclavos se movieron al unísono, no por la orden pronunciada sino por efecto del restallido y el grito del látigo. Comenzaron a tirar de las cuerdas de ciento ochenta metros de largo conectadas a la rueda. Les resbalaban los pies e intentaban encontrar un punto de agarre en el suelo de piedra, pero la rueda se negó a moverse al principio. Las ancianas lanzaban arena bajo los pies de los esclavos para que esta absorbiese el agua del vapor y el sudor que chorreaba de los miles. Cuando al fin consiguieron afianzarse con la ayuda de la piedra estriada que tenían bajo los pies y se esforzaron contra las cuerdas, la cueva resonó con el rumor sordo y el crujido de la rueda gigante que empezó a girar. Con un rugido estruendoso, se liberó de su soporte de hierro muy por encima de la esforzada masa de hombres.
Resonó la orden de una señal y los cinco mil esclavos dejaron caer las cuerdas y corrieron al otro extremo de la compuerta de lava abierta. Parte del exceso del magma, a cuatro mil grados de temperatura, capturó a varios cientos de los sudorosos y quemados esclavos cuando pasaron corriendo. Convirtió su carne y hueso en ceniza con tal rapidez que ni uno solo de sus gritos escapó de sus labios.
Los látigos de los tiranos chasquearon y una vez más se arrojó arena de manos de las esclavas para que el suelo tuviera agarre cuando los esclavos varones alcanzaron el lado contrario de la corriente de fuego y piedra fundida. Recogieron las cuerdas idénticas con una prisa desesperada, puesto que muy por encima de sus cabezas la gran rueda había empezado a descender por su raíl alargado hacia la compuerta abierta.
—Detened la rueda antes de que su impulso la lleve demasiado lejos. ¡Deprisa o todo se perderá! —chilló el viejo, que le quitó un látigo a uno de los guardias, al que apartó de un empujón. Tenía los ojos en llamas cuando azotó a los esclavos más cercanos sin piedad.
Los cinco mil esclavos trabajaban como uno solo, tiraban contra la inercia creciente de la rueda que se deslizaba a medida que la gravedad luchaba por empujarla por su raíl. El impulso de la rueda arrastró las filas delanteras, setenta y cinco esclavos en total, hacia la compuerta abierta de magma. La gigantesca rueda de palas al fin empezó a perder velocidad al alcanzar el punto medio. Golpeó una muesca de seis metros de anchura inclinada hacia abajo y finalmente se detuvo de golpe con un chirrido ensordecedor. Los esclavos cayeron al suelo a la vez y un vítor estridente se alzó entre los guardias embutidos en armaduras que bordeaban los muros.
Talos observó que los esclavos que seguían vivos y se hallaban más cerca del anciano estaban ensangrentados y quemados. Muchos yacían muertos a los pies de Pythos. El viejo científico se volvió con lentitud y miró al general.
—Ahora esperamos la señal del mar.
Dos inmensos barcos de guerra aguardaban anclados a cuatro kilómetros de la costa septentrional de Atlántida. El almirante Plius, primo y asesor naval de confianza de Talos, se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos del sol abrasador y examinó el mar verde que tenía delante. Estaba empezando a pensar que sus compatriotas habían recibido un respiro de los bárbaros y la esperada invasión y que el grueso de la alianza griega no iba a presentarse. Un pensamiento fugaz y una esperanza que murieron en su mente cuando el primer destello de metal contra los rayos del sol centelleó a lo lejos, justo encima del horizonte del mar. El almirante se quitó el yelmo, el largo penacho azul de pelo de caballo teñido se arremolinó a sus pies cuando bajó de la proa del barco.
—Los espartanos, tracianos y macedonios han sido avistados —dijo, y se apoyó en el hombro de su capitán.
Cuando el resto de la gallarda tripulación miró por las regalas, vieron diez mil destellos de luz brillante, tantos como las estrellas en el cielo nocturno que comenzaban a destellar sobre la superficie del mar. Pronto tendrían encima a la temida flota de combate de la alianza.
Mientras el almirante observaba, el barco de vanguardia empezó a cobrar forma de manera vacilante, casi como en una ensoñación, al frente de mil barcos aliados griegos de todos los estilos y tamaños.
—¡El barco de cabeza tiene el casco negro! —exclamó el vigía desde arriba—, ¡negro como la muerte, y velas escarlatas!
El almirante conocía la leyenda del hombre de aquel primer barco que tenía el casco negro y las velas escarlatas.
—Mi señor, ¿deberíamos enviar una señal a tierra firme? —preguntó el capitán de su barco—. ¡Pronto tendremos encima al rey tracio Jasón y toda su flota!
—Suelten la señal —ordenó sin entusiasmo alguno.
—¡Suelten la señal! —exclamó el capitán.
En la popa del inmenso barco de guerra había una catapulta, le habían quitado los soportes traseros y se había reforzado la parte delantera para darle el ángulo apropiado a la trayectoria. Una espada cortó la cuerda que la sujetaba y envió un proyectil de señales ardiendo por el aire, adentrándose en el cielo azul y sin nubes. El almirante lo contempló y rezó para que lo vieran a través del humo que cubría su tierra en llamas, su suelo natal, que ni él ni sus hombres volverían a pisar jamás.
Se bajaron a toda prisa unas banderas verdes después de ver la señal procedente del mar. Recorrieron el túnel de siete kilómetros y medio de longitud como una gran ola verde que rugiera contra la piedra. En total, a la señal le llevó solo un minuto alcanzar el objetivo desde que abandonara la catapulta.
Los esclavos de nuevo se esforzaron y tiraron. Los látigos restallaron y los cautivos de las regiones del norte y del sur esbozaron muecas de dolor cuando el cuero golpeó las espaldas ya ensangrentadas. Poco a poco, la gigantesca rueda de palas comenzó a alzarse con suavidad para salir de la muesca que la sujetaba.
Se fueron añadiendo más esclavos y la rueda comenzó a bajar los últimos cien metros del raíl de hierro. La gran máquina cobró velocidad y los esclavos empezaron a aterrarse cuando la rueda fue adquiriendo impulso. Los látigos chasquearon, pero esa vez los esclavos se encogieron, no por el dolor de los azotes sino por el miedo a la gran rueda de palas que bajaba rodando por el raíl hacia el flujo de lava. Al final, los capataces perdieron el control, los hombres dejaron caer las cuerdas y las flechas no dudaron en derribarlos por su cobardía.
Pythos los observaba atentamente porque sabía que ya no habría forma de detener el gigantesco aparato que soportaba todo el peso de su inmenso volumen mientras descendía dando vueltas por el raíl que lo guiaba. Un millón y medio de toneladas ponían a prueba el riel de hierro de treinta metros de grosor que iba combándose y retorciéndose. La gran rueda terminó chocando contra el fondo y de nuevo se encajó en el bucle de hierro que la sujetaría.
Miles de toneladas de roca fundida salieron disparadas por el aire cuando el colosal peso de la rueda golpeó el respiradero abierto e incineró a esclavos y capataces cuando la lava los salpicó.
—Idiota, nos va a matar a todos —dijo Talos al tiempo que cogía a Pythos por el brazo.
El viejo miró al general y se echó a reír.
—¡Sí, quizá, quizá, pero mire, mire, mi gran amigo! —chilló, y señaló hacia arriba.
Talos apartó al viejo científico de un empujón, pero se quedó paralizado cuando vio que la gran rueda de palas empezaba a girar con la fuerza del río de lava. Al principio con una lentitud desesperante, pero no tardó en empezar a ganar impulso. A medida que la rueda giraba, los largos pinchos de acero dispuestos por el lado externo de las palas iban chorreando goterones de roca fundida que iba saliendo de la lava.
—¡Soltad el agua, ahora!
Sobre la rueda gigante se abrió otra compuerta y brotó el agua de mar, que golpeó los cepillos de acero y los refrescó para evitar que se fundieran. El vapor salió disparado por el aire y muy pronto el calor se hizo casi insoportable. El ambiente en la gran cueva había alcanzado los cincuenta grados. La rueda de palas se movía cada vez más rápido. Los pinchos empezaron a entrar en contacto con la gruesa placa superior de cobre y generaron un campo eléctrico.
No había río ni flujo de agua en el mundo que pudiera igualar el poder del respiradero de lava. Ante los ojos del gran titán se abrió otra compuerta y el agua dulce de la ciudad cayó en una cascada sobre las palas; el torrente quedó atrapado cuando se cerró una compuerta que lo selló. El vapor candente se disparó por un tubo que iba conectado al centro de la rueda y después conducía al diamante que giraba desbocado dentro de su caja. Una vez que el vapor se liberase de la pala, la compuerta se abriría de golpe y el proceso comenzaría de nuevo cuando se hundiese en el rapidísimo flujo de lava.
Los surcos tonales transferirían su resultado con un silbido por la gran aguja conductora hasta salir al alambre de bronce, donde no solo se transmitía el tono sino también el rayo eléctrico que se necesitaba para impulsar las grandes campanas de lecho marino.
—¡Banderas rojas, golpead! —ordenó Pythos.
Talos bajó súbitamente la mano de la espada y la larga fila de hombres encargados de las señales dejó caer los grandes pendones rojos hasta que golpearon el suelo de la cueva.
En el mar, el almirante vio tres grandes lanzamientos de catapultas cuyos proyectiles salieron como rayos de la península interior de la ciudad de Lygos. Asintió a toda prisa el barbudo rostro, dando así la señal para conectar el cable. Cuando se giró, vio que los barcos de cabeza de Jasón no estaban más que a trescientos metros de su único navío; el segundo barco de su fila se puso a conectar el grueso cable de cobre.
Proyectiles en llamas disparados desde las catapultas de los barcos bárbaros comenzaron a golpear las aguas alrededor del navío del almirante; a un kilómetro y medio detrás de él, el segundo barco de guerra de la Atlántida luchaba con el cable gigante de cobre flexible recubierto de grasa.
A bordo del segundo barco, el gran cable lo habían ido sacando de tambores de madera que habían llevado hasta la orilla y que habían protegido los soldados que quedaban del ejército de Talos. Morían a miles en la orilla para que ese navío pudiera tener tiempo de conectar el grueso alambre a los extraños puntales que sobresalían de la superficie del mar de Poseidón. La conexión flotante la sujetaba una boya a través de la cual bajaba otro alambre de cobre más grueso todavía, hasta hundirse en el fondo del mar, donde los grandes inductores de sonido se habían ubicado en el fondo. Se encontraban justo sobre la falla oculta que los antiguos habían trazado gracias a sus habilidades adivinatorias cientos de años antes.
Los marineros luchaban con el gigantesco bucle del extremo del cable cuando el primero de los proyectiles griegos catapultados alcanzó el barco del almirante. Algunos fueron conscientes de que el gran barco de guerra había empezado a arder, otros luchaban como locos con el peso del cable. Y mientras bregaban, empezaron a sentir las vibraciones que indicaban que el poder de la descomunal máquina estaba aumentando, que solo quedaban segundos para que la onda que comenzaba en el subsuelo enviara la fuerza asesina por el cable.
—¡Deprisa, rodead la boya con el cable! —exclamó el capitán.
Y por fin, bajo su atenta mirada, la gigantesca bola de cobre de la punta del poste flotante aceptó el cable y justo cuando cien hombres empezaron a soltar el cable, la carga eléctrica lo recorrió entero y mató al instante a sesenta de sus marineros, que empezaron a temblar y saltar. El hedor a pelo y carne quemada hizo retroceder a los otros de miedo y asco.
Cuando la gran rueda de palas empezó a moverse cada vez más rápido muy por debajo de la ciudad principal, los gigantescos cepillos de tres metros de grosor arañaron la placa de cobre a una velocidad creciente cuando la corriente de magma alcanzó su cúspide. El alambre que iba desde la ciudad hasta el mar y que subía a la cubierta del segundo barco por fin refulgió con un color rojo y se ablandó cuando la barandilla de madera, y después la propia cubierta, estallaron en llamas. El fuego duró solo unos segundos antes de que el barco en sí sufriera una convulsión y desapareciera con una gran explosión.
En el fondo del mar, dispuestas a lo largo de la falla trazada sobre la propia corteza terrestre, había doscientas campanas de cobre gigantes que tenían diapasones inductores de sonido instalados dentro. La corriente eléctrica que atravesaba el misterioso diamante azul y el grueso pincho que giraba alrededor de la superficie estriada produjo un sonido agudo que el oído de los humanos no podía percibir, pero que sí se podía sentir a través de los dientes y los huesos. El diamante creó la onda invisible que atravesó el cable de cobre hasta las campanas sumergidas, donde sus diminutas vibraciones penetraron en los diapasones del interior de los ingenios. Allí, el sonido, la vibración, la onda creció y se fue expandiendo y adentrándose en el lecho marino que cubría la gran falla. Cuando la onda de sonido de los grandes inductores chocó contra el lecho marino, una parte escapó (una fracción minúscula del estrépito) y murieron todos los peces de esa zona en cuatrocientos cincuenta kilómetros a la redonda. Lo que se había convertido en una potente onda de sonido se encaminó a la falla y después a las propias placas tectónicas que encajaban unas en otras con más de un trillón de toneladas métricas de fuerza que sujetaban las grandes mitades.
La onda de sonido golpeó y los bordes empezaron a deshacerse por una extensión de doscientos kilómetros de placa, una fuerza que se dejaría sentir en la superficie del mar como una onda sin dirección. Los barcos de la flota de Jasón empezaron a agitarse como juguetes infantiles cuando el sonido y las olas aumentaron en tamaño y violencia. Al fin, las dos grandes mitades fueron incapaces de soportar el ataque y comenzaron a deshacerse por completo. Además, el efecto cascada hizo agrietarse la propia superficie del fondo de aquel gran mar. Los dos bordes de la placa se deshicieron y se derrumbaron, y tres kilómetros de las tierras que los contenían se desmoronaron, momento en el que las dos placas, al no tener nada que las contuviese, se agrietaron de golpe y chocaron la una contra la otra a más de cien kilómetros por hora, lo que creó un efecto dominó que se transmitió al lecho marino que sostenían las placas.
El primer efecto devastador después de que las dos mitades colisionaran creó un gran abismo en el lecho marino, no el efecto que el científico de la Atlántida había anticipado. La fuerza, en lugar de verse impulsada hacia arriba y hacia fuera, bajó. El loco había estado buscando un maremoto de proporciones inmensas que se tragase la flota invasora de barcos de guerra griegos, una ola que con el tiempo bañaría la costa norte de la tierra natal de los bárbaros. Con la Atlántida ubicada en terreno alto y protegida por tierra firme al norte y al sur, ellos estarían a salvo de la embestida marina. Pero, en su lugar, el lecho marino se alzó y el lago de lava volcánica que lo sujetaba cayó como una cascada en el vacío de un abismo cada vez mayor, y se llevó con él el fondo arenoso del Mediterráneo, y a eso no tardó en seguirlo el propio mar.
Los vigías encaramados a las estructuras más altas de la cúpula de cristal de la ciudad principal de Lygos observaron una colosal erupción de agua que remontaba hacia el cielo septentrional. Al principio se alzó doscientos cincuenta metros por el aire, y de camino se llevó la Armada de Jasón hacia las nubes. Los vigías lanzaron vítores desde todas las murallas defensivas de la tierra cuando contemplaron la destrucción total y absoluta de los bárbaros. Luego, el mar comenzó a precipitarse al suelo y al hacerlo ahogó y aplastó a veinte mil griegos, y los vigías observaron asombrados las aguas que empezaban a girar en un remolino de proporciones ingentes. El fenómeno se extendió a medida que el lecho marino se abría bajo él y se llevó los restos de los barcos aplastados y los hombres, a los que arrastró a un loco torbellino de muerte.
Los vítores se detuvieron cuando las murallas y los parapetos temblaron imparables bajo sus sandalias. Un terremoto como jamás habían sentido cobró más y más intensidad y hasta el aire mismo se convirtió en una ola combada de desplazamiento.
La gran onda invisible de sonido había cesado; su efecto aplastante había cumplido su objetivo y las grandes campanas de sonido se despeñaron en cascada al vacío que antes ocupaba el lecho marino. Sin embargo, la arena y la roca continuaron deslizándose por la inmensa cueva artificial hasta que golpeó la lava que fluía bajo las dos grandes placas, a tres kilómetros bajo la superficie del mar.
Talos supo que algo había salido mal cuando la expresión de la cara de Pythos pasó del éxtasis al terror puro al sentir el suelo temblar bajo ellos. En la gigantesca sala, kilómetro y medio bajo la Atlántida, el general oyó un gran crujido, como si se hubiera partido la espalda de la Tierra. Era el sonido de las placas al chocar y enviar su fuerza asesina de regreso a la fuente.
La expresión del rostro del viejo era aterradora cuando se volvió y corrió hacia el barril de cobre. Tiró a toda prisa la tapa y metió la mano justo cuando comenzó a notarse un inmenso temblor en la cueva subterránea. Arrancó el cable de cobre y el pincho, las llamas le estallaron en las manos y le fundieron la carne. Emitió un chillido agónico y después sacó el diamante, que refulgía de calor. En sus ojos había una mirada maníaca cuando se volvió hacia Talos.
—¡Tenemos que llegar a la superficie! —chilló el anciano; el diamante ardiente cayó al suelo de piedra. El viejo se quedó mirando a su alrededor, conmocionado ante el fracaso de lo que había sido el sueño de su vida, y después, poco a poco, avanzó a trompicones hacia el túnel que llevaba al refugio situado muy por debajo de la cueva.
Talos estiró una mano con calma y cogió al viejo por el brazo cuando este intentó pasar corriendo junto al último de los grandes titanes.
—¡Se quedará aquí a presenciar el resultado final de su brujería, viejo!
Mientras hablaba, el suelo se abrió bajo ellos y vomitó lava que cubrió a los esclavos que corrían y a los guardias que se encogían de miedo. Después, una ola de agua marina se tragó hasta la erupción cuando varias porciones de la gigantesca cueva desaparecieron en el vacío que se había abierto bajo ellas. Lo último en caer fue la gran rueda de palas.
Kilómetro y medio más arriba, Andrólicus observó que las grandes columnas comenzaban a derrumbarse dentro de la Cámara del Empirium, pero los inmensos cristales que componían la cúpula geodésica conseguían contener las fuerzas de la naturaleza dispuestas contra ella.
El anciano observó el fin del mundo que principiaba a su alrededor y se apresuró a coger el cuchillo que se había guardado para cuando llegara la conclusión inevitable de su civilización. Levantó bien la afilada hoja, pero justo cuando empezaba a desgarrarse el pecho sobre el corazón palpitante, la ciudad comenzó a deslizarse y levantarse. Sus últimos pensamientos, cuando el techo de mármol lo aplastó y se llevó su vida, fueron: El tesoro es nuestra salvación, y seguiremos vivos.
Cuando los aterrados ciudadanos se precipitaron a huir corriendo de las murallas que se deshacían, no eran conscientes del cataclismo que estaba absorbiendo literalmente la gran isla y desintegrándola bajo sus pies. Al principio fueron solo los bordes exteriores los que desaparecieron en un estallido de lava y agua de mar; después fue desvaneciéndose cada vez más, como lo harían los árboles bajo un viento fuerte; primero una oleada de tierra se alzó nueve metros y se precipitó hacia la ciudad principal, después el propio suelo se rompió y cayó.
En ese instante, sin nada que pudiera soportar el peso de la isla, la tierra se limitó a doblarse como un libro que se cerrase y los tres grandes anillos de la Atlántida, de mil kilómetros de diámetro, se estrellaron, enterraron la cúpula de cristal intacta en su centro, y la isla principal se deslizó bajo las aguas. La Atlántida se desvaneció entre fuego y agua. Y cuando la tierra se acomodó y se impuso un silencio aterrador, las dos placas tectónicas que había bajo la isla comenzaron a asentarse en sus nuevos hogares, a quince kilómetros de su posición original.
Diez mil años de civilización desaparecieron en menos de tres minutos, el lecho marino se los tragó enteros. El terremoto (el mayor en toda la historia del planeta) tuvo otros efectos cuando los grandes temblores recorrieron las fallas que se habían trazado tan meticulosa y erróneamente a lo largo de cientos de años. Las chozas de barro y ramas de Egipto y Grecia se volatilizaron cuando la tierra saltó y luego volvió a asentarse. El mar se vació alrededor de las islas de Esparta, lo que creó un gran terreno baldío que cinco mil años después se convertiría en la llanura de Esparta. El mar se precipitó por las costas de África y se vació en el buche abierto de la tierra herida. Las aguas se retiraron cuando la costa del norte del Egipto moderno vio la luz del día por primera vez, y después el terremoto se tragó enteros a los esclavos bárbaros que tan cerca habían estado de la libertad. Una población de casi un millón de almas se redujo a veinte mil.
La oleada de energía continuó por las grandes montañas del norte, que quedaron pulverizadas, aplastaron a los bárbaros bajo toneladas de roca e hicieron retroceder sus civilizaciones cuatro mil años. Todo lo largo y ancho de lo que sería Italia hizo su primera aparición cuando sus bordes delanteros cayeron al vacío; no tardarían en quedar cubiertos por las aguas que retrocedían, hasta que se alzó una vez más del mar inquieto un mes más tarde.
La falla siguió deshaciéndose todo el camino hasta las Columnas de Heracles. La oleada de tierra, de hecho, hizo que la pequeña cordillera de las columnas saltara y después volviera a derrumbarse a toda prisa, lo que creó una diferencia de altura de unos cuarenta metros entre sus rasgos y separó la futura tierra de España de su vecina africana. El gran océano occidental comenzó a adentrarse en la llanura Atlante-Africanus y arrasó con todos los rasgos distintivos de diez millones de años. El gran mar llenó el vacío dejado por la tecnología de la Atlántida, se precipitó con la fuerza de un maremoto que mandó agua y tierra a un kilómetro por el aire y creó, con la lluvia y el humo, una nueva era glaciar.
Las aguas desahogaron su rabia asesina contra las tierras de las barbáricas Troya y Mesopotamia, lo que creó un gran mar nuevo donde antes solo había un lago de agua dulce, que se convertiría en el gran mar Negro. Con todo, las aguas siguieron rugiendo y crearon su propio sistema climático que, en su marcha hacia el este, provocó las lluvias y la gran inundación que con el tiempo daría lugar a las leyendas de Gilgamés y Noé.
Al mar le llevó cuarenta días retroceder hasta la cuenca donde en otro tiempo se había situado el continente de la Atlántida. La oleada de agua marina aplastó las vidas de casi todo ser al norte y al sur del Mediterráneo. En el sur, la inundación todavía siguió la línea irregular del río Nilo hasta adentrarse en Etiopía, donde los restos de lo que había sido una gran civilización quedaron enterrados durante miles de años en un desierto inhóspito.
La Tierra tronaría y se movería durante cinco años más a medida que el mundo de Occidente y Oriente Medio se iba asentando en la inmensa zona que en el mundo moderno llegaría a conocerse como cuenca mediterránea.
La era de las Luces había terminado y la batalla del hombre acababa de comenzar. El último acto de la tripulación de un barco superviviente y de unos ciudadanos de la Atlántida, los últimos de los grandes dioses griegos, como se les había considerado en un tiempo, fue enterrar, en nombre de un progresista Andrólicus, los grandes secretos de la ciencia y la tecnología, la historia de un mundo desaparecido y una desesperada advertencia sobre la coherencia y la arrogancia. Pero, ante todo, el gran tesoro de la Atlántida estaba a salvo, y los medios para acabar con el mundo estaban enterrados a miles de kilómetros de donde los antiguos los habían inventado, donde Andrólicus esperaba que el gran mapa jamás se pudiera volver a emparejar con el arma.
Sin embargo, la arrogancia y el deseo de algunos hombres de dominar a sus hermanos surgirían una y otra vez, con tanta seguridad como que el sol se había alzado ese último día sobre los antiguos.
Grecia
46 a. e. c.
El antiguo templo yacía en ruinas. Construido por los griegos que habían perecido luchando contra la Atlántida más de trece mil años antes, había visto los marciales rostros de Aquiles, Agamenón y Odiseo y había oído las voces eruditas y las enseñanzas de Sócrates, Aristóteles y Platón, que jamás habían sabido de la civilización griega anterior a la suya. En ese día, el suelo de mármol pisoteado y gastado por el tiempo lo cruzaban los pies embutidos en cuero de Cayo Julio César y Cneo Pompeyo Magno.
Pompeyo envolvió a su amigo en un poderoso abrazo. Las águilas repujadas de oro del peto se unieron con un sonido suave, casi tan reconfortante para los curtidos soldados como una vez lo fue la voz tranquilizadora de sus madres en sus oídos cuando fueron niños.
—Y bien, viejo amigo, ¿por qué has pedido verme en este lugar donde nuestros antiguos ancestros tanto tramaron y tanto soñaron? Pensé que habrías estado más cómodo si nos hubiéramos reunido en una de las villas de la familia de tu esposa, y quizá estuviera un poquito más cerca de casa.
Julio César rompió el abrazo y le sonrió a su amigo, después se dio la vuelta y se quitó el manto de color escarlata. Se acercó a una columna caída, se sentó sin prisas y colocó el manto a su lado. Tenía el pelo revuelto y Pompeyo se dio cuenta de que estaba perplejo por algún asunto.
—Tengo noticias, hermano. Noticias que te asombrarán incluso a ti, el práctico Pompeyo, el sensato Pompeyo, el sabio y maravilloso…
—Está bien, viejo amigo, has captado mi atención. No hace falta untar el pan con más aceite de oliva —dijo Pompeyo mientras se quitaba el yelmo y se sentaba junto a César.
Cayo miró al maduro soldado y sonrió. Era una mirada honesta que Pompeyo había visto muchas veces en el niño y en el hombre. Presagiaba una idea, de las que su amigo siempre tenía en abundancia.
—Las viejas historias que nos contaban sobre los antiguos, nuestros ancestros… ¿recuerdas haberlas escuchado de niños? —Miró a Pompeyo y esbozó una gran sonrisa—. Y no es que tú hayas sido niño jamás.
—Cierto, cierto. Recuerdo haber escuchado las historias contigo sentado en las rodillas, pero, por favor, continúa —dijo mientras contemplaba la luna que salía.
—Siendo niños, una historia concreta de los antiguos nos intrigaba más que el resto. ¿Sabes de qué historia hablo?
—Por supuesto; solíamos soñar con el gran poder. ¿Hablas de la onda? —Dejó de mirar la luna y posó los ojos en su amigo.
César asintió y después le dio una palmada a su compañero en la pierna.
—No tienes la mente tan confusa como quisieran los rumores. Sí, la onda. —Su mirada pasó de Pompeyo al suelo gastado de mármol—. ¿Qué dirías si te contara que he estado buscando el escondite prohibido de la biblioteca de nuestros ancestros?
Pompeyo se levantó con tal brusquedad que el casco se le escurrió de la mano y golpeó el suelo duro del templo. El ruido fue tan estridente en ese venerado lugar que sus respectivos grupos de guardias personales se volvieron hacia ellos. Pompeyo miró a su vez a los soldados hasta que estos apartaron los ojos. Después volvió a clavar la mirada paternal en Cayo hasta que este alzó la cabeza.
—Sabes que buscar los pergaminos está prohibido. ¿Te has vuelto loco? Si lo averigua el resto de nuestros hermanos y hermanas, harán que te destierren o te rehuirán. Hermano, dime que bromeas.
César se levantó poco a poco, cogió a Pompeyo por los hombros y lo sujetó.
—Para ti y los otros es fácil, vuestras familias son como la piedra, mientras que la mía era débil y siempre careció de los fondos para hacer de la familia Julia una dinastía tan poderosa como las vuestras.
Pompeyo se desprendió del abrazo y se dio la vuelta.
—Porque en la familia Julia —se giró para mirar a su amigo con una expresión triste— siempre habéis sido unos soñadores, Cayo, viejo amigo. Vosotros y vuestros padres siempre habéis buscado el camino fácil al poder. El resto de los hijos de la Atlántida han estado allí para apoyaros, pero no podemos seguir proporcionándoles dinero a vuestros sueños. Compartimos el consulado, ¿no es suficiente?
—El simple dinero ya no es el problema.
—Sí, sabemos que te has casado en una familia rica y tengo entendido que te está yendo de maravilla en Galia y Britania, y solo eso ya debería bastarte; pero no a ti, Cayo, la riqueza no es lo que ansías. No pongas esa cara de espanto. Puede que engañes a los demás hermanos y hermanas, pero soy yo, viejo amigo, yo sé qué persigues y esa búsqueda te destruirá.
—Dispongo de muchos soldados buscando los pergaminos de nuestro pueblo y ahora tengo la certeza de saber dónde fueron escondidos. —César dio varios pasos y después se volvió—. Somos aliados no solo por matrimonio y por vínculos de sangre, sino también por el poder. Con las historias que se contaron sobre el poder de la onda, podríamos gobernar toda la Tierra, unir a toda la humanidad para…
—La primera familia del hombre no lo tolerará, Cayo —afirmó Pompeyo con dureza—. ¿Recuerdas al último renegado de los antiguos, nuestro hermano y mi co-cónsul Licinio Craso? Él también soñó con el poder del mítico relato. Las familias de los antiguos le hicieron pagar caro que adulterara nuestra nueva fe impidiéndole volver jamás a las antiguas costumbres, y ahora tú, hermano Cayo, ahora tú. Amigo mío, te estás metiendo a ciegas en unas aguas negras en las que los otros y yo no podemos permitirte nadar.
César se enfrentó a su amigo, el hombre que se había casado con su hija, Julia, y frunció el ceño.
—¿No me apoyarás, hermano?
La luz del conocimiento llenó de repente los ojos de Pompeyo.
—¡Hispania! Había oído que habías enviado allí a ese pequeño monstruo de Antonio en una especie de misión misteriosa. Fue él quien encontró el rastro de nuestros ancestros, ¿no es así?
—El tiempo que pasé en ese horrible lugar tuvo sus ventajas. Hispania es el escondite y allí encontraremos los pergaminos.
Pompeyo sacudió la cabeza, avergonzado.
—Si continúas con esta locura, no tendré elección; me forzarás a informar al resto de la sociedad de tus acciones para descubrir las viejas costumbres. Eso terminará contigo, Cayo; terminará con nosotros.
César miró a su amigo y después bajó la mano, levantó el manto de la columna caída y se lo puso con un movimiento tan brusco que a punto estuvo de alcanzar a Pompeyo antes de abrochárselo alrededor de los hombros.
—Debo regresar a la Galia, hay un levantamiento.
—Cayo, por favor, no hagas lo que planeas. La primera familia del hombre enviará tropas a Hispania para frustrar cualquier intento que puedas emprender para recuperar los antiguos pergaminos. ¡Se te desterrará de la hermandad de los antiguos!
—Tengo unos cuantos de nuestros hermanos y hermanas de mi lado; no temen alzarse otra vez por muchos que seáis. Te lo pido una vez más, Pompeyo, únete a nosotros en la búsqueda —se puso el casco dorado y después apoyó la mano derecha en la espada, sin ocultar la amenaza que transmitía el movimiento—, o habrá guerra entre nosotros, y eso destruirá a la familia de los antiguos para siempre. ¿Es eso lo que quieres?
Los ojos de Pompeyo se posaron en la empuñadura de marfil de la espada de César y después fueron subiendo hasta alcanzar los ojos decididos del hombre.
—Veo mucho más de lo que crees, Cayo. Veo una ambición que no toleraría interferencia alguna de la familia, ni siquiera la mía. —Pompeyo recogió sin prisas su yelmo caído y se lo puso—. Frustraré tus propósitos, Cayo, aunque eso signifique la destrucción de nuestro legado ancestral. Aunque signifique dividirnos en dos facciones, una contra la otra. ¡Deja la llave y los pergaminos en su sitio, te lo ruego por última vez!
—Regresa a Roma, viejo, y a partir de ese momento, quítate de nuestro camino. Vine a este lugar sagrado para convencerte de nuestra auténtica vocación, que nuestra raza debe (debe, digo bien) ser la fuerza que domine este planeta. Pero, por desgracia, te has convertido en un viejo asustadizo que no merece llamarse antiguo.
Pompeyo observó a César darse la vuelta, su capa escarlata ocultó la luna naciente al revolotear con las prisas de su dueño. Los venerables hombros del co-cónsul romano se derrumbaron cuando vio irse a su amigo. El joven Cayo tenía razón cuando lo llamaba viejo; estaba cansado, pero sabía que tendría que recuperar el ímpetu, no solo recuperarlo él sino dárselo también a los otros hermanos y hermanas de los antiguos en un intento de impedir que Cayo encontrara los pergaminos.
Cayo Julio César se giró una última vez y vio a su amigo entre las ruinas. La cara no la podía ver, pero la postura decidida de Pompeyo bajo la luz de la luna le indicó a César que volverían a encontrarse en el campo de la discordia, y la antigua familia del hombre se dividiría para siempre.
Viena, Austria
Junio 1875
Karl von Heinemann maldijo a su colega y mejor amigo Peter Rothman. Llevaban días discutiendo y él ya estaba harto. Se paseó por el estudio de su gran casa y se volvió hacia el otro una vez más.
—Sí, los artefactos los encontraste tú. Pero estás teniendo muy poca visión al pensar que no es más que un hallazgo arqueológico. Es mucho más que eso, ¿no lo ves? Dame dos años, es todo lo que te pido, después puedes hacer público lo que has descubierto en España. Al fin y al cabo, fui yo el que te llevó a los papeles de César, sin los cuales tú jamás habrías estrechado la búsqueda lo suficiente como para dar con los tesoros.
El más joven estaba sentado en un sillón y había empezado a cargar su pipa. Él también se sentía frustrado tras días de discusiones. Heinemann no solo era su amigo y mentor, también era su benefactor financiero, sin cuyos generosos fondos esa discusión nunca habría tenido lugar.
—El yacimiento sigue abierto y no estamos seguros de si se han recuperado todos los artefactos. ¿Y si —se volvió en el sillón y miró al más maduro—, y digo esto sabiendo lo tenaces que pueden ser mis colegas de todo el mundo, se encuentra el sitio y uno de ellos anuncia la noticia del descubrimiento? Yo, y me atrevería a decir que tú, seremos los que perdamos en tal caso, ¿y todo por unos mapas, unas gráficas y un mecanismo? ¿Un mecanismo que, si se construyese, solo podría utilizarse como arma? Yo diría que la idea es una auténtica locura.
—Retrasar el anuncio y los resultados de tu excavación unos cuantos años no es tanto pedir. Después de todo, los veinte mil marcos que se te entregaron fueron los que financiaron este gran descubrimiento. ¡La ciencia pura y dura es la que debe prevalecer aquí, no los sueños caprichosos de una civilización muerta!
Peter se levantó con tal rapidez que la saquita de tabaco le resbaló del regazo y cayó en la alfombra persa.
—¡Cómo te atreves… cómo te atreves a sugerir siquiera que tu trabajo es la única ciencia real! Reunimos las piezas de la historia con lo que extrajimos de la tierra, y el descubrimiento que hemos hecho es una alteración total y absoluta de todo lo que hemos llegado a aprender del pasado, ¡y tú osas decir que la tuya es la única ciencia de verdad! El arte de la guerra, señor mío, no es ninguna ciencia; es un mal que hay que detener antes de que descubramos un método rápido y seguro de autodestrucción. Guardamos el secreto de la llave y la onda sin revelárselo al resto del mundo y los reunimos con la magia que es nuestra historia.
Los ojos del viejo profesor se abrieron mucho y en sus labios se dibujó una mueca de cólera.
Peter dejó caer los hombros. Lamentó las palabras en cuanto se le escaparon de los labios y empezó a temer haber causado un daño irreparable al hombre más importante de su vida. Si no fuera por el trabajo de Karl con la industria armamentística, él jamás habría tenido los fondos para encontrar el tesoro que habían hallado en España. Sabía que era un hipócrita por aceptar el mismo dinero que acababa de ridiculizar; después de todo, había sido Von Heinemann el que había estirado la mano hacia el otro bando de la familia de los antiguos en un intento de cerrar las viejas heridas dejadas por los Julia y por ellos mismos.
—Quizás tengas razón, aunque tus palabras son irrespetuosas.
Las palabras de Karl cogieron a Peter por sorpresa. ¿La discusión se había reducido a demostrarle a ese hombre brillante qué era lo que le estaba pidiendo? ¿Había visto la luz de ese fenomenal hallazgo por lo que era?
—Mis palabras fueron necias y dichas en un momento de cólera, viejo amigo. Te respeto a ti y respeto tu trabajo más que nadie en el mundo, y no lo digo porque eres quien financia mi investigación, sino porque eres en verdad un hombre honorable y un hermano que pocos de los antiguos, de ambos bandos, comprenden. Necesitamos que la discordia que hay entre nosotros se detenga, pero para conseguirlo, no es el conocimiento del arma lo que necesitamos, solo las palabras de nuestro pueblo que tanto tiempo llevan silenciadas.
—¿Cuándo tienes intención de anunciar tu descubrimiento al mundo?
Peter sonrió, pensaba que al fin se había ganado al anciano. No sintió más que alivio cuando volvió a sentarse y miró a su mentor.
—La pregunta correcta sería: ¿Cuándo haremos los dos el anuncio? Debes estar a mi lado. Fue tu beca y tu previsión las que vieron el potencial y fuiste tú el que hallaste el rastro de los intentos que hizo Julio César en Hispania para encontrar el tesoro y que me llevaron al hallazgo. Tus eruditos han descifrado nuestra antigua lengua, así que insisto en que estés allí para recibir los elogios. Eso solo puede contribuir a unir tu Coalición Julia y mi lado de la familia para que vivamos en armonía con el resto del mundo, como hicieron algunos de nuestros ancestros. La purificación de las razas, espero, es algo que continuará, pero a un ritmo más razonable.
Karl asintió y aceptó con elegancia la invitación para unirse al joven arqueólogo en la rueda de prensa sobre los resultados de la excavación en España.
—Si me permites preguntarlo, ¿la excavación en la península es segura? ¿Y el almacén al que se han trasladado los objetos?
—Sí, los hombres que enviaste a España tienen el lugar perfectamente vigilado veinticuatro horas al día. De hecho, ayudó de forma inmensa comprar la propiedad baldía bajo un falso nombre social, ¿y qué podría ser más seguro que uno de tus almacenes de municiones para guardar los artefactos y pergaminos? A mi parte de la familia, por supuesto, se le notificará nuestra operación conjunta y no cabe duda de que a ellos les complacerá ver que se ha sellado la brecha que había entre nosotros. Yo diría que insistirán con alegría en que el control del hallazgo sea conjunto.
A Von Heinemann, de hecho, le costó mantener la compostura. La ingenuidad de aquel joven necio y del resto de lo que en otro tiempo muy lejano había sido su familia de antiguos era algo que jamás podría comprender.
—Bueno, ahora que pienso en la seguridad antes de tu encuentro con la prensa la semana que viene, debemos tener una relación completa de todos aquellos del continente que tienen conocimiento del hallazgo.
—Eso es muy sencillo. Aquí tengo una lista de todos los que sabían algo de lo que estábamos tramando; es una lista corta, pero contiene nombres de personas muy influyentes. Puesto que algunos son de tu lado de la familia del hombre y muy pocos de la mía, sospecho que guardarán silencio hasta el anuncio; son todos buenos tipos, al menos en nuestro lado de la valla. —Peter sonrió con su pequeño chiste, después metió la mano en el bolsillo de su levita, sacó la lista y se la pasó al más maduro.
—Sí, esto será muy útil; y, por supuesto, como sabes, el lado Julia siempre ha sido capaz de guardar sus secretos —dijo mientras abría el cajón superior de su escritorio.
Peter asintió.
—Una vez más, espero no haberte ofendido demasiado con mi irreflexión y mis ásperas palabras. Eres un patriota que toda la familia, todos los arios, deben emular y yo…
Las palabras se le helaron en la boca cuando vio que Karl levantaba una pequeña pistola y le apuntaba con ella.
—No siento animosidad alguna contra ti por las cosas que has dicho; solo lamento que no entraras en razón, Peter. Tu lado de la familia siempre ha sido muy poco contundente cuando se trata de controlar la proliferación de las razas más débiles y repugnantes, y esa auténtica falta de respeto por el poder mundial… la verdad es que es bastante aburrido.
—¿Estás dispuesto a asesinarme por esos diseños antiguos y los sueños, más anticuados todavía, de los Julia?
—Sí, creo que sí. Me parece que mis argumentos han superado a los tuyos; la necesidad de la ciencia, el control de las razas y la protección de Occidente es una causa mucho más noble que la propagación de cuentos de hadas, ¿no te parece?
—¡Estás completamente loco! Un cuento de hadas es una historia de fantasía, pero yo tengo la prueba de que los nuestros realmente existieron, que nuestras facciones separadas pueden conseguir el cambio de forma pacífica, lenta y con previsión. Si me matas, me llevaré a la tumba el secreto de la onda atlante, y lo que es más…
La bala lo alcanzó en el corazón. Abrió mucho los ojos ante lo repentino de su muerte y todo lo que pudo hacer fue pronunciar sin ruido «¿Por qué?».
Heinemann posó la pistola todavía humeante en su escritorio y le dio la vuelta a la silla giratoria para ocultar la visión de su amigo moribundo. Vio que los jardineros habían levantado la vista al oír el agudo disparo del arma. Después observó que poco a poco volvían a su trabajo. Se conformó con mirar el jardín hasta que oyó pasos que se precipitaban por el pasillo. Se abrió la puerta, pero Heinemann no se dio la vuelta.
—Dios de los cielos, ¿qué ha hecho?
Karl cerró los ojos para reflexionar. Oyó que su ayudante se inclinaba sobre el malherido Peter.
—No debe preocuparse por el profesor Rothman; se ha ido a un lugar en el que está muy cómodo. Se ha unido a nuestros ancestros.
El grueso ayudante apartó las manos ensangrentadas del pecho de Rothman y lo miró a los ojos. El joven parpadeó una vez y después sus ojos se dilataron poco a poco con la muerte.
—Ha asesinado a un hombre que lo adoraba. ¿Se ha vuelto loco? Esto solo puede provocar más problemas entre los Julia y los otros antiguos. Lo comprende, ¿verdad?
Karl se volvió lentamente en su silla y miró a su ayudante alemán.
—Tiene gracia, él me dijo exactamente lo mismo hace solo un momento. A él ya le he respondido, ¿debo responder también a su preocupación?
El ayudante comprendió con toda claridad lo que su jefe insinuaba y de inmediato se irguió en toda su altura e hizo entrechocar los tacones.
—Solo quería decir que… ha sido… inesperado.
—Sí, yo también habría preferido tomar otro camino, pero este asunto es demasiado importante para dejarlo al azar. —Levantó la vista del cuerpo de Peter y miró al grueso alemán—. ¿Está de acuerdo?
—Sí, herr Von Heinemann, yo…
—¿Se ha recibido el equipo que pedí?
La pregunta cogió al hombre por sorpresa. ¿Ese monstruo tenía a uno de sus mejores amigos y miembro de los antiguos allí sentado, muerto justo delante de él, y tenía el descaro de preguntar por un equipo científico? Estaba loco de verdad.
—Recibimos un cable de nuestras oficinas de Singapur; se recibieron dieciséis toneladas de material hace dos días.
—Bien. ¿Habrá contratado el traslado del material a la isla?
—Sí. Pensé que querría que lo entregaran tan pronto como fuera posible porque supuse que conseguiría influir…
—Como puede ver, me llevé la discusión a mi terreno. Y ahora recupere la compostura, hombre. Era mi amigo y mi estudiante, y lo que había que hacer, se hizo. No podemos volver atrás, así que deje de actuar como un colegial. Saque este cuerpo de aquí y que no caiga más sangre de la que ya hay en mi alfombra persa.
—Sí, herr Von Heinemann.
—En cuanto a la excavación arqueológica —empezó.
—¿Sí?
—Destrúyala. No deje rastro de la presencia de Peter.
—¿Y el almacén lleno de artefactos?
Heinemann lo miró a los ojos.
—No pueden quedarse en Austria. Póngase en contacto con Joseph Krueger, en América. Dígale que vamos a enviar cajas de material para que se estudien en una ubicación de alta seguridad. Me encargaré de que hagan copias del material que necesito para que los originales puedan permanecer con el resto de los pergaminos. Y ahora, puesto que el componente principal que pide el diagrama habrá desaparecido, ¿ha comenzado a buscar los cristales necesarios para sustituirlos?
—Sí, pero es posible que también tengamos repuestos de los diamantes procedentes del sur de África.
—Excelente. Y ahora, por favor, llévese el cuerpo de Peter; me va a quitar el apetito para el almuerzo. Y disponga todo lo necesario para mi viaje a la isla en menos de un día, por la ruta más rápida posible.
—Sí, entiendo —respondió el subordinado. Empezó a girarse para marcharse y después se detuvo, dudaba antes de brindarle a aquel hombre de sangre tan fría otra razón para mostrar su genio infame.
—¿Tiene algo que añadir?
—Antes de su reunión de esta mañana, el profesor Rothman me entregó un paquete que quería que saliera con el correo de la mañana.
—¿Sí? —preguntó Von Heinemann, que empezaba a ponerse nervioso.
—Es solo que mencionó que era de la excavación de España, y muy valioso.
El color desapareció de la cara del industrial. Después sorbió por la nariz.
—A menos que fuera del tamaño de la llave, no tiene valor alguno para nuestros planes y no debe preocuparnos. —Le dio la espalda al criado para observar las actividades de los jardineros—. Pero, solo por curiosidad, ¿adónde iba a ser enviado ese paquete?
—Boston, Massachusetts.
Von Heinemann volvió a girar la silla para mirar a su ayudante.
—América. —No era una pregunta, sino una afirmación. Su expresión era la de un hombre sumido en sus pensamientos. Después despidió al ayudante con un ademán.
Karl von Heinemann observó al alemán debatirse con el peso del profesor muerto mientras trataba de manejarlo con cuidado para atravesar las ornamentadas puertas de la biblioteca. A Von Heinemann no le entristecía en absoluto el hecho de haber matado por lo que creía que sería la alteración del poder mundial. La situación exigía dureza. Jamás podría permitir que los necios que no pertenecían a los Julia supieran que al menos una de las viejas historias era un hecho.
Karl se levantó y se dirigió al gran mapa del mundo que colgaba de la pared en un magnífico marco dorado. Se llevó las manos a la espalda y después se balanceó sobre los talones y vuelta otra vez. No podía evitar preguntarse si el paquete que Peter había enviado a los Estados Unidos no resultaría ser la revelación del lugar donde estaban enterradas las llaves atlantes. Después sacudió la cabeza para librarse de su paranoia mientras sus ojos caían en el único alfiler rojo clavado en el mapa junto a un pequeño grupo de islas del Pacífico, donde su trabajo y el de la Coalición se desarrollaría durante los años venideros. Sonrió al leer el nombre indicado, una pequeña isla del mar oriental de Java conocida solo por su exportación de semillas de pimienta.
Dijo el nombre escrito en inglés que había en el mapa del mundo y lo dejó rodar por la lengua repetidas veces hasta que le pareció que tenía la pronunciación correcta.
—Krakatau.
En apenas ocho años, en 1883, el nombre de la isla sería sinónimo de la más total y absoluta destrucción para cualquier persona que lo pronunciase: Krakatoa.
El subteniente Charles Keeler sabía que los hombres que tenía delante no eran la verdadera amenaza. El antagonista, o el villano, como dirían los seriales, estaba en la silla del otro extremo, envuelto en sombras. El hombre no se había movido desde que lo habían traído a la pequeña tienda del centro de Oahu. La cinta que le cerraba la boca lo estaba haciendo sudar todavía más que los hombres de aspecto serio que tenía delante. Era como si no pudiera respirar lo suficiente por la nariz para mantener la conciencia.
Oyó que el hombre que estaba entre las sombras carraspeaba. En la mal iluminada habitación, el joven subteniente no pudo ver el asentimiento que le dirigió el hombre a uno de los brutos que tenía enfrente. Entonces uno de los hombres estiró el brazo y le quitó la cinta de la boca. El dolor fue repentino, pero nada que el subteniente no pudiera soportar. Lo esperaba. Hizo todo lo que pudo para lanzarle a aquel hombre gigante la adecuada mirada furiosa de rabia. El bruto se limitó a sonreír y asintió, como si lo entendiera.
—Su padre le envió un paquete hace tres semanas, ¿no?
El oficial de la Marina intentó con todas sus fuerzas penetrar en las sombras de las que se había escapado la voz. Sacudió la cabeza e intentó aclarársela. El cloroformo utilizado poco antes para someterlo todavía le nublaba la mente, pero no tanto como esos hombres creían. Sabía que tenía que luchar y ganar tiempo para entender de qué iba todo aquello.
—Preguntaré solo una vez más. Su padre le envió un paquete hace tres semanas, ¿no?
El hombre de las sombras cruzó las piernas, la única parte de su persona que salió de la oscuridad desde que el subteniente había recuperado la conciencia. Al joven le apeteció sonreír. El misterioso hombre llevaba nada menos que polainas en los zapatos. ¿Quién seguía usando polainas? Carraspeó en lugar de permitir que la sonrisa le cruzara la cara.
—Mi padre vive en Boston… yo… no he recibido nada de él en cinco meses.
Silencio.
El hombre que le había arrancado la cinta de la boca dio dos pasos tras la silla y, sin una sola advertencia, una llamarada de dolor atroz se propagó desde el dedo anular de la mano derecha del joven hasta el codo.
El subteniente dejó escapar un grito. Después, cuando consiguió abrir los ojos, vio que el grandullón levantaba algo con la mano para que él lo viera. Era su dedo, y en el dedo estaba su anillo de Annapolis, clase de 1938. El tipo quitó el anillo y lanzó el apéndice sin ceremonias en el regazo del marino. El hombre que con tanta habilidad le había cortado el dedo se colocó el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda y después lo levantó para contemplarlo bajo la luz tenue del techo y admirarlo.
—Bueno, subteniente, me voy a molestar en preguntarlo de nuevo. Su padre le envió un paquete hace tres semanas. ¿No?
—Mi padre y yo no nos hablamos.
—Sí, conocemos la historia familiar, joven. No le complació mucho la carrera que eligió usted. No obstante, le confió un paquete. Y bien, ¿va a confirmarnos que recibió ese paquete?
Keeler, cabizbajo, se quedó mirando el suelo desnudo de cemento. Oyó el graznido de los cláxones y las maldiciones de los militares que pasaban por la calle, allí arriba. Ojalá él estuviera entre ellos.
—Señor Weiss, por favor, quítele el pulgar. Eso debería terminar a todos los efectos con la carrera naval del señor Keeler.
La americana del uniforme blanco de primera clase de la Marina pareció cerrarse a su alrededor como una anaconda. Se apretó más y más cuando el grandullón se acercó a él.
—Sí… ¡Sí! ¡Me envió un paquete!
—Ya está, no ha sido tan difícil, ¿verdad, subteniente?
El muchacho bajó la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho. Había fallado a su padre y a la familia una vez más.
Oyó que el hombre se levantaba y por fin salía de la sombra de la esquina.
Era un hombre pequeño. Vestía un traje de color apagado de corte caro. Su cabello oscuro y aceitado estaba peinado de forma impecable hacia atrás, con la raya ligeramente a la izquierda del centro.
—Si eso le tranquiliza, subteniente, su padre jamás se enterará de su fracaso de esta noche. Está muerto. Su hermano menor se habría unido a él en su viaje, pero estaba fuera, en la escuela. Su muerte puede esperar.
Oyó las palabras dichas con acento alemán, pero, por un momento, no llegó a asumirlas. Levantó la cabeza para mirar al hombre que se acercaba y entrecerró los ojos hasta convertirlos en meras ranuras. Se obligó a secarse las lágrimas de frustración y dolor físico.
—¿Qué?
El hombrecito se detuvo y lo miró desde arriba; sus rasgos reflejaban seriedad.
—He dicho que está muerto. Torturado hasta que admitió haberle enviado el objeto que hemos buscado durante sesenta años.
—¿De qué… de qué está hablando…?, ¿qué objeto? —siseó el muchacho.
—Ah, eso es, era usted un muchacho díscolo y no estaba al tanto de las actividades más… secretas de su padre. Sin embargo, eso carece de importancia. Lo que le ha enviado estará en nuestras manos de un momento a otro y su muerte no será más que una nota a pie de página en los libros de historia.
El hombre se acercó, sirvió un vaso de agua y después se volvió hacia su prisionero. El muchacho miró el vaso transparente e intentó tragar. Tenía sed, la tenía desde que lo habían arrancado de la calle horas antes. El hombrecito bien vestido les hizo una seña a los dos matones y el chico sintió que le desataban las manos, pero en lugar de alivio ante la repentina libertad, lo que sintió fue otra descarga de dolor que le atravesó la mano cuando la sangre se precipitó a la herida abierta. Se llevó el brazo hacia delante y se sujetó la mano.
—Señor Krueger, ayude al subteniente.
Le apartaron la mano derecha de malos modos del cuerpo y le envolvieron el muñón del dedo anular con un paño blanco.
—Ya está. Y ahora beba esto. —Sostuvieron el vaso de agua frente a él, que lo cogió y se tomó el líquido fresco en tres grandes tragos.
—Bien, una pregunta más y el señor Wagoner y el señor Krueger lo acompañarán a la puerta, subteniente. ¿Dónde está el paquete que contiene la placa de bronce con el mapa? Tiene jeroglíficos que con toda seguridad usted no entiende.
Keeler sabía que era hombre muerto. Sin embargo, también sabía algo que iba a permitirle desafiar a aquellos tipos. Su padre había confiado en él mucho más de lo que la gente creía.
—Está a salvo a bordo de mi barco. —El muchacho sonrió, esa vez fue una sonrisa amplia y sagaz. Después se puso serio y miró al hombrecito—. No sé cómo va la moda en Hitlerlandia, amigo, pero ya nadie se pone polainas, ¡cara de chucrut!
—Una vez más, necio sonriente, ¿dónde está la placa con el mapa?
—En un sitio al que tú jamás accederás —dijo el chico con una sonrisa todavía mayor.
El hombrecito asintió y levantaron al teniente.
—Nos vas a llevar al puerto y nos vas a señalar qué navío es, y luego ya veremos si el mapa está fuera de nuestro alcance.
—Que te follen, nazi. No pienso decirte una mierda.
—Joven, esto puede que te sorprenda, pero a mí no me emplea el régimen nazi. Soy alemán, como sabes. Sin embargo, la nacionalidad no tiene nada que ver con nosotros. Nuestros objetivos, si bien resultan parecidos a los de herr Hitler, son mucho más ambiciosos.
—Para mí, tú solo estás a un paso de mi padre; los dos compartís la arrogancia de la clase alta.
El hombre sonrió y después pareció como si hubiera decidido algo.
—Mi organización tiene muchos miembros, personas como yo que es posible que incluso tengan altos cargos en tu propio gobierno. Hasta la gente de tu padre comparte algunas de nuestras antiguas ideologías. ¿Comparar a Hitler con nosotros o incluso con la gente de tu padre? Querido muchacho, no me hagas reír. —Se inclinó sobre el americano—. Sin nosotros, ese idiota de Berlín jamás habría llegado al poder. —Se irguió—. Se acabó el ser amable. ¿Qué barco?
Esa vez el hombretón se puso a trabajar en Keeler con entusiasmo.
Una hora después, un coche grande aparcaba en una zona aislada enfrente de Ford Island, dentro de la base naval de Pearl Harbor.
Había dos barcos anclados en el extremo de una fila muy larga de buques de guerra, en el muelle de los acorazados. Un navío más pequeño se perfilaba a la luz de las estrellas junto a un segundo barco mucho más grande, cuyas elegantes líneas y majestuosas torres perfiladas contra la luna poniente lo hacían espejear en la oscuridad.
Krueger examinó varias fotos de barcos de guerra americanos.
—¿Es ese? —preguntó.
—No, ese es el barco de reparaciones, el Vestal. El navío que buscamos es el más grande que tiene a estribor —dijo el hombre conocido como Weiss.
—Ese idiota de abogado americano era mucho más inteligente de lo que habíamos anticipado, envió la placa con el mapa a su hijo díscolo y luego ese cabrón listo lo puso bajo la custodia del capitán; muy ingenioso, sin duda.
El alemán cerró los ojos durante un segundo y después los abrió y miró el puerto. Estaba contemplando uno de los barcos más famosos del mundo, había servido muchas veces como buque insignia de la Flota del Pacífico. Continuó mirándolo mientras más marineros americanos rodeaban su popa en una lancha, riendo y bromeando, para subir a bordo tras pasar la noche bebiendo. Apretó los músculos de la mandíbula cuando las últimas palabras del oficial de la Marina americana resonaron en su cabeza: «Me lo envió a mí, pero me ordenó que se lo diera a mi capitán, así que buena suerte si quieres conseguirlo, gilipollas…». Eso había dicho el duro subteniente americano con la boca sin dientes y ensangrentada, y las palabras se habían burlado del alemán a más no poder, ya que terminó la frase con «porque está en la caja fuerte del capitán».
El hombrecito miró furioso el reloj. Eran cerca de las cuatro y media de la mañana; la fecha era el 7 de diciembre de 1941. Cuando levantó la cabeza para mirar el gran barco con sus elegantes líneas, supo que tenía un trabajo difícil por delante si quería recuperar la placa con el mapa que describía el escondite de la llave que controlaba el arma.
Debía encontrar un modo de subir a ese barco y obtener lo que había en la caja fuerte del capitán. Observó a los marineros borrachos que reían y hablaban a gritos esa mañana de domingo, sus voces rebotaban con pereza por el tranquilo puerto, a más de kilómetro y medio de distancia.
Mientras observaba a los marineros se le ocurrió un plan para subir a bordo del USS Arizona. El sol saldría en un par de horas. Les llevó a los tres hombres hasta el último minuto de ese escaso margen conseguir un uniforme con el rango apropiado.
Krueger, nacido en Alemania y antiguo comando, vestía un uniforme de teniente y pudo subir sin problemas a una lancha que hacía su ronda por el muelle de acorazados. No tardó en desembarcar con la tripulación del Arizona.
—¡Eh, teniente!
El alemán se quedó paralizado tras solo dar tres pasos por la cubierta de teca del Arizona.
—¿Se le olvida algo?
El alemán sintió el peso de la Luger que llevaba metida en los pantalones, bajo la casaca, y tras respirar hondo se volvió hacia el hombre que había hablado.
El oficial de la cubierta lo miraba con las manos en las caderas. El alemán supo que había cometido algún error cuando se encontró con un subteniente, todo un escalafón por debajo de su rango robado. Miró a su alrededor, otros marineros subían por la pasarela. Observó que saludaban a algo situado en la parte posterior del gran barco y después se volvían y saludaban al oficial de la cubierta. Krueger dedujo de inmediato dónde se había equivocado.
Tragó saliva y con un balanceo decidido, fingiendo una borrachera, se giró hacia la popa del Arizona y saludó con descuido a la bandera, después se dio la vuelta hacia el oficial de cubierta y lo saludó también.
Saludo que le fue devuelto.
—Y ahora le aconsejo que baje de una vez, señor, antes de que alguien que nos supere en rango a los dos vea el estado en el que se encuentra. —El oficial miró su reloj—. Diez minutos para toque de diana, teniente. Yo me movería rápido si fuera usted.
Krueger miró el reloj como si le importara y vio que faltaban diez minutos para las ocho. Después asintió y se metió por la escotilla más cercana.
Al oficial de cubierta no le pareció extraño no haber reconocido al teniente borracho; después de todo, solo llevaba a bordo una semana cuando le había tocado el turno de cubierta. Aun así, se giró y miró la figura que desaparecía en el interior.
Krueger les había preguntado a dos marineros que pasaban por ahí el camino a la zona de oficiales. Después de mirarlo extrañados, lo enviaron en la dirección adecuada. Cuando encontró la cubierta correcta y el camarote que debía, no le sorprendió ver a un marine de los Estados Unidos de guardia y en posición de descanso a la derecha de la puerta. Tragó saliva y se adelantó justo cuando la corneta tocó diana arriba, en la cubierta. Se dirigió al marine, que le lanzó por casualidad un vistazo a su reloj y no vio al alemán echar mano de su Luger.
—El silencio hará que sobreviva a la mañana, cabo. Y ahora, las manos lejos de su arma, por favor.
—Escucha, chaval, esto no tiene ni puñetera gracia. El capitán es muy capaz de…
—Abra la puerta, por favor.
—De eso nada, teniente. Y ahora deja de hacerte el listillo y guarda esa cerbatana alemana antes de que nos metas a los dos en un buen lío.
Krueger ya tenía más que suficiente. Estiró el brazo y golpeó la cabeza del cabo con la Luger, y antes de que el aturdido marine pudiera caer, cogió el pomo, lo giró y abrió la puerta de golpe usando el peso del hombre que se derrumbaba.
Cuando pasó por encima del marine caído, se quedó asombrado al ver que el ocupante del camarote estaba sentado ante su pequeño escritorio, completamente vestido. Y lo que era peor: le estaba apuntando al pecho con un Colt .45.
El alemán levantó poco a poco su arma, pero el capitán del Arizona alzó una ceja, advirtiéndole de este modo que ese sería el último movimiento que haría en su vida.
—¿Lo sabía?
El hombre que estaba sentado ante el escritorio con su inmaculado uniforme blanco le indicó al alemán que entrara en el camarote; sus ojos solo se movieron cuando el joven marine gimió en el suelo. Después, los ojos del capitán volvieron a posarse de inmediato en el intruso.
—Franklin van Valkenburg, capitán, BB-39, USS Arizona. Ese paquete estaba dirigido a mí, y el padre del muchacho utilizó a su hijo para que me lo entregara.
—¿Usted es uno de ellos?
—¿Dónde está el joven subteniente Keeler?
El alemán no dijo nada.
—Supongo que lo ha matado usted.
El comando alemán siguió sin decir nada. Van Valkenburg ladeó la .45.
—¿Me permite explicarlo, capitán? —tartamudeó el alemán.
—No hace falta. Su grupo rastreó la placa con el mapa hasta Massachusetts y después, tras torturar al padre del chico, siguió el rastro del paquete hasta este mismo barco.
—Debe permitirme…
—¿Que se explique? Déjeme intentarlo, a ver si mis hermanos y hermanas me han informado bien. Está a punto de decir que está aquí para asegurarse de que herr Hitler y sus amigotes no consiguen la placa con el mapa y luego la llave atlante. Que su coalición se está desentendiendo del desastre al que dio comienzo el hombre al que ustedes pusieron en el poder. —Van Valkenburg sonrió—. ¿Me acerco?
El gran comando se quedó con la boca abierta.
—¿Quién es usted?
Van Valkenburg sonrió.
Con la mano libre dio unos golpecitos en la gráfica y los mapas que tenía en la mesa.
—Me apasionan los mapas antiguos, ese tipo de cosas. Me llevó mucho tiempo descifrar el mapa de la placa y sus extraordinarios rasgos. Está muy por encima de cualquier tecnología de la que dispongamos en la actualidad. —Sonrió de nuevo—. Tengo la mismísima ubicación de la llave que su gente está buscando y mis antiguos socios intentan ocultar; justo aquí, en este mapa y este gráfico. La navegación y los mapas son mi mayor afición, y no pude resistirme. Una pena, usted podría haberles entregado a sus amos esto en una bandeja de plata.
De repente comenzaron a gemir unas sirenas estridentes por todo el puerto y el barco cobró vida cuando, a través del sistema de megafonía, se ordenó a todo el mundo acudir a sus puestos de combate. El acorazado sufrió una violenta sacudida justo cuando el comando alemán levantó su arma. El capitán Van Valkenburg fue más rápido y su mano más firme. Su disparo alcanzó al hombre justo entre los ojos y cayó sobre el marine de guardia. Nada más disparar, el capitán escuchó unas ruidosas explosiones en la bahía. Y después, sin aviso alguno, el Arizona soportó el envite de una explosión.
El capitán sacó a toda prisa el mapa y las gráficas de su escritorio y se dirigió al mamparo. Lo dobló todo y lo metió en una caja impermeable, después marcó a toda prisa la combinación y abrió su caja fuerte personal. Se aseguró de que el hule encerado que envolvía la placa del mapa estaba bien cerrado antes de colocar la caja de mapas a su lado. Sintió auténticas tentaciones de sacarlo y guardarlo en su persona y después rasgar en pedazos su mapa y los planos de Etiopía, pero decidió no hacerlo. Cerró de inmediato la gruesa puerta de acero y después subió hasta el puente.
Diez minutos más tarde, un grupo de bombarderos Nakajima «Kate» sobrevoló Pearl Harbor a gran altitud. Los pilotos japoneses llevaban meses practicando con siluetas de barcos iguales al Arizona. Para cuando Van Valkenburg llegó al puente y empezó a dar órdenes para defender su barco, varios torpedos ya lo habían alcanzado, junto con tres bombas. Sin embargo, el golpe mortal lo asestó un obús de artillería naval rediseñado. Una bomba de ochocientos ochenta kilogramos salió del tercer «Kate» de la fila y bajó novecientos metros. La bomba penetró en la cubierta justo a la derecha de la torreta número dos. La bomba, capaz de atravesar el blindaje, recorrió varias cubiertas y por fin se encajó en la escalerilla que había justo al lado del polvorín delantero del Arizona.
La detonación resultante levantó la proa del gran barco por los aires y separó por completo la cubierta de teca de su blindaje. La explosión interna desgarró la nave como si estuviera hecha de hojalata y se llevó a casi toda su dotación a una muerte que sacudiría el mundo e instigaría las pasiones de los americanos durante los años venideros.
El capitán Van Valkenburg jamás pudo regresar a su camarote y a la caja fuerte que contenía la ubicación de la llave. Murió en el puente de mando de su barco, sabiendo que el secreto de los antiguos se hundiría con el Arizona. De los mil ciento setenta y siete hombres de aquel gran buque de guerra sobrevivieron menos de doscientos, y ni uno solo de ellos sabía nada del gran secreto que se llevó la nave al fondo embarrado de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941.
Berlín, Alemania
28 de abril de 1945
El británico y el americano, con uniformes de coronel de la Waffen-SS, esperaban junto a un edificio bombardeado a trescientos metros de la cancillería alemana. La cortina de fuego de la artillería era incesante. El Ejército ruso acababa de cerrar el círculo mortal esa misma mañana. Berlín estaba rodeado por todo el Ejército Rojo y la orden del día era aplastar la capital alemana hasta que no quedara una sola piedra en pie.
—Quizá a Moeller y a Iván los han volado en mil pedazos —dijo el americano, que se agachó tras una pared de escombros caídos justo cuando un obús estalló en la carretera, a cien metros de distancia.
—Lo sabremos en unos treinta segundos. La artillería tendría que cesar a nuestra derecha. Es entonces cuando deberían de aparecer —dijo el londinense mientras miraba su reloj de pulsera.
—Mucho riesgo para llevarle un mensaje a un hombre muerto, me parece a mí.
El inglés esbozó una sonrisita de satisfacción, levantó la mirada del reloj y contempló a Harold Tomlinson, su homólogo americano en aquella locura.
—No es nuestro papel preguntarnos por qué…
—No me vengas con esa mierda de «hazlo o muere». Nuestra parte en esta pequeña guerra terminó cuando nos retiramos en 1941.
De repente, el bombardeo se redujo lo suficiente como para que oyeran el sonido de una motocicleta que se dirigía hacia ellos serpenteando.
—Justo a tiempo. Una coordinación asombrosa, puñeta, aunque esté mal que yo lo diga —dijo Gregory Smythe cuando distinguió la motocicleta con sidecar que se acercaba con un rumbo errático.
Cuando el conductor y su pasajero se detuvieron y corrieron a ponerse a cubierto, la artillería empezó a disparar de nuevo para hacer pedazos edificios y desgarrar las últimas defensas de la reserva alemana.
—Algún día espero que alguien nos explique cómo consiguió montar este numerito el Consejo de la Coalición —dijo el americano mientras se apresuraba a hacerles señales al ruso y al alemán para que se acercaran al lado protegido del muro roto.
—Amigos en las alturas, me imagino, incluso en el Ejército soviético —dijo Paul Moeller al tiempo que se desplomaba contra el muro—. Pero eso no impidió que esos niños y viejos alemanes nos dispararan.
—Viktor Dolyevski, permíteme sugerirte que no pronuncies ni una sola palabra cuando entremos en el búnker. Creo que incluso el más leve acento ruso puede hacer estallar a esos idiotas. Nuestros amos y señores quizá piensen que somos prescindibles, pero yo no.
El gran ruso se limitó a contestar a Smythe con un asentimiento, se puso el casco negro y se sacudió parte del polvo que se le había acumulado al cruzar las líneas.
—Bueno, caballeros, por aquí se va a la cancillería —dijo Smythe, y señaló a su izquierda.
A los cuatro falsos oficiales los condujeron al hueco que había a cuarenta metros de profundidad, bajo el edificio de la cancillería. Un olor amargo impregnaba el aire inyectado y una presencia mohosa colgaba delante de los hombres como un fantasma colérico.
Un coronel, que tenía un aire decididamente esquelético, había cogido el sobre lacrado de manos de Smythe, había arqueado una ceja y después había ordenado a toda prisa que se desarmara a los visitantes de la Coalición. Mientras los registraban sin miramientos y los toqueteaban los grandes guardias de las SS, los cuatro hombres podían oír el sonido de unas carcajadas de borracho que salían de algún lugar de la parte posterior del cavernoso búnker.
—Lo que podría haber sido, reducido a esto —dijo Smythe con tristeza mientras miraba por la sala de espera escasamente amueblada.
Antes de que cualquiera pudiera responder al comentario del inglés, el coronel de las SS regresó, hizo entrechocar los tacones pulidos con un ademán elegante y se inclinó a medias. Tras él se encontraba un hombre bajo con un uniforme gris muy sencillo. No llevaba sombrero y el cabello había sido aceitado hasta tal punto que brillaba con fuerza bajo las duras bombillas que colgaban del techo de cemento. Tras él había un alma flaca que tenía cara de hurón. Era un hombre que, por supuesto, no solo conocían los visitantes presentes en la sala, sino también la mayor parte de la población del mundo entero. Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, miraba con gesto burlón a los hombres que tenía delante.
—Debo saber qué asunto les trae aquí a ver al führer —exigió mientras los iba mirando uno por uno. Sus ojos se detuvieron en el semblante de Dolyevski un momento más que en los del americano, británico o alemán.
El olor a colonia que saturaba el aire irradiaba de Goebbels, pero era el olor subyacente a sudor y miedo lo que resultaba más nauseabundo que todo lo demás.
—No estamos aquí para hablar con los de su calaña, herr ministro, sino que debemos hablar con ese imbécil que llaman…
El inglés levantó una mano delante de la cara del americano para hacerlo callar.
—Nuestro asunto debemos tratarlo con su führer, con nadie más —dijo Smythe y le lanzó a Tomlinson una mirada fulminante.
Goebbels miró al americano con desdén.
—Este hombre les llevará con él —dijo, y se hizo a un lado, el movimiento entorpecido por su pie zopo—. Pero no se equivoquen, el asunto que les trae aquí no cambiará nada.
Los cuatro representantes de la Coalición intercambiaron miradas divertidas.
—Me llamo Boorman. Si tienen la bondad de seguirme, caballeros, por favor. —Les hizo un gesto a los hombres para que lo siguieran.
Daba la sensación de que para las dos secretarias que había junto a la única puerta aquel era un día normal de trabajo. No se inmutaron cuando chilló una mujer en algún lugar de las laberínticas profundidades del búnker. Las dos secretarias levantaron la cabeza, no con sonrisas, sino con un asentimiento que dirigieron a Boorman.
—Pueden entrar ya. Se alegra mucho de que los representantes de la Coalición hayan llegado —dijo Traudle Junge, la más joven de las dos secretarias.
El americano miró a la mujer, bastante atractiva por cierto, durante un momento y sonrió. Ella se limitó a clavar los ojos en él hasta que el hombre empezó a sentirse cohibido y siguió a los otros.
Antes de que Boorman tuviera oportunidad de abrir la gruesa puerta, la abrió otra mujer, que salió a toda prisa y al pasar sonrió a los cinco hombres. Su cabello rubio estaba peinado a la perfección y su maquillaje era impecable.
—Disculpen, caballeros —dijo mientras batía sus gruesas pestañas y se apartaba para conversar con las secretarias de Hitler. Eva Braun no les dedicó a los visitantes ni una sola mirada más de curiosidad.
Los cuatro hombres entraron en la antecámara de los aposentos personales de Hitler. Olieron flores frescas y los restos espectrales del perfume de la señorita Braun mientras permanecían rígidos ante un hombre que estaba pálido como un fantasma y parecía tan frágil como un hombre veinte años mayor de lo que era.
—Caballeros, tienen cinco minutos para exponer el asunto que les trae aquí. El fürher tiene una reunión de defensa con sus generales después —afirmó Boorman con tono neutro.
Smythe estuvo a punto de reírse al oír semejante afirmación. Se sentía como si se hubiera metido en la antecámara del Sombrerero Loco en lugar de en la del líder del Tercer Reich.
Hitler estaba usando la mano derecha para escribir algo y mantenía la izquierda oculta. Las gafas que llevaba parecían dobladas y deformadas. Al fin alzó los ojos dilatados por alguna medicina, unos ojos muertos, los ojos de un loco.
—¿Por qué iban a aparecer aquí los traidores a mi reich? —preguntó en voz baja mientras se quitaba las gafas, pero se negó a mirar a los cuatro hombres.
—El Consejo de la Coalición es consciente de los planes que tiene para huir de este búnker; también nos hemos topado con cierta información que indica que usted y su gente planean dirigirse a la costa argentina. Estamos aquí para decirle que eso no ocurrirá de ningún modo.
Hitler cerró los ojos y permitió que su mano derecha desapareciera bajo el escritorio para sujetar la mano y el brazo izquierdos, que temblaban de forma incontrolable.
El invitado alemán alzó la voz.
—La Coalición ha ordenado que permanezca aquí. —Se metió la mano en el bolsillo, sacó una caja grande y la colocó en el escritorio de Hitler—. El contenido de esta caja es mucho más letal y pondrá fin a este fiasco con más garantías que cualquier cosa que pueda recetar ese matasanos que tiene usted. Puesto que no tomará el submarino que lo llevaría a las Américas, debe quitarse la vida en menos de veinticuatro horas después de esta reunión, o el Ejército soviético lo hará prisionero, una sentencia en la que insisten muchos en la Coalición, de todos modos. Algunos creen que estas pastillas son una solución demasiado fácil.
—Me han fallado al no… no…
—Lo que el führer está intentando decir es que si hubieran cumplido su promesa de entregar la llave atlante y el grueso de las ciencias tectónicas, el reich seguiría intacto —dijo Boorman, que se había levantado, airado.
Smythe hizo caso omiso del hombre que tenía detrás.
—Herr Hitler, usted le falló a la Coalición hace cinco años cuando desobedeció sus órdenes y atacó Polonia, provocando una guerra con los poderes occidentales, y poniendo fin a las sutilezas del plan de la Coalición. ¿Pensó que ese acto merecería la recompensa de las tecnologías de la Atlántida? Nos limitaremos a esperar otra oportunidad; quizá surja alguna un poco más al oeste de Alemania la próxima vez. —Smythe deslizó la caja un poco hacia Hitler—. Después de todo, tenemos todo el tiempo del mundo. Bien, es esto —dio unos golpecitos en la caja—, o correrá el riesgo de que lo exhiban a la vista de todos en la Plaza Roja como el animal que es. Elige usted.
Con esas últimas palabras, los cuatro hombres se dieron la vuelta y se fueron.
Cuando la puerta se cerró tras los representantes de la Coalición Julia, no podía saber Adolph Hitler que ya se estaba planeando otro intento para consolidar el poder de los Julia y las políticas de raza en todo el mundo. Solo que esa vez la Coalición eliminaría por completo la necesidad de un país anfitrión para lograr sus objetivos, y pronto se llevaría a cabo un intento supremo para garantizar la consecución de la última pieza de sus planes con el arma de los antiguos a su disposición.
La oscuridad que Alemania experimentó en 1945 no fue nada comparada con la negrura absoluta que estaba a punto de imponerse casi setenta años más tarde.
El estandarte rojo con el águila dorada, pero sin la esvástica, se desplegaría en un nuevo mundo.